7

Dos linternas ardían en el patio dando una luz alegre. Me sentí satisfecho al verlas, satisfecho al ver a mi sobrino Cleofás el Menor y a su padre, Silas, trabajando en serrar una serie de listones. Sabía de lo que se trataba, y que tenía que estar hecho para el día siguiente.

– Parecéis cansados -dije-. Dejadlo ya, lo haré yo mismo. Serraré la madera.

– No podemos dejar que lo hagas tú -dijo Silas-. ¿Por qué quieres acabarlo todo tú solo? -Hizo un gesto ominoso en dirección a la casa-. Tiene que estar terminado esta noche.

– Puedo hacerlo esta noche -dije-. Me gusta hacerlo. Quiero estar solo precisamente ahora con algo que hacer. Y Silas, tu mujer te está esperando en la puerta. Acabo de verla. Ve.

Silas hizo un gesto de asentimiento y marchó colina arriba hacia su casa.

Vivía con su esposa en casa de nuestro primo Leví, que era hermano de su mujer. Pero el hijo de Silas, Cleofás el Menor, vivía con nosotros.

Cleofás el Menor me dio un rápido abrazo y entró en la casa.

Las linternas daban luz suficiente para trabajar, pero las líneas de corte tenían que ser perfectamente rectas. Tomé la herramienta que necesitaba y un pedazo de arcilla afilada para señalar las marcas. Tenía que trazar siete líneas.

Jasón venía paseando y entró en el patio.

Su sombra cayó sobre mí. Olí a vino.

– Has estado esquivándome, Yeshua -dijo.

– No digas tonterías, amigo. -Sonreí. Seguí con mi trabajo-. He estado ocupado con todas las cosas que había que hacer. No te he visto. ¿Dónde estabas?

El siguió paseándose mientras hablaba. Su sombra alargada se recortaba sobre las losas del suelo. Llevaba una taza de vino en la mano. Oí cómo echaba un trago.

– Sé dónde has estado -dijo-. ¿Cuántas veces has subido la colina y te has sentado en el suelo a mi lado para que te leyera algo? ¿Cuántas veces te he contado las noticias de Roma y has estado pendiente de todas y cada una de mis palabras?

– Eso era en verano, Jasón, cuando los días son más largos -dije con suavidad. Tracé cuidadosamente una línea recta.

– Yeshua Sin Pecado. ¿Sabes por qué te llamo así? Porque todo el mundo te quiere, Yeshua, todo el mundo, y a mí nadie puede quererme.

– No es cierto, Jasón, yo te quiero. Tu tío te quiere. Casi todo el mundo te quiere. No es difícil quererte. Pero a veces sí es difícil entenderte. -Aparté el listón y coloqué el tablón siguiente en posición. -¿Por qué el Señor no nos envía la lluvia? -preguntó. -¿Por qué me lo preguntas a mí? -respondí sin levantar la vista.

– Yeshua, hay muchas cosas que nunca te he dicho, cosas que pensé que no valía la pena repetir. -Tal vez era así.

– No, no estoy hablando de los estúpidos chismorreos de este pueblo.

Hablo de otras historias, de historias antiguas.

Suspiré y me senté sobre los talones. Miré al frente, más allá de él, más allá de su lento paseo a la luz titubeante de las linternas. Llevaba unas sandalias muy bonitas, de factura exquisita y tachonadas con clavos que parecían de oro. Los flecos de su manto me rozaron cuando se volvió, moviéndose como un animal inquieto.

– Sabes que he vivido con los Esenios -dijo-. Sabes que quería ser un esenio.

– Sí, me lo contaste.

– Sabes que conocí a tu primo Juan hijo de Zacarías cuando viví con los Esenios -añadió. Bebió otro trago.

Me preparé para trazar otra línea recta.

– Me lo has dicho muchas veces, Jasón. ¿Has tenido noticias de tus amigos Esenios? Dijiste que me lo dirías, ¿recuerdas? Si alguien sabía algo de mi primo Juan.

– Tu primo Juan está en el desierto, eso es lo que dicen todos, en el desierto, alimentándose de frutos silvestres. Nadie le ha visto este año. En realidad, nadie le vio tampoco el año pasado. Un hombre le dijo a otro que había hablado con un tercero que tal vez había visto a tu primo Juan.

Empecé a dibujar la línea.

– Pero sabes, Yeshua, nunca te he contado todo lo que me dijo tu primo cuando estuve viviendo con la comunidad.

– Jasón, tienes demasiadas cosas en la cabeza. Me cuesta imaginar qué puede tener que ver mi primo Juan con ellas, si es que tiene algo que ver.

La línea no me salía recta. Cogí un trapo, lo anudé y froté con él los trazos.

Tal vez había apretado demasiado, porque costaba borrarla.

– Oh, sí, tu primo Juan tiene mucho que ver con esto -dijo, y se detuvo frente a mí.

– Ponte un poco a la izquierda, me tapas la luz.

Levantó el brazo, sacó la linterna de su gancho y me la colocó delante de los ojos.

Me senté de nuevo, sin mirarlo. La luz me molestaba ahora.

– De acuerdo, Jasón, ¿qué quieres contarme sobre mi primo Juan?

– Tengo dotes para la poesía, ¿no crees? -Sin duda.

Froté el trazo con suavidad y poco a poco fue desapareciendo de la madera, que adquirió un ligero brillo.

– Eso es lo que ha hecho que me fije en ti -dijo-, las palabras que Juan me recitaba, las letanías que se sabía de memoria… sobre ti. Había aprendido esas letanías de labios de su madre, y las declamaba todos los días después de recitar la Shema junto a todo Israel; pero esas letanías eran su oración privada. ¿Sabes lo que decían?

Pensé un momento.

– No sé si lo sé -dije.

– Muy bien, entonces déjame que te las recite. -Pareces decidido a hacerlo.

Se agachó. Qué aspecto el suyo, con su hermoso cabello negro bien perfumado con óleos y sus grandes ojos serios.

– Antes de que Juan naciera, tu madre fue a visitar a la suya. Por entonces vivía cerca de Betania y su marido, Zacarías, aún vivía. Cuando lo mataron, Juan ya había nacido.

– Sí, eso cuentan -dije.

Volví a intentar trazar la línea, y esta vez lo hice de forma correcta, sin desviarme. Hice una incisión en la madera con el filo cortante del pedazo de arcilla.

– Tu madre contó a la madre de Juan que un ángel se le había aparecido -dijo Jasón, inclinándose sobre mí.

– Todo el mundo en Nazaret conoce esa historia, Jasón -dije, y seguí marcando la línea,

– No, pero tu madre, tu madre, de pie en el atrio, con sus brazos en torno a la madre de Juan, tu madre, tu silenciosa madre que apenas habla nunca, en ese momento entonó un himno. Miraba más allá de las colinas donde fue enterrado el profeta Samuel, y compuso su himno con las antiguas palabras de Ana.

Me interrumpí y levanté despacio los ojos hacia él.

Su voz sonó baja y reverente, y su rostro era más sereno y más dulce.

– «Mi alma proclama la grandeza del Señor. Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador Porque Él ha puesto los ojos en la humildad de su sierva. Por eso a partir de ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada. El Todopoderoso ha obrado en mí maravillas, y santo es Su nombre. Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Ha desplegado la fuerza de Su brazo, y dispersado a los soberbios de mente y corazón. Ha derribado a los poderosos de sus tronos y exaltado a los humildes. A los hambrientos les ha colmado de bienes, y ha despedido a los ricos sin darles nada. Ha acogido a Israel su siervo acordándose de Su misericordia, como había prometido a nuestros padres…»

Se detuvo y nos miramos. -¿Conoces esa oración? -preguntó.

No respondí.

– Muy bien -dijo con tristeza-. En ese caso te recitaré otra, la plegaria pronunciada por el padre de Juan, Zacarías el sacerdote, cuando bautizó a Juan.

No dije nada.

– «Bendito el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y traído la redención a Su pueblo. Ha suscitado una fuerza para nuestra salvación en la casa de David, Su siervo, tal como había prometido desde tiempos antiguos por boca de los santos profetas. -Se interrumpió y bajó la vista unos instantes. Tragó saliva y continuó-: Salvación… de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian… Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar Sus caminos…» -Se detuvo, incapaz de continuar-. ¿De qué sirve todo esto? -susurró. Se puso en pie y me volvió la espalda.

Yo continué las letanías, tal como las conocía.

– «Para dar a su pueblo conocimiento de salvación por el perdón de sus pecados -dije-. Por la tierna misericordia de Dios.»

Se volvió para mirarme, asombrado. Yo continué:

– «El hará que nos visite una luz de lo alto, a fin de iluminar a los que se hallan sentados en las tinieblas y las sombras de la muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz.»

Se echó atrás y palideció.

– Por el camino de la paz, Jasón -dije-. Por el camino de la paz. -¿Pero dónde está tu primo? -preguntó-. ¿Dónde está Juan, que ha de ser el Profeta? Los soldados de Pondo Pilatos acampan frente a Jerusalén esta noche. Nos lo han dicho las hogueras encendidas a la puesta del sol. ¿Qué vais a hacer?

Me crucé de brazos y observé su actitud, llena de fervor y furia. Bebió el resto de su vino y dejó la taza sobre el banco, pero cayó y se rompió. Me quedé mirando los pedazos. Él ni siquiera los vio. No había oído romperse la taza.

Se me acercó y se acuclilló de nuevo, de modo que la luz mostró con toda claridad su rostro. -¿Tú crees en esas historias? -preguntó-. Dímelo, dímelo antes de que me vuelva loco.

No respondí.

– Yeshua -suplicó.

– De acuerdo, sí, creo en ellas -dije.

Me miró expectante durante un largo rato, pero yo no añadí nada.

Se llevó las manos a la cabeza.

– Oh, no tendría que haber dicho estas cosas. Prometí a tu primo Juan que nunca las revelaría. No sé por qué lo he hecho. Pensé… pensé…

– Son momentos amargos -dije-. Yitra y el Huérfano han muerto. El cielo tiene el color del polvo. Cada día encorva un poco más nuestras espaldas y trae dolor a nuestros corazones.

Me miró. ¡Deseaba tanto comprender!

– Y confiamos en la tierna misericordia del Señor -proseguí-. Esperamos que llegue el tiempo del Señor. -¿No tienes miedo de que todo sea mentira? Yeshua, ¿nunca has tenido miedo de que todo sea mentira?

– Tú sabes las historias que yo sé -repuse. -¿No te asusta lo que está ocurriendo en Judea?

Negué con la cabeza.

– Te quiero, Yeshua -dijo.

– Y yo te quiero a ti, hermano.

– No, no me quieras. Tu primo no me perdonará si sabe que te he contado estos secretos. -¿Y quién es mi primo Juan, si ha de vivir toda su vida sin confiarse siquiera a un amigo? -pregunté.

– A un mal amigo, a un amigo poco fiable -replicó.

– A un amigo con muchas ideas en la cabeza. Tuviste que resultar muy molesto para los Esenios. -¡Molesto! -Se echó a reír-. Me echaron.

– Lo sé -dije, y también reí. A Jasón le encantaba contar la historia de cómo los Esenios lo invitaron a marcharse. Casi siempre era lo primero que contaba a un nuevo conocido, que los Esenios le habían pedido que se fuera.

Tomé el pedazo cortante de arcilla y empecé de nuevo a cortar, deprisa, manteniendo la regla perfectamente inmóvil. Una línea recta.

– No vas a pedir la mano de Abigail, ¿verdad? -preguntó.

– No, no lo haré. -Fui a por el siguiente tablón-. Nunca me casaré. -Seguí midiendo.

– Pues eso no es lo que dice tu hermano Santiago.

– Jasón, déjalo -dije en tono suave-. Lo que diga Santiago es algo entre él y yo.

– El dice que vas a casarte con ella, sí, con Abigail, y que él se encargará.

Dice que el padre de ella te aceptará. Dice que el dinero no significa nada para Shemayah. Dice que eres el hombre que su padre… -¡Basta! -exclamé. Lo miré a los ojos. Estaba casi encima de mí, como si pretendiera amenazarme-. ¿Qué es? ¿Qué tienes dentro, en realidad? ¿Por qué no lo sueltas ya?

Se puso de rodillas y se sentó sobre los talones, de modo que de nuevo nuestros ojos se encontraron a la misma altura. Estaba pensativo y triste, y habló con voz ronca. -¿Sabes lo que dijo de mí Shemayah cuando mi tío fue a pedir la mano de Abigail para mí? ¿Sabes lo que dijo ese viejo a mi tío, a pesar de que sabía que yo estaba esperando detrás de la cortina y podía oírle? -Jasón -dije en voz baja.

– El viejo dijo que se me notaba lo que era desde una legua de distancia. Se burló. Utilizó la palabra griega, la misma con que calificaron a Yitra y el Huérfano…

– Jasón, ¿es que no puedes leer entre líneas? Es un hombre viejo, amargado. Cuando murió la madre de Abigail, él murió con ella. Sólo Abigail hace que siga respirando, caminando, hablando, quejándose de su pierna enferma.

Estaba pendiente de sí mismo. No me escuchaba.

– Mi tío simuló que no le había entendido, ¡qué astuto! Mi tío, sabes, es un maestro en guardar las formas. Soslayó el insulto. Se limitó a ponerse en pie y decir: «Bien, en todo caso tal vez más adelante cambie de opinión…» Y nunca me dijo lo que le había dicho Shemayah…

– Jasón, Shemayah no quiere perder a su hija. Ella es todo lo que tiene.

Shemayah es el granjero más rico de Nazaret, pero lo mismo podría ser un mendigo de los que acampan al pie de la colina. Lo único que posee es a Abigail, y tarde o temprano tendrá que darla en matrimonio a alguien, y teme ese momento. Llegas tú, con tu túnica de lino y tu cabello recortado y tus anillos y tu facilidad para expresarte en griego y latín, y le das miedo.

Perdónalo, Jasón. Perdónalo por el bien de tu propio corazón.

Se puso en pie y reanudó sus paseos.

– Ni siquiera sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? -dijo-. ¡No entiendes lo que intento decirte! Por un momento parece que me entiendes, ¡y al siguiente pienso que eres imbécil!

– Jasón, este lugar es demasiado pequeño para ti. Cada día y cada noche estás luchando con demonios en todo lo que lees, en lo que escribes, en lo que piensas, y probablemente también en tus sueños. Ve a Jerusalén, donde están los hombres que desean hablar sobre el mundo. Vuelve a Alejandría o a Rodas.

Eras feliz en Rodas. Es un buen lugar para ti, está lleno de filósofos. Puede que en Roma te encuentres aún mejor. -¿Por qué tengo que irme a esos sitios? -repuso con amargura-¿Por qué? ¿Porque crees que el viejo Shemayah tiene razón?

– No, no lo creo en absoluto.

– Bueno, déjame decirte una cosa: tú no sabes nada de Rodas ni de Roma ni de Atenas, no sabes nada de ese mundo. Hay un momento en que un hombre que disfruta de una compañía selecta, cuando se cansa de tabernas y ágoras y banquetes de borrachos, desea volver a su casa y pasear bajo los árboles que plantó su abuelo. Puede que yo no sea un esenio de corazón, pero soy un hombre.

– Lo sé.

– No lo sabes.

– Desearía poder darte lo que necesitas. -¡Como si tú supieras qué necesito!

– Mi hombro -dije-. Mis brazos alrededor de tu cuerpo. -Me encogí de hombros-. Un poco de cariño, nada más. Desearía poder dártelo ahora.

Se quedó boquiabierto. Las palabras hervían en su interior, pero ninguna salió de su boca. Se volvió a un lado y otro, y luego me dio la espalda.

– Pues será mejor que no lo intentes -murmuró, y me miró de arriba abajo con ojos como rendijas-. Nos lapidarían a los dos si hicieras eso, como lapidaron a esos chicos.

Se alejó hacia el extremo del patio.

– En un invierno como éste -dije-, es muy probable que lo hicieran.

– Eres un simplón y un bobo -replicó en un susurro surgido de las sombras.

– Conoces las Escrituras mejor que tu tío, ¿verdad? -Lo miré, una silueta gris contra la celosía. Chispas de luz en sus ojos. -¿Qué tiene que ver contigo y conmigo y con esto? -preguntó.

– Piénsalo. «Sed amables con los extranjeros que vienen a vuestra tierra, porque una vez fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto. -Me encogí de hombros-. Y ya sabéis lo que significa ser extranjero…» De modo que dime, ¿cómo hemos de tratar al extranjero que hay dentro de nosotros mismos?

La puerta de la casa se abrió y Jasón se encogió un poco más contra la celosía, sobresaltado e inquieto.

Era Santiago. -¿Qué te pasa esta noche? -preguntó a Jasón-. ¿Por qué andas rondando, con tu túnica de lino? ¿Qué te pasa? Pareces haber perdido la razón.

Mi corazón se encogió.

Jasón resopló con desdén.

– Bueno, eso no puede arreglarlo un carpintero -dijo-. Seguro que no.

Y se marchó colina arriba.

Santiago dejó escapar un suave bufido. -¿Por qué lo aguantas, por qué le dejas entrar en este patio y comportarse como si estuviera en la plaza del mercado?

Volví a mi trabajo.

– Le aprecias mucho más de lo que das a entender -observé.

– Quiero hablar contigo -dijo Santiago.

– Ahora no, si me disculpas. Tengo que marcar estas líneas. Dije a los otros que lo haría. Les mandé a casa.

– Ya sé lo que has hecho. ¿Te piensas que eres el cabeza de familia?

– No, Santiago, no lo creo. -Continué con mi trabajo.

– He decidido hablar contigo ahora mismo -dijo-. Ahora, cuando las mujeres están calladas y no hay niños por medio. He venido aquí para hablar contigo, y únicamente por esa razón.

Se paseó de un lado a otro, frente a los tablones. Yo los coloqué todos en fila. En línea recta.

– Santiago, el pueblo duerme. Yo casi estoy dormido. Quiero irme a la cama.

Tracé la línea siguiente, tan cuidadosamente como pude. Bastante bien.

Coloqué el último tablón. Me detuve un momento para frotarme las manos. No me había dado cuenta pero mis dedos estaban rígidos de frío.

– Yeshua -dijo Santiago en voz baja-, ha llegado el momento y no puedes seguir retrasándolo. Has de casarte. Ya no hay ninguna razón para que sigas dando largas al asunto.

Lo miré.

– No te entiendo, Santiago. -¿No me entiendes? Además, ¿dónde está escrito en las profecías que no has de casarte? -Su voz era dura. Hablaba con una lentitud no habitual en él -. ¿Quién ha declarado que no puedes tomar esposa?

Bajé la vista de nuevo, cuidando de moverme muy despacio para no hacerle sentir de una forma más cruda mi desafío.

Acabé de trazar la última línea. Levanté la vista de los tablones. Muy despacio, me puse en pie. Sentía un dolor intenso en las rodillas, y me incliné para frotarme primero la izquierda y después la derecha.

El seguía de brazos cruzados, presa de una cólera fría muy distinta de los arrebatos ardientes de Jasón, pero que, a su propia manera, era incluso más furiosa. Evité su mirada lo mejor que supe.

– Santiago, nunca me casaré -dije-. Es hora de que acabemos con esta historia. Hora de que pongamos el punto final definitivo. Es algo que te preocupa a ti… y solamente a ti.

Alargó su mano como hacía a menudo y apretó mi brazo con la fuerza suficiente para que me doliera, y no la retiró.

– No me preocupa a mí solo -dijo-. Estás llevando mi paciencia al límite, eso es lo que haces.

– No lo hago a propósito. Estoy cansado. -¿Tú estás cansado? ¿Tú? -Sus mejillas enrojecieron. La luz de la linterna subrayó las sombras de sus ojos-. Los hombres y las mujeres de esta casa están todos de acuerdo. Todos dicen que es hora de que te cases, y yo digo que vas a hacerlo.

– Tu padre no -respondí-. No me digas que tu padre ha dicho eso. Y tampoco mi madre, porque sé que no lo haría. Y si los demás están de acuerdo, es porque tú les has convencido. Y sí, estoy cansado, Santiago, y quiero irme ya. Estoy muy cansado.

Me solté de su presa tan despacio como pude, recogí la linterna y me dirigí al establo. Todo estaba en orden allí, los animales alimentados, el suelo barrido y limpio. Cada arnés colgaba de su gancho. El ambiente estaba caldeado gracias a los animales. Me sentí a gusto y me entretuve unos momentos para disfrutar de aquel calor.

Volví al patio. Santiago había apagado la otra linterna y esperaba impaciente en la oscuridad. Luego entró detrás de mí en la casa.

La familia ya se había acostado. Sólo quedaba José junto al brasero, dormitando. Así, medio dormido, su rostro se veía terso y joven. Me gustan los rostros de los viejos; me gusta su pureza cérea, la forma en que la carne se adhiere a los huesos, las órbitas de los ojos marcadas detrás de los párpados.

Me dejé caer junto a las brasas y empecé a calentarme las manos, y en ese momento apareció mi madre y se quedó de pie junto a Santiago.

– Tú también, no, madre -dije.

Santiago daba vueltas como antes había hecho Jasón.

– Terco, orgulloso -dijo, entre dientes.

– No, hijo mío -dijo mi madre-. Pero hay algo que debes saber ahora.

– Dímelo entonces, madre -dije. El calor era una delicia para mis dedos agarrotados. Me gustaba el brillo del rescoldo debajo de la espesa capa de ceniza de los carbones.

– Santiago, déjanos solos, ¿quieres? -le pidió mi madre.

El dudó, y luego inclinó la cabeza con respeto, casi en una reverencia, y salió. Sólo con mi madre era así, irreprochablemente atento. A su mujer la sacaba con frecuencia de sus casillas.

Mi madre se sentó.

– Es una cosa extraña -dijo-. Ya conoces a nuestra Abigail, y bueno, sabes que este pueblo es lo que es, y que hay parientes que vienen a pedir su mano desde Séforis, incluso desde Jerusalén.

No dije nada. Sentí de pronto un dolor lacerante. Intenté localizar ese dolor.

Estaba en mi pecho, en mi vientre, detrás de mis ojos. Estaba en mi corazón.

– Yeshua -susurró mi madre-. La chica ha venido en persona a preguntar por ti.

Dolor.

– Es demasiado modesta para venir a hablar conmigo -susurró mi madre -. Ha hablado con la vieja Bruria, con Esther y con Salomé. Yeshua, creo que su padre diría que sí.

El dolor pareció hacerse insoportable. Me quedé mirando las brasas. No quería mirar a mi madre. Quería evitarle eso.

– Hijo mío, te conozco mejor que nadie -dijo ella-. Cuando Abigail está contigo, te derrites de amor.

No pude responder. No podría controlar mi voz. No podría controlar mi corazón. Guardé silencio. Luego, poco a poco, me vi capaz de hablar de una forma normal y tranquila.

– Madre -dije-, ese amor me acompañará allá donde vaya, pero Abigail no irá conmigo. No irá conmigo ninguna esposa; ni esposa, ni hijo. Madre, tú y yo no tenemos necesidad de hablar de esto. Pero si hemos de hacerlo ahora, pues bien, has de saber que no voy a cambiar de idea.

Inclinó la cabeza, como yo sabía que haría. Me besó en la mejilla. Yo acerqué de nuevo las manos al fuego, y ella me tomó la derecha y la acarició con su propia mano pequeña y cálida.

Creí que mi corazón se iba a detener.

Ella me soltó.

«Abigail. Esto es peor que los sueños. No son imágenes que sea posible ahuyentar. Es sencillamente todo lo que sé de ella y siempre he sabido, de Abigail. Es casi más de lo que un hombre puede soportar.»

De nuevo, compuse mi voz normal. Hablé en voz baja y sin énfasis.

– Madre, ¿le resultaba Jasón realmente insoportable? -¿Jasón?

– Cuando pidió la mano de Abigail, madre, ¿a ella le resultó insoportable?

Jasón. Lo sabes, ¿no? Arrugó el ceño y pensó.

– Hijo mío, no creo que Abigail haya llegado siquiera a enterarse de que Jasón la pretendía -dijo-. Todo el mundo lo sabía. Pero creo que ese día Abigail estaba aquí jugando con los niños. No estoy segura de que ella dijera una sola palabra al respecto. Shemayah se presentó aquí esa noche, y se sentó aquí y dijo las cosas más terribles y despectivas sobre Jasón, pero Abigail ya no estaba. Estaba en su casa, durmiendo. No sé si Abigail encuentra insoportable a Jasón. No, no creo que ella lo sepa siquiera.

El dolor había ido creciendo mientras ella hablaba. Era agudo y profundo.

Mis ideas se hacían borrosas. Qué gran cosa habría sido poder llorar; estar solo y llorar, sin nadie que me viera ni oyera.

«Carne de mi carne y huesos de mis huesos.» Mantuve una expresión serena y las manos quietas. «Él los creó varón y mujer.» Tenía que ocultarle esto a mi madre, y ocultármelo a mí mismo.

– Madre -dije-, podrías mencionárselo a ella… que Jasón fue a pedir su mano. Tal vez puedas hacérselo saber, de alguna forma.

El dolor se hizo tan intenso que no quise seguir hablando. No podría confiar en mí mismo si decía una palabra más.

Sentí sus labios en mi mejilla. Su mano se posó en mi hombro.

Después de un largo silencio preguntó: -¿Estás seguro de que es eso lo que quieres que haga?

Hice un gesto de asentimiento.

– Yeshua ¿estás seguro de que es la voluntad de Dios?

Esperé a que el dolor retrocediera y mi voz volviera a pertenecerme.

Entonces la miré. De pronto, su expresión serena me trajo una nueva tranquilidad.

– Madre -dije-, hay cosas que sé y cosas que no sé. A veces ese conocimiento me viene de forma inesperada, como respuestas repentinas a quienes me preguntan. Otras veces, el conocimiento llega a través del dolor.

Pero siempre tengo la certeza de que se trata de un conocimiento superior al que yo podría alcanzar por mí mismo. Sencillamente, está más allá de mi alcance, más lejos de cuanto puedo averiguar. Sé que vendrá a mí cuando tenga necesidad de él. Sé que puede venir, como he dicho, de forma imprevista. Pero hay cosas que sé con total seguridad, y que siempre he sabido. No hay sorpresas. No hay dudas.

Otra vez guardó un largo silencio, y luego dijo:

– Eso te hace infeliz. Lo he visto antes, pero nunca me ha parecido tan malo como ahora. -¿Tan malo es? -murmuré. Aparté la vista, como hacen los hombres cuando sólo quieren ver sus propios pensamientos-. No sé si ha sido malo para mí, madre. ¿Qué es malo para mí? Amar a Abigail como la amo… ha sido un resplandor, un resplandor grande y hermoso.

Ella esperó.

– Hay estos momentos -dije-. Momentos que te parten el corazón, momentos en que se mezclan la alegría y la tristeza. Cuando descubres que el dolor se convierte en una dulzura secreta. Recuerdo haberlo sentido por primera vez cuando llegamos a este lugar, todos juntos, y subí hasta lo alto de la colina de Nazaret y vi la hierba verde y viva, y las flores y los árboles moviéndose como en un gran baile. Duele. Ella no dijo nada.

La miré. Me golpeé levemente el pecho con el puño. -Duele -dije-. Pero tenía que ser así… desde siempre. Asintió a regañadientes, inclinando la cabeza. Guardamos silencio.

– Cuéntaselo a Abigail -dije al cabo-. Arréglatelas para que sepa quejasen ha pedido su mano. Jasón la quiere, y yo he de reconocer que la vida junto a Jasón nunca será aburrida.

Ella sonrió. Me besó otra vez, se apoyó en mi hombro para incorporarse, y se fue.

Santiago volvió a entrar. Se preparó una almohada con su manto doblado y se tendió a dormir junto a la pared.

Yo me quedé mirando los rescoldos rojizos.

«¿Cuánto tardará, Señor? -le susurré-. ¿Cuánto?»

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