11

En Israel hay escribas y más escribas. Un escriba de pueblo puede ser el hombre que redacta los contratos de matrimonio, las facturas de una venta y las peticiones de audiencia en la corte del rey o en el Sanedrín judío de Jerusalén. Un hombre así escribe cartas para cualquiera, y todos le pagan por hacerlo, y él puede leer las cartas recibidas y hacer que entiendan su contenido quienes no tienen facilidad para el lenguaje. Entre nuestra gente es bastante corriente saber leer, pero escribir exige experiencia y habilidad. Y por eso tenemos escribas de esa clase. En Nazaret hay tres o cuatro.

Y luego está la otra clase de escriba, el gran escriba que ha estudiado la Ley, que ha pasado años en las bibliotecas del Templo, el escriba experto en las tradiciones de los fariseos, el escriba capaz de discutir con los Esenios cuando critican el Templo o al clero, un escriba que puede instruir a los niños que van al Templo a aprender todo lo que dicen la Ley y los Profetas y los Salmos y los demás escritos, cientos y cientos de libros.

Hananel de Cana había sido uno de esos grandes escribas. Había pasado su juventud en el Templo; y había sido juez durante muchos años en distintos tribunales que fallaban pleitos desde Cafarnaum hasta Séforis.

Pero ahora era demasiado viejo para eso, y durante muchos años se había preparado para ese día construyendo la casa más amplia y hermosa de Cana.

Era una casa grande donde guardaba todos sus libros, que se contaban por miles. Y también había tenido en tiempos habitaciones para todos sus hijos e hijas. Pero ellos habían bajado a la tumba mucho tiempo atrás, dejándole solo en este mundo a excepción de las contadas cartas de una nieta que vivía en Jerusalén y tal vez, nadie lo sabía, también las cartas de un nieto que se había marchado de la casa resentido por su carácter autoritario, hacía dos años.

Santiago y José el Menor, Simón el Menor, Judas el Menor, así como mis primos y sobrinos y yo, habíamos construido la casa de Hananel. Había sido una de las alegrías de aquellos años, colocar suelos de mármol espléndido, pintar las paredes de rojo o azul marino, y decorarlas con orlas de flores y hiedra trepadora.

La casa era de una sola planta, de diseño griego, con un patio interior rodeado de habitaciones que se abrían a él, ideadas para proporcionar un marco elegante a los visitantes de Hananel: personas de clase elevada de Galilea, estudiosos de Alejandría, fariseos y escribas de Babilonia. Y ciertamente la casa fue visitada por gente así durante muchos años, y era corriente ver en el camino a viajeros que venían a traerle libros, sentarse en los jardines o bajo sus techos pintados y charlar con él de los sucesos del mundo y las cuestiones legales que tanto les gusta discutir a los hombres cuando se reúnen.

Pero a medida que la muerte fue vaciando la casa, y después de que la nieta de Jerusalén, viuda y sin hijos, se marchara a vivir con la familia de su marido, la casa fue quedando silenciosa.

Y así continuaba, un monumento a una vida posible pero no vivida, una fortaleza reluciente sobre la colina que dominaba el exiguo agrupamiento de viviendas que constituía la aldea de Cana.

Mientras esperaba delante de la verja de hierro, una verja que mis hermanos y yo habíamos colocado en sus goznes, eché una mirada a las tierras de Hananel, hasta donde alcanzaba a divisarlas. Y sabía que más allá, en torno a la distante colina de Nazaret, estaban las tierras de Shemayah.

Mucha gente que vivía en los pueblos de los alrededores trabajaba aquellas tierras: los campos, los huertos, los viñedos. Pero el mayor orgullo de los dos hombres eran sus olivares. Por todas partes vi esos árboles, y junto a ellos el inevitable mikvah, donde los hombres se lavaban antes de cosechar porque el aceite extraído de aquellas olivas tenía que ser puro si había de ir al Templo de Jerusalén, si había de ser vendido a los judíos piadosos de Galilea, Judea o lejanas ciudades del Imperio.

De vez en cuando todavía iban estudiantes a casa de Hananel, pero se decía que no era un maestro paciente.

Cuando entré en la casa, vi que estaba con uno de esos estudiantes, un joven llamado Nathanael, sentado a los pies del anciano, en la gran sala situada en el extremo más alejado del patio. Yo conocía apenas a aquel joven, de haberlo visto alguna vez en las peregrinaciones.

Pude verlos a los dos a alguna distancia, al sentarme en el atrio. Un paciente esclavo lavó mis pies después de darme a beber unos sorbos de agua de una copa de arcilla que le devolví, agradecido.

– Yeshua -me susurró el esclavo-, hoy está furioso. No sé para qué te ha llamado, pero ten cuidado.

– No me ha llamado, amigo. Por favor, ve a decirle que deseo hablar con él.

Esperaré todo el tiempo que sea preciso.

El esclavo se alejó moviendo la cabeza, y yo me quedé sentado, disfrutando del calor que se filtraba a través del emparrado dispuesto sobre la puerta. El suelo de mosaico del patio había sido nuestro trabajo más logrado. Lo examiné ahora, y observé despacio los frondosos árboles plantados en grandes tiestos alrededor del estanque central, límpido como un espejo.

Ni ninfas ni dioses paganos decoraban esos suelos y muros, porque allí vivía un judío devoto. Sólo se encontraban los dibujos permitidos, círculos, tirabuzones y lirios trazados por nosotros con esmero para lograr una simetría perfecta.

Todo ello abierto al cielo, al cielo polvoriento por la sequía; abierto al frío.

Pero por un momento era posible olvidar la sequía, al contemplar la superficie temblorosa del agua, los frutos de los árboles aún perlados de gotas del agua vertida sobre ellos por el esclavo con una jarra, y pensar que allá fuera el mundo no estaba reseco y moribundo. Y que los jóvenes no seguían acudiendo por centenares a la lejana ciudad de Cesárea.

El sol había calentado los suelos y paredes, un calor suave que sentía en manos y pies mientras permanecía sentado a la sombra.

Finalmente, el joven Nathanael se levantó y se marchó, sin siquiera advertir mi presencia. La verja se cerró con el chasquido habitual.

Recité una oración en silencio y seguí al esclavo a través de la pequeña selva de higueras y palmas bien regadas hasta el interior de la gran librería.

Allí habían colocado para mí un taburete, un sencillo taburete de cuero y madera barnizada, muy elegante y cómodo.

Me quedé de pie.

El anciano estaba sentado a su escritorio, en una silla romana de patas de tijera, dando la espalda a una celosía, entre almohadones de seda y alfombras de Babilonia, con varios pergaminos desplegados ante él y muchos otros que asomaban en los estantes para libros que le rodeaban. Las paredes estaban cubiertas de estantes. El escritorio disponía de tinta, plumas y hojas sueltas de pergamino, y una tablilla de cera. Y una hilera de códices, esos pequeños libros de pergamino sujetos por cordeles que los romanos llaman membranae.

El sol se filtraba por la celosía, contra la cual rozaban con un murmullo peculiar las hojas de las palmeras del exterior.

El anciano estaba completamente calvo y sus ojos eran muy pálidos, de un gris descolorido. Tenía frío, a pesar de que había un brasero colgado en alto y el aire era templado, perfumado por el aroma a cedro.

– Acércate -dijo.

Lo hice y me incliné.

– Yeshua bar Yosef -dije-, de Nazaret. He venido a verte, señor, y agradezco que me recibas.

– Qué quieres -repuso con tono cortante-. ¡Venga, dilo!

– Es un asunto que concierne a unos parientes nuestros, señor. Shemayah el Hircano y su hija Abigail.

Se reclinó en su asiento, o, más exactamente, se hundió entre los ropajes que lo envolvían. Apartó la mirada y se arrebujó más en las mantas. -¿Qué noticias tienes de Cesárea? -preguntó.

– Ninguna, señor, que no haya llegado a Cana. Los judíos siguen reunidos allí. Han pasado ya muchos días. Pilatos no sale a hablar a la multitud. Y la multitud no se irá. Es lo que he oído esta mañana antes de salir de Nazaret.

– Nazaret -escupió la palabra-, donde apedrean a niños por culpa de los chismes de otros niños. Incliné la cabeza.

– Yeshua, toma asiento en ese taburete. No te quedes ahí de pie como un criado. No has venido aquí para reparar los suelos, ¿verdad? Has venido por una cuestión que afecta a nuestra familia.

Me acerqué al taburete y me senté despacio. Lo miré. Nos separaba una distancia de unos dos metros. El estaba a más altura debido a los almohadones, y pude ver su mano marchita y delgada, la osamenta de su rostro que se traslucía bajo la piel.

El aire junto al brasero era excesivamente caluroso. El sol me daba en la cara y acariciaba su nuca.

– Señor, te traigo una súplica angustiosa -dije.

– Ese loco de Jasón -dijo-, el sobrino de Jacimus, ¿está en Cesárea?

– Sí, señor. -¿Y ha escrito desde Cesárea?

– Sólo las noticias que te he contado, señor. He hablado con el rabino esta mañana.

Silencio. Esperé. Al cabo dije:

– Señor, ¿qué es lo que deseas saber?

– Sencillamente si Jasón ha oído algo acerca de mi nieto Rubén. Si Jasón ha dicho alguna cosa sobre Rubén. No voy a humillarme preguntándole yo mismo, pero te lo pregunto a ti confidencialmente, bajo mi techo, en mi casa. ¿Ha hablado ese miserable vagabundo griego de mi nieto Rubén?

– No, señor. Sé que eran amigos. Es todo lo que sé.

– Y mi nieto podría estar casado a día de hoy en Roma o en Antioquia o donde sea que se encuentre, casado con una mujer extranjera, a pesar de que se lo he prohibido. -Inclinó la cabeza. Su actitud cambió. Pareció olvidarse de mi presencia, o desinteresarse de mí, si en algún momento había estado interesado-. Esto es lo que me he hecho a mí mismo -dijo-. Yo solo me he dado este castigo, he puesto el mar entre él y yo, he puesto el mundo entre mí mismo y la mujer con la que se ha casado y el fruto de su vientre, eso he hecho.

Esperé. Se volvió para mirarme como si despertara de un sueño.

– Y tú vienes a hablarme de esa pobre chica, esa niña, Abigail, que los bandidos arrastraron por el suelo, que asustaron con su brutalidad.

– Sí, señor. -¿Por qué? ¿Por qué vienes aquí a contarme eso, y por qué tú, y qué quieres que haga al respecto? ¿Crees que no me preocupa la chica?

Compadezco al hombre que tiene una hija tan bella, con una risa tan armoniosa, con ese precioso don para cantar y para recitar. La he visto crecer en el camino desde mi casa al Templo. ¡Bueno, qué pasa, qué quieres de mí!

– Siento, señor, causarte pena…

– Deja eso y continúa. ¿A qué has venido, Yeshua Sin Pecado?

– Señor, la muchacha se está muriendo encerrada en su casa. No come ni bebe nada. Y no es culpable de nada, salvo de que ella y su padre hayan sido insultados.

– Ese estúpido -masculló-. ¡Enviar a buscar a la comadrona para su propia hija! ¡Negarse a creer a su propia hija!

Esperé. -¿Sabes por qué se marchó mi nieto a Roma, Yeshua bar Yosef? ¿Te lo ha contado ese loco de Jasón?

– No, señor. Nunca lo ha mencionado.

– Bueno, sabías que se marchó.

– Lo sabía, pero no por qué -expliqué.

– Porque quería casarse -dijo el anciano. Sus ojos brillaron y apartó la mirada-. Quería casarse, y no para emparentar con la familia de Jerusalén que yo le había indicado con mi dedo, sino con una chiquilla de pueblo, con una preciosa chiquilla de pueblo. Con Abigail.

Bajé los ojos, y guardé silencio. De nuevo esperé. -¿No sabías eso?

– No, señor. Nadie me lo contó -dije-. Puede que nadie lo sepa.

– Oh, lo saben todos. Jacimus lo sabe. -Hummm…, ¿lo sabe?

– Sí, lo sabe de cierto y lo supo en su momento, y mi nieto, por iniciativa propia y sin mi bendición, fue a pedirla a Shemayah, y la chica no tenía más que trece años entonces -dijo excitado. Volvía a un lado y otro una mirada huidiza-. Y yo, yo le dije no, no lo harás, no vas a casarte con una muchacha tan joven, no ahora y no de Nazaret, no me importa que su padre sea rico, que su madre lo fuera, que ella sea rica. No me importa, te casarás con la mujer que yo elija, de tus parientes de Jerusalén. ¡Y ahora ocurre esto! Y tú me vienes con esta historia.

De nuevo sus ojos se fijaron en mí y parecieron verme por primera vez. Yo me limité a mirarlo.

– Todavía sigues jugando al tonto del pueblo, ya veo -dijo. Me examinó como si intentara memorizar mi cara y mis facciones.

– Señor, ¿escribirás una carta en favor de Abigail, una carta a nuestros parientes de Jerusalén o Séforis, u otro lugar donde estén dispuestos a acogerla, para ofrecerle un hogar del que pueda formar parte? La muchacha es inocente. Es lista. Es cariñosa y amable. Y modesta.

Se sorprendió. Luego se echó a reír. -¿Qué te hace pensar que Shemayah la dejará escapar de sus garras?

– Señor, si le encuentras ese hogar y escribes una carta exponiendo su caso, y si tú mismo, Hananel el Juez, vienes con nosotros, con el rabino y con mi padre José, sin duda podremos conseguir que Abigail marche sana y salva a algún lugar lejos de Nazaret. El no podrá decir que no a los ancianos de Nazaret. No es fácil decir no a Hananel de Cana, a pesar de lo que haya sucedido antes… Y no estoy seguro de que Shemayah sepa nada de tu nieto ni de lo que ocurrió entre vosotros.

– El estaba de acuerdo. -La respuesta llegó rápida como un relámpago-.

Shemayah era favorable a ese matrimonio hasta que mi nieto admitió que no tenía mi bendición ni mi permiso.

– Señor, alguien tiene que hacer algo para salvar a esa niña. Se está muriendo. -Me puse en pie-. Dime a quién puedo dirigirme, a qué parientes de Séforis -dije-. Dame una nota de presentación. Dame una dirección. Iré allí.

– No te sienta bien esa irritación virtuosa -dijo burlón-. Siéntate. Y quédate tranquilo. Encontraré un sitio para ella. Ya sé cuál. Conozco más de uno.

Suspiré, y murmuré una corta plegaria de acción de gracias.

– Dime, oh piadoso -dijo-. ¿Por qué no has pedido tú mismo la mano de la chica? Y no me digas que es demasiado buena para un carpintero. En estos momentos no es buena para nadie.

– Es buena -dije- Es inocente.

– Y tú, el hijo de María la de Joaquín y Ana, cuéntame. Siempre he querido saberlo. ¿Eres un hombre debajo de esas ropas? ¿Un hombre? ¿Me entiendes?

Me quedé mirándolo y sentí el calor de mi rostro. Me puse a temblar, pero no hasta el extremo de que él se diera cuenta. Conseguí sostenerle la mirada. -¿Un hombre como los demás hombres? -preguntó-. Entiendes lo que pregunto. Oh, no es porque no te cases. El profeta Jeremías no se casó. Pero si la memoria no me falla, y no me falla nunca, recuerdo haber hablado de eso en este mismo lugar, aunque no en esta casa, en otra, con tu abuelo Joaquín en aquella ocasión. Y caso de que la memoria no me falle desde entonces (y no me falla), el ángel que anunció tu nacimiento a tu temblorosa madrecita no era simplemente un ángel caído de la corte celestial, era nada menos que el arcángel Gabriel.

Silencio. Nos miramos.

– Gabriel -repitió. Alzó ligeramente la barbilla y enarcó las cejas-. El mismísimo arcángel Gabriel. Vino a hablar con tu madre y con nadie más, exceptuando, como todos sabemos, el profeta Daniel.

Sentí que el rostro me ardía, y también el pecho. Podía notar el calor en la palma de las manos.

– Me estás exprimiendo como a un grano de uva, señor -dije-, entre el pulgar y el índice.

«Y sé que cuando me presionan de esa manera puedo decir cosas extrañas, cosas en las que nunca pienso en mi trabajo diario, cosas que no pienso ni siquiera cuando estoy solo, ni cuando sueño.»

– Así es -dijo-. Porque te desprecio.

– Eso parece, señor. -¿Y por qué no te levantas de un salto para irte?

– Me quedo porque estoy pidiendo un favor.

Río con satisfacción. Curvó sus dedos bajo su barbilla y miró alrededor, pero no a los libros amontonados, ni a las celosías con sus juegos de luz y verdor, ni a las manchas de luz en el suelo de mármol, ni al delgado hilo de humo que salía del brasero de bronce. ¿Qué iba a exigir como rescate por Abigail?

– Bueno, está claro que quieres a esa niña, ¿no es así? -preguntó-. O que eres bobo, como dice la gente, aunque sólo alguna gente, he de precisar. -¿Qué hemos de hacer para ayudarla? -¿No quieres saber por qué te desprecio? -me preguntó. -¿Es tu deseo hacérmelo saber?

– Sé todo lo que se cuenta de ti.

– Así parece.

– Sobre los extraños sucesos que rodearon tu nacimiento, y cómo tu familia huyó a Egipto debido a la miserable matanza de niños en Belén que llevó a cabo aquel loco que se llamaba a sí mismo nuestro rey; y las cosas que eres capaz de hacer. -¿Las cosas que puedo hacer? Yo coloqué este suelo de mármol -dije-.

Soy carpintero. Es la clase de cosas que puedo hacer.

– Precisamente. Y por eso te desprecio. ¡Y lo mismo haría cualquiera que tuviera una memoria como la mía! -Alzó el dedo como si estuviera enseñando una lección a un niño-. El nacimiento de Sansón fue anunciado no por el arcángel Gabriel, pero sí por otro ángel. Y Sansón era un hombre. Y conocemos sus grandes hazañas, y las transmitimos de generación en generación. ¿Dónde están tus hazañas? ¿Dónde los enemigos derrotados por ti, abatidos en el campo de batalla? ¿Dónde las ruinas de los templos paganos que has derribado con la fuerza de tu brazo?

Un calor ardiente me abrasaba por dentro. Tuve que ponerme en pie, y volqué mi taburete sin intención. Quedé ante él, pero no le veía ni veía la habitación en que estábamos.

Fue como si recordara algo, algo olvidado durante toda mi vida. Pero no era un recuerdo, sino algo completamente distinto.

«Templos paganos, dónde están tus templos paganos.» Vi templos y los vi caer, aunque no en un lugar ni tiempo determinado, y los oí caer, derrumbarse entre nubes de polvo que se alzaban del suelo, como un cielo revuelto en una tempestad, un cielo que permanecía siempre igual; y aquel temblor, aquella rotura, aquella ruina que se derrumbaba con un estruendo ensordecedor, era como el movimiento incesante y siempre cambiante del mar.

Cerré los ojos. Los recuerdos amenazaban la pureza de aquella visión interior. Recuerdos de mi infancia en Alejandría, de las procesiones romanas que se dirigían hacia sus santuarios entre nubes de pétalos de rosas que revoloteaban por el aire y el pesado redoble de los tambores, y el temblor de los sistros. Oí los cantos de las mujeres, y vi un dios dorado que avanzaba colocado sobre unas andas oscilantes; y luego retornó la visión, barriendo con su poderoso impulso los recuerdos, la visión tan inmensa y difusa que agitaba el mundo entero como si las montañas que rodeaban el gran mar temblaran y vomitaran fuego, y los altares cayeran. Los altares caían al suelo y se hacían pedazos.

Todo se disolvió. Volví a ver la habitación.

Miré al anciano. Parecía hecho de piel y huesos. No había sustancia en él.

Parecía frágil como un lirio arrimado al brasero, marchito, agostado.

Percibí de forma penetrante su desamparo, sus años de soledad doliente por lo que había perdido, el miedo a que se le debilitara la vista, el pulso, la razón, a que se le debilitara la esperanza.

Algo realmente insoportable.

Llegó a mis oídos un canturreo procedente de todas las habitaciones de la casa, un canturreo de más allá, de todas las habitaciones de todas las casas: de los frágiles, los enfermos, los cansados, los sufrientes, los amargados.

«Insoportable. Pero yo puedo soportarlo. Yo lo soportaré.»

Había estado mirándolo mucho rato, pero sólo en ese momento comprendí cuan sumido en la tristeza estaba. Me estaba implorando en silencio.

– Acércate -me rogó.

Di un paso hacia él, luego otro. Le vi tantear buscando mi mano, y se la tendí. Qué sedosa su mano, qué fina la piel de la palma. El me miró.

– Cuando tenías doce años -dijo-, cuando fuiste al Templo para ser presentado a Israel, yo estaba allí. Fui uno de los escribas que os examinaron a ti y a los niños que iban contigo. ¿Me recuerdas de aquella ocasión?

No contesté.

– Os preguntamos a todos sobre el Libro de Samuel, ¿recuerdas eso en particular? -Utilizaba las palabras con habilidad y cuidadosamente. Su mano no soltaba la mía-. Hablábamos de la historia del rey Saúl, después de que fue ungido para ser rey por el profeta Samuel, pero antes de que nadie supiera que sería el rey.

Se detuvo, y se humedeció los labios secos. Sus ojos no se apartaban de los míos.

– Saúl encontró en el camino a un grupo de profetas, ¿recuerdas?, y el Espíritu vino sobre Saúl y Saúl cayó en trance en medio de los profetas. Y uno de los que miraban, al ver aquel espectáculo, preguntó: «¿Y quién es su padre?»

No dije nada.

– Os preguntamos a vosotros, niños, preguntamos a todos qué pensabais de esa historia, y qué creíais que quiso decir el hombre que preguntó sobre Saúl: «¿Y quién es su padre?» Los demás chicos dijeron rápidamente que los profetas tenían que proceder dé familias de profetas, y no era el caso de Saúl, de modo que era natural hacer aquella pregunta.

Seguí en silencio.

– Tu respuesta fue distinta de la de los demás chicos. ¿Recuerdas? Dijiste que esa pregunta era un insulto. Un insulto que venía de quienes nunca habían conocido el éxtasis ni el poder del Espíritu, y envidiaban a quienes sí lo conocían. El hombre que se había burlado dijo: «¿Quién eres tú, Saúl, y con qué derecho te colocas junto a los profetas?»

Me estudió con atención, mientras seguía apretando mi mano con fuerza. -¿Lo recuerdas? -Sí -dije.

– Dijiste: «Los hombres se burlan de lo que no pueden entender. Pero sufren por lo mucho que lo ansían.» No respondí.

Sacó la mano izquierda de debajo de las mantas y retuvo la mía entre las dos suyas. -¿Por qué no te quedaste con nosotros en el Templo? -preguntó-. Te rogamos que lo hicieras. -Suspiró-. Piensa adonde podrías haber llegado si te hubieras quedado en el Templo a estudiar; ¡piensa en el niño que fuiste! Si hubieras dedicado tu vida a lo que está escrito, piensa en las cosas que habrías podido hacer. Yo estaba entusiasmado contigo, todos nosotros, el viejo Berejaiah y Sherebiah de Nazaret, cuánto te querían y cómo deseaban que te quedaras. ¡Y mira en qué te has quedado! Un carpintero, uno más de una cuadrilla de carpinteros. Hombres que hacen suelos, paredes, bancos y mesas.

Muy despacio intenté retirar mi mano, pero él se resistió a soltarla. Me coloqué un poco más a su izquierda y la luz iluminó aún más su rostro vuelto hacia arriba.

– El mundo te ha devorado -dijo con amargura-. Te fuiste del Templo, y el mundo sencillamente te ha devorado. Así actúa el mundo. Todo lo devora.

Una mujer angelical no es más que una burla masculina más. La hierba crece sobre las ruinas de los pueblos hasta que no queda rastro de ellos y los árboles crecen sobre las mismas piedras donde en tiempos se alzaron grandes mansiones, mansiones como ésta. Todos estos libros se están desintegrando, ¿no es así? Mira, mira cuántos fragmentos de pergamino entre mis ropas. El mundo devora la Palabra de Dios. ¡Tenías que haberte quedado y estudiado la Tora! ¿Qué diría tu abuelo Joaquín de haber sabido en qué ibas a convertirte?

Se reclinó en su asiento. Soltó mi mano y sonrió con sarcasmo. Levantó la mirada hacia mí, sus cejas grises fruncidas. Me hizo un gesto de despedida.

No me moví. -¿Por qué devora el mundo la Palabra de Dios? -pregunté-. ¿Por qué? ¿No somos el pueblo elegido, no somos la luz que brilla para iluminar a las naciones? ¿No es nuestra misión llevar la salvación al mundo entero? -¡Eso es lo que somos! -dijo-. Nuestro Templo es el templo mayor del Imperio. ¿Quién lo ignora?

– Nuestro Templo es uno más entre mil templos, señor.

De nuevo apareció aquel relámpago, parecido a la memoria, a una memoria enterrada de algún acontecimiento terrible, pero que no era memoria.

– Mil templos dispersos por todo el mundo -añadí-, y cada día se ofrecen sacrificios a mil dioses, de un extremo del Imperio al otro.

El me miró ceñudo. Proseguí:

– Eso sucede a nuestro alrededor, en la tierra de Israel. Y sucede en Tiro, en Sidón, en Ascalón; sucede en Cesárea de Filipo; sucede en Tiberiades. Y en Antioquia y en Corinto y en Roma y en los bosques del gran norte y en las selvas de Britania. -Hice una pausa para respirar-. ¿Somos la luz de las naciones, señor? -¡Qué nos importa todo eso! -¿Qué nos importa? Egipto, Italia, Grecia, Germania, Asia, ¿no nos importan? Es el mundo, señor. ¡Es nuestro mundo, el mundo que hemos de iluminar nosotros, nuestro pueblo! -¿De qué estás hablando? -replicó en tono ofendido.

– Es donde vivo yo, señor -dije-. No en el Templo, sino en el mundo. Y en el mundo he aprendido lo que el mundo es y lo que el mundo enseña, y yo soy del mundo. El mundo es de madera, piedra y hierro, y yo trabajo en él. No, en el Templo no; en el mundo. Y cuando llegue para mí el tiempo de hacer lo que el Señor me ha encomendado en este mundo, en este mundo que le pertenece a Él, este mundo de madera y piedra y hierro y hierba y aire, Él me lo revelará.

Y lo que este carpintero deba construir en este mundo ese día, lo sabe el Señor y el Señor lo revelará.

Se había quedado sin habla.

Me alejé un paso de él. Di media vuelta y miré al frente. Vi el polvo que bailaba en los rayos de la luz del sol de mediodía. La luz que centelleaba en las celosías sobre estantes y estantes de libros. Creí ver imágenes en aquel polvo luminoso, cosas que se movían con un propósito, cosas aéreas e inmensas, pero sumisas y pacientes en su movimiento.

Me pareció que la habitación se había llenado de otros seres, del latido de sus corazones, pero eran corazones invisibles, o ni siquiera corazones. No corazones como mi corazón o el suyo, de carne y sangre.

Las hojas susurraban en las ventanas y una sombra fría se arrastró por el suelo iluminado. Me sentí lejos y al mismo tiempo allí, bajo aquel techo, de pie delante de aquel anciano, dándole la espalda, y yo flotaba, aunque estaba anclado y me alegraba de estarlo.

La ira se había desvanecido en mí.

Me volví y le miré.

Estaba tranquilo y pensativo, arrebujado en sus mantas. Me miraba como si estuviera muy lejos, a una distancia segura.

– Todos estos años -murmuró-, cuando te he visto camino de Jerusalén, me he preguntado: «¿Qué piensa? ¿Qué sabe?» -¿Tienes ya una respuesta?

– Tengo una esperanza -susurró.

Pensé en ello, y asentí lentamente.

– Escribiré la carta esta tarde -dijo-. Tengo aquí un estudiante que la redactará al dictado. La carta llegará a mis primas de Séforis esta noche. Son viudas y cariñosas. La acogerán.

Me incliné y le mostré los dedos juntos en señal de agradecimiento y respeto. Me puse en marcha.

– Vuelve dentro de tres días -dijo-. Tendré una respuesta de ellas o de alguna otra persona. Me encargaré del asunto. Y te acompañaré a ver a Shemayah. Y si ves a la chica en persona, dile que toda su familia, todos nosotros, estamos pendientes de ella.

– Gracias, señor.

Recorrí aprisa el camino a Séforis.

Quería estar junto a mis hermanos. Quería trabajar. Quería colocar piedras una tras otra, y verter la lechada y alisar los tableros y martillar los clavos.

Quería hacer cualquier cosa que no fuera estar con un hombre de lengua hábil.

Pero ¿qué me había dicho que no me hubieran dicho ya de otra manera mis propios hermanos, que no me hubiera dicho Jasón? Claro, había hecho ostentación de sus privilegios y riquezas, y del poder arrogante que iba a utilizar para ayudar a Abigail. Pero ellos me hacían las mismas preguntas.

Todos decían las mismas cosas.

Yo no quería volver a pensar sobre aquello. No quería volver sobre lo que él me había dicho, ni sobre lo que había visto y sentido. Y muy en particular, no quería dar más vueltas a lo que le había dicho a él.

Pero cuando llegué a la ciudad, con todo su vocerío ensordecedor, su martilleo, sus chirridos, su parloteo, me vino a la mente un pensamiento.

Era un pensamiento nuevo, adecuado a la conversación que había mantenido.

Yo había estado buscando todo el tiempo señales de la llegada de las lluvias, ¿no era así? Había estado mirando el cielo y los árboles lejanos, y sentido el viento, el escalofrío del viento, esperando recibir un roce húmedo en mi rostro.

Pero tal vez estaba buscando señales de algo muy distinto. Algo que en efecto se aproximaba. Tenía que ser así. Aquí, a mi alrededor, estaban las señales de su proximidad. Era un crecimiento, una presión, una sucesión de señales de algo inevitable -algo parecido a la lluvia por la que habíamos rezado, pero mucho más vasto y situado más allá de la lluvia-, y ese algo se apoderaría de décadas de mi vida, sí, de años contados en fiestas y lunas nuevas, y también en horas y minutos -incluso en cada uno de los segundos que me quedaban por vivir-, y los utilizaría.

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