2

Esperé a que Santiago continuara.

Pero siguió callado, mirando hacia el pueblo. Había gente que gritaba, mucha gente. Me pasé los dedos por el pelo para alisarlo, me volví y miré.

A la luz del día, que ya había alcanzado su intensidad normal, vi un nutrido grupo de personas en la cima de la colina, hombres y niños que tropezaban y se empujaban unos a otros de modo que todo el tumulto avanzaba lentamente colina abajo, hacia nosotros.

Al margen del grupo apareció el rabino, el viejo Jacimus, y con él su joven sobrino Jasón. Pude ver que el rabino intentaba detener a la multitud, pero era arrastrado hacia el pie de la colina, hacia la sinagoga, por la avalancha de personas que bajó como un rebaño en estampida hasta detenerse en el claro, delante de las palmeras.

De pie en el montículo que se alza al otro lado del arroyo, pudimos verles con claridad.

Del medio del grupo sacaron a la fuerza a dos chicos jóvenes: Yitra bar Nahom y el hermano de Ana la Muda, ese al que todos llaman sencillamente el Huérfano.

El rabino subió a toda prisa los escalones de piedra que llevan a la parte superior de la sinagoga.

Yo quise adelantarme, pero Santiago me empujó con brusquedad hacia atrás.

– Tú te quedas al margen de esto -dijo.

Las palabras del rabino Jacimus se escucharon por encima de los ruidos y murmullos de la multitud.

– ¡Hemos de celebrar un juicio aquí, os digo! -gritó-. Y quiero a los testigos, ¿dónde están los testigos? Que se adelanten los testigos y digan lo que han visto.

Yitra y el Huérfano estaban inmóviles aparte, como si un abismo les separara de los aldeanos furiosos, algunos de los cuales agitaban los puños mientras otros maldecían entre dientes, esos insultos que no necesitan palabras para expresar su significado.

De nuevo intenté adelantarme, y Santiago tiró de mí hacia atrás.

– Tú te quedas al margen de esto -repitió-. Sabía que iba a ocurrir.

– ¿Qué? ¿De qué hablas? -pregunté.

La multitud prorrumpió en gritos y rugidos. Había dedos que señalaban.

– ¡Abominación! -gritó alguien.

Yitra, el mayor de los dos acusados, miró desafiante a los que tenía frente a él. Era un buen chico al que todos querían, uno de los mejores en la escuela, y cuando fue presentado en el Templo el año anterior, el rabino estuvo orgulloso de sus respuestas a los maestros.

El Huérfano, menor que Yitra, estaba pálido de miedo, sus ojos negros abiertos de par en par, temblorosa la boca.

Jasón el sobrino del rabino, Jasón el escriba, subió también al techo de la sinagoga y repitió las declaraciones de su tío.

– Parad ahora mismo esta locura -dijo-. Habrá un juicio, como ordena la ley. Y vosotros los testigos, ¿dónde estáis? ¿Tenéis miedo vosotros, que habéis empezado esto?

La multitud ahogó su voz.

Colina abajo llegó a la carrera Nahom, el padre de Yitra, con su esposa y sus hijas. La multitud prorrumpió en una nueva retahíla de insultos e invectivas, agitó los puños, escupió. Pero Nahom se abrió paso a través de ella y miró a su hijo.

El rabino no había dejado de gritar que se detuvieran, pero ya no podíamos oírle.

Pareció que Nahom hablaba con su hijo, pero no pude oírle.

Y entonces la multitud llegó a un paroxismo de furia cuando Yitra se acercó, quizá sin pensar, y abrazó al Huérfano como para protegerlo.

Yo grité «¡No!», pero en el estruendo nadie me oyó. Corrí adelante.

Volaron piedras por el aire. La multitud era una masa hirviente, entre el silbido de las piedras lanzadas contra los chicos del claro.

Crucé entre la multitud en un intento de llegar hasta los dos muchachos, con Santiago a mis talones.

Pero todo había terminado.

El rabino rugió como un animal en la azotea de la sinagoga.

La multitud se alejó en silencio.

El rabino, con las manos crispadas sobre la boca, miró los montones de piedras, abajo. Jasón sacudió la cabeza y volvió la espalda.

Se oyó un grito inarticulado de la madre de Yitra, y luego los sollozos de sus hermanas. La gente había desaparecido. Unos corrían colina arriba, o a campo traviesa, o cruzaban el arroyo y escalaban el montículo de la otra orilla.

Huían por donde buenamente podían.

Y entonces el rabino levantó los brazos.

– ¡Corred, sí, huid de lo que acabáis de hacer! ¡Pero el Señor os ve desde lo alto! ¡El Señor de los Cielos está viendo esto! -Apretó los puños-. ¡Satanás reina en Nazaret! -exclamó-. ¡Corred, corred y avergonzaos de lo que habéis hecho, miserable horda sin ley!

Se llevó las manos a la cabeza y empezó a sollozar de forma más aparatosa que las mujeres de Yitra. Se doblegó hacia delante y Jasón lo sostuvo.

Nahom reunió entonces a las mujeres de Yitra y las forzó a alejarse. Nahom miró atrás una sola vez y tiró de su esposa colina arriba, y sus hijas se apresuraron detrás de él.

Sólo quedaron los rezagados, algunos braceros y trabajadores temporales, y los niños que atisbaban desde sus escondites bajo las palmeras o tras las puertas de las casas vecinas; y Santiago y yo, que mirábamos las piedras amontonadas y los dos chicos tendidos allí, juntos.

El brazo de Yitra seguía pasado por el hombro del Huérfano, la cabeza reclinada en su pecho. La sangre manaba de un corte en la cabeza del Huérfano. Los ojos de Yitra estaban semicerrados. No había sangre, excepto en su pelo.

La vida los había abandonado.

Oí ruido de pisadas, los últimos hombres se alejaban.

En el claro junto al cual estábamos apareció José acompañado por el anciano rabino Berejaiah, que apenas puede caminar, y otros hombres de pelo blanco que forman parte del consejo de ancianos del pueblo. También estaban mis tíos Cleofás y Alfeo. Ocuparon su lugar junto a José.

Todos parecían soñolientos, asustados, y luego asombrados.

José miraba fijamente a los chicos muertos.

– ¿Cómo ha ocurrido esto? -susurró. Nos miró a Santiago y a mí.

Santiago suspiró; las lágrimas corrían por sus mejillas.

– Ha sido… así -susurró-. Tendríamos que… No pensé… -Agachó la cabeza.

Encima de nosotros, en la azotea, el rabino sollozaba en el hombro de su sobrino, que tenía la mirada perdida a lo lejos, hacia los campos abiertos; su rostro era la imagen de la desolación.

– ¿Quién les acusó? -preguntó el tío Cleofás. Me miró a mí-. Yeshua, ¿quién les acusó?

José y el rabino Berejaiah repitieron la pregunta.

– No lo sé, padre -dije-. Me parece que los testigos no se han presentado.

Los sollozos agitaron al rabino.

Yo me acerqué a las piedras.

De nuevo Santiago tiró de mí hacia atrás, pero esta vez con más suavidad que antes.

– Por favor, Yeshua -murmuró. Me quedé donde estaba.

Miré a los dos, tendidos allí como si fueran niños dormidos, entre las piedras lanzadas, y sin bastante sangre entre los dos, en realidad, sin la suficiente para que el Ángel de la Muerte se detuviera en su carrera al advertir su presencia.

Загрузка...