21

Voces que no paran.

Había pasado días atrás el último lugar habitado. Allí bebí mis últimos tragos de agua.

No sabía dónde estaba ahora, sólo que hacía frío y el único sonido real era el aullido del viento que barría el uadi. Me aferré al risco y empecé a trepar. La luz diurna se extinguía muy deprisa. Por eso el frío era tan intenso.

Y las voces no paraban; todas las discusiones, todos los cálculos, todas las predicaciones, todas las ponderaciones, y así sucesivamente.

Cuanto más cansado me sentía, con más fuerza las oía.

Me tendí en una pequeña cueva, al resguardo de la mordedura del viento, y me envolví en el manto. La sed había desaparecido y el hambre se había evaporado. Eso quería decir que habían pasado muchos días, porque son cosas que torturan durante varios días hasta que cesan de hacerlo. Con la cabeza ligera, vacío, ansiaba todas las cosas y ninguna. Tenía los labios agrietados y la piel quebradiza. Mis manos estaban en carne viva; los ojos me dolían, tanto abiertos como cerrados.

Pero las voces no paraban, y poco a poco, arrastrándome y rodando sobre mi espalda, me acerqué a la entrada de la cueva y miré más allá, hacia las estrellas. Tal como había hecho siempre, admiré su nítida claridad dispersa sobre la extensión arenosa, esa cualidad que llamamos magnificencia.

Y entonces acudieron los recuerdos y expulsaron el runrún de las voces de censura; los recuerdos de cada cosa que había hecho alguna vez en ésta mi existencia terrena.

No era una secuencia. No seguía el orden de las palabras escritas en un pergamino de un lado de la columna al otro, y luego otra vez, y otra. Era como algo que se despliega.

Y en la densidad de aquellos recuerdos destacaban los momentos de dolor: la pérdida, el miedo, el arrepentimiento, la queja, la incomodidad, el inesperado tormento.

El dolor, como las propias estrellas, tiene en cada momento su propia forma infinitesimal y su magnitud. Todos aquellos recuerdos se alzaban a mi alrededor como si compusieran una gran guirnalda que era mi vida, una guirnalda que iba envolviéndome en sus giros una y otra vez, por encima y por debajo de mí, hasta ajustarse como una segunda piel, sin resquicios.

A veces, antes del amanecer, comprendía alguna cosa: que podía sin esfuerzo retener cualquiera de aquellos momentos y todos ellos a la vez en mi mente, que aquellas pequeñas e incontables agonías coexistían.

Cuando llegaba la mañana y el viento furioso moría con la luz, empezaba a caminar y dejaba que vinieran a mí aquellos momentos incontables, dejaba mi mente moverse entre ellos con mis propios ojos y mi propio corazón, como la arena que me quemaba los ojos y los labios. Y seguía recordando.

Por la noche me despertaba. ¿Era mi voz la que recitaba lo que está escrito?: «Y todos los secretos serán conocidos, y a todos los lugares oscuros llegará la luz.»

«Dios querido, no, no dejes que sepan esto, no dejes que conozcan la gran acumulación de todas estas cosas, la agonía y el gozo, la miseria, el solaz, la consecución, el dolor de la amputación, el…»

Pero lo sabrán, todos y cada uno de ellos lo sabrán. Lo sabrán porque lo que recuerdas es lo que les ha ocurrido a todos y cada uno de ellos. ¿Creías que esto era más o menos cosa tuya? ¿Creías…?

Y cuando sean llamados a rendir cuentas, cuando se presenten desnudos delante de Dios y cada incidente y cada palabra sean pesados en la balanza del juicio… tú, ¡tú lo sabrás todo de todos y cada uno de ellos!

Me arrodillé en la arena. ¿Es posible, Señor, estar con cada uno cuando a él o a ella le llegue el conocimiento? ¿Estar allí en cada grito de angustia? ¿En el recuerdo corroído por la culpa de cada placer incompleto?

Oh, Dios, ¿qué es el juicio y cómo puede llevarse a cabo, si no puedo soportar estar al lado de todos ellos en cada palabra insultante, en cada grito bronco y desesperado, en cada gesto escrutado, en cada acto explorado hasta sus raíces más recónditas? Y he visto actos, los actos de mi propia vida, los casos más mínimos, más triviales, los he visto primero germinar como semillas diminutas, y luego brotar y extender sus ramas; los he visto crecer, enredarse con otros actos, y todos juntos formar un matorral y luego un bosque y finalmente una gran jungla salvaje que reduce el mundo a la escala de un mapa, el mundo como lo concebimos en nuestra mente. Dios querido, al lado de eso, de ese interminable brotar de actos que provienen de otros actos y de palabras que derivan de otras palabras y pensamientos de otros pensamientos, el mundo no es nada. ¡Cada alma particular es un mundo!

Empecé a llorar. Pero no quise apartar de mí aquella visión; no, dejadme ver, ver a todos los que lanzaron las piedras, y a mí todas las veces que cometí errores, y la cara de Santiago cuando le dije «Estoy cansado de ti, hermano», y a partir de ese instante brotan un millón de ecos de esas mismas palabras en todos los presentes que las escuchan o piensan que las han escuchado, y que las recordarán, repetirán, criticarán, defenderán… y así sucesivamente para el levantamiento de un dedo, la botadura de un barco, la derrota de un ejército en un bosque del norte, el incendio voraz de una ciudad en llamas. Dios querido, yo no puedo… pero lo haré, lo haré.

Sollocé en voz alta. Oh Padre que estás en los cielos, te estoy tocando con mis manos de carne y sangre. ¡Ansío Tu perfección, con este corazón que es imperfecto! Y llego a tocarte con lo que se está corrompiendo delante de mis propios ojos, y contemplo tus astros desde el interior de la prisión de este cuerpo, que no es mi prisión sino mi voluntad. Hágase tu Voluntad.

Me derrumbé, sacudido por los sollozos.

Y descenderé, acompañaré a cada uno de ellos hasta las profundidades del Sheol, a las tinieblas privadas de cada persona, a la angustia expuesta ante los ojos de todos o sólo ante los tuyos, al interior del miedo, al interior del fuego atizado por el calor de todos los pensamientos. Estaré al lado de todos ellos, junto a cada solitario situado en medio de ellos. ¡Soy uno de ellos! ¡Y soy tu Hijo! ¡Soy tu Hijo unigénito! Y conducido a este lugar por tu Espíritu, lloro porque no puedo hacer otra cosa que aceptarlo, que aceptar lo que no puedo comprender con esta mente de carne y sangre; y porque Tú me has abandonado aquí, lloro.

Lloré. Lloré y lloré. Señor, déjame este corto rato para poder llorar, porque he oído que las lágrimas consiguen muchas cosas… ¿Solo? ¿Decías que deseabas estar solo? ¿Querías esto, estar solo? ¿Querías el silencio? Querías estar solo y en silencio. ¿No comprendes ahora la tentación que representa estar solo? Estás solo. ¡Y bien, estás absolutamente solo porque tú eres el único que puede hacer una cosa así! ¿Qué juicio puede haber para un hombre, una mujer o un niño, si no estoy yo allí en cada latido de su corazón y en lo más profundo de su tormento?

Llegó el alba.

Y el alba volvió otra vez, y otra.

Yo permanecía acurrucado en el suelo, y el viento proyectaba la arena contra mi rostro.

Y la voz del Señor no estaba en el viento, y no estaba en la arena, y no estaba en el sol, y no estaba en las estrellas.

Estaba dentro de mí.

Siempre he sabido quién era yo en realidad. Yo era Dios. Y elegí no saberlo.

Pues bien, entonces supe qué significaba exactamente ser el hombre que sabía que era Dios.

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