CAPÍTULO 15

«El caso está en manos del detective Yu», volvió a decirse el inspector jefe Chen.

De no ser por la nueva política cadre, que valoraba especialmente la formación académica de los candidatos, hubiese sido Yu, agente que llevaba más años trabajando para las fuerzas policiales, en lugar de Chen, quien habría sido nombrado líder de la brigada de casos especiales. Chen no quería que los demás pensaran que debía estar siempre ahí, supervisando cada caso. Ni siquiera las continuas llamadas del secretario del Partido Li conseguirían que así fuera.

A pesar de los progresos constantes en la traducción del proyecto Nuevo Mundo, sobre todo después de haber leído el libro de introducción al marketing que Nube Blanca le había proporcionado, Chen seguía con la cabeza en el caso Yin. Podría deberse a la cada vez mayor seguridad de que entregaría la traducción a tiempo, pero también era porque, paradójicamente, parecía que el trabajo policial se hubiese convertido, de algún modo, en parte de su vida. En mitad de una investigación era cuando Chen se sentía él mismo de verdad.

Pensó haber encontrado un pretexto para echar una ojeada al desarrollo de la investigación. Podría ir a la calle Treasure Garden con la excusa de analizar un estudio de campo sobre una casa shikumen y una calle típica, y aplicarlo a su traducción.

Cuando le contó a Yu el propósito de su visita éste estuvo de acuerdo, aunque hay que admitir que se trataba de una excusa bastante pobre. Chen no tenía por qué ir a esa casa shikumen en particular. Era algo que Yu debía de saber. Pero tratándose de buenos compañeros como ellos eran, una mala excusa era mejor que nada.

Durante la conversación, Yu le explicó también a Chen la posibilidad de que el asesino hubiera esperado en algún lugar del edificio shikumen para salir de éste, justo cuando Peng se levantó de su taburete.

– Lo tendré presente cuando vaya a echar un vistazo -dijo Chen.

El «campo de estudio» podría haber funcionado como pretexto para salvar las apariencias. Era incluso más importante aplacar a Oíd Liang, quien insistía en que ahora -con Cai detenido- el caso debería concluir, a pesar del que el corredor de apuestas seguía negándolo todo. Cuando Yu comentó la falta de pruebas o testigos, Oíd Liang se lo tomó como algo personal. Sin avisarle, registró la habitación de Cai en la calle Treasure Carden y el distrito Yangpu, pero no obtuvo ningún éxito. En ese momento, la visita de Chen podría considerarse perfectamente una medida en contra de la teoría de Oíd Liang. Chen no pretendía que el hombre pensara que le estaban faltando al respeto. De modo que dejó un mensaje en el contestador de Oíd Liang, asegurándole que sólo quería echar un vistazo, hacer algunas fotos e intentar visualizar el futuro complejo de Nuevo Mundo en un entorno similar.

Cuando Chen llegó a la calle Treasure Garden, Oíd Liang le estaba esperando delante de la casa shikumen para saludarle y mostrarle el debido respeto.

– Bienvenido a nuestro vecindario, camarada inspector jefe Chen. Sus indicaciones resultarán de ayuda inestimable para nuestro trabajo.

– No diga eso, camarada Oíd Liang. Estoy de vacaciones, como le dije en el mensaje -repuso Chen-. Sólo quiero ver este vecindario para un proyecto del que me estoy encargando.

– El detective Yu está hablando con algunos familiares de Yin, aunque me gustaría decir, llegados a este punto, que deberíamos centrarnos en…

– Ha hecho un gran trabajo. El detective Yu me ha hablado bastante de usted. Pero no estoy aquí para hablar de la investigación. Sé que debe estar muy ocupado. No tiene que acompañarme.

– Aún así, soy su anfitrión, inspector jefe Chen. Con mucho gusto haré todo lo que esté en mi mano. Si necesita algo, por favor, hágamelo saber.

– He estado haciendo algunas investigaciones sobre el estilo arquitectónico antiguo. El detective Yu me dijo que ésta es una calle típica de Shanghai, y una casa shikumen típica. Por eso he decidido venir a verla hoy.

– Pues no ha podido encontrar un guía mejor, inspector jefe Chen. He hecho los deberes -dijo Oíd Liang con un aire de arrogancia-. Un policía residente debe estar familiarizado con todo el vecindario, incluida la arquitectura.

Chen le ofreció al aspirante a guía un cigarrillo marca Panda. No le importó mucho que Oíd Liang le acompañara. Yu le había advertido de lo mucho que hablaba el anciano; no obstante, podría proporcionarle información interesante y útil para la traducción, o para la investigación.

– Por favor, explíqueme, camarada Oíd Liang.

– Veamos, observe esta calle. La calle, o longtang, por sí misma ya le cuenta algo de la historia antigua de Shanghai -comenzó a decir Oíd Liang mientras permanecían delante de la casa shikumen. Quizás el policía residente se sentía más elocuente con la casa y la calle en un mismo marco visual-. Después la Primera Guerra del Opio, con el Tratado de Nanking, la ciudad se vio forzaba a abrirse a Occidente, formando parte de las llamadas ciudades portuarias. Algunas zonas fueron concedidas al extranjero. La pequeña cantidad de residentes occidentales no fue suficiente para explotar el potencial de Shanghai, de modo que el Gobierno permitió que algunos chinos, a quienes les preocupaba que estallara una guerra civil fuera de las concesiones, se mudaran a Shanghai. Las autoridades británicas tomaron la delantera al apropiarse de viviendas colectivas asignadas previamente a la población china. Con el fin de que resultara más fácil administrarlas, estas casas se construyeron con un mismo estilo arquitectónico, alineadas como barracones del ejército, en fila la una detrás de la otra, y accesibles desde calles secundarias que conducían a una calle principal. Las autoridades francesas enseguida siguieron el ejemplo…

– ¿Y qué hay del estilo shikumen? -interrumpió Chen, realmente impresionado por la fluidez narrativa de Oíd Liang, mientras éste hacía una pausa para echar una larga calada al cigarrillo. La introducción general podría alargarse más y más, mucho más de lo que Chen estaba dispuesto a escuchar. Y ya conocía algunos de esos detalles.

– Ahora voy, inspector jefe Chen -contesto Oíd Liang, encendiendo otro cigarrillo con la colilla del primero-. Esta es una marca realmente buena; que sólo utilizan células importantes del Partido, lo sé. En el pasado, no muchos chinos podían permitirse el lujo de vivir en zonas de la concesión. Una casa shikumen, la típica casa de Shanghai de dos pisos con el marco de la puerta hecho de piedra y un patio pequeño, originariamente estaba diseñada, normalmente, para una familia acomodada, grande y numerosa. La casa disponía de varias salas con fines distintos: habitaciones laterales, pasillo, vestíbulo, comedor, habitación rinconera, cuarto trasero, desván, cuarto oscuro, y tingzijian también. A consecuencia de la escasez de viviendas, algunas de las salas se arrendaban, luego se subarrendaban, de modo que las habitaciones se fueron dividiendo cada vez más. Se trata de un proceso que ha ido cada vez a más. Quizás haya oído hablar de una comedia de Shanghai titulada Setenta y dos familias en una casa. Hace referencia a esta situación de superpoblación. Nuestra calle no es exactamente así. Por lo general, no hay más de quince familias viviendo en una casa shikumen.

– Sí, he visto la comedia. Divertidísima, con una mezcla de tipos de familia muy diferentes. La vida en una casa shikumen debe de ser bastante interesante.

– Desde luego. La vida aquí es animada. Hay mucha interacción entre los inquilinos. Prácticamente te conviertes en parte del vecindario, y el vecindario en parte de ti. Por ejemplo, esta entrada. La transformaron en una zona de cocina común hace mucho tiempo y aquí se encuentran los hornos de carbón de más de doce familias. Se está bastante apretado, pero no forzosamente mal. Cuando cocinas aquí, puedes aprender a cocinar los platos típicos de los pueblos de tus vecinos.

– Eso me gustaría -dijo Chen, a su pesar.

– Ahora el patio. Se puede hacer casi cualquier cosa en él, incluso dormir al aire libre en verano, en una silla reclinable de junquillo o en una esterilla de bambú. Se está tan fresquito que no hace falta ningún ventilador eléctrico. Tampoco resulta monótono tener que lavar la ropa en una tabla, ya que la abuela Liu, la tía Chen o el pequeño Hou entretienen al personal contando las últimas noticias del barrio. De hecho, se aprende a compartir muchas cosas con los vecinos.

– Eso suena muy bien -repuso Chen-. Aquí, la gente puede vivir experiencias que en complejos de apartamentos nuevos nunca vivirían.

– La gente hace muchas cosas en la calle -continuó Oíd Liang con el mismo entusiasmo-. Los hombres practican taichi, se preparan la primera cafetera del día, cantan fragmentos de la ópera de Pekín, y hablan sobre el tiempo o sobre la política. En cuanto a las mujeres, lavan, cocinan y hablan simultáneamente. La gente aquí no dispone de una sala de estar como en esos apartamentos nuevos y lujosos. Así que por la tarde, la mayoría sale a la calle, los hombres a contar historias o a jugar al ajedrez o a las cartas, las mujeres a charlar, tejer, o hacer remiendos.

Chen estaba familiarizado con escenas similares vividas en su niñez, aunque él había vivido en una calle diferente. Fueran cuales fueran las diferencias y a pesar de la nueva información que pudiera escuchar, iba siendo hora de poner fin al discurso de Oíd Liang.

– Oh, ¿oye eso? -prosiguió Liang-. Un vendedor ambulante de algodones de azúcar anunciando su producto. A esta calle acude gran variedad de vendedores ambulantes. Ofrecen una amplia selección de productos y servicios. Reparación de calzado, arreglos de somieres de fibra de coco, o remiendos y rellenos para los edredones de algodón en invierno. Resulta tan cómodo…

– Muchas gracias, camarada Oíd Liang. Como dice el proverbio, «Una charla con usted es más útil que diez años de estudio» -dijo Chen con sinceridad-. De verdad que me gustaría pasar más tiempo hablando con usted cuando haya terminado mi proyecto.

Oíd Liang finalmente comprendió que Chen quería estar a solas, se excusó, le saludó de nuevo respetuosamente y volvió a su oficina.

Chen le observó caminando calle abajo, esquivando bruscamente la colada tendida sobre su cabeza, en cañas de bambú. La ropa, que engalanaba los palos, parecía presentar una escena de una pintura impresionista. Al parecer, Oíd Liang todavía creía en la vieja superstición que dice que caminar bajo ropa interior de una mujer trae mala suerte.

Chen se volvió y cruzó la puerta de madera sólida y negra situada en la parte delantera de la casa shikumen. Había dos aldabas de latón en la cara exterior de la puerta, y un pestillo de madera maciza en la interior. Tras tantos años de desgaste natural, la puerta crujió cuando Chen la empujó para abrirla.

Había varias personas en el patio. Debían haberle visto hablar con Oíd Liang y continuaron con sus tareas, sin intención de hablar con el inspector jefe. Mientras cruzaba el patio, Chen vio una hilera de puertas principales. Eran altas, tenían telas mosquiteras y estaban esculpidas con bonitas escenas de los ocho inmortales navegando por el mar. Las puertas podrían significar una adquisición valiosa para el museo de arte tradicional en el Nuevo Mundo, pensó Chen.

Según recordaba, nunca había visto un vestíbulo de una casa shikumen cuyo uso fuera el original, ni siquiera de niño. Sin excepción alguna, la entrada se había convertido en espacio común con un propósito u otro, ya que todas las habitaciones a lo largo de las alas daban al vestíbulo. Chen olió algo parecido a tofu fermentado frito a la cazuela, un plato muy popular entre algunas familias a pesar de su olor. A muchas personas de Shanghai les atraía su sabor y su textura excepcionales. La mayoría de los restaurantes no lo servían porque era demasiado barato. Una pena. Chen notó un olor más suave, un aroma cargado de nostalgia, procedente de una sopa de gallina con mucho jengibre y cebolla verde.

Chen no pudo evitar preguntarse sobre la posibilidad de transformar una casa shikumen en un restaurante. Sería algo único. En un libro sobre cocina china que había leído, el autor sostenía que los mejores platos son los que una anfitriona bien instruida pasa días preparando en casa, con el propósito de ofrecer a sus invitados un banquete lleno de inspiración y una presentación en un entorno elegante. Tal restaurante shikumen dispondría también de un ambiente familiar agradable. Las alas funcionarían como comedor, las habitaciones pequeñas aquí y allá como salas privadas; la intimidad de estar en casa, por no mencionar el contraste entre el presente y el pasado, realzarían el tema propuesto en Nuevo Mundo.

Además, el patio podría ser bastante romántico al atardecer, mientras se disfruta de una copa de vino o de una taza de té.

Sin pensarlo, se le ocurrieron unos fragmentos de un poema antiguo.


«La luna parece un garfio.

El árbol solitario que hace sombra nos protege del verano despejado

en la profundidad del patio.

Lo que no se puede evitar,

ni hacer desaparecer,

es la angustia de la separación:

Nada duele tanto en el corazón…»


Estos versos pertenecían a un poema que Yang había incluido en la traducción manuscrita. Quizás alguna noche, cuando las demás familias del edificio shikumen dormían, Yin, una mujer solitaria y con el corazón roto, había bajado a ese patio y había leído aquel poema para sí misma.

Chen apagó el cigarrillo y cruzó el pasillo y la puerta trasera. Se detuvo para abrir y cerrar la puerta un par de veces. Alguien podría haberse escondido detrás de la puerta, la cual una vez abierta quedaba orientada hacia las escaleras, pero cualquiera que bajara por éstas podría haberle visto.

En el exterior, no vio a la «mujer gamba», aunque un taburete de bambú señalaba su puesto en la calle, a sólo tres o cuatro pasos de la puerta. Hacía frío. No podía resultar fácil para una mujer sentarse allí a trabajar, mañana tras mañana, con los dedos entumecidos por las gambas heladas, y todo por un sueldo mísero de dos o tres yuanes la hora. El sueldo mensual de la mujer probablemente era mucho menos de lo que Chen cobraba traduciendo durante una hora, calculó.

De pronto pensó en dos versos célebres de Baijuyi, un poeta de la dinastía Tang. «¿Y ahora cuál es mi mérito… / con un salario anual de trescientos kilos de arroz?». Por entonces, cuando mucha gente no tenía nada que llevarse a la boca, ese salario se consideraba espléndido.

Un tema al que recurrían constantemente los intelectuales chinos era la preocupación por la distribución desigual de la riqueza en la sociedad (huibujun). Pero el camarada Deng Xiaoping también debió de estar en lo cierto cuando afirmó que a algunos chinos se les debería permitir hacerse ricos antes que otros en la sociedad socialista, y que la riqueza que acumularan se «diseminara» entre las masas.

Respecto al dinero que estaban ganando personas presuntuosas como Gu, sólo Dios sabía adonde conduciría. Aunque en los años noventa China todavía se denominaba a sí misma socialista y enfatizaba, desde tiempo atrás, la importancia de la igualdad social, la brecha entre ricos y pobres se estaba abriendo cada vez más, de forma rápida y alarmante.

Chen empezó a subir por la escalera. Estaba oscuro; encontrar los peldaños le resultaba difícil. No era fácil para un extraño subir esa escalera sin tropezar. Debería haber una luz, encendida incluso de día. Sin embargo, en ese tipo de construcciones donde vivían tantas familias, calcular el gasto compartido de electricidad podría convertirse en un verdadero dolor de cabeza.

Evidentemente, pensó Chen, algunas de las habitaciones que había en cada planta tenían subdivisiones improvisadas de espacio. Había dieciséis familias en el edificio de dos plantas. Un total de unos cien inquilinos. A Yu le quedaba mucho por hacer si consideraba a todos los inquilinos sospechosos.

Chen no pudo evitar entrar en la habitación de Yin, aunque no tenía intención de examinarla. Yu ya habría hecho un buen trabajo allí.

Sintió tristeza allí dentro, solo, imaginándose a una mujer solitaria cuya muerte debería haber investigado más seriamente. El mobiliario tenía ya una capa delgada de polvo, lo cual en cierto modo hacía que el escenario resultara familiar. Había una pila de revistas viejas con páginas marcadas. Chen las hojeó; en todos los casos, las páginas marcadas contenían un poema de Yang que posteriormente había aparecido en la colección recogida por Yin. En lo alto de la pared amarillenta, todavía seguía colgado un cuadro tradicional chino de dos canarios. No quedaba nada más que significara algo realmente personal para Yin.

El interés de Chen por visitar la habitación también se debía al término escritora tingzijian. En los años treinta, y también en los noventa, existían escritores muy pobres, incapaces de alquilar habitaciones mejores. El estatus marginal de una habitación tingzijian, un lugar apenas habitable entre dos plantas, parecía simbólico. Chen se preguntó cómo una habitación así -o el intento por escribir en una habitación así- podía haberse convertido en objeto romántico en la ficción. No todo en el pasado era sofisticado, pero la nostalgia hacía que así lo pareciera. «En los recuerdos, las cosas se suavizan de forma milagrosa», decía un verso de una poesía rusa que Chen había leído, pero que no había entendido en sus años de instituto. Con el paso de los años, su proceso de comprensión había experimentado una sutil transformación.

Chen comenzó a pasear por la tingzijian, aunque no hubiera demasiado espacio para hacerlo. Quería concentrarse.

No podía haber sido fácil para Yin escribir allí; no podía haber sido fácil hacer nada, en realidad, con gente subiendo y bajando por las escaleras, ruidos procedentes de varias direcciones, y todos esos olores a su alrededor. Un olor desagradable similar a pez cinta frito estaba subiendo desde el área de la cocina. Muy a su pesar, Chen lo respiró.

Se acercó a la ventana y apoyó los codos, con cuidado, sobre el alféizar, cuya pintura estaba casi completamente descascarillada.

Aún así, probablemente vivir en una habitación tingzijian presentaba una ventaja para un escritor: disponer de una ventana más baja que la del segundo piso, pero más alta que la del primero. Desde allí se podía apreciar el bullicio de la calle a la altura de la vista, tan cerca y al mismo tiempo con cierta distancia.

A pesar del frío, varios vecinos estaban hablando en la calle, sosteniendo palanganas o intercambiando una loncha de cerdo frito por un trozo de pescado al vapor. Un almuerzo tardío o una comida temprana, Chen no supo distinguir. Los vendedores ambulantes entraban y salían, pregonando la mercancía que cargaban sobre los hombros mediante un palo y dos cestas colgadas en ambos extremos. Un anciano caminaba por la calle con un pato de cabeza verde en la mano; se detuvo para dar de comer al pato en una charca pequeña situada en la esquina y, a continuación, prosiguió el paso, ligero como una nube. Sin duda, en su cabeza sólo veía imágenes de ala de pato estofadas con aceite de sésamo. Agarró firmemente el cuello del indefenso animal con una expresión de satisfacción absoluta en el rostro. ¿Se trataría quizás del Sr. Ren, el gourmet frugal? El inspector jefe Chen recordó entonces que Yu le había contado que el Sr. Ren no solía cocinar en casa.

Una vez más, Chen siguió con la mirada la curva de la calle en dirección a la esquina, donde la «mujer gamba» ya estaba en su puesto, sentada en el taburete, con un cubo enorme a sus pies lleno de escamas de pescado brillantes. Quizás tuviese otro acuerdo con el mercado para una segunda entrega.

Mientras Chen bajaba las escaleras en dirección a la puerta trasera, algo más le llamó la atención. Se trataba del espacio -o más bien de lo que tapaba dicho espacio- debajo de las escaleras.

En una casa shikumen cualquier espacio útil resultaba valioso. Dado que ninguna familia podía reclamar como suyo el espacio situado debajo de la escalera, éste se convertía en una zona de almacenaje adicional común para todo tipo de bártulos casi inservibles, pero que según sus dueños todavía tenían algún valor importante, como una bicicleta rota de la familia Li, una silla de junquillo con sólo tres patas de los Zhang, o un baúl para el carbón de los Huang. Pero había algo distinto, notó Chen: el espacio estaba cubierto con algo similar a una cortina. Dicha cortina estaba hecha con un tejido resistente, posiblemente un tapiz caro en su época, descolorido a lo largo de los años por el humo de los hornos de carbón.

La cortina parecía moverse de forma misteriosa. Chen dio un paso hacia delante y dos críos pequeños salieron de detrás. Debían de estar jugando al escondite. Cuando vieron al inspector jefe Chen echaron a correr, riéndose y chillando. Chen retiró la cortina; el interior estaba repleto de trastos viejos y mugrientos.

Un hombre de mediana edad le rozó al coger una bolsa de carbón situada en el lateral junto a la escalera.

– Lo siento, hora de comer -masculló, mientras llenaba un cucharón de carbón.

Chen miró su reloj y se dio cuenta de que había perdido casi tres horas y no había descubierto nada interesante para la investigación. Quizás hubiese conseguido alguna experiencia de primera mano para su traducción, pero no tenía ni idea de si de verdad eso le ayudaría a visualizar Nuevo Mundo.

Marchó de la casa shikumen, atravesó una calle secundaria que le llevó a otra, y luego volvió a la calle principal, la cual rezumaba vida, tal y como le había descrito Oíd Liang. Una mujer de mediana edad estaba secando un orinal de madera secuoya, otra caminaba de vuelta del mercado con una cesta de bambú llena, y una tercera estaba preparando una carpa de grandes dimensiones en la pila de la calle, remojando el pescado a la vez que chismorreaba.

Chen se volvió hacia otra esquina y vio a un anciano de pelo blanco jugando a go con el tablero apoyado en un taburete, con las fichas negras en una mano y las blancas en la otra, estudiando el tablero como si estuviera participando en un campeonato nacional. A Chen también le gustaba el go, pero nunca había probado a jugar solo.

– Hola -saludó al anciano, deteniéndose delante del taburete-. ¿Cómo es que está jugando solo?

– ¿Ha leído El Arte de la Guerra? -le preguntó el anciano sin levantar la mirada-. «Conoce a tu enemigo igual que te conoces a ti mismo», y siempre vencerás.

– Sí, he leído el libro. Se debe imaginar por qué el contrincante ha realizado un movimiento en concreto. De este modo se intenta comprender al adversario.

– En mi opinión, la posición de la ficha negra no tiene sentido, y lo mejor que puedo hacer es averiguar. Intentar comprender, como usted bien ha dicho. Pero con eso no es suficiente. Conocer a mi enemigo en realidad no sólo significa tener que pensar como si le estuviera leyendo la mente, sino que he de seré 1.

– Ya veo. Muchas gracias, abuelo. Eso es muy profundo -le dijo Chen sinceramente. Para el anciano, era como si aquella charla no tratara simplemente del juego go-. Pondré sus enseñanzas en práctica, no sólo sobre el tablero de go.

– Joven, no tiene que tomarme tan en serio. Siempre que jugamos a algo, queremos ganar -explicó el hombre-. Cuando se está inmerso en el juego, cada pieza es importante, cada movimiento es decisivo. Nos alegra ganar un extremo, nos entristece perder una posición, nos entusiasma ganar o nos decepciona perder. Hasta que el juego no termina no nos damos cuenta de que sólo es un juego. Tal y como dice la sagrada escritura budista, en este mundo trivial todo es cuestión de ilusión.

– Exacto. Ahí le ha dado.

Chen decidió volver andando a su apartamento. No podía permitirse pasar todo el día en la calle. La conversación sobre el go le había costado otros diez minutos. La traducción sin terminar seguía encima de su escritorio. De todas formas, Chen quería pensar un poco sobre el caso, al menos de camino a casa, después de la charla mantenida con el anciano jugador de go tan enigmáticamente instructivo como el anciano de la dinastía Hang, el cual había ayudado a Zhang Liang hacía dos mil años.

Al final de la calle, Chen se volvió para mirar el edificio donde Yin había pasado los últimos años de su vida después de la muerte de Yang. Le pasaron por la mente algunos versos más del manuscrito poético de Yang:


«¿Dónde está la belleza?

Las golondrinas están encerradas, sin ningún motivo.

No es nada más que un sueño,

en el pasado, o en el presente.

¿ Quién despierta alguna vez del sueño?

No es nada más que un ciclo eterno

de alegrías pasadas y penas presentes.

Algún día, alguien,

al ver la torre amarilla por la noche,

quizás suspire profundamente por mí.»


Estos versos eran parte de un poema escrito por Su Dongpo, sobre un cortesano que se encerró en una torre tras la muerte de su amada. Una habitación tingzijian no podía compararse con el romanticismo de una torre, pero también Yin se había encerrado a sí misma.

Chen estaba decidido a hacer todo lo posible por la investigación. Empezó por ponerse en el lugar del Gobierno. Seguía sin saber qué podría obtener el Gobierno con el asesinato de Yin. Aunque, al parecer, a la Seguridad Nacional le preocupaba algo el caso, a Chen realmente no le sorprendía ni le resultaba sospechoso que la organización mostrara interés por la muerte repentina de una escritora disidente; quizás se tratara sencillamente de una forma de reafirmar su autoridad. En los últimos años, el Partido había modificado su trato a los disidentes. Las inversiones extranjeras, una parte esencial de la reforma económica china, dependían en gran medida de la imagen nueva y mejorada del Gobierno. No tenía sentido asesinar a una persona como Yin. Después de todo, no era una luchadora por la democracia y la libertad que se manifestara debajo de la bandera roja en la plaza Tiananmen.

Luego, Chen trató de pensar en Yin desde el punto de vista de sus vecinos. Yin no era rica; todos debían de saberlo. Quizás alguno necesitara dinero urgentemente, como Cai, pero incluso en ese caso había víctimas mejores que Yin: el Sr. Ren, por ejemplo, que vivía solo y también se ausentaba de la casa cada mañana. Además, nadie habría guardado en casa mucho dinero en efectivo.

En cuanto a la posibilidad de que hubieran robado el talonario de Yin para poder retirar dinero del banco, era algo demasiado arriesgado. Los bancos en la ciudad no abrían hasta las nueve en punto, y a esa hora, Yin seguramente habría descubierto que su talonario le había desaparecido y habría avisado a la policía. Por lo tanto, no parecía tratarse de un robo planeado y frustrado porque Yin hubiese vuelto de manera inesperada.

Por lo visto, no había razón para sospechar de ninguno de los inquilinos ni de los vecinos de la calle.

Pero, ¿por qué un extraño entraría en su cuarto para matarla?

Chen sacudió la cabeza con resignación. Las posibilidades teóricas podían ser infinitas. Podía seguir haciendo conjetura tras conjetura, pero no serían más que teorías, sin ningún hecho capaz de sostenerlas.

En una esquina de la calle Shandong, Chen divisó la librería New China. Le sorprendió que la sección de la tienda destinada a libros hubiera sido reducida. Ahora, una gran parte estaba dedicada al arte del mal gusto y a productos de artesanía, mientras que en otra parte, decorada con una hilera impresionante de faroles rojos de papel, se vendían tallarines japoneses. Chen llevaba sin ir a la librería varios meses, y ésta se había vuelto casi irreconocible. Era como ver a un viejo conocido después de que se hubiese hecho la cirugía plástica: reconocible, pero diferente.

Decidió no entrar, pues quería centrarse en el caso. Solamente echó una ojeada a un puñado de revistas y periódicos que había en la entrada: Una Semana en Shanghai, Cultura de Shanghai, Bund Gráfico, Vida Semanal. Todas ellas con fotos a todo color de famosos. Chen no leía ninguna de estas revistas modernas y sólo pudo reconocer a una chica, una actriz de Hong Kong, en una portada.

Las cosas en la ciudad estaban cambiando muy deprisa.

Seguidamente, Chen probó a abordar el caso desde otra perspectiva. Móvil aparte, ¿qué habría hecho un asesino ajeno al vecindario después de cometer el crimen?

Seguramente habría intentado escapar de inmediato.

En su intento por escapar, existía la posibilidad de que alguien en el edificio le hubiera visto. Pero eso no hubiese significado un riesgo demasiado grande. En las casas shikumen, los inquilinos suelen tener amigos o familiares que les visitan muy temprano o pasan allí la noche, por lo que la presencia de un desconocido no debería resultar alarmante. Nadie habría tomado medidas drásticas para evitar que el extraño saliera de la casa. En el peor de los casos, si el cuerpo de Yin ya hubiese sido descubierto, alguno de los vecinos podría haber descrito al sospechoso más tarde, pero los retratos no solían ser demasiado útiles para resolver casos de asesinato.

Permanecer en la habitación de Yin con el cadáver de ésta, y la posibilidad cada vez mayor de que alguien llamara a la puerta, habría significado un riesgo mucho mayor. Cuanto más tiempo permaneciera el asesino en la habitación, más gente subiría y bajaría por las escaleras, pasando junto a la puerta cerrada del cuarto tingzijian, y al mismo tiempo, más sospechoso resultaría que Yin no apareciera por ninguna parte.

Según la hipótesis de Yu, el asesino podría haber esperado escondido, ya fuese en la habitación tingzijian o en algún otro lugar, hasta que encontrase el momento oportuno para abandonar el edificio shikumen.

Respecto a lugares donde ocultarse, Chen no creía que fuese totalmente imposible que el asesino se escondiera durante un instante entre los muebles rotos y demás trastos almacenados aquí y allá en diversos rincones y huecos de la casa; podría haberse escondido detrás de la puerta trasera cuando ésta estuviese abierta, por ejemplo, o detrás de la cortina situada bajo la escalera.

De este modo, cuando la «mujer gamba» dejara su puesto o cuando todos los vecinos subieran al piso superior, el criminal podría haber escapado aprovechando el momento de confusión.

Pero esperar escondido implicaba otro riesgo. Si le hubiesen encontrado, enseguida le habrían considerado sospechoso, le habrían cogido o, como mínimo, le habrían interrogado.

¿Por qué iba a correr tal riesgo? ¿Y por qué matar a Yin? ¿Para qué?

Éstas eran preguntas para las cuales Chen no tenía respuesta.

Por la tarde, Chen se metió de lleno en su tarea de traducción. Le había dicho a Nube Blanca que pasaría el día entero en la Biblioteca de Shanghai. Le creyese o no, el hecho es que la chica no le llamó ni fue a su casa.

Chen se dijo a sí mismo que probablemente había hecho todo lo posible por resolver la investigación criminal. La policía pasa días, o semanas, en un caso sin llegar a ninguna conclusión. Y él no podía permitirse, a pesar de su determinación por hacer todo lo posible, dedicar más tiempo al caso.

Al atardecer, recibió una llamada del Chino Extranjero Lu. Como siempre, Lu empezó mencionando un préstamo que Chen le había hecho durante la primera época de su restaurante, Las Afueras de Moscú, y a continuación Lu volvió a invitarle a cenar, como hacía siempre.

– Ahora tengo varias camareras rusas vestidas de blanco, con corsés ajustados de encaje y ligas, como si hubieran salido de esos carteles del Shanghai de antaño. Absolutamente sensacional. Los clientes vienen en avalancha. Sobre todo clientes jóvenes. Dicen que el ambiente está lleno de xiaozi.

– ¿Xiaozi?, ¿petite bourgeoisie?

– Oh, sí. Es un nuevo concepto muy de moda. Xiaozi, petite bourgeoisie, un tipo de cliente moderno, culto y consciente de la clase social a la que pertenece. Se trata sobre todo de oficinistas que trabajan en empresas conjuntas extranjeras. «Si no eres un xiaozi, no eres nada».

– Bueno, el idioma sin duda es diferente -repuso Chen-, por lo que nosotros también.

– Ah, por cierto -añadió el Chino Extranjero Lu al final de la conversación-. Ayer llamé a tu madre. Tiene problemas de estómago. Nada serio. Nada por lo que preocuparse, espero.

– Gracias. La llamaré. Hablé con ella hace dos días; no me mencionó nada.

– Conmigo habla de muchas cosas, ya sabes, sobre tu ginseng, sobre tu trabajo, y sobre ti también.

– Lo sé, mi querido viejo amigo. Muchas gracias.

Mientras colgaba el teléfono, Chen pensó que si alguna noche iba a cenar con Nube Blanca, no la llevaría a Las Afueras de Moscú, por mucho que el Chino Extranjero Lu insistiera, como siempre, en invitarles.

Su amigo y su madre tenían en común una preocupación excesiva por lo que ambos denominaban «la cuestión más urgente» en la vida personal de Chen, lo que Confucio consideraba el deber más importante como hijo. «La peor cosa que puede hacer un hijo a su familia es no ofrecerle descendencia». De algún modo, el Chino Extranjero Lu se había convertido en el asesor leal y entusiasta de su madre respecto a ese aspecto en concreto de la vida de Chen. En cuanto veían a Chen en compañía de una chica, cosa extraña, ambos empezaban a fantasear, aunque no hubiera razón para ello.

Por un instante, Chen casi envidió al Chino Extranjero Lu, un hombre de negocios con éxito, y también un buen padre de familia. Lu lograba ir siempre a la moda, pero al mismo tiempo, seguía siendo conservador, con valores tradicionales como el de emparejar a su amigo.

Quizás Lu se había adaptado mejor al presente, gracias a la combinación de lo viejo en su vida personal y lo nuevo en los negocios.

Chen se crujió los nudillos y regresó al escritorio. De vuelta al trabajo; lo único que no le decepcionaba. De hecho, su trabajo a menudo le servía de escondite.

Se le ocurrió algo nuevo. Aunque no pudiera descubrir el móvil del asesino, podía imaginar por qué el criminal escogió esperar escondido, de acuerdo con la hipótesis del detective Yu. De pronto, pensó en una posibilidad. El asesino podría haberse asustado, no porque los vecinos del edificio shikumen le hubieran visto, sino porque le hubieran reconocido. Eso daba lugar a una serie de nuevas posibilidades. El asesino podría ser alguien que hubiese vivido alguna vez en la casa, alguien que hubiese estado allí sin ser inquilino, pero que hubiese visitado a otros vecinos, o incluso a Yin. Cuando descubrieron el cuerpo de Yin, podrían haber dado con él fácilmente porque conocían su identidad. Por eso tuvo que esconderse, porque corría un gran riesgo.

Sin embargo, el entusiasmo de Chen desapareció enseguida. Se dio cuenta de que se trataba simplemente de una posibilidad más, como el resto de posibilidades en su cabeza. No existía ninguna prueba que sostuviera tal hipótesis.

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