Capítulo 2

Has consecuencias del intento de suicidio de Ellie Bernhardt me ocuparon casi toda la tarde.

Nos trasladaron al Hospital del Condado de Hennepin. Antes de que se llevaran a Ellie, una asistente sanitaria de mediana edad se acercó a mí y me dijo que me visitarían en el segundo box, junto a la recepción.

– ¿A mí? -pregunté-. A mí no me pasa nada.

– Bueno -dijo-, pero no estaría de más echarle un vistazo a sus oídos y comprobar que…

– No tengo nada en los oídos -insistí, sin hacer caso de la fría punzada que indicaba que seguramente tenía agua en uno de ellos. Ante su mirada escéptica (los médicos llevan aún peor que los policías los desafíos a su autoridad) le repetí que me encontraba de maravilla.

En esta vida hay pocas cosas que me den miedo, y una de ellas es la consulta del médico.

– Basta con que me lleve hasta una ducha -le dije.

Mantuvo un instante su mirada escéptica y finalmente dijo que estaba de acuerdo, pues a esas alturas del año era difícil que yo sufriese una hipotermia. Había cierto aire del zorro de la fábula de las uvas en su despedida, como si en realidad nunca hubiera tenido demasiadas intenciones de examinarme.

En el vestuario de médicos y enfermeras me mantuve veinticinco minutos bajo una ducha muy caliente y luego me puse unos zuecos de enfermera, una blusa con florecitas estampadas y unos pantalones de color verde mar. Metí mi ropa mojada en una bolsa de plástico. Eché un vistazo a los boxes, en busca de Ellie. Me vio una joven enfermera.

– La hemos llevado a la unidad de críticos -dijo, aludiendo a la atención psiquiátrica-. Tendrá que pasar aquí la noche. Le han hecho una radiografía de tórax para comprobar que no haya agua en los pulmones. Aún no tenemos los resultados, pero creo que físicamente se encuentra bien.

La oficial Moore había ido al cuartel para traerme una muda. Los detectives no solemos sangrar o vomitar más o menos que los patrulleros, pero frecuentamos escenas del crimen llenas de barro o en las que aún humea un fuego sospechoso, por lo que nunca está de más tener una muda a mano. Éste era el día de usarla.

Cuando pude salir a la sala de espera, Moore ya no estaba allí. En cambio, estaba Ainsley Cárter. Se levantó bruscamente de su asiento y se dirigió a mí. Me abrazó los hombros con precaución como si pensara que yo podía estar lesionada o herida.

– ¿Tiene usted hijos, detective Pribeck? -me preguntó.

– ¿Cómo? -No me esperaba esta pregunta, sino que se interesara por el estado de Ellie-. No, no tengo hijos.

– Joe y yo hemos hablado -prosiguió Ainsley girando su solitario de la misma forma que lo había hecho el día anterior al referirse a la imposibilidad de llevarse a Ellie a su casa-. Queremos tener niños, pero ante cosas como ésta comprendemos que es una terrible responsabilidad.

Por primera vez advertí los surcos dejados en sus mejillas por el llanto que le había escuchado por teléfono.

En eso, la oficial Moore apareció por la puerta giratoria, llevaba mi ropa en una bolsa de plástico y un par de botas en la otra mano.

– ¿Se quedará usted en el mismo hotel, no es así, con el número de teléfono? -le pregunté a Ainsley con calma-. Me gustaría conversar con usted más tarde.

– Sí, estaré en el mismo lugar. Y… muchas gracias -añadió en voz baja.

Arrastré a la oficial Moore a través de la sala.

– Gracias -le dije con dificultad, pues no me sentía cómoda pidiéndole a una patrullera ese favor.

– De nada -respondió-. ¿Usted fue compañera de Genevieve Brown, no es así?

– Sí. Lo soy todavía -aclaré.

– ¿Cómo está?

– No lo sé. No he hablado con ella últimamente.

– Muchos de nosotros la echamos de menos.

– Volverá -me apresuré en contestarle.

– ¿De veras? ¿Cuándo?

Tuve que hacer memoria.

– No mencionó ninguna fecha en concreto. Quiero decir que es una baja por cuestiones familiares. Pero volverá, volverá.

– Claro, todo lleva su tiempo -dijo Moore sacudiendo la cabeza-. Fue muy doloroso lo que ha pasado.

– Sí, lo fue -dije.


Genevieve Brown había sido la primera amiga que hice en las Ciudades Gemelas. No me sorprendió que la oficial Moore la conociera; Genevieve conocía a todo el mundo.

Había echado raíces en las Ciudades Gemelas, donde había desarrollado la totalidad de su carrera en el Departamento: primero en la patrulla, luego en relaciones públicas y por último en el Cuerpo de Detectives. Su fuerte eran los interrogatorios. Era capaz de hacer hablar a cualquiera.

Ningún delincuente la amedrentaba. Era de baja estatura y de aspecto nada autoritario, tenía la voz suave como el ante. Era lógica, educada y razonable; antes de conocerla, los malhechores ya sabían su leyenda. Algunos detectives la llamaban el Polígrafo Humano.

En mis tiempos de patrulla aprendí mucho de ella. Le pagué esa sabiduría que compartió conmigo entrenándome con ella en el gimnasio, exigiéndole, llevándola a su máximo rendimiento físico, a pesar de que ya andaba cerca de los cuarenta. Cuando yo vivía sola en mi estudio de Seven Corners de vez en cuando me invitaba a cenar a su casa de Saint Paul.

Creo que el día más feliz de mi vida fue cuando me entregaron mi placa y comencé a trabajar con ella. Era una excelente maestra y mentora, pero sobre todo era divertido trabajar con ella.

Solíamos ir a tomar café en las vías aéreas, laberinto de pasillos que conectaba las segundas plantas de tiendas, restaurantes y quioscos al servicio de la gente de negocios de Minneapolis. A veces se detenía en medio de un pasadizo helado, por lo general en las mañanas con diez grados bajo cero. Sosteniendo con ambas manos su recipiente desechable de carne asada, miraba la ciudad de la que se escapaba un vapor blanco de la ventana de cada edificio que el sol intentaba iluminar, desfalleciente entre la nieve y el suelo helado.

– Hoy es el día, amiga -decía-. Vamos a apagar el aparato de radio y escapar a Nueva Orleans. Nos sentaremos al sol y comeremos beignets? [1] -Otros días, para variar, sugería San Francisco y un buen café irlandés de cara a la bahía.

Pero no lo decía en serio. Después de más de una década trabajando en la policía, seguía encantada con su tarea.

Un día, sin embargo, su única hija, Kamareia, fue violada y asesinada.

Yo conocía a Kamareia desde que era una niña, al principio de mi carrera, cuando celebramos las primeras cenas en casa de mi compañera. Cuando iba a la universidad, Genevieve se casó con un estudiante de Derecho, un matrimonio interracial. Kamareia era una niña muy madura para su edad, y en general entendía las exigencias del trabajo de su madre.

A veces oigo hablar a otros compañeros sobre sus hijos adolescentes: deberes sin hacer, entrevistas con los profesores y tutores, y un absoluto caos en la casa. Genevieve decía: «Dios mío, no puedo creer la suerte que tengo.»Yo estaba presente aquella terrible tarde en que Genevieve volvió a su casa y encontró a su hija gravemente herida, pero viva aún. Se la llevó el servicio de urgencias y yo la acompañé en la ambulancia. Estuve mucho tiempo de pie en la sala de espera, hasta que un médico se acercó a mí para decirme que Kamareia, que escribía poesía y estudiaba para ser admitida en Spelman, había muerto de una hemorragia interna masiva.

Genevieve volvió al trabajo dos semanas después.

– Necesito trabajar -me dijo la noche del domingo que me telefoneó para comunicarme que al día siguiente nos veríamos-. Por favor, explícaselo a los demás para que me entiendan.

A la mañana siguiente, Genevieve se presentó con quince minutos de antelación, con los ojos enrojecidos, pero bien arreglada; sus cabellos, húmedos, despedían un perfume de hierbas. Estaba lista para trabajar. De hecho, esa semana y las que siguieron lo hizo, y muy bien.

Al parecer, había habido un detenido en relación con el caso: un pintor de brocha gorda que trabajaba en Saint Paul para unos vecinos de Genevieve. La propia Kamareia lo había identificado como el hombre que la agredió. Mientras el caso estuvo en manos de la fiscalía del condado de Ramsey, Genevieve se sintió bien. Se dedicaba por entero al trabajo, como un pasajero aéreo que cierra los puños para ahuyentar el miedo o como un alcohólico que está dejando de beber sólo a base de fuerza de voluntad.

El caso, sin embargo, fue sobreseído por detalles técnicos. Entonces Genevieve perdió el rumbo.

La cuidé durante un mes. Adelgazó y se le formaron profundas ojeras moradas, testimonio de sus noches en vela. En el trabajo ya no podía concentrarse. Al interrogar a testigos o sospechosos era incapaz de formular las preguntas básicas. Su poder de observación se hizo peor que el del menos hábil de los civiles. Ya no conseguía establecer relaciones lógicas.

Yo no me sentía capaz de decirle que lo dejara, pero al final fue ella misma quien lo hizo. Fue consciente de que no le estaba haciendo ningún bien al Departamento y pidió un permiso indefinido. Dejó la ciudad y se trasladó a casa de su hermana y su cuñado, en una granja del sur, cerca de Manicato.

¿Cuándo había llamado a Genevieve por última vez? Intentaba recordarlo mientras iba en mi coche en dirección a la ciudad. Sentí una punzada de culpabilidad y aparté el tema de mi mente.

Ya en la comisaría, escribí un informe acerca de los sucesos de la mañana, intentando encuadrar mi salto al río dentro de un marco de conducta racional, como algo que cualquier detective hubiera hecho. ¿Diría que «perseguí» a Ellie por el río? Me sonaba extraño. Retrocedí y escribí «seguí». Escribir era la parte que menos me agradaba de mi trabajo.

– ¡Pribeck! -Alcé la mirada y me encontré con la figura del detective John Vang, mi compañero en ausencia de Genevieve-. Me han contado una cosa muy rara sobre ti esta mañana.

Vang era un año más joven que yo y lo habían ascendido hacía poco. Desde el punto de vista técnico yo debía entrenarlo, una situación que me hacía sentir incómoda. No me parecían tan lejanos los tiempos en que yo seguía a Genevieve, dejándole la iniciativa de las investigaciones… Eché una mirada a su escritorio. No estaba del todo vacío, pero Vang ya se había apropiado de él.

Había colocado encima dos fotografías enmarcadas. Una era un primer plano de su esposa con una niña de nueve meses en brazos; la segunda mostraba a esa misma niña, esta vez sin compañía. La criatura había sido sorprendida en una especie de balanceo, un movimiento que le proyectaba hacia adelante la cabeza y el tórax mientras los brazos parecían ondular en el aire. Seguramente, cuando le tomaron la fotografía estaba pensando en que era capaz de volar.

En una ocasión, aprovechando la ausencia de Vang, la puse de tal modo que pudiera verla desde mi escritorio. Con las miserias de todas las Ellie Bernhardt del mundo apiladas junto a mí, me gustaba observar a aquella chiquilla volante.

– Todo lo que hayas oído acerca de mi episodio en el río es verdad.

– ¡Estás de broma!

– No he dicho que fuera inteligente, he dicho que es verdad.

Conscientemente, me llevé una de las manos a los cabellos. En el hospital los había recogido en una coleta replegada sobre sí, maciza y corta. Al tocarla noté que todavía no estaba seca. No estaba demasiado húmeda, pero aún estaba fría al tacto.

Tras acabar mi informe tuve que solicitar otro busca, ya que el anterior, junto con la chaqueta, se hallaba en las profundidades del Mississippi. Era de agradecer que mi cartera y mi teléfono móvil estuvieran en otra parte aquella mañana de locos.

Antes de que terminara el informe, sonó el teléfono. Era Jane O'Malley, una fiscal del condado de Hennepin.

– Ven enseguida -dijo-. La declaración de los testigos será más rápida de lo que suponíamos. Posiblemente hoy te tocará a ti.

O'Malley estaba investigando un caso que era una historia frecuente y triste: el de una persona cuyo ex novio se negaba a dejar la relación. Sólo que la historia tenía una vuelta de tuerca: el desaparecido era también un hombre. Había dejado el Gay 90, un club nocturno tanto para gays como para heteros, sobrio y por su propio pie tras haber bailado con unos amigos. Fue la última vez que se le vio.

Genevieve y yo investigábamos el caso. Ya avanzada la pesquisa, las coartadas a medias y las evasivas del ex novio acerca de la desaparición nos obligaron a recurrir a un detective del Departamento de Homicidios de Minneapolis. Nunca encontramos a la víctima ni su cuerpo: sólo manchas de sangre y un pendiente en el maletero de un coche que su ex había robado al día siguiente y al que, como era evidente, no había dado muy buen uso.

Al cruzar el vestíbulo del Centro Gubernamental del Condado de Hennepin en dirección a los ascensores, oí a mis espaldas una voz familiar.

– ¡Detective Pribeck!

A Christian Kilander le bastó una zancada para alcanzarme. Era uno de los fiscales del condado; su altura imponía, tanto en los tribunales como en la cancha de baloncesto, donde a menudo nos enfrentábamos en los ratos de ocio.

Si la voz de Genevieve era como el ante, la suya era aún más suave, como la gamuza, por ejemplo. Y casi siempre maliciosa, cualidad que hacía de su habla cotidiana algo burlón y viperino, y de sus careos algo irónico y descreído.

En términos generales, yo lo apreciaba, pero un encuentro con él no debía tomarse nunca a la ligera.

– Me alegro de verte en tierra firme -dijo-. Como siempre, tus técnicas policíacas innovadoras nos llenan a todos de respetuoso asombro.

– ¿A todos? -repuse apresurando el paso-. Yo sólo te veo a ti. ¿Es que tienes pulgas?

– ¿Cómo está la pequeña? -preguntó en un tono comprensivo, generoso, obviando del chiste. Esperábamos el ascensor.

– Se está recuperando -contesté. La puerta se abrió a nuestra izquierda y dos empleadas entraron con nosotros. Pensé que probablemente no volvería a tener noticias de Ellie Bernhardt. Yo había hecho por ella cuanto estaba en mi mano; el resto ya no me correspondía. Si mis esfuerzos habían dado resultado es algo que probablemente nunca llegaré a saber. Ésa era la realidad de un policía. Los oficiales que no la aceptaban aspiraban a ocuparse de tareas sociales.

Las dos empleadas bajaron en la quinta planta. Hurgué en mi oído.

– ¿Aún tiene agua en el oído? -preguntó Kilander apenas reanudamos el ascenso.

– Sí -hube de admitir. Aunque no era grave, era una sensación desagradable. El chasquido del agua en el interior de la cabeza resultaba desconcertante.

El ascensor se detuvo en mi planta. En el ínfimo lapso que corrió entre que el aparato se paró y se abrieron las puertas, Kilander me recorrió con una mirada pensativa desde la cima de sus casi dos metros de estatura.

– Tú sí que vas a por todas, nena. De verdad.

– Ya, bueno -dije en tono evasivo mientras se abría la puerta, sin saber si ésa era la respuesta que correspondía. Pocos años atrás habría experimentado un escalofrío al oír que alguien me llamaba «nena», y hubiera tratado de encontrar una respuesta más cortante, que probablemente no se me hubiera ocurrido hasta un cuarto de hora después. Pero ya no era una novata insegura y Kilander no había sido nunca un chovinista, a pesar de lo que aparentaba a primera vista.

El vestíbulo estaba vacío. Comencé a caminar con lentitud hacia la sala del tribunal. Dejé el bolso sobre un asiento y me senté al lado. Tenía que esperar a que O'Malley viniera a buscarme y me acompañara a la sala. Conocía el procedimiento.

Sólo una vez había sido llamada para declarar en un caso criminal, pero no en mi calidad de oficial de policía. No fue en Minneapolis. Había sido en Saint Paul, en la audiencia preliminar de Royce Stewart, acusado de haber matado a Kamareia Brown.

Fue a mí a quien Kamareia comunicó, mientras estábamos en la ambulancia, que lo había identificado como su agresor.

La tarde en que la mataron, Kamareia había estado sola en su casa. Sin embargo, había sido atacada en la de unos vecinos que estaban haciendo reformas en el interior. Los dos pintores habían acabado su jornada hacia las cuatro de la tarde, pero sólo uno de ellos tenía una buena coartada para las horas que siguieron.

El otro era Stewart, un obrero de veinticinco años. La placa de su matrícula llevaba grabado su apodo: SHORTY. De hecho, no es que fuera bajo, como parecía indicar su apodo; era de complexión fuerte y recogía sus enmarañados cabellos en una coleta. De todos modos, Kamareia lo había llamado por su apodo, adecuado o no. Nunca había sabido su nombre, sólo había visto la placa mientras la llevaba en su coche.

Una semana antes de la muerte de Kamareia, Genevieve me había dicho que su hija, a quien llamaba «Kam», le había advertido que Shorty la miraba con insistencia y eso le producía cierta inquietud.

Nadie supo por qué había ido Kamareia a casa de los vecinos.

El historial juvenil de Stewart estaba bajo secreto de sumario y, como yo no estaba allí como parte oficial de la investigación, no tuve acceso a él. Siendo adulto lo habían pillado proporcionando bebidas alcohólicas a menores y exhibiéndose a las chicas del instituto. Al parecer, le gustaban jóvenes.

Poco después, Jackie Kowalski, la abogada de oficio que defendió a Stewart, me contó que éste le había confiado que enviaba dinero para mantener a un hijo, de «una chavala negra a la que sólo vi una vez».

Stewart era de la opinión de que no se trataba de su hijo. Sostenía que las pruebas de paternidad habían sido falsificadas por empleados del hospital, quienes, como era de esperar, tomaron partido por la madre soltera antes que por un hombre. «Los hombres ya no tenemos derecho a nada», había sentenciado.

En más de una ocasión había contado la historia a Kowalski y ella entendió que, en opinión de Stewart, éste sería un argumento para la defensa. El hecho de que enviara dinero para el niño mestizo, nada menos, vendría a probar que él era incapaz de hacer daño a Kamareia, una mestiza también, al fin y al cabo.

Además, Shorty había sugerido a su abogada que presentara la teoría de que un hombre negro había matado a Kamareia con el plan premeditado de que un hombre blanco cargara con las culpas.

Si Shorty hubiera ocupado el banquillo, ya podría haber recusado a cualquier jurado, que al final lo hubieran declarado culpable.

Pero el caso nunca llegó a un jurado. Y fue por mi culpa.


Estaba en la sala del Centro Gubernamental del condado de Ramsey durante una audiencia preliminar. La abogada de oficio de Stewart había solicitado que se desestimara el caso, tal como había predicho Mark Urban, el fiscal del condado de Ramsey.

Urban se sentaba en la mesa próxima al estrado vacío que se reserva al jurado, pero yo no lo miraba a él. Christian Kilander también se hallaba presente, sentado en el banco del público. Seguramente se había tomado la mañana libre para oír mi testimonio. Me sorprendió, aunque no había motivo. La muerte de Kamareia había causado una honda pena en todos los que conocíamos y estimábamos a Genevieve.

Kilander contestó a mi mirada con una inclinación de cabeza, a la que yo no podía responder. Estaba especialmente serio.

Jackie Kowalski se hallaba de pie frente a mí. Era una jovencita recién salida de la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota, de pelo castaño claro y vestida con un traje sastre barato.

Yo sabía más o menos -Urban me lo había advertido- lo que me iba a preguntar, pero no por eso la situación sería menos conflictiva.

– Detective Pribeck, ¿puedo llamarla señorita Pribeck? Dado que no está implicada en el caso como agente de la ley.

– Sí, adelante.

– Señorita Pribeck, usted ha declarado que estuvo en la casa poco antes del crimen. También declaró que había acompañado a la señorita Brown en la ambulancia. ¿Es correcto?

– Sí.

– ¿Por qué la acompañaba usted y no su madre?

– Genevieve estaba aturdida por la escena. Estaba muy afectada cuando se llevaron a Kamareia. Consideré que debía acompañar a Kamareia alguien que no estuviese alterado y que no aumentase su inquietud.

– Comprendo. ¿Cómo fue que ella identificó a su agresor? ¿Se lo preguntó usted?

– No, lo dijo por sí misma.

– ¿Qué dijo?

– Dijo: «Fue Shorty, el chico que siempre me estaba mirando».

– ¿Y usted entendió que le hablaba del señor Roy ce Stewart?

– Sí, era su apodo.

Jackie Kowalski hizo una pausa. Ante un jurado, hubiera insistido e intentado hallar puntos débiles en la tenue identificación que había realizado Kamareia. Pero no había jurado, sino un juez que debía decidir si se desestimaban los cargos. Tenía un objetivo legal y a él se dirigía.

– ¿Qué más le dijo acerca de la agresión?

– Estuvo a punto de decirme que debía haber andado con más cuidado o una cosa por el estilo. Y yo le decía: «No te preocupes, no podías saberlo».

– ¿Eso fue todo lo que hablaron acerca de la agresión?

Kowalski lo sabía. Había leído las declaraciones.

– Sí.

– De modo que usted no llegó a formularle pregunta alguna.

– No.

– ¿Se presentó usted en esas circunstancias como agente de la ley?

– Siempre soy una agente de la ley.

– Es verdad -repuso Kowalski-. De todos modos, usted se encontraba en casa de la víctima por motivos sociales, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Usted y la señora Brown se veían a menudo fuera del trabajo y se consideraban amigas?

– Sí.

– Entonces ¿vio usted a Kamareia Brown muchas veces en calidad de amiga de su madre?

– Sí.

– ¿De modo que al ver que la señora Brown se hallaba demasiado afectada decidió usted acudir al hospital con su hija porque se consideraba más «tranquila»? Ello me indica que su propósito principal era calmar a Kamareia Brown y reconfortarla. ¿Es así?

– Mi principal objetivo era evitar que Kamareia estuviera sola.

Se lo estaba poniendo difícil.

– ¿En ningún momento le hizo recordar su posición de agente de la ley?

– Kamareia creció rodeada de…

– Por favor, limítese a contestar mi pregunta.

– No, no lo hice.

Kowalski hizo una nueva pausa, esta vez indicaba un cambio de dirección.

– Señorita Pribeck, el conductor de la ambulancia que llevaba a Kamareia Brown dijo que su propósito había sido durante todo el tiempo darle ánimos. De hecho, atestiguó que le oyó decir: «Te pondrás bien» en dos ocasiones. ¿Es cierto?

– No recuerdo si lo dije en dos ocasiones.

– Pero sí por lo menos a una vez: «Te pondrás bien».

Mis ojos se cruzaron con los de Kilander y comprendí que el caso iba a ser sobreseído. Kilander sabía muy bien lo que aquella pregunta significaba.

– Sí.

Genevieve, testigo potencial, había sido exonerada de asistir a esta audiencia. Agradecí que ella no estuviera allí.

– En general, digamos que usted estuvo animando constantemente a la señorita Brown, infundiéndole la idea de que sobreviviría a sus lesiones.

– No creo que quisiera hacerle creer nada en particular.

– ¿Puede usted explicar, entonces, de qué otra manera puede interpretarse la frase «Te pondrás bien»? -preguntó Kowalski, arqueando las cejas.

– Protesto -dijo Urban-. La defensa está incitando a la testigo a emitir suposiciones.

– Retiro la pregunta -respondió Kowalski-. Señorita Pribeck, ¿dijo usted a la señorita Brown alguna cosa que la indujera a pensar que sus lesiones eran fatales?

«Genevieve, lo siento mucho. Traté de hacerlo como es debido.»

– No, no lo hice.


Las declaraciones ante la muerte son extremadamente delicadas. Se parte de la base de que alguien que sabe que va a morir no tiene ningún motivo para mentir. Por esta razón, el principal objetivo del tribunal suele centrarse en dirimir si la persona que se está muriendo tenía conciencia de que, en efecto, se estaba muriendo.

En las actas, Kowalski dejó claro ante el juez que Kamareia nunca me había visto como una investigadora criminal, de ahí su insistencia en llamarme «señorita Pribeck» durante toda la audiencia. Y lo más importante: Kowalski estableció que yo empujé a Kamareia a creer que sus lesiones no la conducirían a la muerte.

Kilander me había hablado alguna vez de estas declaraciones ante la muerte, mucho antes del caso de Kamareia. No era que yo no hubiera oído hablar nunca de los aspectos legales de las acusaciones en trance de muerte; simplemente, no me cruzaron por la mente, ni siquiera de manera remota, aquel día en que vi morir a Kam.

Jackie Kowalski estaba en lo cierto en un aspecto: yo la había acompañado en la ambulancia en calidad de amiga. Intenté ser una buena amiga para Kamareia, hacer lo que su madre hubiera hecho: aliviarla y tranquilizarla. Todo ello comprometió la acusación de Kamareia y puso en duda un caso que, por lo demás, ya era bastante inconsistente.

Respecto a la violación, no se habían hallado rastros de semen, cosa más habitual de lo que cree la gente. Quizá Shorty había usado un condón, o no había eyaculado. Para mí eso no era más que un punto simplemente académico. Consideré la muerte de Kamareia como un crimen del odio en el sentido más llano de la expresión, es decir, un crimen que era consecuencia de este sentimiento. Según mi opinión, Stewart había violado a Kamareia porque era ésa una de las tantas maneras de hacerle daño.

Por otra parte, tampoco se pudo recuperar ADN. Otra clase de pruebas, como las de pelos o fibras, eran discutibles, ya que Stewart había estado trabajando en el lugar durante dos semanas. Tampoco se halló nada en las uñas de Kamareia. Estaba claro que había sido sorprendida y atacada tan violentamente que no pudo oponer resistencia.

El núcleo del caso era la declaración de Kamareia, una declaración en trance de muerte. Cuando el juez recusó esta prueba, el resto se vino abajo como un castillo de naipes. El juez no encontró motivos para seguir adelante con el juicio, de modo que lo peor que le pasó a Royce Stewart fue que le retiraron su permiso de conducir debido a un accidente en nada relacionado con el caso.

– ¿Sarah?

Las puertas de la sala de audiencias se habían abierto silenciosamente.

– ¿Estás lista? -me preguntó Jane O'Malley.

– Sí -dije.

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