La tierra estaba recién lavada. El arroyo rebosaba y los campos habían absorbido la lluvia y pronto estuvieron listos para el arado, a tiempo aún para una cosecha abundante. El polvo ya no cubría la hierba y los viejos árboles, y los caminos, blandos y encharcados el primer día, quedaron desde el segundo bastante practicables, y por todas partes en las colinas brotaron las inevitables y confiadas flores silvestres.
Todas las cisternas, los mikvahs, cántaros, jarras, barreños y barriles de Nazaret y las aldeas próximas estaban llenos a rebosar. En todo el pueblo se desplegó el lujo y la alegría de la ropa lavada y tendida a secar. Las mujeres reanudaron con pasión renovada el trabajo en los huertos.
Por supuesto se habló mucho de la existencia de hombres santos que podían traer la lluvia y hacer que parara simplemente con pedirlo al Señor; el más famoso de ellos había sido probablemente Joni, el dibujante de círculos, un Galileo de varias generaciones atrás, pero hubo también muchos otros.
Y así, la gente venía a verme y entraba y salía de casa, no para decir «Ah, qué gran milagro, Yeshua», sino más bien: «¿Por qué no rezaste antes para que lloviera?», o «Yeshua, sabíamos que sólo era necesario que tú rezaras, pero la cuestión es por qué esperaste tanto», y así sucesivamente.
Algunos lo decían en tono de broma, y la mayoría con buena intención.
Pero algunos hacían esas observaciones en son de burla, y la murmuración recorría todo Nazaret y se decía: «¡De haber estado cualquier otro hombre en aquella arboleda…!», y «Bueno, visto que se trataba de Yeshua, está claro que no ocurrió nada».
Toda la familia andaba atareada con los trabajos que había que acometer, e incluso Ana la Muda se decidió a salir del pueblo por primera vez desde su llegada años atrás, y acompañó a mis tías y a mi madre a Séforis, a comprar el lino más fino y transparente para la túnica de Abigail, y vestidos y velos, y para visitar a quienes vendían los bordados de oro más delicados.
Mientras trabajábamos en varios encargos en Séforis, busqué todas las ocasiones que pude para ayudar a Santiago, y él me agradeció esa pequeña amabilidad. Le pasaba el brazo por el hombro siempre que podía, y él hacía lo mismo conmigo; y nuestros hermanos vieron esos abrazos y oyeron las palabras amables, y lo mismo ocurrió con las mujeres de la casa. De hecho, su esposa Mará llegó a declarar que él parecía otro hombre y que ojalá le hubiera reprendido yo mucho antes. Pero no me lo dijo a mí. Se lo oí decir a tía Esther en un susurro.
Desde luego, Santiago preguntó en cierto momento, porque creía que era lo mejor, por qué no llamábamos a la comadrona, para que Rubén de Cana pudiera tener una certeza completa. Pensé que mis tías iban a hacerle pedazos con sus propias manos. -¿Y cuántas comadronas tendrán que hurgar en ese territorio virginal -preguntó mi tía Esther-, antes de que se rompa la misma puerta que esperan encontrar intacta? ¿A ti qué te parece?
Y no se volvió a hablar del tema.
No volví a ver a Abigail. Estaba recluida con la vieja Bruria en las habitaciones reservadas a las mujeres, pero llegaron tres cartas dirigidas a ella de parte de Rubén bar Daniel bar Hananel de Cana, y ella las leyó delante de todas las mujeres reunidas, y escribió las respuestas de propia mano, expresando sentimientos cariñosos y dulces, y esas cartas yo mismo las llevé por ella a Cana.
En cuanto a Rubén, venía al pueblo siempre que podía para discutir con Jasón este o aquel punto de la Ley, pero sobre todo para pasear con la vana esperanza de ver siquiera un instante a su novia, cosa que no ocurrió.
En cuanto a Shemayah, él mismo se había labrado su vergüenza. Un hombre rico, el más rico con diferencia de Nazaret, había hecho lo que sólo un pobre hombre se habría atrevido a hacer, lo que nunca habría intentado ningún otro. Y lo había hecho de una forma inesperada y definitiva.
Lo primero que se supo de Shemayah fue una semana más tarde, cuando arrojó a nuestro patio todos los objetos y vestidos que habían pertenecido a su hija.
Oh, bueno, todas esas pertenencias preciosas estaban guardadas en cofres de cuero, y no se estropearon a pesar de haber atravesado las celosías como proyectiles lanzados contra una ciudad sitiada.
En cuanto a mí mismo, me sentía atormentado.
Mi cansancio era comparable al de un hombre que hubiera trepado durante siete días, sin parar un instante, a una montaña empinada. No podía ir a la arboleda a dormir. No, la arboleda estaba ahora manchada por mis propios errores y nunca podría encontrar en ella la paz de antes, y sí en cambio me atraería nuevas recriminaciones, burlas y desprecios. La arboleda me estaba vedada.
Y nunca la había necesitado tanto. Nunca había necesitado a tal extremo estar solo, disfrutar de ese sencillo e inocente gozo.
Caminé.
Caminé al atardecer por las colinas; fui y volví por el camino de Cana y llegué tan lejos como pude y a veces volví a casa ya de noche cerrada, bien envuelto en mi manto, con los dedos helados. No me importaba el frío. No me importaba el cansancio. Tenía un propósito, y era el de alejarme de aquel lugar para poder luego dormir sin sueños, y de ese modo conseguir de alguna manera soportar el dolor que sentía.
No podía señalar una causa real a ese dolor. No era porque los hombres murmuraran que yo había estado solo con la chica; no era porque pronto la vería felizmente casada. Ni siquiera por haber herido a mi hermano, porque al dedicarme a curar esa herida sentí el fraternal afecto que él me profesaba, y el mío por él, con una intensidad particular.
Era una inquietud terrible, la sensación continua de que todo lo que había ocurrido a mi alrededor era de alguna manera una señal.
Finalmente, una tarde después de concluido el trabajo del día -colocar un suelo, cosa que me dejó las rodillas tan doloridas como siempre-, fui a la Casa de los Esenios en Séforis, y dejé que aquellos hombres amables vestidos de lino lavaran mis pies, como era su costumbre con cualquier hombre cansado que se acercara por allí, y me ofrecieran un vaso de agua fresca.
Me senté junto a un pequeño hogar próximo al patio interior, y los observé largamente. No conocía los nombres de quienes trabajaban en aquella casa.
Los Esenios tenían muchas casas así, aunque por supuesto no para hombres que, como yo mismo, vivían en los alrededores, sino para los viajeros necesitados de alojamiento. ¿Me conocían aquellos jóvenes que procedían de otras comunidades de Esenios? No lo sé. Observé los grupos en movimiento de quienes se dedicaban a barrer y limpiar, y a quienes, más lejos, leían en la pequeña biblioteca. Allí había algunos ancianos que sin duda conocían a todo el mundo.
No me atreví a plantear una pregunta en mi mente. Sólo me quedé allí sentado, esperando. Esperando.
Finalmente, uno de los más ancianos se acercó vacilante, arrastrando una pierna y ayudándose con un bastón que empuñaba en la mano derecha, y se sentó en el banco a mi lado.
– Yeshua bar Yosef -dijo-, ¿tienes alguna noticia reciente de tu primo?
Esa era la respuesta a mi pregunta no formulada.
Ellos no sabían dónde estaba Juan hijo de Zacarías, y nosotros tampoco.
Le dije que no teníamos noticias, y luego hablamos con tranquilidad, el anciano y yo, sobre quienes se internan en el desierto para rezar, para encontrarse a solas con el Señor, y cómo debían de ser las noches solitarias bajo las estrellas, con el aullido del viento del desierto. El anciano no lo sabía por experiencia propia, y yo tampoco. Ninguno de los dos volvió a pronunciar el nombre de Juan.
Después volví a casa dando un largo rodeo, trepando primero a un pequeño otero, cruzando después un claro entre los olivos, y luego siguiendo la orilla del arroyo. Finalmente, lo vadeé cuando ya sentía los huesos doloridos y suspiraba por sentarme junto al fuego con un aspecto de agotamiento tal que a nadie se le ocurriera hacerme preguntas. ¿Cuántos días pasaron?
No los conté. La lluvia volvió a visitarnos, en forma de bienvenidos chaparrones ligeros. Una bendición para cada brizna de hierba de los campos.
Shemayah volvió a ser visto trabajando; con sus propias manos empuñó el arado, cuando hasta entonces había estado encerrado y se había negado a dar incluso las órdenes más sencillas. Le vi una mañana cruzar la calle como un viento de tormenta y golpear la puerta de su casa como si estuviera en guerra con su propia vivienda.
Días. Días de un frío vigorizante, de movedizas nubes blancas, de tierra verde vibrante a nuestro alrededor. Días en que la hiedra trepaba de nuevo por las celosías, y días de planes optimistas y grandes esperanzas. Cleofás el Menor y María la Menor pronto tendrían un niño, y así nos lo anunciaron, aunque por supuesto ya había visto las señales evidentes de su espera. Y no llegaban nuevas noticias de Judea, salvo que Poncio Pilatos parecía haberse instalado sin más incidencias que algunos roces de poca importancia con las autoridades del Templo.
Una noche, después de haber caminado al azar hasta quedarme sin fuerzas, con la cabeza hirviendo, entré en casa mucho después de la hora de la cena, comí un pedazo de pan y algo de potaje y me eché a dormir. Noté que mi madre me tapaba con una manta nueva, que olía a limpio. Ahora teníamos tanta agua que la casa olía siempre a lana recién lavada. Le besé la mano antes de que se fuera. Me sumergí a través de varias capas de sueños hasta dejarme caer suavemente en la inconsciencia.
De pronto me despertó un llanto. Un llanto estremecedor. El llanto de un hombre que no sabe llorar. El llanto ahogado y desesperado de alguien que no soporta hacer algo así.
En la habitación todo estaba tranquilo. Las mujeres cosían al lado del fuego. Mi madre preguntó: -¿Qué te pasa?
– Oigo llorar -dije-. Alguien llora. -En esta casa no -dijo Santiago.
Aparté la manta. -¿Dónde está el contrato de matrimonio de Abigail?
– Cómo, pues guardado en ese cofre. ¿Por qué lo preguntas? -dijo Santiago-. ¿Qué te pasa?
No era el cofre de oro de los regalos de los Magos, sino el modesto cofre donde guardábamos la tinta y los documentos importantes.
Fui al cofre, lo abrí y saqué el contrato de matrimonio. Lo enrollé muy apretado, lo até con una tira de cuero y salí de la casa.
Poco antes había caído una lluvia ligera.
Las calles relucían. Bajo el cielo luminoso, Nazaret parecía un pueblo hecho de plata.
La puerta de la casa de Shemayah estaba abierta y dejaba filtrar una luz tenue.
Me acerqué y la empujé.
Le oí llorar. Oí aquel horrible sonido atragantado, amargo, casi como si su dolor lo estuviera estrangulando.
Estaba sentado solo en una habitación sombría. Las brasas se habían consumido hacía tiempo y apenas si quedaban las cenizas. Sólo ardía una lámpara en el suelo, una pequeña lámpara de loza cuyo aceite despedía un perfume suave, el único lujo de aquel lugar.
Cerré la puerta, me acerqué y me senté a su lado. No me miró.
Sabía cómo empezar aquello, de modo que le dije que lamentaba mucho todo lo que había pasado, y que mis actos le hubieran hecho sentirse tan desgraciado. Me sinceré.
– Lo siento mucho, Shemayah -dije.
Su llanto se redobló, resonando en aquella habitación pequeña, pero no dijo ni una palabra. Se inclinó hacia delante, tembloroso.
– Shemayah, he traído el contrato de matrimonio -le dije-. Todo se ha hecho de forma conveniente y justa, y ella se casará con Rubén de Cana. Está aquí, Shemayah, está escrito.
Buscó a tientas con la mano izquierda, palpó el pergamino, lo apartó con un gesto suave y se volvió hacia mí sin mirar. Me pasó un pesado brazo alrededor del cuello y lloró sobre mi hombro.