Un atardecer violeta descendía sobre las colinas cuando llegamos a Nazaret.
Tuvimos que dar un rodeo para no ser vistos, porque ya andaban rondando las antorchas, y por todas partes se oían voces animadas. Se esperaba al cortejo del novio en menos de una hora. Los niños jugaban en las calles.
Algunas mujeres ataviadas con sus mejores vestidos blancos esperaban ya con las lámparas. Otras aún recogían flores y trenzaban guirnaldas. Llegaba gente de los bosques próximos con brazadas de ramos de mirto y palma.
Encontramos la casa sumida en la confusión, por la excitación de los preparativos.
Mi madre dio un grito cuando puso sus ojos en mí, y corrió a abrazarme.
– Mira a quién te he traído -le dije, y señalé con un gesto a Salomé la Menor, que de inmediato se precipitó hecha un mar de lágrimas en brazos de su madre.
El pequeño Tobías, los sobrinos y los primos vinieron a reunirse a nuestro alrededor, los más pequeños para tocar mis nuevas ropas y todos para dar la bienvenida a quienes yo iba presentando apresuradamente.
Mis hermanos me saludaron, y todos me miraban con cierta incomodidad, sobre todo Santiago.
Todos conocían a Mateo como el hombre que había estado con ellos en el duelo por José. Nadie cuestionó su presencia, y menos que nadie mis tíos Alfeo y Cleofás, ni mis tías. Y los suntuosos vestidos que le eran habituales no provocaron miradas de recelo.
Pero no hubo más tiempo para charlar.
Llegaba el cortejo del novio.
Había que cepillar el polvo de nuestros vestidos, frotar las sandalias, lavar manos y caras, peinar y perfumar los cabellos, sacar de sus envolturas los vestidos de fiesta, el pequeño Tobías tenía que ser limpiado cuidadosamente como si fuera una col y luego vestido adecuadamente, y así nos sumimos todos en los preparativos.
Shabi entró corriendo a anunciar que nunca había visto tantas antorchas en Nazaret. Todo el pueblo estaba en la calle. Habían empezado las palmadas y las canciones.
Y a través de las paredes se oía el batir de los tamboriles y el sonido agudo de los cuernos.
Mi amada Abigail no había aparecido aún.
Finalmente salimos al patio y todos los varones nos colocamos en fila. Los pequeños sacaron de los cestos las guirnaldas exquisitamente trenzadas con hiedra y flores de pétalos blancos, y fueron colocando una guirnalda sobre cada cabeza inclinada. Yaqim estaba con nosotros. Ana la Muda resplandecía vestida de blanco, con el cabello trenzado bajo su velo de doncella y los ojos brillantes, mientras sonreía.
Pude verle la cara cuando se volvió a mirar hacia otro lado. Oí la música como la oía ella, la percusión insistente. Vi las antorchas como las veía ella, llameantes sin el menor ruido.
El crepúsculo se extinguió.
A lo largo del camino, la luz de las lámparas, velas y antorchas giraba en torbellinos y centelleaba a través de las celosías y las aberturas de los techos.
Pude oír los cánticos acompañados por la vibración de las arpas y el sonido grave de los laúdes. El crepitar de las antorchas se mezclaba con la música.
De pronto sonaron los cuernos.
El cortejo del novio había llegado a Nazaret. Él y sus acompañantes subían la colina entre alegres saludos y batir de palmas.
Más antorchas iluminaron de súbito el perímetro del patio.
Por las puertas centrales de la casa entraron las mujeres con sus ropajes de lana blanqueada adornados con cintas de colores brillantes, y los cabellos recogidos en velos de fina gasa blanca.
De pronto el gran pabellón de lino blanco festoneado con cintas fue desplegado y levantado. Mis hermanos Josías, Judas y Simón, y mi primo Silas, sujetaban los postes.
La calle delante del patio se llenó de ruidosas felicitaciones.
A la luz de las antorchas apareció Rubén, con una guirnalda en la cabeza, hermosos vestidos y la cara iluminada por tal felicidad que las lágrimas asomaron a mis ojos. Y a su lado, el leal amigo del novio, Jasón, que ahora procedía a presentarlo con voz sonora: -¡Rubén bar Daniel bar Hananel de Cana está aquí! -proclamó-. Viene a buscar a la novia.
Santiago se adelantó, y por primera vez vi a su lado la pesada silueta de un Shemayah solemne, con la guirnalda ligeramente torcida sobre la cabeza y un vestido de boda que le quedaba algo corto debido a la anchura de sus hombros y al grosor de sus brazos. ¡Pero estaba aquí! Estaba aquí… y empujó a Santiago al frente para que fuera él quien recibiera al excitado y explosivamente feliz Rubén, que entraba en el patio con los brazos abiertos.
Ana la Muda corrió al umbral de la casa.
Santiago recibió el abrazo de Rubén. -¡Felicidades, hermano! -dijo Santiago en voz muy alta para que lo oyeran todos los que estaban detrás de él, y en respuesta sonaron palmadas-.
Nuestros más felices deseos para ti, que entras en la casa de tus hermanos a llevarte a tu pariente como novia.
Santiago se apartó a un lado. Las antorchas avanzaron hacia la puerta de la casa al tiempo que Ana la Muda indicaba por gestos a Abigail que se acercara.
Y entonces apareció ella.
Vestida con velos superpuestos de gasa egipcia, quedó expuesta a la luz de las antorchas; los velos estaban tejidos con hilo de oro, los brazos adornados con pulseras de oro, y en los dedos relucían anillos de muchos colores. Y a través de la neblina espesa y vaporosa de los blancos velos, pude ver el brillo inconfundible de sus ojos oscuros. La masa de sus cabellos se derramaba sobre su pecho bajo los velos, e incluso sus pies calzados con sandalias iban adornados con grandes joyas centelleantes.
Santiago alzó la voz:
– Esta es Abigail, hija de Shemayah, tu pariente y tu hermana, y la tomas ahora con la bendición de su padre y sus hermanos y hermanas, para que sea tu esposa en la casa de tu padre, y para que sea en adelante una hermana para ti, y así puedan vuestros hijos ser asimismo hermanos y hermanas vuestros conforme a la Ley de Moisés, como está escrito que debe ser.
Se soplaron los cuernos, se pulsaron las arpas y los tamboriles batieron más y más deprisa. Las mujeres levantaron en el aire los tamboriles para unirse al ritmo trepidante de los de la calle.
Rubén se adelantó y lo mismo hizo Abigail, hasta que los dos quedaron frente a frente bajo el pabellón, y por las mejillas de Rubén empezaron a correr lágrimas silenciosas cuando tocó los velos de su novia.
Santiago colocó su mano entre los dos.
Rubén empezó a hablar al rostro que ahora podía ver con claridad frente a él, detrás de la profusión de velos. -¡Ah, mi amada! -dijo-. ¡Estabas destinada para mí desde el principio del mundo!
Santiago instó a Shemayah a que se adelantara hasta situarse junto al hombro del joven novio. Shemayah miraba a Santiago como si fuera un hombre acorralado que habría huido de poder hacerlo, pero entonces Santiago le susurró algo y Shemayah habló:
– Mi hija te es entregada desde este día y para siempre. -Y miró inquieto a Santiago, que le hizo una seña afirmativa. Entonces Shemayah continuó-: Que el Señor en las Alturas os guíe a ambos y bendiga esta noche y os otorgue felicidad y paz.
Antes de que los gritos de júbilo pudieran silenciarlo, Santiago añadió con voz firme y clara:
– Toma a Abigail como esposa de acuerdo con la Ley y las disposiciones escritas en el Libro de Moisés. Tómala ahora y condúcela a salvo a tu casa y a la casa de tu padre. Y que el Señor y la Corte celestial os bendigan en vuestro viaje a casa y a través de esta vida.
Entonces se produjo un aluvión de aplausos y vítores.
Las mujeres cerraron filas alrededor de Abigail. Jasón se llevó a Rubén fuera del patio y todos los hombres les siguieron, a excepción de mis tíos y hermanos. El pabellón fue plegado sólo lo necesario para poder atravesar la puerta de la entrada, y la novia, flanqueada por todas las mujeres de la casa, incluidas María la Menor, Salomé la Menor y Ana la Muda, avanzó sin salir del cobijo del pabellón. Una vez en la calle, el pabellón fue desplegado de nuevo en toda su anchura.
El zumbido de los cuernos se elevó sobre la vibración más rápida y aguda de las arpas. Las flautas dulces y los pífanos atacaron una melodía suave, incitante.
Toda la procesión bajó la calle, pasando delante de los portales iluminados y los rostros radiantes y las manos que aplaudían. Los niños corrían delante, algunos enarbolando lámparas sujetas a unos palos. Otros llevaban velas, y protegían las llamas de la brisa con sus pequeñas manos.
Las mujeres alzaron otra vez sus tamboriles. De los patios y umbrales de las casas salieron más personas con arpas, cuernos y tambores. Aquí y allá sonaban las notas metálicas del sistro o de unos cascabeles que se agitaban.
Se oyeron voces que entonaban una canción.
Cuando la multitud llegó al camino de Cana, todos pudimos admirar el increíble espectáculo de las antorchas a uno y otro lado, señalando el camino hasta donde alcanzaba la vista. Otras antorchas venían hacia nosotros desde las laderas lejanas y cruzando los campos oscuros.
El pabellón avanzaba ahora desplegado en toda su anchura. Se lanzaban al aire pétalos de flores. La música sonó más fuerte y más rápida, y mientras la novia caminaba en medio de su falange de mujeres, con los hombres colocados a los lados, delante y detrás de ellas, comenzaron las danzas.
Rubén y Jasón bailaban a izquierda y derecha, sujetos el uno al otro por los brazos, moviendo un pie hacia un lado por encima del otro, luego de nuevo atrás, balanceándose, gesticulando, cantando al ritmo de la música, con el brazo libre alzado sobre la cabeza.
Se formaron largas hileras a ambos lados de la procesión. Me metí en una de ellas y bailé con mis tíos y hermanos. El pequeño Shabi, Yaqim, Isaac y los demás jóvenes daban saltos y volteretas en el aire, acompañados de alegres palmadas.
Y a cada paso y cada giro el camino brillaba con una luz rica e invitadora.
Más y más antorchas se aproximaban. Más y más aldeanos se unían a nuestra procesión.
Y así continuó hasta que entramos en las enormes habitaciones de la casa de Hananel.
El se levantó de su canapé en el amplio comedor para recibir a la novia de su nieto con los brazos abiertos. Dio sendos apretones de manos a Santiago y Shemayah. -¡Entra, hija mía! -dijo Hananel-. Entra en mi casa y casa de tu esposo.
Bendito el Señor, que te ha traído a este lugar, hija mía, bendita la memoria de tu madre, bendito sea tu padre, bendito mi nieto Rubén. ¡Entra ahora en tu casa! ¡Sé bienvenida, colmada de bendiciones y felicidad!
Se volvió y abrió el camino entre los candelabros encendidos, para que la novia y todas sus mujeres entraran en el comedor y las habitaciones dispuestas para ellas, en las que podrían festejar y bailar a su gusto. De las numerosas arcadas de la sala del banquete se desplegaron cortinajes de lino orlados de púrpura y oro y adornados con flecos también de púrpura y oro, para separar a las mujeres de los hombres; eran velos que permitían el paso de las risas, las canciones, la música y la alegría, pero dejaban a las mujeres la libertad de convertirse únicamente en pálidas sombras distantes de la estrepitosa diversión de los hombres.
Bajo los altos techos de la casa estalló la música. Los cuernos se entrelazaron con los pífanos, en melodías alegres puntuadas como antes por el ritmo de los tamboriles.
Se habían dispuesto grandes mesas en todas las habitaciones principales, y asientos para Shemayah y todos los hombres de la familia de su hija que habían venido con él, y para Rubén, y para Jasón, y para los rabinos de Cana y Nazaret, y para el grupo de hombres de mérito, amigos de Hananel presentes para la ocasión, a algunos de los cuales conocíamos.
A través de las puertas abiertas vimos grandes tiendas levantadas sobre la hierba verde, así como alfombras tendidas por todas partes y mesas a las que cualquiera podía sentarse, bien en taburetes o bien directamente sobre las alfombras, según la preferencia de cada cual. En medio de todo ello, los candelabros ardían con centenares de pequeños destellos.
Aparecieron suculentas bandejas de comida, y el vapor se elevaba sobre el cordero asado, las frutas relucientes, los pasteles especiados, las galletas de miel y las pilas de uvas, dátiles y nueces.
En todas partes, hombres y mujeres acudían a las tinajas repletas de agua para lavarse las manos con la ayuda de los sirvientes colocados junto a ellas.
En cada sala del banquete había siete grandes tinajas en hilera. Y otra hilera de siete había sido dispuesta en el interior de cada tienda.
Los sirvientes vertían agua sobre las manos tendidas de los invitados, les ofrecían paños de lino blanco para secarse y arrojaban el agua usada en recipientes de plata y oro.
La música y el aroma de las bandejas repletas se mezclaron, y por un momento, mientras estaba en el gran patio, en medio de todo aquello, contemplando los diversos grupos de invitados e incluso los discretos velos que nos separaban de las figuras de las mujeres que bailaban, me pareció que me encontraba en un mundo intacto de felicidad pura al que el mal ni siquiera podía aproximarse. Éramos como una gran pradera de flores de primavera mecidas por una suave brisa.
Me olvidé de mí mismo. Yo no era nada ni nadie, salvo una partícula de aquello.
Salí a través de las filas de bailarines, más allá de las mesas magníficamente dispuestas, y atisbé -como hago siempre, como siempre había hecho- las lámparas del cielo, allá en lo alto.
Me pareció que aquellas lámparas celestes eran, incluso aquí, el tesoro hondo y privado de cada alma en particular. ¿Podría yo dejar de morir? ¿Podría no disolverse esta piel, y ascender, como imaginaba a menudo, ingrávido y resplandeciente hasta donde me esperaban las estrellas?
Oh, si sólo pudiera detener el Tiempo, detenerlo allí, para siempre en medio de aquel gran banquete, y dejar que todo el mundo viniera en procesión, en el Tiempo y más allá del Tiempo, hasta este lugar; a sumarse a los bailes, al festín de estas mesas rebosantes, a reír, cantar y llorar en medio de las lámparas humeantes y las velas temblorosas. Si pudiera rescatar todo esto, en medio de esta música hermosa y embriagadora, rescatarlo todo, desde la juventud radiante hasta los ancianos con su paciencia y su dulzura, y sus brotes inesperados y arrebatadores de esperanza. Si pudiera reunidos a todos en un gran abrazo. Pero no iba a suceder. El Tiempo batía como baten las manos la membrana de los tamboriles, como golpean los pies el mármol o la hierba suave.
El Tiempo batía y a veces, como le dije al Tentador cuando me tentó a detener el Tiempo para siempre, en el Tiempo está el germen de cosas que aún no han nacido. Un escalofrío oscuro me recorrió, un gran frío. Pero eran sólo el escalofrío y el miedo que conoce todo hombre nacido.
No lo reprimí, no llegué a arrojarlo de mí en un momento como aquél de misteriosa alegría. Quise vivirlo, rendirme a él, alargarlo, descubrir en él lo que yo debía hacer, fuera lo que fuere, pues estaba apenas en su inicio.
Miré alrededor, las muchas caras sudorosas y sofocadas. Vi a Juan el Joven y Mateo, a Pedro, Andrés y a Nathanael, todos ellos bailando. Vi a Hananel llorar abrazado a su nieto, que le ofrecía una copa para que bebiera, y a Jasón abrazado a los dos, tan feliz y orgulloso.
Mis ojos recorrieron toda la reunión. Sin ser advertido, paseé por las distintas salas. Caminé bajo las tiendas. Crucé el patio con sus grandes velones enhiestos y sus antorchas colgadas en alto. Atisbé por encima del hombro los grupos silenciosos de mujeres reunidas al otro lado de los cortinajes.
Dejé que mi mente saliera fuera de mí y fuera allá donde el hombre no puede llegar.
Abigail, con el velo alzado ya que sólo la acompañaban los niños en la cámara nupcial, tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Ana la Muda estaba sentada en un taburete, a sus pies.
Vi con el ojo de mi mente con la misma claridad y de forma simultánea el instante, en el patio de nuestra casa, donde Rubén le había dicho: «Mi amada, estabas destinada para mí desde el principio del mundo.»
Mi corazón se llenó de dolor; se bañó en dolor.
«Adiós, mi amada bendita.»
Dejé que la pena me invadiera y corriese por mis venas. No era pena por ella, sino por la ausencia de ella para siempre, por la ausencia de aquella intimidad, la ausencia del latido de un corazón que había sentido tan próximo a mí. Conocí la sensación de esa ausencia, y luego la besé con todo mi corazón en su frente despejada, en la imagen que yo guardaba de ella, y me despojé de aquello. «Vete -le dije a aquello-. No puedo llevarte allí donde voy. Siempre he sabido que no podría. Y ahora dejo que te marches otra vez y para siempre… Me despojo del deseo, me despojo de la añoranza, pero no del conocimiento… Nunca dejaré que el conocimiento me abandone también.»
Una hora antes del amanecer, Rubén fue conducido a la cámara nupcial.
Las mujeres ya habían llevado a Abigail al tálamo, que aparecía cubierto de flores. Velos de oro rodeaban el lecho.
Jasón abrazó a Rubén y lo despidió con una última palmada cariñosa en el hombro.
Y cuando la puerta se cerró detrás de Rubén, la música alcanzó un nuevo punto culminante, y los hombres bailaron todavía con más ritmo y energía, incluso los más ancianos se levantaron, a pesar de que algunos apenas podían bailar sin el sostén de las manos de sus hijos y nietos; y pareció que toda la casa se llenaba otra vez con los anteriores gritos de alegría, más fuertes incluso.
Todavía seguía llegando gente de los pueblos vecinos. Mostraban su rústica admiración con ojos abiertos como platos.
Fuera, en la hierba, se dispusieron mesas para los pobres de las aldeas, y les ofrecieron bandejas de pan caliente y pucheros con potaje de carne. Fueron admitidos los mendigos y los tullidos, que por lo general se reunían al otro lado de la puerta de un banquete así, con la esperanza de recibir las migajas.
Al otro lado de los velos, las mujeres que bailaban formando una larga cadena se inclinaron a la izquierda -un paso, otro paso, otro-, se detuvieron, dieron un giro sobre sí mismas y se pusieron de puntillas. Cadenas de bailarines varones pasaron delante de mí, moviéndose entre las columnas que sostenían los arcos de la sala, rodeando la gran mesa central, por detrás del orgulloso abuelo, apoyado ahora en el brazo de Jasón. Nathanael estaba sentado al lado de Hananel, y éste, a pesar de todo el vino que había bebido, asaeteaba a Nathanael a preguntas mientras Jasón sonreía y cabeceaba como si no le importara nada de todo aquello.
Aquí y allá había hombres que me miraban con curiosidad, sobre todo los recién llegados, y les oía preguntar confidencialmente: «¿Es él?»
Podría haber pasado la noche entera escuchando aquello, de haberlo deseado. Toda la noche sorprendiendo las cabezas que se volvían, las rápidas miradas furtivas.
De pronto noté que algo iba mal.
Fue como oír el primer trueno lejano de una tormenta cuando aún nadie lo ha oído. Ese momento en que uno se siente tentado a levantar el brazo y decir:
«Silencio, dejadme escuchar.»
Pero no tuve que pronunciar esas palabras.
En el extremo más alejado del comedor vi a dos criados que discutían frenéticamente. Otros dos sirvientes de la casa se unieron a los anteriores. Más susurros frenéticos.
Hananel lo oyó. Hizo una seña a uno de ellos para que se acercara y le dijera al oído la causa de aquel nerviosismo.
Con aire contrariado, se volvió e intentó ponerse de pie, apartando a Jasón, que intentaba ayudarle con torpeza y sin mucha convicción. El anciano fue hacia el grupo de criados. Uno de ellos desapareció en la habitación de las mujeres, y al poco volvió de nuevo.
Más sirvientes se reunieron. Sí, algo estaba yendo mal.
Mi madre apareció por las cortinas de la sala del banquete para las mujeres.
Avanzó junto a las paredes de la habitación sin ser vista, con la mirada baja, ignorando a los proverbiales borrachos que alborotaban bailando y riendo. Se dirigió a Cleofás, su hermano, que estaba sentado a la larga mesa dispuesta frente al canapé de Hananel. El propio Hananel seguía discutiendo acaloradamente con sus criados, y su cara pálida y apergaminada se iba encendiendo.
Mi madre tocó el hombro de su hermano, que se puso en pie de inmediato.
Entonces vi que me buscaban a mí.
Yo estaba en el patio, en el centro mismo de la casa. Llevaba un rato ya de pie, apoyado en los candelabros.
Mi madre se acercó y me puso la mano en el brazo. Vi el pánico en sus ojos. Su mirada recorrió toda la reunión, los cientos de personas reunidas bajo el techo y en las tiendas de los jardines, que se daban recíprocas palmadas, reían y charlaban en las mesas, ajenos al grupo lejano de los criados o a la expresión de mi madre.
– Hijo -dijo-, el vino se está acabando.
La miré. Adiviné la causa, no tuvo que decírmela. La caravana que llevaba el vino al sur había sido asaltada en el camino por los bandidos. Las carretas con el vino habían sido robadas y conducidas a las colinas. La noticia acababa de llegar a la casa, cuando docenas de hombres y mujeres estaban aún llegando al banquete que iba a continuar durante todo el día siguiente.
Era un desastre de proporciones inesperadas y terribles.
La miré a los ojos. Con cuánta urgencia me imploraba.
Me incliné y coloqué mi mano en su nuca.
– Mujer -le pregunté con suavidad-¿qué tiene eso que ver con nosotros?
– Me encogí de hombros y susurré-. Mi hora todavía no ha llegado.
Ella se apartó despacio. Me dirigió una larga mirada con una expresión curiosa, una combinación de enfado burlón y confianza plácida. Se volvió y levantó un dedo. Esperó. Al otro lado del patio, en el comedor principal, uno de los criados la vio y captó su mirada. Ella le llamó con un gesto. El les hizo seña a todos de que se acercaran.
Hananel de pronto vio que todos sus criados se deslizaban entre la multitud para venir hacia nosotros. -¡Madre! -susurré. -¡Hijo! -contestó, remedando de buen humor mi tono.
Se volvió a tío Cleofás y puso una mano delicada en su hombro, y mirándome con el rabillo del ojo le dijo:
– Hermano, deja que mi hijo se encargue de todo. Ha recibido hace poco la última bendición de su padre. Recuérdaselo: «Honrarás a tu padre y a tu madre.» ¿No son ésas las palabras?
Sonreí. Me incliné a besarle la frente. Ella levantó ligeramente la barbilla y sus ojos se humedecieron, pero mantuvo la sonrisa.
Los criados nos rodearon, a la espera. Mis nuevos seguidores se habían reunido: Juan, Santiago y Pedro, Andrés y Felipe. Nunca se habían alejado mucho de mí a lo largo de la noche, y ahora vinieron a colocarse a mi lado. -¿Qué ocurre, Rabbí? -preguntó Juan.
Lejos, vi la pequeña figura de Hananel, de pie y cruzado de brazos a la luz de las velas, que me miraba entre fascinado y perplejo.
Mi madre me señaló y se dirigió a los criados:
– Haced todo lo que él os diga.
Su expresión era amable y natural cuando levantó la mirada hacia mí y sonrió como podía haber sonreído un niño.
Los discípulos estaban confusos y preocupados.
Cleofás río en silencio para sí mismo. Se tapó la boca con la mano izquierda y me miró con malicia. Mi madre se alejó. Me dirigió una última mirada, dulce y confiada, se retiró a la puerta que daba a la sala del banquete de las mujeres, y allí esperó, medio oculta entre las cortinas que colgaban del arco.
Vi las siete grandes tinajas de barro del patio, que contenían el agua de la purificación, para el lavatorio de las manos.
– Llenadlas hasta el borde -dije a los criados.
– Mi señor, son muchos litros. Tendremos que cargarlas entre todos para traer el agua desde el pozo.
– Entonces será mejor que os deis prisa -dije-. Llama a los demás para que os ayuden.
De inmediato cargaron la primera tinaja y se la llevaron por la parte de atrás de los comedores, en la oscuridad. Apareció otro grupo de criados que cargó con la segunda, y otro aún por la tercera, y así siguieron trabajando con rapidez, de modo que a los pocos minutos las siete tinajas estaban completamente llenas, como al principio.
Hananel lo observaba todo con atención, pero nadie le miraba a él. La gente pasaba a su lado, le felicitaba, le daba las gracias, le bendecía. Pero no se daban cuenta en realidad de que estaba allí. Muy despacio, volvió a ocupar su lugar en la mesa. Se sentó e intervino en la alegre conversación que sostenían Nathanael y Jasón. Pero sus ojos seguían fijos en mí.
– Mi señor, ya está hecho -anunció el jefe de los criados, frente a la hilera de las tinajas. Yo señalé con un gesto una bandeja vecina con copas, sólo una de las muchas que había dispuestas en las salas.
Oí en mi mente la voz del Tentador en el desierto. «¡Esa manía tuya! ¡Cómo, eso no habría sido un problema para Elías!»
Miré al jefe de los criados. Vi la tensión y casi la desesperación en sus ojos.
Vi el miedo en los rostros de los demás.
– Llena ahora esta copa de la tinaja -dije-. Y llévala a Jasón, el amigo del novio que está sentado al lado del amo. ¿No es él el maestresala de la fiesta?
– Sí, mi señor -respondió el criado en tono cansado. Sumergió el catavino en la tinaja, y dejó escapar un largo suspiro de asombro.
El líquido rojo brillaba a la luz de las velas. Los discípulos vieron cómo el contenido del catavino era vertido en la copa que sostenía el criado.
Sentí en mi piel el mismo frío de la orilla del Jordán, una especie de cosquilleo agradable que desapareció con la misma rapidez y silencio con que había venido.
– Llévasela -dije al criado, y señalé a Jasón.
Mi tío parecía incapaz de reír o hablar. Todos los discípulos retenían el aliento.
El criado se apresuró a entrar en la sala del banquete y rodear la mesa.
Entregó la copa a Jasón.
Atendí para que sus palabras me llegaran en medio del bullicio de la fiesta.
– Este vino acaba de llegar -dijo el criado, temblando, casi incapaz de pronunciar las palabras.
Jasón bebió un largo trago, sin vacilan -¡Mi señor! -dijo a Hananel-. ¡Qué espléndida idea has tenido! -Se puso en pie y bebió un nuevo sorbo de la copa-. La mayoría de las personas espera a que el primer vino haga efecto, y entonces sirve el de calidad inferior.
Tú has guardado el mejor vino para el final.
Hananel lo miró perplejo. Con una vocecilla neutra, dijo:
– Dame esa copa.
Jasón no se dio cuenta de la frialdad de su tono. Quiso reanudar su discusión con Nathanael, pero éste miraba fijamente más allá de la mesa, a las personas agrupadas en el patio junto a las tinajas.
Hananel bebió. Se retrepó en su asiento. Nos miramos el uno al otro, de lejos.
Los criados se acercaban presurosos a las tinajas y llenaban de vino vasos y copas. Una bandeja tras otra circuló en dirección a las mesas del banquete y las alfombras de las tiendas.
Nadie se dio cuenta de que Hananel me miraba, a excepción de Nathanael.
Este se puso en pie muy despacio y vino hacia nosotros.
Con el rabillo del ojo, vi que mi madre abandonaba su escondite en la puerta de la sala del banquete y desaparecía detrás de los tenues velos de gasa.
El joven Juan me besó la mano. Pedro se arrodilló y lo imitó. Los demás se apiñaron para besarme también la mano.
– No, parad -dije-. No debéis hacer eso.
Me volví y, cruzando el vestíbulo, salí al jardín abierto del otro lado de la casa, lejos del bullicio. Caminé hasta llegar al extremo más alejado del huerto tapiado, desde donde alcanzaba a ver las habitaciones de las mujeres, que daban a esa parte. Las arcadas estaban iluminadas por luces oscilantes.
Todos los discípulos estaban agrupados a mi alrededor. Santiago se acercó también, y lo mismo hicieron mis hermanos menores.
Cleofás también vino a colocarse delante de mí.
Jasón, Nathanael y Mateo salieron; Mateo discutía animadamente con el joven Juan y con uno de los criados, un muchacho muy joven que, tímido, se quedó atrás, inclinó la cabeza y se retiró. -¡Te digo que no me lo creo! -decía Mateo. -¿Cómo puedes decir que no te lo crees? -insistió el joven Juan-. Yo lo he visto. Les he visto llevar las tinajas al pozo. Les he visto volver con las tinajas llenas. He hablado con ellos. He visto sus caras. Lo he visto. ¿Cómo puedes quedarte ahí plantado y decir que no te lo crees?
– Eso explica que lo creas tú -dijo Jasón-, pero no que nosotros tengamos que creerlo. -Se precipitó hacia mí, apartando a los otros de su camino-. Yeshua, ¿tú aseguras que has hecho esto, que has convertido siete tinajas de agua en vino? -¡Cómo te atreves a hacerle esa pregunta! -saltó Pedro-. ¿Cuántos testigos hacen falta para que tú creas? Nosotros estábamos allí. Su tío estaba allí. -¡Vaya, eso no me lo creo! -exclamó mi hermano Santiago-. Cleofás, ¿tú mismo has sido testigo de lo que cuenta, que todo el vino que están sirviendo ahora era agua antes de que él lo cambiara? ¡Pues te digo que no puede ser!
De pronto, todos empezaron a hablar a la vez. Sólo Cleofás callaba, y seguía mirándome atentamente.
La noche se desvanecía, y en lo alto lucía el azul intenso del amanecer. Las estrellas, mis preciosas estrellas, aún eran visibles. Y en el interior de la casa seguían los cantos y las danzas. -¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Cleofás.
Pensé un largo instante y luego respondí:
– Continuaré, de sorpresa en sorpresa. -¿Qué estáis hablando? -preguntó Santiago.
Empezaron a reñir otra vez. Jasón hizo gestos vehementes para reclamar silencio.
– Yeshua, te pido que digas a estos bobos crédulos que tú no has convertido el agua en vino.
Mi tío empezó a reír. Como siempre le ocurría, la risa empezaba en tono bajo, como un susurro que después iba ganando en intensidad. Seguía siendo una risa sorda, pero más oscura y más plena.
– Díselo -me pidió Santiago-. Nuestro joven primo se está cubriendo de ridículo con esa historia, y va a conseguir que además todo el mundo se ría de ti. Diles que eso no ha ocurrido.
– Ha ocurrido y todos lo hemos visto -dijo Pedro.
Andrés y Santiago hijo de Zebedeo apoyaron con vehemencia su afirmación.
Entonces mi hermano Santiago se llevó las manos a la cabeza.
– Creo que expulsaste al diablo de esa mujer -dijo Jasón-. Creo que puedes rezar para que deje de llover, y la lluvia para. Esas cosas sí, creo en esas cosas. Pero esto no, no lo acepto.
Cleofás se me acercó. -¿Qué vas a hacer? -dijo en voz baja, pero los demás lo oyeron-.
Cuando eras niño, muchas veces me pedías respuestas. ¿Lo recuerdas?
– Sí.
– Te dije que un día las respuestas me las darías tú. Y también te dije que yo explicaría todas las cosas que sabía.
– Sí.
– Bueno, ahora te digo: tú eres el Ungido. Eres Cristo el Señor. Y debes guiarnos a todos.
Pedro, los hijos de Zebedeo y Felipe asintieron, y dijeron que ellos también lo creían así.
– Debes guiarnos ahora, no tienes otra opción -dijo Cleofás-. Debes ir delante y enfrentarte a cuantos desafíen a Israel. Debes tomar las armas, como han predicho los profetas.
– No.
– Yeshua, no puedes eludir eso -dijo Cleofás-. Yo vi y oí en el Jordán. Y he visto el agua convertirse en vino.
– Sí, has visto esas cosas -dije-, pero yo no conduciré a nuestro pueblo a la batalla.
– Pero mira a tu alrededor -terció Jasón, acalorado-. Los tiempos lo exigen. Poncio Pilatos… bueno, él fue la razón de que Juan marchase al desierto. Fue Pilatos con sus malditos estandartes. Y la Casa de Caifás, ¿qué hicieron ellos para impedir ese desastre? Yeshua, tienes que llamar a Israel a que tome las armas.
– Hermano -dijo Santiago-, es así, sin la menor duda.
– No.
– Yeshua, las palabras de Isaías dicen que debes hacerlo -me recordó Cleofás.
– No me las cites, tío. Las conozco.
– Yeshua, si lo haces -dijo Santiago-, ¿cómo podemos fracasar? Hemos de tomar las armas. Es el momento que esperábamos, por el que rezábamos.
Si tú dices que has hecho…
– Oh, sé muy bien lo desilusionados que estáis todos -dije-. Y he visto en mi mente los ejércitos que podría dirigir y las victorias que podría alcanzar. ¿Cómo podéis pensar que no sé esas cosas?
– Entonces ¿por qué no aceptas tu destino? -preguntó Santiago con rencor -. ¿Por qué siempre te echas atrás?
– Santiago, ¿no comprendes lo que yo quiero? Mira las caras de los que te rodean y han visto salir el vino de las tinajas. Quiero dar un mensaje nuevo que incendie el mundo entero. Ese vino es nada menos que la sangre de mis venas. ¡He venido a mostrar el rostro del Señor a todo el ancho mundo!
Quedaron en silencio.
– El rostro del Señor -repetí. Miré intensamente a Santiago, y luego a Cleofás. Los miré a todos, uno por uno-. A todos quiero llevarles el rostro del Señor.
Silencio. Permanecían inmóviles y me miraban, emocionados pero sin atreverse a hablar. -¿No sabéis que todas las batallas que se libran con la espada son en definitiva batallas perdidas? -pregunté-. ¿No veis vosotros mismos que las Escrituras y la historia están llenas de batallas? ¿Qué sale de las batallas? No me habléis de Alejandro ni de Pompeyo ni de Augusto, de Germánico ni de César. No me habléis de estandartes, tanto si se han izado en los muros de Jerusalén como si se han perdido en la Selva de Teutoburgo, en el extremo norte. No me habléis del rey David ni de su hijo Salomón. ¡Miradme tal como estoy aquí! Quiero una victoria que sobrepase en mucho todo lo que ha sido escrito, con tinta o con sangre.
Seguí hablando contra su silencio.
– Y habéis de confiar en mí, y en que lo haré. ¡Ya sea a través de señales y maravillas, o llamando en particular a las personas, o en respuesta a peticiones puntuales., unas triviales y otras enormes! Yo os llamo a que me sigáis. A que lo descubráis a mi lado.
No hubo respuesta.
– Empieza ahora, en esta boda -dije-. Y el vino que habéis bebido es para todo el mundo. Israel era el recipiente, sí, pero el vino fluye de ahora en adelante para todos. Oh, desearía poder señalar este momento como el del triunfo final, esta hermosa mañana con su cielo pálido y tranquilo. Desearía poder abrir las puertas para que todos beban de este vino aquí y ahora, y todo el dolor, el sufrimiento y la inquietud desaparezcan.»Pero no he nacido para esto. He nacido para encontrar la manera de hacerlo a lo largo del Tiempo. Sí, éste es el tiempo de Poncio Pilatos. Sí, es el tiempo de José Caifás. Sí, es el tiempo de Tiberio César. Pero esos hombres no significan nada para mí. He entrado en la historia para todos los hombres. Y no voy a detenerme. Y seguiré decepcionándoos, y no sé a qué pueblo o qué ciudad me dirigiré ahora, sólo sé que iré a proclamar que el Reino de Dios ha venido a nosotros, que todos hemos de volvernos y prestarle atención, y predicaré allí donde mi Padre me diga que debo hacerlo, y encontraré ante mí el auditorio, y las sorpresas, que Él me tiene reservados.
– Nosotros vamos contigo, maestro -susurró Pedro.
– Contigo, Rabbí -dijo Juan.
– Yeshua, te lo ruego -dijo Santiago en voz baja-. El Señor nos dio su Ley en el Sinaí. ¿Qué estás diciendo, que pretendes ir a vagabundear por pueblos y ciudades? ¿A curar a los enfermos amontonados al borde de los caminos? ¿A obrar maravillas como ésta en una aldea tan diminuta como Cana?
– Santiago, te quiero -dije-. Cree en mí. Los cielos y la tierra fueron creados para ti, Santiago. Llegarás a entenderlo.
– Tengo miedo por ti, hermano -repuso.
– Yo tengo miedo por mí mismo -dije, y le sonreí.
– Estamos contigo, Rabbí -afirmó Nathanael.
Andrés y Santiago hijo de Zebedeo dijeron lo mismo. Mi tío asintió y dejó que los otros se interpusieran entre nosotros, con su clamoreo y sus brazos tendidos.
Mi madre se había acercado en algún momento mientras estábamos allí, y se mantenía apartada, escuchando quizás, o sencillamente observando. No lo supe. Salomé la Menor, mi hermana, estaba también allí, y llevaba de la mano al pequeño Tobías.
Detrás de ellos, y hacia la izquierda, en el extremo del huerto más alejado de nosotros, en medio de un bosquecillo de árboles iluminados por la luz de la mañana, una pequeña figura vuelta de espaldas se movía cadenciosamente a uno y otro lado, inclinando la cabeza cubierta por un velo.
Frágil y solitaria, la bailarina parecía saludar al sol naciente.
Salomé la Menor se adelantó.
– Yeshua, ahora tenemos que volver a Cafarnaum -le dijo-. Ven allí con nosotros.
– Sí, Rabbí, volvamos a Cafarnaum -dijo Pedro.
– Iremos contigo allá donde vayas -declaró Juan.
Pensé unos instantes y luego asentí.
– Preparaos para el viaje -dije-. Y a quienes no venís, tendremos que deciros adiós, de momento.
Santiago estaba apenado. Sacudió la cabeza, y volvió la espalda. Mis hermanos lo rodearon, perplejos y desolados.
– Yeshua -dijo Jasón-, ¿quieres que vaya yo contigo? -Su rostro estaba lleno de una urgencia inocente. -¿Puedes abandonarlo todo y seguirme, Jasón? -le pregunté.
Se quedó mirándome, sin expresión. Luego frunció el entrecejo y bajó los ojos. Se sentía dolido y desgarrado.
Miré de nuevo hacia la pequeña figura del extremo del huerto.
Hice un gesto de que me esperaran allí y crucé el huerto en dirección a la bailarina, que seguía con la cara vuelta a la luz que llegaba de lo alto de la tapia.
Recorrí toda la longitud de la casa, pasando delante de las habitaciones de las mujeres, protegidas con cortinas. Pisé los pétalos caídos sobre los que antes habían bailado los invitados.
Me coloqué detrás de la pequeña figura, que se movía al ritmo de la percusión de unos tambores distantes. -¡Ana! -llamé.
Se sobresaltó y se dio la vuelta. Me miró y luego sus ojos se movieron en todas direcciones, hacia los pájaros posados en las ramas de los árboles, sobre su cabeza, y las palomas que zureaban sobre el tejado. Miró la casa, llena aún de luces, movimiento y ruido, un insistente y hermoso sonido rítmico.
– Ana -repetí, y le sonreí. Me llevé la mano al pecho-. Yeshua -dije. Abrí mi mano y la apreté contra mi pecho-. Yeshua.
Posé con suavidad mi mano en su garganta.
Ella se esforzó, con los ojos muy abiertos, y por fin susurró: -¡Yeshua! -Estaba pálida por la emoción-, ¡Yeshua! -gritó con voz ronca. Y luego, en voz alta-: ¡Yeshua! -Y lo repetía.
– Escúchame -dije, y puse la mano en su oído y luego sobre mi corazón, los viejos gestos-. Escucha Israel -dije-, el Señor es nuestro único Dios.
Empezó a pronunciar las palabras. Yo las repetí, esta vez con los gestos que nos había visto hacer para ella cuando rezábamos todos los días. Repetí una vez más, y a la tercera vez ella recitó las palabras conmigo.
– Escucha Israel. El Señor es nuestro único Dios.
La abracé, y luego me volví para reunirme con los demás.
Y salimos al camino.