La madre de Yitra había puesto a toda la familia a empaquetarlo todo. Los burros estaban ya cargados. Las dos pequeñas enrollaban la alfombra, cuidando de quitarle el polvo del suelo; la alfombra fina que tal vez ha sido su posesión más valiosa.
Cuando la madre de Yitra vio a José, se puso en pie y corrió a sus brazos.
Pero temblaba y tenía secos los ojos, y se limitó a colgarse de él como si huyera de una inundación.
– El viaje a Judea es seguro -dijo José-. Incluso os hará bien, y cuando caiga la noche las pequeñas estarán lejos de las murmuraciones y las miradas de refilón de este lugar. Sabemos dónde descansa Yitra. Iremos a visitarlo.
Ella le miró como si no encontrara sentido a sus palabras.
Luego apareció Nahom, el padre, con dos de sus braceros. Nos dimos cuenta de que los dos hombres habían convencido a Nahom de que volviera a su casa, y él se dejó caer contra la pared, con los ojos en blanco.
– No te preocupes más por esas criaturas -le dijo José-. Han huido.
Saben que han hecho mal. Deja que el Cielo se apiade de ellos. Ahora marchad a Judea, y sacude el polvo de este lugar de tus sandalias.
Uno de los braceros, un hombre de expresión amable, se adelantó y asintió al tiempo que pasaba sus brazos por los hombros de José y Nahom.
– Shemayah comprará tus tierras y te dará un buen precio -dijo-. Yo las compraría si pudiera. Vete. José tiene razón, las criaturas que acusaron a los chicos están ya muy lejos. Probablemente irán en busca de los bandidos de las montañas. Allí es donde suelen ir a parar los desechos. ¿Qué podrías hacerles, de todos modos? ¿Puedes matar a todos los hombres de este pueblo?
La madre de Yitra cerró los ojos y agachó la cabeza. Creí que se iba a desmayar, pero no fue así.
José les abrazó más estrechamente.
– Tenéis a estas pequeñas, ahora. ¿Qué les ocurrirá si no afrontáis esta situación? -los animó José-. Ahora escuchadme, quiero deciros… quiero deciros…
Vaciló. Tenía los ojos anegados en lágrimas. No encontraba las palabras.
Me acerqué y coloqué mis manos sobre los dos, y ellos me miraron de pronto como niños asustados.
– No ha habido juicio, como sabéis -dije-. Eso quiere decir que nadie sabrá nunca lo que hizo Yitra o lo que dejó de hacer el Huérfano, o cómo fue o cuándo, o si nunca ocurrió nada. Nadie lo sabrá. Nadie puede saberlo. Ni siquiera los niños que les acusaron. Sólo el Cielo lo sabe. Ahora no debéis juzgar a los dos chicos en vuestro corazón. No pudo celebrarse un juicio, y eso significa que nadie podrá nunca juzgarles. Por eso habéis de llorar a Yitra en vuestro corazón. Y Yitra es inocente para siempre. Tiene que serlo. No puede ser de otra manera, no en este lado del Paraíso.
La madre de Yitra me miró. Sus ojos se estrecharon y asintió. El rostro de Nahom carecía de expresión, pero se dirigió muy despacio a recoger los bultos que faltaban y luego los llevó con andar cansino hasta los animales que esperaban.
– Os deseamos un buen viaje -dijo José-, y ahora habéis de decirme si necesitáis alguna cosa para el camino. Mis hijos y yo os daremos cualquier cosa que necesitéis.
– Esperad -dijo la madre de Yitra.
Fue hasta un arcón colocado en el suelo y desató las correas. Sacó de él una pieza de tela doblada, tal vez un manto de lana.
– Esto -dijo, y me lo tendió-, esto es para Ana la Muda.
Era la hermana del Huérfano.
– Cuidarás de ella, ¿verdad? -preguntó la mujer.
José se emocionó.
– Hija mía, pobre hija mía -dijo-. Qué amable por tu parte acordarte de Ana en un momento así. Claro que cuidaremos de ella. Siempre cuidaremos de ella.