Corrí a través de la vegetación.
Abigail estaba tan sólo a unos metros de distancia, y frente a ella, en la ladera, aguardaba una multitud silenciosa.
Santiago, Josías, Simón, mi tío Cleofás y docenas de otras personas nos miraban. Shabi y Yaqim empezaron a adelantarse, pero los chicos mayores los sujetaron. Sólo Ana la Muda se soltó y empezó a gesticular y señalar a Abigail mientras corría hacia ella. Santiago nos miró, primero a mí, luego a ella, de nuevo a mí, y con una mueca de dolor inclinó la cabeza.
– No, deteneos, todos vosotros, volved atrás -dije y eché a correr hasta colocarme delante de ella.
Ana la Muda se paró en seco. Se quedó mirándome y luego volvió la vista atrás, a la multitud. Sólo en ese instante pareció darse cuenta de lo que había hecho.
Y lo mismo me ocurrió a mí. Ella había dado la alarma de que Abigail había escapado. Les había guiado hasta aquí, y sólo ahora se daba cuenta de su terrible error.
A mi espalda, Abigail murmuraba una plegaría ahogada.
Llegaban más y más hombres, parecían venir de todas partes, de los campos, del pueblo, de la lejana calzada. Los chicos corrieron hacia nosotros.
Desde el pueblo subía también Jasón a grandes zancadas, con Rubén de Cana a su lado.
Alguien dio un grito llamando al rabino. Todos gritaron llamando al rabino.
Santiago se volvió y gritó a sus hijos que fueran a buscar inmediatamente a José y los ancianos. El nombre de «Shemayah» brotaba de todos los labios, y de pronto Abigail corrió a mi lado y, con un gesto tan fatal como el de Yitra cuando abrazó al Huérfano, se abalanzó sobre mí con los brazos tendidos.
Silbaron piedras en el aire, y una pasó rozando mi oreja. Y con las piedras llegaron gritos de «¡Hipócrita!» y «¡Puta!».
Me volví y protegí con mi cuerpo a Abigail. Santiago se precipitó hacia nosotros y se colocó delante, con el brazo extendido. Mi tía Esther llegó al frente de un grupo de mujeres y también echó a correr para interponerse.
Gritó cuando llegó a nuestro lado. Las piedras dejaron de volar. -¡Shemayah! ¡Shemayah! -clamaba la gente, incluso cuando el grupo se abrió para dejar paso al rabino y a Hananel de Cana, que llegaban acompañados por otros dos ancianos.
El rabino se quedó mirándonos asombrado, y sus ojos registraron cada detalle de la escena. Me adelanté, apartando con suavidad a Santiago de mi camino.
– Yo os digo que no ha ocurrido nada aquí, nada más que palabras, palabras intercambiadas en la arboleda a la que suelo ir, ¡adonde todo el mundo sabe que voy!
– Abigail, ¿acusas a este hombre? -gritó el rabino, el rostro lívido por la emoción.
Ella sacudió la, cabeza con violencia. Tragó saliva. -¡No! -gritó-. No; es inocente. No ha hecho nada.
– Entonces, ¿qué locura es ésta? -gritó el rabino. Se volvió hacia la multitud, cuyo número se había triplicado y había cuellos estirados y preguntas roncas de quienes deseaban ver y saber-. Os digo que acabéis con esto ahora mismo y volváis a vuestras casas. -¡Volved a casa, todos vosotros! -gritó Jasón-. No hay nada que ver aquí. Marchaos de este lugar. ¡Estáis borrachos todos, con tanta celebración!
Marchaos a vuestras casas.
Pero las murmuraciones y las protestas llegaban de todas direcciones:
«Solos, juntos en el bosque, Yeshua y Abigail.» Oí palabras sueltas y fragmentos de frases. Vi que José se afanaba tratando de subir la cuesta.
Menahim tenía que cargar con él. Más y más mujeres venían hacia nosotros.
Sollozos desolados sacudían el cuerpo de Abigail.
– Llevadla a casa ahora mismo, lleváosla -dije. Pero de pronto mi hermano Josías me rodeó con sus brazos por la espalda, y mi hermano José hizo lo mismo. -¡No! Soltadme -dije.
– Shemayah -dijo Josías, y allí estaba el hombre, subiendo a la carrera la cuesta, abriéndose paso entre la multitud, apartando a empujones a quienes se interponían en su camino.
Al verlo, Abigail se encogió. Mi tía Esther procuró sostenerla, pero ella se dobló sobre sí misma y dio un paso atrás, zafándose de las manos de Esther.
El rabino se interpuso en el camino de Shemayah, que hizo gesto de golpearlo, y sus peones sujetaron su mano alzada. Otros hombres detuvieron a Jasón antes de que pudiera golpear a Shemayah, y otros rodearon a Rubén.
Todos forcejeaban, coléricos.
Shemayah se soltó de quienes lo sujetaban. Miró sombrío a su hija y a mí.
Se abalanzó hacia mí. -¡Beberás de esa copa rota el resto de tu vida, eso harás! -me insultó-. ¡Tú, sucio tramposo, ladrón detestable!
Abigail gimió.
– No; calla, él no ha hecho… ¡no ha hecho nada! -Se irguió y le tendió los brazos-. Padre, él no ha hecho nada. -¡Yo te maldigo! -me gritó Shemayah. Mis hermanos se colocaron delante para detenerle y me empujaron atrás. Noté los brazos de tía Salomé alrededor de mi cuerpo, y luego los de mis primos Silas y Leví. -¡Soltadme, basta! -exclamé, pero eran demasiados. -¿Crees que mi hija es una puta para hacer esas cosas con ella? -gritó Shemayah mientras forcejeaba con los hombres que lo sujetaban, con el rostro bermejo.
Por encima de los brazos que me rodeaban sólo pude ver que se acercaba a Abigail, la aferraba por los hombros y la sacudía con violencia, haciéndole caer su velo al suelo.
Un estentóreo grito de aprobación brotó de la multitud, y al instante todos callaron: el manto oscuro de Abigail se había abierto. Todos pudieron ver la túnica de gasa blanca con la orla de brocado de oro. Shemayah la vio y al punto tiró del manto y lo arrojó a un lado.
La conmoción fue tan grande que la multitud quedó sin habla.
Abigail estaba en pie, horrorizada, incapaz aún de comprender lo que había ocurrido. Luego bajó la mirada y vio lo que estaban viendo los demás: la ligera túnica blanca de boda, con la orla de brocado de oro en el cuello y el ruedo de la falda.
Ana la Muda y Shabi recogieron el manto e intentaron ponérselo de nuevo.
Shemayah tumbó a Shabi sobre la hierba con un puñetazo.
Abigail miraba a su padre. Sujetaba el cuello de su túnica, los lazos de oro que habían estado desatados cuando llegó a mí, y entonces, de súbito, lanzó un grito terrible: -¡¿Una ramera, eso soy?! ¡Una ramera! ¡Vestida con la túnica de boda de mi madre, soy una ramera! -¡Detenedla, lleváosla! -exclamé-. Rabino, es una niña. -¡Ramera! -volvió a gritar, y desgarró el cuello de su túnica-. Soy una ramera, sí, tu ramera -sollozó. Se tambaleó y retrocedió de espaldas sin que su padre se lo impidiera, y tampoco los niños. -¡No! -grité-. Abigail, basta. ¡Rabino, detén esto!
Jasón se soltó e intentó abalanzarse hacia delante, pero fue derribado por los hombres que le rodeaban.
De nuevo llegó el horroroso silbido de piedras arrojadas. Los niños lloraban, horrorizados. Ana la Muda cayó al suelo. -¡No, parad, en nombre del Cielo! -grité.
Abigail retrocedió otro paso y gritó más fuerte. -¡Ramera! -dijo. Con las manos crispadas como garras se deshizo el peinado, que cayó en desorden sobre su rostro-. ¡Mirad a esta ramera! -chilló.
El coro de insultos creció hasta convertirse en un estruendo de gritos frenéticos y atronadores. Las piedras caían de todas partes. Luché con todas mis fuerzas por soltarme de mis hermanos, pero ellos me tiraron al suelo y me inmovilizaron. Forcejeando jadeantes, empezaron a alejarme de allí a rastras.
Los chillidos y el llanto de los niños se elevaban entre los insultos y las maldiciones roncas. -¡Señor Dios de los Cielos, esto no puede ocurrir! -grité-. ¡Detenlo!
«¡Padre, envía la lluvia!»
Un trueno ensordecedor resonó sobre nuestras cabezas.
El cielo se oscureció, y la luz se apagó delante de mis ojos cuando caí de bruces sobre el suelo pedregoso. Volvió a rugir el trueno, inmenso y retumbante. Me puse en pie. Miré las nubes que se agolpaban, cargadas y plúmbeas. El cuchillo de un relámpago me cegó. La multitud gritó, de nuevo con una sola voz. El trueno volvió a restallar y a apagarse en mil ecos.
Vi en la ladera a Abigail todavía de pie, a Abigail rodeada de niños, salvada por los niños: por Isaac y Shabi y Yaqim y Ana la Muda, todos ellos y muchos más abrazados a ella, y otros incluso tendidos a sus pies, con sus caras llorosas que iban de ella a sus padres petrificados, y de sus padres al cielo revuelto. Mi tía Esther se llegó hasta Abigail y le protegió la cabeza con sus brazos. Santiago se levantó del suelo, al soltarle quienes le tenían inmovilizado, y se quedó mirando el cielo con la boca abierta.
– Salvada -murmuré. Aspiré el viento templado y húmedo. «Salvada.»
Cerré los ojos y me hinqué de rodillas.
Las compuertas del cielo se abrieron. La lluvia empezó a caer a cántaros.