CAPÍTULO 22

El sonido del teléfono despertó a Yu.

– La dirección de Bao es calle Jungong, número 361. Segundo piso. En el distrito Yangpu -le dijo Chen.

– ¿Cómo has conseguido esa información? -le preguntó Yu.

– Gracias a uno de mis contactos -respondió Chen sin darle demasiada importancia.

El jefe parecía no querer entrar en detalles. Yu lo comprendió.

– Voy de camino -continuó Chen-. No le digas nada a Oíd Liang ni a nadie. Nos vemos allí.

Aquello sorprendió a Yu. Hasta el momento, Chen se había empeñado en permanecer en un segundo plano. Cuando Yu llegó a la calle Jungong, el inspector jefe ya le estaba esperando, fumando un cigarrillo.

Antes del 1949, esta zona había sido una colonia proletaria. A principios de los cincuenta la restauraron y construyeron allí algunas viviendas para obreros con el fin de demostrar la superioridad del sistema socialista. Pero no hicieron nada más, ya que más tarde la ciudad experimentó una oleada política detrás de otra. En la actualidad, la zona era considerada una barriada degradada que se caracterizaba por un nivel de vida diferente al de otras áreas de la ciudad. La habían apodado como «el rincón olvidado».

En los últimos años, también se había convertido en una de las calles donde se congregaba multitud de provincianos debido a los alquileres baratos obtenidos mediante subarriendos ilegales. Solían apiñarse en una misma habitación cinco o seis personas que acababan de llegar a la ciudad. Una vez que mejoraban sus situaciones económicas, se mudaban a otras zonas.

– Según la información que tengo, Bao vive solo, en una pequeña habitación -repuso Chen-. Se mudó aquí hace dos meses. No tiene un trabajo fijo; sobrevive trabajando a jornada parcial para una empresa de construcción de interiores.

– Si vive en una habitación para él solo, ya está mejor que otros -opinó Yu.

El bloque de Bao, el 361 de la calle Jungong, era uno de los dos edificios viejos de dos plantas construidos en la década de los cincuenta. No gozaba del estilo sofisticado de una casa shikumen ni de las instalaciones modernas de las que disponían los bloques de apartamentos nuevos. La casa constaba de unidades, más que de apartamentos; en cada unidad vivían varias familias; cada familia tenía una habitación y compartía la zona de cocina común. Originariamente, el cuarto de Bao había sido una galería a la cual se accedía desde la cocina. Debajo, en la primera planta del edificio, había un pequeño restaurante, el cual también parecía haber formado parte de la casa en el pasado.

Chen y Yu subieron por las escaleras. Llamaron a la puerta y contestó un joven alto y delgado, de unos dieciséis o diecisiete años. Bao tenía el aspecto de un retoño de judía verde sin desarrollar. Los ojos pequeños se le dilataron por el miedo cuando vio al detective Yu vestido de uniforme. La habitación era una de las más desnudas que Yu había visto jamás. Apenas tenía muebles. Situada sobre dos bancos de bambú había una tabla de madera a modo de cama, y debajo de ésta había un montón desordenado de cajas de cartón. Una silla rota y algo parecido a un pupitre completaban la decoración, la cual parecía consistir en mueblas usados que Bao había encontrado y había llevado a casa.

– Hagamos que cante antes de llevarle a comisaría -le susurró Chen a Yu.

Aquello no era propio de Chen, ya que solía seguir el procedimiento. Pero Yu sabía que tenían el tiempo justo. Si llevasen a Bao a la comisaría, el secretario del Partido Li, y quizás más personas, querrían unirse al interrogatorio. De un modo u otro, podrían reducir el ritmo de los acontecimientos.

Era jueves. Debían conseguir que Bao contara la verdad antes de que se celebrara la conferencia de prensa, el viernes.

– Más te vale que nos lo cuentes todo -se dirigió Chen a Bao-. Si confiesas todo lo sucedido la mañana del siete de febrero, puede que el detective Yu te consiga un acuerdo.

– Lo sabemos todo, joven -intervino Yu-, y si cooperas, pediremos que sean indulgentes contigo.

El detective Yu no sabía si era algo que podían garantizarle, pero debía seguirle la corriente a Chen.

No podían sentarse en ningún sitio, exceptuando la silla rota. Bao se agachó apoyándose en la pared, igual que un brote marchito de judía.

– No sé de qué están hablando, agentes -repuso, sin mirar a ninguno de los dos.

– Tú interrógale -ordenó Chen-. Yo registraré la habitación.

De nuevo, Chen se estaba desviando de su comportamiento habitual por segunda vez aquella mañana, pensó Yu. Ni siquiera tenían de orden de registro.

– Adelante, jefe -contestó Yu, siguiéndole el juego-. ¿Dónde estabas la mañana del siete de febrero, Bao? Sabemos lo que hiciste, así que no tiene sentido que lo niegues.

Tal vez Bao era demasiado joven. No sabía que la policía debe disponer de una orden de registro para inspeccionar una habitación. Sin embargo, evitó las preguntas de Yu, afirmando mecánicamente que era inocente de cualquier cosa de la que le acusaran.

Chen buscó debajo de la cama y extrajo un par de cajas de cartón. Dentro de una caja de zapatos encontró un fajo de papeles, atados con una goma.

– Este es el manuscrito que robaste de la habitación de Yin la mañana del siete de febrero -dijo Chen con tono sereno, como si tal descubrimiento fuera un resultado inevitable-. Este es el manuscrito de la novela que Yang escribió en inglés.

– El juego ha terminado. Ya puedes confesarlo todo -dijo Yu tratando de ocultar la sorpresa.

Bao tenía el aspecto de un retoño de judía verde hervida y encogida.

– Ahora tengo la prueba; lo robaste de la habitación de Yin -insistió Chen-. Es inútil que lo niegues. Esta es tú última oportunidad para colaborar.

– Utiliza la cabeza, Bao -dijo Yu.

– Yo no quería… -comenzó Bao, totalmente confuso-. De verdad que no quería hacerlo.

– Espera -dijo Chen, extrayendo una mini grabadora del bolsillo.

– Sí, podemos grabarle aquí -repuso Yu.

– Es tu caso, detective Yu. Interrógale tú. Echaré una ojeada al manuscrito mientras me como un plato de tallarines en el pequeño restaurante que hay en la planta de abajo.

– Vamos, jefe. Tú también deberías interrogarle. Seguro que puedes leerlo aquí.

– Todavía no he desayunado. Volveré en cuanto haya comido un poco.»

Así que Bao empezó a confesar. Cubriéndose la cabeza con las manos, agachado en una posición que el detective Yu había visto en una película sobre los campesinos de la región noroeste, con la grabadora frente a él, en el suelo, y Yu sentado mirándole desde la tabla a modo de cama, Bao habló.

Todo había comenzado con el primer viaje de Bao a Shanghai, hacía tres años y medio, con motivo de la muerte de su abuela. La recién fallecida, Jie, había pedido ver a su nieto por primera y última vez. La suya era una de tantas historias trágicas vividas en la Revolución Cultural. Hong, que por entonces era una adolescente, había intentado unirse a la Guardia Roja, pero la habían rechazado debido a los orígenes de su familia. Hong pensó que no le quedaba otra elección para poder demostrar su fervor revolucionario que cortar todo contacto con su familia. Denunció a sus padres y a Yang, el tío derechista al que nunca había conocido. Hong formaba parte del primer grupo enviado a la provincia Jiangxi durante el movimiento de las juventudes educadas, movimiento que trasladó a los jóvenes al campo. Fue más lejos cuando se casó con un campesino local: una ruptura decisiva respecto a su modo de vida anterior.

Al final de la Revolución Cultural, Hong debió de arrepentirse de aquellas «decisiones revolucionarias», pero ya poco podía hacer. Su padre había fallecido y su madre nunca la perdonaría. Después de dos años de matrimonio no tenía prácticamente nada de qué hablar con su marido. Albergaba todas las esperanzas en su hijo Bao. Le hizo leer libros y le contó historias. La mayoría de estas historias trataban de la maravillosa ciudad en la que ella había crecido. También le contaba cosas sobre Yang. Con el paso del tiempo, Yang ya no le parecía tan negro o contrarrevolucionario; ahora le veía como un intelectual elegante.

Cuando su moribunda madre pidió ver a Bao, Hong tardó varios días en pedir prestado el dinero suficiente para comprar un billete de tren para su hijo. La anciana todavía no la había perdonado. Bao viajó solo en tren. Cuando llegó a Shanghai, Jie ya había fallecido. El Gobierno ya había reclamado su habitación. Lo poco que la anciana tenía había sido dividido entre sus vecinos. Uno afirmó que Jie le había dado todos sus muebles y otro se llevó la ropa vieja de la mujer. No tenían demasiado valor, pero para Bao significó una decepción enorme. Hong le había enviado con la esperanza de que pudiera recibir algo como herencia.

En los últimos días de su vida, Jie había estado sola. Ahora que había muerto, su nieto llegaba de ninguna parte para reclamar su herencia. Nadie quería molestarse en ayudarle. Bao ni siquiera disponía de alojamiento en la ciudad. Sin embargo, averiguó una cosa en el comité de vecinos: entre aquellos que asistieron al funeral de Jie estaba Yin Lige. Se había llevado de la casa de Jie un viejo álbum de fotografías, y varias cartas antiguas que nadie más quería.

Uno de los miembros del comité sugirió a Bao que acudiera a Yin en busca de ayuda. Hong también había mencionado el nombre de Yin. La madre de Bao había oído decir que algunas de las primeras traducciones de Yang se habían reeditado. O tal vez se tratara de una segunda edición de su poesía. Podría haber dinero esperando a Bao, o al menos Yin podría proporcionarle algún tipo de información.

Esa fue la razón por la que Bao fue por primera vez a la habitación de Yin en la calle Treasure Garden.

Cuando Bao se presentó, Yin se mostró totalmente hospitalaria. Después de todo, Bao era un familiar cercano de Yang. Le animó para que se quedara con ella unos cuantos días. La localización de la calle era buena, y Yin le sugirió que hiciera turismo mientras ella estuviese trabajando. Yin salía con él cuando disponía de tiempo. Incluso le invitó a comer en el restaurante Xinya de la calle Nanjing. Todo fue bien, hasta que Bao le explicó el motivo de su viaje a Shanghai.

La actitud de Yin cambió por completo. Ella no había ganado ningún dinero de las primeras traducciones de Yang, pero la colección de poemas era un tema distinto. Le enseñó el contrato que la editorial le había enviado. En él no se especificaba cuánto dinero le correspondía como editora especial, de modo que Yin concretó una cita para que ambos pudieran reunirse con el editor. Yin insistió en una condición: a cambio de un pequeño pago por parte de la editorial, Bao debía prometer que nunca más la molestaría.

Pero Bao no pensaba que fuera justo. Creía que la gente de ciudad, en especial Yin, tenía ventaja respecto a un pueblerino ignorante como él.

Bao volvió a su pueblo con menos de cien yuanes en el bolsillo. A los vecinos del pueblo no les pareció una cifra tan pequeña, pero Bao ya no era el mismo joven satisfecho con vivir allí como su padre y los antepasados de éste, trabajando en el arrozal, con las piernas llenas de barro. El viaje a Shanghai le había abierto los ojos a un mundo nuevo. El hecho de que su abuela hubiera vivido en la ciudad toda su vida, y su madre durante diecisiete años, y sobre todo, la leyenda de su tío abuelo, hacían imposible que Bao siguiera viviendo en aquel pueblo pobre y atrasado.

Le dijo a su madre que iba a convertirse en un hombre de éxito en la ciudad de Shanghai.

No era el único. Algunos otros jóvenes del pueblo también habían partido rumbo a las grandes ciudades.

Sin embargo, Shanghai no resultó ser la ciudad con la que soñaba Bao. El chico no poseía capital ni habilidades con las que competir. Lo único que pudo encontrar fueron sueldos bajos y empleos temporales como obrero en el sector de la construcción. No obstante, pudo ver con sus propios ojos cómo los ricos se revolcaban en billetes y lujos, mientras que su salario mensual ni siquiera alcanzaba para pagar una noche de karaoke. Aún así, si hubiera querido trabajar duro como hacían otros provincianos, no le habría resultado imposible sobrevivir. Pero aquello no era suficiente para Bao.

Con sus orígenes en Shanghai, él se consideraba diferente. No lograba olvidar sus ambiciones, la esperanza de que había un montón de dinero esperándole como el sobrino-nieto de Yang.

Empezó a leer sobre Yang y descubrió la novela, Muerte de un Profesor Chino. Al igual que otras personas, creyó que el éxito de dicha novela derivaba de la relación que Yin mantuvo con Yang. De modo que Bao pensó que su derecho como heredero legal de Yang no debería quedar en el olvido.

Y si Yang le había dejado a Yin una colección de poesías, Bao consideró que podrían existir más manuscritos, tal vez de traducciones o novelas. En una ocasión, su madre comentó que Yang estaba escribiendo una historia, antes de la Revolución Cultural. También se dio cuenta de que, gracias a la notoriedad que había cobrado Muerte de un Profesor Chino, podría haber una segunda o incluso una tercera edición de la colección de poemas de Yang, de la cual podría obtener algún dinero.

Bao no solamente se dejaba llevar por sus especulaciones.

A la vez que trabajaba en empleos de baja categoría, intentaba por todos los medios hacer fortuna mediante todos los métodos que se le ocurrían. Empezó a apostar al mah-jongg. No funcionó. No perdió mucho, pero las noches largas y sin dormir a la mesa de mah-jongg le costaron varios trabajillos. Entonces, se introdujo en el mercado bursátil utilizando dinero prestado. Aunque al principio ganó un par de cientos de yuanes, pronto empezó a acumular pérdidas al tiempo que el dinero parecía hundirse en un cenagal. Sus acreedores comenzaron a acosarle, llamándole a la puerta a altas horas de la madrugada.

Desesperado, pensó en recurrir de nuevo a Yin. Ella tenía mucho dinero, o al menos, eso es lo que Bao creía.

Bao opinaba que Yin debería haberle ayudado.

Yin no habría sido nadie de no ser por Yang. El libro, el dinero, la fama… todo procedía de la relación que había mantenido con él. ¿Y cuál era esa relación? Ni siquiera estaban casados. Ella ni siquiera tenía un certificado de matrimonio.

El, Bao, era el único heredero legítimo de Yang.

Bao dudó en recurrir a Yin debido al acuerdo que habían firmado. Además, suponía que el esfuerzo seguramente sería en vano. Sin embargo, cuando Bao se enteró de la visita de Yin a Hong Kong se le ocurrió una idea. Por entonces, las personas que volvían de viajes en el extranjero, incluido Hong Kong, tenían derecho a una cierta cuota destinada a la compra de bienes importados, como los televisores de Japón o los equipos estéreo de Estados Unidos. Si estas personas no querían utilizar la cuota para sí mismos, podían venderla en el mercado negro por un precio bastante mayor. Bao pensó que Yin no tendría espacio suficiente para este tipo de equipos en su habitación tingzijian, ni las agallas para vender las cuotas en el mercado negro. Por lo tanto, Bao pretendía pedirle que se las cediera, algo que probablemente carecía de valor para ella.

Bao la llamó, pero antes de que pudiera empezar a explicarle su propuesta, Yin se encolerizó y amenazó con llamar a la policía si volvía por su calle. Así pues, fue a visitarla al centro donde daba clases, suponiendo que una profesora de universidad como ella no querría ofrecer un escena pública sobre algo relacionado con su vida privada. Bao consiguió entrar en la universidad afirmando que era un antiguo alumno de Yin. Y la encontró en su oficina, sola.

– Si no vas a utilizar la cuota, no pierdes nada cediéndomela -le explicó en tono totalmente razonable, según su opinión-. Como el único sobrino-nieto de Yang te pido que por favor me ayudes.

– Bueno -dijo ella después de observarle un buen rato-. He estado intentando ahorrar algo de dinero para comprarme un televisor a color, pero la cuota sólo es válida durante seis meses. Llámame en un par de meses. Si por entonces todavía no he reunido el dinero, la cuota es tuya.

No fue un no rotundo. Acto seguido Yin se puso de pie.

– Ahora tienes que irte. Tengo clase en diez minutos. Deja que te acompañe a la puerta.

Sin embargo, antes de llegar al final del pasillo, dos alumnas jóvenes se acercaron a ella con cuadernos en las manos.

– Desde aquí ya sabes dónde está la salida -le dijo.

Así hizo Bao, pero oyó algo que le hizo detenerse y esconderse detrás de una columna de hormigón.

– Profesora Yin. Seguramente se acuerde de mí -le dijo una de las chicas en tono dulce-. Me dio clase hace dos años. Usted decía que yo era su alumna preferida. Necesito que me ayude cuando vaya a Estados Unidos. Necesito una carta de recomendación.

De lo que pudo oír, Bao sacó en conclusión que Yin marcharía en dos meses a Estados Unidos. Así que su promesa carecía de valor.

Cuanto más lo pensaba, más enfadado se sentía. A su modo de ver, incluso la oportunidad de que Yin pudiera viajar al extranjero era consecuencia de su relación con Yang. Bao decidió que debía actuar antes de que fuera demasiado tarde.

Recordó que Yin había dejado las llaves en la cerradura del cajón de su escritorio cuando, literalmente, le había echado de su despacho, y que no había cerrado la puerta con llave porque casualmente uno de sus colegas entraba en ese instante. De modo que volvió a hurtadillas a su oficina. El colega de Yin ya no estaba allí, y la puerta seguía abierta. Nadie le vio entrar en el despacho. Sin embargo, su búsqueda en el cajón del escritorio fue en vano.

El único dinero que encontró fueron unas monedas en una caja pequeña de plástico. Pero entonces se dio cuenta de que en el llavero también estaban las llaves de la puerta trasera de la casa shikumen y de la habitación de Yin. Y se acordó de algo. Durante su anterior estancia con Yin, ésta le pidió a Bao que hiciera un duplicado de las llaves para que él también pudiera utilizarlas. Quizás por su acento, o por su apariencia rústica, el cerrajero hizo dos duplicados de cada llave, y eso fue lo que le cobró. Bao no se lo contó a Yin por vergüenza y pagó las llaves adicionales de su propio bolsillo. Más adelante, sólo le devolvió un juego. Bao conservó las llaves en un llavero decorado con la imagen de una bailarina del ballet Red Woman Soldier; a modo de recuerdo. Cuando volvió a Shanghai, se llevó las llaves consigo.

Empezó a idear un plan, pero fue prudente. Recordó el hábito de Yin de levantarse temprano cada mañana para practicar taichi. Normalmente, salía del edificio shikumen sobre las cinco y cuarto, y no volvía hasta después de las ocho. Durante ese tiempo, él podría entrar en su habitación, coger todo lo que hubiera y marchar de la casa por la puerta trasera o delantera. Cuanto más temprano mejor, por supuesto, ya que la mayoría de los inquilinos no se levantarían hasta las seis. Siempre y cuando no le vieran salir del cuarto de Yin, no correría peligro. El único riesgo posible sería que uno de los vecinos pudiera reconocerle. Pero desde su visita anterior, Bao había crecido, así que el riesgo era muy pequeño. Y aunque le identificaran como el ladrón, la policía seguramente no emplearía demasiado esfuerzo en localizar a un mero ladronzuelo, y tampoco resultaría fácil dar con él en Shanghai.

Para asegurar su plan, Bao se dedicó a vigilar un poco. Después de haber observado en secreto la calle durante una semana, decidió actuar. Entró sin que nadie le viera por la puerta trasera, poco después de que Yin saliera del edificio la mañana del siete de febrero. Realmente no pensaba que estuviera haciendo nada malo, ya que consideraba que era justo que él recibiera una parte del legado de Yang.

Pero tardó mucho más tiempo del que creía en encontrar algo de valor que robar. Había menos dinero del que esperaba, ningún talonario, y mucho menos una tarjeta de crédito. Entonces, encontró el manuscrito en inglés en una caja de cartón, debajo de la cama. No podía entender lo que decía, pero supuso qué podría ser.

No prestó atención al oír pisadas por las escaleras. Había mucha gente en el edificio. Algunas de las mujeres se dirigían al mercado bastante temprano por la mañana. Pero cuando oyó el sonido de la llave en la cerradura, le entró el pánico. Corrió a esconderse detrás de la puerta, con la esperanza de poder salir del cuarto sin que nadie lo viera. La expresión de Yin fue de absoluto pavor al observar la escena de la habitación desvalijada, en la cual la mayoría de los cajones habían sido vaciados, y las cajas de zapatos estaban esparcidas por todo el suelo. Cuando Yin se volvió en dirección a Bao, este salió de un salto de detrás de la puerta, agarró la almohada de la cama, y tapó la cara de Yin a la vez que le empujaba fuertemente contra la pared. Bao intentaba evitar que Yin gritara, pero utilizó demasiada fuerza. Cuando por fin soltó la almohada, Yin se desplomó sobre el suelo como un saco de arena.

Le resultó imposible permanecer con el cadáver en aquella habitación minúscula.

Bao sabía que no podría correr el más mínimo riesgo de que algún vecino le viera o reconociera, después de lo que había sucedido. Ahora se trataba de un caso de asesinato. Cogió el manuscrito y las pocas cosas de valor que había encontrado, abrió la puerta y bajó por las escaleras. No podía salir del edificio por la puerta delantera. En cualquier momento podría salir gente de las habitaciones situadas en las alas.

Mientras bajaba las escaleras en dirección a la puerta trasera, vio a la mujer que pelaba gambas en el exterior. No podía dar marcha atrás, así que no le quedó otra alternativa que esconderse en el espacio situado bajo la escalera. No seguía ningún plan; simplemente iba de un lado para otro igual que una mosca sin cabeza. Después de vivir los dos o tres minutos más largos de su vida, oyó un alboroto en la calle. Se asomó y vio que la «mujer gamba» ya no estaba en su puesto.

Salió corriendo.

La narración de Bao duró cerca de dos horas. La cinta casi se acabó. Pocos minutos antes de que Bao terminara, Chen volvió con el maletín y el manuscrito debajo del brazo.

Gran parte del relato de Bao confirmó la hipótesis inicial de Yu, aunque le sorprendieron algunos detalles.

– Fue él -dijo Yu, asintiendo hacia Chen.

Chen colocó el manuscrito sobre la cama, delante de Bao.

– ¿Sabías que Yin tenía este manuscrito en inglés?

– No, no tenía ni idea -contestó Bao-. Pero me preguntaba dónde podría estar. Mi madre pensaba que podría tenerlo ella. Mi madre nunca conoció a mi tío Yang, ¿sabe?.

– ¿Nos lo llevamos ahora a la comisaría? -preguntó Yu.

– Sí. He llamado a Little Zhou desde el restaurante de abajo. Me ha dicho que traerá un coche policial a la una en punto. Debe de estar esperándonos abajo.

Condujeron a Bao a la calle. Efectivamente, Little Zhou les estaba esperando en un Mercedes.

– Inspector jefe Chen, siempre disponemos del mejor coche policial para usted.

Chen parecía estar inmerso en sus pensamientos, mientras tamborileaba con los dedos en el maletín a reventar, situado en el asiento junto a él.

– Tengo una pregunta, inspector jefe Chen -dijo Yu-.Yin debería haber guardado el manuscrito de la novela de Yang en la caja de seguridad, junto con la traducción inglesa de los poemas chinos. ¿Por qué la dejaría en su habitación?

– Yin era demasiado lista, por su propio bien. ¿Crees que la caja de seguridad sería lo suficiente segura para alguien como ella? -repuso Chen-. Posiblemente alquiló deliberadamente una caja de seguridad para que la gente pensara que guardaba allí todos sus objetos de valor, y que nadie sospechara que conservaba en su habitación algo importante.

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