Cuando entramos en la casa, vimos que estaban allí Ana la Muda y Abigail.
Ahora, allá donde iba Abigail, iba también Ana, y donde iban las dos, siempre había con ellas un enjambre de chiquillos. Los hijos de Santiago, Isaac y Shabi, y mis demás sobrinos y sobrinas, rondaban siempre alrededor de Abigail y Ana la Muda. Era Abigail quien cuidaba de los niños, a menudo les cantaba y les enseñaba canciones antiguas, fragmentos de las Escrituras, e incluso a veces versos que se inventaba, y dejaba que las niñas la ayudaran con los hilos y las agujas y todos los trapos por remendar que solía llevar en el cesto. Ana la Muda, que ni oía ni hablaba, vivía con Abigail la mayor parte del tiempo, aunque de cuando en cuando, si el padre de Abigail estaba muy enfermo, con su pierna mala, Ana podía quedarse en nuestra casa, con mis tías y mi madre.
Pero ahora, cuando entramos, sólo estaban las mujeres con Abigail y Ana la Muda. Todos los niños habían sido enviados a otro lugar, estaba claro, y Ana se puso de pie en espera de noticias y miró implorante a José.
Abigail se colocó a su lado, dispuesta a sostenerla. Los ojos de Abigail estaban enrojecidos de llorar, y de pronto no se parecía a nuestra Abigail, sino más bien a una mujer como la madre de Yitra. El dolor por todo aquello había transfigurado su rostro, miraba fijamente a Ana la Muda y esperaba.
Ana tenía un repertorio de gestos fluidos y elocuentes para todo, y nosotros los conocíamos. Habían pasado varios años desde que el Huérfano y ella llegaron a Nazaret como vagabundos, y desde entonces ella vivía con nosotros, y el Huérfano había vivido en muchos sitios. Pero todos conocíamos su lenguaje de signos y yo pensaba que sus manos eran tan hermosas en ocasiones como las de Jasón.
Nadie sabía qué edad tenía, quizá quince o dieciséis años. El Huérfano había sido más joven.
Ahora se puso en pie delante de José, y de pronto empezó a hacer los gestos que representaban a su hermano. ¿Dónde estaba su hermano? ¿Qué le había ocurrido a su hermano? Nadie se lo decía. Sus ojos vagaban por la habitación, recorrían los rostros de las mujeres apoyadas contra la pared. ¿Qué le había ocurrido a su hermano?
José empezó a responderle. Empezó, pero una vez más las lágrimas acudieron a sus ojos, y sus manos pálidas quedaron inmóviles en el aire, incapaces de describir las formas de lo que había visto o querido ver.
Santiago estaba enfurruñado. Cleofás empezó a decir algo. No conocía muy bien los signos, nunca los había conocido.
Abigail no podía decir ni hacer nada.
Finalmente, me acerqué a Ana la Muda y la giré hacia mí. Hice el gesto de su hermano y me señalé los labios, porque sabía que a veces era capaz de leer en ellos. Señalé arriba e hice el signo de rezar. Hablé despacio mientras trazaba varios signos.
– El Señor vela por tu hermano ahora, y tu hermano duerme. Tu hermano duerme ahora en la tierra. No volverás a verlo.
Señalé sus ojos. Me incliné hacia delante y señalé mis propios ojos, y los de José, y las lágrimas de su rostro. Sacudí la cabeza.
– Tu hermano está ahora con el Señor -dije. Me besé los dedos y volví a señalar arriba.
La cara de Ana se descompuso y se apartó de mí con un gesto violento.
Abigail la sujetó con firmeza.
– Tu hermano despertará el último día -dijo Abigail, y miró hacia arriba y luego, soltándola, hizo un gesto amplio como si todo el mundo se hubiera congregado delante del Cielo.
Ana la Muda estaba aterrorizada. Encogió los hombros y nos miró a través de sus dedos.
Yo hablé de nuevo, acompañándome con gestos.
– Fue rápido. Fue malo. Como si alguien cayera. Acabó de repente.
Hice los gestos de descansar, de dormir, de calma. Los hice tan despacio como pude.
Vi que su cara cambiaba poco a poco.
– Eres nuestra hija -dije-. Vives con nosotros y con Abigail.
Ella esperó un largo momento y luego preguntó dónde habían llevado a su hermano a descansar. Señalé hacia las colinas lejanas. Ana conocía las cuevas.
No necesitaba saber en qué cueva, la de quienes morían lapidados.
Su rostro permaneció inmóvil otra vez pero sólo por un instante, y luego, con una extraña expresión temerosa, preguntó por signos dónde estaba Yitra.
– La familia de Yitra se ha marchado -dije. Hice los gestos de los padres y las pequeñas caminando.
Ella me miró. Sabía que no podía ser cierto, que eso no era todo. De nuevo trazó los signos de dónde está Yitra. -Díselo -dijo José. Lo hice.
– En la tierra, con tu hermano. Se han ido.
Sus ojos se agrandaron. Luego, por primera vez vi curvarse sus labios en una sonrisa amarga. De su interior brotó un gruñido, un terrible sonido sin lengua.
Santiago suspiró. Cleofás y él cruzaron una mirada.
– Ahora vente a casa conmigo -dijo Abigail.
Pero no había acabado todo.
José señaló de nuevo el cielo con un gesto rápido, y trazó los signos de descanso y paz en el cielo.
– Ayudadme a llevarla -pidió Abigail, porque Ana la Muda se negaba a moverse.
Mi madre y mis tías se adelantaron. Poco a poco, Ana cedió. Caminaba como en sueños. Salieron de la casa en grupo.
Debió de pararse en medio de la calle. Oímos un sonido como el mugido de un buey, un sonido poderoso y estremecedor. Era Ana la Muda.
Corrí hacia ella y vi que había enloquecido y golpeaba a todos los que se le acercaban, a puntapiés, a empujones, y de su interior brotaba aquel mugido informe, más y más fuerte, arrancando ecos de los muros. Dio a Abigail un empellón que la envió contra la pared, y Abigail de pronto rompió a sollozar y lamentarse.
Shemayah, el padre de Abigail, abrió la puerta.
Pero Abigail corrió hacia Ana la Muda, gimiendo y llorando y dejando correr las lágrimas, y le rogó que por favor fuese con ella. -¡Ven conmigo! -suplicó Abigail.
Ana la Muda había dejado de mugir. Estaba quieta, mirando a Abigail. Los sollozos agitaban todo el cuerpo de ésta, que extendió los brazos y luego cayó de rodillas.
Ana corrió a levantarla y se puso a consolarla.
Todas las mujeres se agruparon alrededor de ellas. Acariciaban los cabellos de las dos jóvenes, palmeaban sus hombros. Ana secaba las lágrimas de Abigail como si quisiera borrarlas por completo. Tenía la cara de Abigail entre sus manos y secaba a conciencia las lágrimas. Abigail asentía. Ana la abrazaba una y otra vez.
Shemayah sostenía abierta la puerta para su hija, y finalmente las dos jóvenes entraron juntas en la casa.
Nosotros volvimos a la nuestra. Las brasas brillaban en la penumbra, y alguien puso una taza de agua en mis manos y dijo:
– Siéntate.
Vi a José reclinado contra la pared, con las piernas dobladas y la cabeza gacha.
– Padre, no vengas con nosotros hoy -dijo Santiago-. Quédate aquí, por favor, y cuida de los niños. Hoy te necesitan, José levantó la vista. Por un momento miró como si no entendiera lo que le decía Santiago. No se produjo la discusión de costumbre, ni siquiera una palabra de protesta. Hizo un gesto de asentimiento y cerró los ojos.
En el patio, Santiago dio unas palmadas para que los chicos se dieran prisa.
– El luto está en nuestros corazones -les recordó-. Pero vamos retrasados. Y para los que trabajáis hoy aquí, quiero el patio bien barrido, ¿entendido? Mirad.
Dio varias vueltas, señalando los sarmientos secos que colgaban del emparrado, las hojas muertas amontonadas en todos los rincones, la higuera que no era más que una maraña de ramas entrelazadas.
Ya de camino, apiñados en la lenta caravana de carros que transportaban a las cuadrillas de trabajadores, se sentó a mi lado y me dijo: -¿Has visto lo que le ha ocurrido a padre? ¿Lo has visto? Intentó hablar y…
– Santiago, un día como el de hoy habría agotado a cualquiera. Después de esto… él tendría que quedarse en casa. -¿Cómo podremos convencerle de que yo puedo hacerme cargo de todo ahora? Mira a Cleofás. Sueña despierto y habla a los campos.
– Él lo sabe.
– Todo recae sobre mí.
– Es como tú quieres que sea -dije.
Cleofás era el hermano de mi madre. No era él el cabeza de familia, sino los hijos de Cleofás y su hija Salomé la Menor, a los que yo llamaba hermanos y hermana. La esposa de Santiago era hermana mía.
– Es verdad -dijo Santiago, un poco sorprendido-. Quiero que todo recaiga en mí. No me quejo. Quiero que se hagan las cosas como deben ser hechas.
Asentí, y añadí:
– Lo haces muy bien.
José nunca volvió a trabajar en Séforis.