Fue un largo viaje hacia el este y el sur, paso a paso y canción a canción.
La noche del primer día, éramos una masa informe de peregrinos, tan grande como nunca se había visto en el camino de Jerusalén, y en efecto muchas personas salían de sus ciudades y sus pueblos para esto, como lo habrían hecho para asistir a las fiestas.
Shemayah y todos sus braceros viajaban con nosotros. Pero Abigail iba en el carro, con mi madre y mis tías mayores y María la Menor, todas apretujadas en el interior. José y tío Cleofás viajaban con tío Alfeo en la carreta más grande, con los numerosos bultos y cestos; el rabino montaba su burro blanco, y Rubén y Jasón sus caballos fuertes e incansables, que a menudo se adelantaban haciendo cabriolas y nos esperaban en la ciudad o el mercado más próximos, o sencillamente regresaban a paso más lento a reunirse de nuevo con nosotros.
El anciano Hananel de Cana y sus esclavos nos alcanzaron al tercer día, y desde ese momento fueron con nosotros, a pesar de que nos veíamos obligados a avanzar a un paso bastante fatigoso. Y por las noches era igual que en las peregrinaciones, cuando extendíamos en el suelo nuestras mantas, plantábamos las tiendas, encendíamos hogueras y recitábamos oraciones e himnos.
Allá donde nos deteníamos encontrábamos gente que había estado en el río, que había sido bautizada por Juan y sus discípulos, que había oído en persona al «profeta Juan». Los que volvían a casa lo hacían alegres, con una expectación nueva aunque no motivada por ninguna profecía en particular, ni con ningún agravio ni motivo de queja concreto.
Por supuesto, los hombres no se detenían a averiguar qué era ese bautismo y qué significaba. Se unían a nosotros maestros y escolares, y jóvenes a caballo nos adelantaban. Encontramos grupos de soldados del rey que habían estado en el río y no contaban más que cosas buenas de allí, e incluso algunos soldados romanos que se dirigían al río desde Cesárea se detenían a compartir un trago de vino con nosotros, o a comer un poco de potaje y un pedazo de pan.
Los romanos sentían curiosidad por aquel extraño hombre que atraía multitudes a las orillas del río. Nos hablaban con cierto hastío de aquello, pero a pesar de todo querían ver al hombre vestido con una piel de camello que se metía hasta las rodillas en el agua del Jordán para ofrecer una purificación.
Después de todo, dijeron, ellos tenían sus propios santuarios en uno u otro lugar de su país, y sus propios ritos, igual que nosotros. Nosotros asentíamos.
Nos sentíamos felices por dejar que se sentaran un rato y tomaran un bocado con nosotros antes de seguir apresuradamente su camino.
Los escolares se sentaban en círculo al anochecer y recitaban los fragmentos de las Escrituras relacionados con el importante tema de la purificación en las aguas del Jordán.
Hablaban del profeta Eliseo y de cómo había enviado a Naaman, el leproso, a bañarse siete veces en el Jordán.
– Pero el profeta no lo bautizó -dijo uno de los escolares.
– No, no lo hizo él en persona, pero dijo a aquel hombre que se bañara.
– Y recuerda -dijo de pasada el rabino una noche- que el leproso estaba furioso con el profeta, ¿no es así? Estaba furioso con él, recuérdalo, irritado porque el profeta no salió a verle sino que le envió sin más a hacer aquello… Y yo os pregunto: ¿qué fue, qué fue lo que ocurrió luego?
A menudo surgía el siguiente tema: ¿acaso era que estábamos celebrando nuestra reciente victoria en Cesárea? Los rabinos y los fariseos hablaban de eso, y también los soldados. Pero los rabinos señalaban con vehemencia que el lugar para dar gracias al Señor no era la orilla del río sino el Templo, que había sido ultrajado de manera tan burda por la proximidad de los estandartes de Pilatos. Nadie estuvo en desacuerdo.
Y cuando los soldados romanos preguntaban si tanta alegría era debida a que el gobernador romano había renunciado a su primera intención, no lo hacían por provocación ni por preocupación, sino sólo por curiosidad. Por qué iba tanta gente a ver a ese hombre, gente del norte y el sur, del este y el oeste, gente incluso de las ciudades griegas de la Decápolis.
Lo cierto es que, antes o después, casi todo el mundo tenía algo que comentar acerca de la enorme multitud que se dirigía al río. -¿Tan cansados y hambrientos estamos de esperar a un verdadero profeta después de tantos siglos -preguntaba Jasón-, que abandonamos nuestras casas y nuestros campos en cuanto se rumorea que un hombre puede traernos una nueva sabiduría o algún consuelo especial? -¿Han pasado de verdad cuatrocientos años -argumentaba su tío Jacimus -desde que habló el último profeta, o es sencillamente que somos sordos a los profetas que el Señor nos envía? No dejo de preguntármelo.
Era inevitable que la gente discutiera sobre el Templo. Discutían sobre si el Templo era o no demasiado griego o demasiado grande, sobre si estaba demasiado abarrotado de libros y maestros y cambistas de dinero, y de multitudes de gentiles boquiabiertos a los que siempre había que recordar que no les estaba permitido entrar en los patios interiores, a los que era necesario amenazar de muerte si no obedecían las leyes; y en cuanto a los sacerdotes, José Caifás y su suegro Anas, bueno, la gente también tenía muchas cosas que decir sobre ellos.
– Por lo que se refiere a Caifás, una cosa está clara -intervenía mi tío Cleofás siempre que tenía ocasión-. Ese hombre lleva mucho tiempo sin ceder a las presiones políticas.
– Dices eso porque es pariente tuyo -replicó un peregrino.
– No; lo digo porque es verdad -respondió Cleofás, y recitó los nombres de sumos sacerdotes puestos y depuestos al poco tiempo, incluidos los nombrados por la Casa de Herodes y más tarde por los romanos.
Esa cuestión de que los romanos nombraran a nuestros sumos sacerdotes daba pie a empezar una discusión acalorada. Pero había suficientes personas mayores para calmar a los impulsivos, e incluso Hananel habló un par de veces para rechazar con desdén cualquier idea de purificar el Templo, como proponían desde mucho atrás los Esenios.
– Eso es pura palabrería -afirmó-. ¡Es nuestro Templo!
Toda mi vida había oído la misma clase de discusiones y quejas. A veces seguía el hilo de los argumentos, pero la mayoría de las veces mi mente se evadía. Nadie esperaba que yo dijera nada en un sentido o en otro.
Muchos de quienes viajaban con nosotros no sabían que Juan hijo de Zacarías era primo nuestro. Quienes silo sabían eran rápidamente silenciados por nuestra simple afirmación de que sabíamos muy poco de él, porque los años y las distancias nos habían separado por completo.
Yo había visto a Juan por última vez cuando era un niño de siete años.
Por supuesto, Jasón podía describirlo de forma bastante detallada, pero siempre se remitía a la misma imagen, interesante pero remota: estudioso, piadoso, un modelo entre los Esenios, de los que después había desertado para llevar una vida todavía más dura en el desierto tórrido.
Mi madre, que podía haber contado más historias sobre Juan y sus padres que ninguno de los presentes, no decía nada. Mi madre, en los meses anteriores a mi nacimiento, había ido a alojarse en casa de Isabel y Zacarías, y a esos días correspondían las historias que Jasón me había repetido: el canto de gozo de mi madre, la profecía de Zacarías cuando nació su hijo. Todas cosas bien conocidas para mi madre. Pero tampoco ahora se preocupaba, como nunca lo había hecho, de sumarse a la conversación de los fariseos y los escribas; y los sobrinos más jóvenes, que sólo habían oído fragmentos y alusiones de esas historias, estaban ansiosos por saber más.
Jasón también guardaba sus secretos, aunque muchas noches junto al fuego vi claramente que ardía en deseos de ponerse en pie y recitar de memoria las oraciones que había aprendido de Juan, que a su vez las había sabido a través de mi madre y de sus propios padres.
Le dedicaba una pequeña sonrisa de vez en cuando, y él me guiñaba un ojo y sacudía la cabeza; pero aceptó que aquéllas no eran historias para ser contadas. Y entretanto seguían las discusiones sobre quién era aquel Juan al que con tanta devoción nos encomendábamos todos.
Cuando dejamos las altas colinas de Galilea y descendimos al valle del Jordán, el aire se hizo más cálido y agradable. Al principio el paisaje era seco.
Después llegamos a las marismas pobladas de juncos que bordeaban el río, y cuanto más avanzábamos, más frecuentes eran las noticias que nos llegaban de que Juan, que se aproximaba a nosotros desde el sur administrando el bautismo, podía estar más cerca incluso de lo que pensábamos. Y que el día menos pensado íbamos a toparnos con él.
José no se encontraba bien.
Empezó a quedarse a dormir en la carreta a todas horas, y Santiago y yo nos estremecíamos cuando le veíamos dormir de esa forma, profundamente, todo el día. Todos conocíamos esa clase de sopor, esa extraña respiración rítmica que se mantenía sin interrupción a pesar del traqueteo de las ruedas y de las inevitables sacudidas por causa de piedras y baches.
Las mujeres lo advirtieron, sin hacer preguntas y con más paciencia al parecer que mi tío Cleofás o mis hermanos menores, que habrían despertado a José con la mínima excusa.
– Dejadle descansar -dijo mi madre, y mi tía Esther ordenó a todos hacer lo mismo.
La mirada que vi en los ojos de mi madre era triste, como lo fue la noche en que recibimos la carta. Pero sobrellevaba su pena con entereza. Nada la sorprendía ni la alarmaba. Se sentaba al lado de José de vez en cuando, entre él y Cleofás, su hermano. Mecía a José contra su hombro. Le daba agua cuando él se desperezaba, pero en general impedía a los demás que lo espabilaran, cosa que hacían sobre todo para tranquilizarse comprobando que podía ser espabilado.
Una noche, José despertó y no supo dónde estábamos. No logramos hacerle entender que nos habíamos puesto en marcha hacia el Jordán con la intención de encontrar a Juan hijo de Zacarías y sus seguidores. Santiago llegó a sacar la carta arrugada para leérsela a la débil luz de una vela.
Finalmente, mi madre dijo: -¿Crees que te llevaríamos a donde tú no quisieras ir? Nunca haríamos una cosa así. Ahora, duerme.
Entonces se conformó y cerró los ojos.
Santiago se alejó para que nadie le viera llorar. Era su padre, y nos estaba dejando. Oh, todos éramos hermanos, pero él era el padre de Santiago y lo había tenido con una esposa joven a la que ninguno de nosotros, a excepción de Alfeo y Cleofás, había conocido. Cuando era un niño pequeño, Santiago había estado junto al lecho de muerte de su madre, con José. Y ahora, muy pronto José se iría también.
Fui a colocarme cerca de Santiago, y cuando él quiso me indicó que me acercara más. Estaba tan inquieto como siempre, revolviéndose a un lado y otro.
– No tenía que haber insistido en que viniera.
– Pero si no lo hiciste -dije-; él quiso venir, y mañana cuando salga el sol… estaremos allí.
– Pero qué sentido tiene eso de que uno bautice a otro, que no baje uno al río a bañarse por su cuenta como siempre, sino que sea otro… ¿Y has visto los soldados?
Las noticias que corren de todo lo que está pasando enfurecerán a ese bobo gobernador, sabes muy bien que será así.
Lo que supe es que necesitaba todas aquellas preocupaciones para no enfrentarse a la otra, la de que José se estaba muriendo. De modo que no le dije nada. Y muy pronto se fue a discutir otra vez de lo mismo con Jasón, Rubén, Hananel, el rabino y el grupo más reciente de soldados del rey, varios de los cuales servían de escolta a los ricos que viajaban en literas de colores brillantes… Y yo me quedé atrás, contemplando la enorme multitud dispersa por aquel suelo pedregoso, y el cielo que se oscurecía en lo alto.
El aire cálido traía el suave aroma del río y los humedales verdes, y se oían los chillidos de los pájaros que siempre se reúnen en las cercanías del agua.
Me gustaba y mi corazón cantaba también, pero al mismo tiempo sentía la misma tristeza que había percibido en mi madre. Era una sensación de ligereza y a la vez terrible: una especie de ambivalencia y asombro ante las cosas más pequeñas y triviales.
Algo estaba cambiando para siempre. Los niños, llamados ahora a acostarse, no percibían ese cambio, sólo la novedad y la aventura, como si se tratara de una excursión al mar grande.
Incluso mis hermanos se encontraban en un estado de euforia cansada, que ellos mismos se describían unos a otros como el deseo que tenían de confesarse, purificarse, incluso ser bautizados si insistía en ello Juan hijo de Zacarías, y regresar después a sus diversas ocupaciones, a este o aquel problema de su vida cotidiana, con energía renovada.
La conciencia que tenía yo de aquel momento era enteramente distinta. No quería apresurarme y tampoco quedarme atrás. No me preocupaba la distancia mayor o menor que había si tomábamos un camino u otro. Avanzaba despacio hacia lo que en definitiva significaba la separación de todo lo que me rodeaba.
Lo sabía. Lo sabía sin saber cómo ni qué ocurriría en concreto. Y en el único lugar en que veía esa misma conciencia -y en cierta manera la misma aceptación-, era en la dulce mirada habitual de mi madre.