La mañana siguiente, la vieja Bruria y tía Esther intentaron dejar un recado a Abigail, pero no obtuvieron respuesta.
Cuando volvimos de la ciudad la noche anterior, Ana la Muda había venido a visitarnos. Fue a sentarse, desolada, pequeña y temblorosa, al lado de José, que posaba su mano sobre la cabeza inclinada de ella. Parecía una vieja consumida bajo su manto de lana. -¿Qué le pasa ahora? -preguntó Santiago.
– Dice que Abigail se está muriendo -dijo mi madre.
– Tráeme agua para lavarme las manos -pedí-. Necesito tinta y pergamino.
Me senté e hice servir como escritorio un tablero colocado sobre mis rodillas. Tomé la pluma, y me di cuenta de lo difícil que me resultaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que escribí algo, y los callos de mis dedos eran gruesos, y mi mano, torpe e insegura.
Insegura. Ah, qué descubrimiento.
Mojé la pluma y garabateé las palabras sencillamente y con prisa, en la letra más pequeña que pude. «Come y bebe ahora, porque yo te pido que lo hagas.
Levántate y bebe toda el agua que puedas, porque yo te lo pido. Come tanto como puedas. Estoy haciendo todo lo posible para protegerte, tú haz eso por mí y por los que te quieren. Personas que te quieren han enviado cartas a otras personas que también te quieren. Muy pronto estarás fuera de aquí. No digas nada a tu padre. Haz como te digo.»
Le di el pergamino a Ana la Muda. Hice gestos mientras hablaba.
– De mi parte para Abigail. De mí. Dáselo a ella.
Negó con la cabeza. Estaba aterrorizada.
Hice el gesto ominoso de un Shemayah enfurecido. Luego señalé mis ojos.
Dije:
– No podrá leerlo. ¿Ves? La letra es demasiado pequeña. Dáselo a Abigail.
Se puso en pie y salió a la carrera.
Pasaron las horas. Ana la Muda no volvía.
Pero unos gritos en la calle nos sacaron de nuestra duermevela. Corrimos y supimos la noticia que las hogueras de señales acababan de comunicar: paz en Cesárea.
Poncio Pilatos había dado la orden a Jerusalén de retirar los estandartes ofensivos de la Ciudad Santa.
Muy pronto la calle se iluminó como en la noche en que la gente se puso en marcha. Todos bebían, bailaban y se estrechaban las manos. Pero nadie conocía aún los detalles, y nadie esperaba a conocerlos. Las hogueras habían transmitido la noticia de que los hombres regresaban a sus casas en todo el país.
No había señales de vida en la casa de Shemayah, ni siquiera el resplandor de una lámpara debajo de la puerta o en la rendija de alguna ventana.
Mis tías aprovecharon la excusa del motivo festivo para llamar a la puerta.
En vano.
– Ruego por que Ana la Muda duerma al lado de ella -dijo mi madre.
El rabino nos llamó a la sinagoga para dar gracias por la paz.
Pero nadie estuvo del todo tranquilo hasta la tarde siguiente, cuando Jasón y varios de sus compañeros, que habían alquilado monturas para el viaje, llegaron a Nazaret.
Bajamos los bultos, dimos de comer a los animales y fuimos a la sinagoga a rezar y escuchar el relato de lo que había ocurrido.
Como en la ocasión anterior, la multitud no cabía en el edificio. La gente encendía antorchas y luminarias en las calles. Algunos llevaban sus propias lámparas, con una mano como pantalla para proteger la llama temblorosa. El cielo se oscurecía rápidamente.
Vi a Jasón, que hablaba con su tío muy excitado, gesticulando. Pero todos le rogaron que parara y esperara a contar lo sucedido a todo el pueblo.
Finalmente, los bancos fueron arrastrados fuera de la sinagoga para colocarlos en la ladera, y muy pronto unos mil quinientos hombres y mujeres se habían instalado al aire libre, y una antorcha encendía la otra mientras Jasón y sus compañeros se abrían paso hasta el lugar de honor.
No vi a Ana la Muda en ninguna parte. Por supuesto Shemayah no estaba, y tampoco Abigail. Pero en aquel momento era difícil encontrar a nadie.
La gente se abrazaba y daba palmas, se besaba, bailaba. Los niños vivían un paroxismo de alegría. Y Santiago lloraba. Mis hermanos habían traído a José y Alfeo, caminando muy despacio. Algunos otros ancianos también se retrasaban.
Jasón esperó. Estaba de pie en el banco, abrazado a un compañero, y sólo entonces, cuando las antorchas se encendieron y los iluminaron con toda claridad, me di cuenta de que el compañero era el nieto de Hananel, Rubén.
Mi madre lo reconoció en el mismo instante, y la noticia corrió en un susurro entre nosotros, que nos habíamos sentado muy apiñados.
Yo no les había contado lo que me dijo Hananel. Ni siquiera había preguntado al rabino por qué no me avisó de que el nieto de Hananel había pretendido en tiempos a Abigail.
Pero todos sabían que el abuelo había llorado durante dos años al nieto que se había marchado a tierras lejanas, y pronto en todas partes se murmuraba el nombre de «Rubén bar Daniel bar Hananel».
Era un joven elegante, bien vestido con ropajes de lino como Jasón, con la misma barba recortada y cabellos perfumados con óleos, y aunque los dos estaban sucios de polvo después de la larga cabalgata, a ninguno parecía importarle.
Finalmente, todo el pueblo les pidió que contaran lo sucedido.
– Seis días -empezó Jasón, y mostró los dedos para que pudiéramos contarlos-. Seis días estuvimos delante del palacio del gobernador, y le exigimos que quitara sus imágenes desvergonzadas y blasfemas de nuestra Ciudad Santa.
Se alzaron muchas exclamaciones de aprobación y entusiasmo.
– «Oh, pero eso sería un insulto a nuestro gran Tiberio», nos dijo ese hombre -continuó Jasón-. Y nosotros a él: «Siempre ha respetado nuestras leyes en el pasado.» Y entended que día a día nos mantuvimos firmes, mientras más y más hombres y mujeres llegaban a engrosar nuestras filas. ¡Cesárea estaba desbordada! Del palacio del gobernador entraban y salían las personas que presentaban nuestras peticiones, y tan pronto como eran despedidos volvían y las presentaban de nuevo, hasta que por fin ese hombre se hartó.»Y todo el rato iban llegando más soldados, soldados que montaban guardia en cada puerta y a lo largo de los muros que rodeaban el lugar, delante de la sede del tribunal.
La multitud emitió un fuerte rugido, pero Jasón pidió silencio con un gesto y continuó:
– Por fin, sentado delante de la gran multitud reunida, declaró que las imágenes no serían retiradas. ¡Y dio la señal para que los soldados empuñaran sus armas contra nosotros! Salieron a relucir las espadas. Las dagas se alzaron.
Nos vimos enteramente rodeados por sus hombres, y nos preparamos para la muerte… -Se detuvo.
Y cuando el público empezó a murmurar y gritar, y finalmente a rugir, de nuevo reclamó silencio con un gesto y concluyó su relato: -¿Acaso no recordábamos el consejo que nos habían dado nuestros ancianos? ¿Necesitábamos que nos dijeran que somos un pueblo pacífico? ¿Necesitábamos que nos advirtieran que los soldados romanos muy pronto tendrían nuestras vidas a su merced, no importa cuántos nos manifestáramos?
Los gritos llegaron de todos los rincones.
– Nos dejamos caer al suelo -prosiguió Jasón-. ¡Al suelo, e inclinamos las cabezas y ofrecimos nuestros cuellos a sus espadas, todos nosotros! Cientos de personas hicimos lo mismo, os digo. Miles. Ofrecimos nuestros cuellos todos a la vez, sin temor y en silencio, y quienes habían subido a hablar con el gobernador dijeron que él ya lo sabía. Moriríamos sin contemplaciones, ¡todos nosotros, arrodillados allí, delante de un solo hombre!, antes que ver nuestras leyes quebrantadas, nuestras costumbres abolidas.
Jasón se cruzó de brazos y paseó su mirada de derecha a izquierda, mientras los gritos crecían e iban convirtiéndose en un gran himno de júbilo.
Señalando y sonriente, saludó a los niños pequeños que gritaban delante del banco. Y Rubén estaba en pie a su lado, tan desbordante de felicidad como él mismo.
Mi tío Cleofás lloraba, y también Santiago. Todos los hombres lloraban. -¿Y qué hizo el gran gobernador romano ante ese espectáculo? -exclamó Jasón-. Ante la visión de tantas personas dispuestas a dar la vida para proteger nuestras leyes más sagradas, ese hombre se puso en pie y ordenó a sus soldados que apartaran las armas dirigidas contra nuestras gargantas, los aceros que relucían al sol delante de él. «¡No han de morir!», declaró. «¡No, por piedad! No derramaré su sangre, ¡ni una gota siquiera! Dad la señal. ¡Los soldados retirarán nuestros estandartes de los muros de su ciudad santa!»
El aire se llenó de gritos de acción de gracias, jaculatorias y aclamaciones.
La gente caía de rodillas sobre la hierba. El alboroto era tan grande que no habría sido posible escuchar a Jasón o Rubén de haber querido decir algo más.
Los puños se alzaron en el aire, la gente bailaba de nuevo y las mujeres gimoteaban, como si sólo ahora pudieran arrodillarse en la hierba para expulsar el miedo que había anidado en sus corazones, abrazadas las unas a las otras.
El rabino, de pie en la tribuna junto a Jasón, inclinó la cabeza y empezó a recitar las oraciones, pero no podíamos oírle. La gente cantaba salmos de acción de gracias. Fragmentos de melodías y rezos flotaban en el aire y se mezclaban a nuestro alrededor.
María la Menor sollozaba en brazos de mi tío Cleofás, su padrastro, y Santiago estaba abrazado a su esposa y la besaba en la frente mientras las lágrimas bañaban su rostro. Yo me llevé conmigo a Isaac el Menor, Yaqim y todos los niños de Abigail, que ahora estaban con nosotros, lo que me dio la certeza de que Ana la Muda y Abigail no habían venido a la asamblea, no, ni siquiera para un acontecimiento así.
Todos intercambiábamos besos. Las botas de vino circulaban. Algunos se lanzaban a largos discursos acerca de lo que parecía que iba a ser aquello y cómo había resultado al final, y Jasón y Rubén se abrían paso entre la muchedumbre que les paraba a cada momento para pedirles más detalles, a pesar de que los dos parecían completamente agotados y en trance de caer al suelo si el gentío les daba ocasión para ello.
José tomó mi mano y la de Santiago. Nuestros hermanos y sus esposas formaron un círculo, y los niños pequeños se colocaron en el centro. Mi madre había pasado los brazos por mis hombros y apoyaba la cabeza en mi espalda.
– Señor, no son sacrificios ni ofrendas lo que Tú deseas -recitó José-, sino que nos has dado oídos abiertos a la obediencia. No nos has exigido que quememos víctimas. Por eso digo: «Aquí estoy, tus mandamientos están escritos sobre pergaminos. Cumplir tu voluntad es mi vida, Señor, tu Ley está grabada en mi corazón. Yo he anunciado tus maravillas ante una gran asamblea…»
Nos costó largo rato hacer el camino de vuelta a casa.
La calle estaba llena de gente que celebraba el acontecimiento, y seguían llegando personas que habían alquilado caballerías para el viaje de regreso de Cesárea, y se oían los gritos agudos inconfundibles de los familiares que volvían a reunirse.
De pronto Jasón, con la cara radiante y oliendo a vino, entró a visitarnos.
Puso la mano en el hombro de Santiago.
– Tus chicos están bien, de verdad, y han estado con nosotros en todo momento, los dos, Menahim y Shabi, y te digo que todos los de tu casa se han mantenido firmes. De Silas y Leví por supuesto lo esperaba, quién no, pero te digo que el pequeño Shabi y Cleofás el Menor, y todos…
Y siguió hablando mientras besaba a Santiago y luego a mis tíos, así como las manos que alzó José para bendecirle.
Estábamos en la puerta del patio cuando entró a saludarnos Rubén de Cana e intentó despedirse entonces de Jasón, pero Jasón protestó. La bota de vino pasó del uno al otro, y después nos la ofrecieron. Yo la rechacé. -¿Por qué no te sientes feliz? -me preguntó Jasón.
– Somos felices, todos nos sentimos felices -dije-. Rubén, han pasado muchos años. Entra a refrescarte.
– No; se viene a casa conmigo -dijo Jasón-. Mi tío no quiere oír hablar de que se aloje en otro lugar que no sea nuestra casa. Rubén, ¿qué te ocurre?, no puedes ponerte ahora en marcha hacia Cana.
– Pero tengo que hacerlo, Jasón, tú sabes muy bien que es así -dijo Rubén.
Nos miró a todos para despedirse, e hizo una ligera inclinación-. Mi abuelo no me ha visto en dos años -adujo.
José correspondió la inclinación de Rubén. Todos los ancianos hicieron lo mismo.
Jasón se encogió de hombros.
– Entonces mañana no vengas -dijo Jasón- a contarme la historia triste de cómo despertaste y te encontraste… ¡en la gran ciudad de Cana!
Los jóvenes que les rodeaban se echaron a reír.
Rubén pareció desvanecerse en las sombras, entre las voces alegres y el tumulto de quienes querían palmear el hombro de Jasón y estrecharle la mano, y todos los que forcejeaban para entrar o salir de la casa.
Finalmente, después de habernos despedido más de cincuenta veces, entramos en la casa.
La vieja Bruria se nos había anticipado para encender el hogar, y nos recibió el fuerte y apetecible aroma del potaje que estaba guisando.
Mientras ayudaba a José a ocupar su lugar habitual, junto a la pared, vi a Ana la Muda. En medio de todas las idas y venidas, estaba inmóvil y me miraba fijamente, como si nadie más pasara delante de ella. Parecía cansada y vieja, realmente vieja, una anciana, tan delgada y encorvada y con los puños apretados para sujetar su velo como si fuera un cabo lanzado al mar. Negó con la cabeza. Fue un gesto lento y desesperado. -¿Le diste el mensaje? -le pregunté-. ¿Lo leyó?
Su rostro no tenía expresión. Hizo un gesto con la mano derecha, una y otra vez, como si arañara el aire.
– Dio la carta a Abigail -dijo mi madre-, pero no sabe si la ha leído.
– Ve ahora a su casa -dijo la vieja Bruria-. ¡Tú, Cleofás, ve! Ve y lleva contigo a tu hijastra. Ve y llama a su puerta. Dile que has ido a darle las noticias.
– Todos los que pasaban han llamado -dijo Santiago-. Jasón estaba golpeando la puerta hace un momento, cuando hemos entrado. Ya basta por hoy. Puede que al viejo loco se le ocurra salir a pasear por voluntad propia. El alboroto le tendrá despierto toda la noche, en cualquier caso.
– De todos modos, podríamos llamar a su puerta, ¿sabes? -insistió Cleofás -. Todos nosotros, bailando y bebiendo, podríamos sencillamente llamar a su puerta, y luego, claro está, le diríamos que lo sentimos, pero que es… -No terminó la frase. A nadie le apetecía hacer una cosa así.
– Esta noche no es el momento de contárselo a Jasón -dijo Santiago-.
Pero podremos ir con él mañana, y llamar a la puerta si es necesario hacerlo.
Todos estuvimos de acuerdo. Y sabíamos que su tío, el rabino, sin duda se lo contaría todo.