El detective Yu no podía hacer mucho más. El secretario del Partido Li había aceptado que Yu continuara investigando un poco más, pero Li había insistido también en que la investigación no podía prolongarse para siempre.
Por muy poco fiable que fuera la confesión de Wan, éste se había entregado por voluntad propia. Siempre existía la posibilidad de que Wan hubiese cometido el crimen en un momento de rabia. Hubiese o no una fecha límite, Yu no dispondría más que de unos cuantos días. Dudaba que ese tiempo adicional sirviera de algo. Si no sucedía nada pronto, el caso acabaría con Wan como acusado del asesinato.
Yu no sabía qué dirección tomar.
Comentó la investigación con Peiqin mientras desayunaban. Fue un desayuno mucho más sencillo: arroz caldoso recalentado con tofu fermentado y huevos centenarios. Peiqin también estaba decepcionada; tras haber dedicado horas a leer e investigar, todos sus esfuerzos parecían ser en vano.
– Como dice el proverbio, «Los descubrimientos milagrosos suelen conseguirse sin ningún esfuerzo» -repuso Peiqin, cortando un pedazo del huevo centenario tierno bañado en salsa de soja-. Pero se necesita tiempo y suerte.
– Eso es lo que sucede en el trabajo policial -contestó Yu-. Una investigación puede durar semanas o meses. No termina cuando un superior del Partido fija una fecha límite.
– ¿No has conseguido nada nuevo en absoluto?
– Bueno, conseguí una comida gratis en el puesto de Lei. Insistió, por Yin. La verdad es que es algo nuevo para mí, que un hombre de negocios me invite, como le sucede al inspector jefe Chen -dijo Yu-. Yin no se llevaba bien con la mayoría de los vecinos, pero pudo haber ayudado a algunos.
– Es difícil juzgar a la gente. Probablemente Yin vivía demasiado inmersa en el pasado, junto a Yang, para llevarse bien con sus vecinos -opinó Peiqin-, o para salir de la sombra de la Revolución Cultural.
– ¡Menuda vida! He leído unas cuantas páginas de su novela. Dice que su vida empezó con Yang en la escuela cadre, pero en realidad ¿cuánto tiempo estuvieron juntos? Como amantes, menos de un año. Y ahora puede que haya muerto por él.
– Sin embargo, consiguió fama y dinero gracias a él -añadió Peiqin-. Y también al libro, claro está.
Tal vez Peiqin dijo aquello para consolar a Yu, aunque éste no se lo tomó así.
– Quizás estés siendo demasiado dura con ella -le dijo-. Después de todo, era su libro; poseía los derechos de autor.
– Yo no tengo nada en contra de ella. Pero es evidente que la novela se vendió tan bien gracias a Yang, gracias a la relación que mantuvo con él -añadió-. ¿Qué hay entonces de la colección de poesía de Yang que editó Yin?
– Con la poesía no se gana dinero, como dice siempre el inspector jefe Chen.
– Pues la colección de Yang se agotó -repuso-. Se editaron muchos ejemplares. En aquella época, mucha gente leía poesía. Yo también compré una copia.
Más tarde, en la oficina del comité de vecinos, Yu le comentó a Chen por teléfono la observación de Peiqin.
– Las cosas han cambiado mucho -dijo Chen-. Hace varios años, las editoriales pagaban una tarifa única de unos quince yuanes por cada mil caracteres, o por cada diez versos de poesía. Así que, en total, Yin no debió de haber recibido demasiado dinero.
– Eso es lo que yo suponía.
– Pero si su contrato incluía una tarifa por derechos de autor según las ventas, era ya otra cosa. ¿Has hablado con el editor sobre eso?
– No. ¿Por qué?
– Pues porque podría decirte la cantidad exacta que Yin obtuvo -contestó Chen con aire pensativo-. No sé. Quizás deberías llamarle.
Una gran suma de dinero podría haber sido motivo de asesinato, pero según Yu, dado que Chen era un escritor apasionado y Peiqin una lectora apasionada, ambos estaban otorgando una importancia excesiva a los aspectos literarios de la investigación. Aún así, Yu llamó a Wei, editor de Muerte de un Profesor Chino en la editorial Literatura de Shanghai.
– ¿Otra vez Yin? -Wei no se mostró muy paciente al teléfono.
– Lo siento, debo hacerle algunas preguntas más -le dijo Yu.
Yu comprendía la impaciencia de Wei. Ya había tenido suficientes problemas con Muerte de un Profesor Chino. Al publicar cualquier texto políticamente incorrecto, no sólo el autor, sino también el editor, cargaba con la responsabilidad. Por lo general, si el autor era conocido, solían castigarle muy levemente, mientras que el editor se llevaba la peor parte. Wei había sido criticado por no haber previsto las repercusiones políticas de Muerte de un Profesor Chino.
– Ya le conté todo lo que sabía sobre Yin, camarada detective Yu. Siempre causando problemas… hasta después de muerta.
– Bueno, la última vez hablamos sobre la novela de Yin, Muerte de un Profesor Chino. Pero su editorial también editó un libro escrito por Yang. Una colección poética.
– Así es, pero yo no soy editor de poesía. Jia Zijian editó esa colección. Se publicó un poco antes que la novela.
– ¿Jia habló de ello con usted?
– No hablamos de eso. Un libro de poesía, ya sabe, no atrae a demasiados lectores, ni genera mucho dinero. Yin tomó parte en el libro, desde luego. Menudo personaje: no habría permitido que una gota de abono cayera en otro campo que no fuera el suyo.
– ¿Puedo hablar con Jian?
– Esta mañana no está en la oficina. Vuelva a llamarle por la tarde.
No parecía que esto llevara a ninguna parte. Wei también estaba convencido de que la colección de poemas no había generado grandes beneficios. Sin embargo, por un instante, después de la conversación, Yu no podía librarse de una molesta sensación, como si hubiera olvidado algo.
Oíd Liang no apareció por la oficina esa mañana. Quizás se tratase de una protesta silenciosa. Para él, el caso había concluido con la confesión de Wan, y consideraba un ataque hacia su opinión cualquier empeño por seguir investigando.
Dado que Yu no podía dejar de pensar en la conversación mantenida con Wei, llamó a Peiqin.
– Wei sólo está haciendo suposiciones -repuso Peiqin, quien se negaba a admitir que los beneficios obtenidos fuesen tan escasos-. Tendrás que hablar con el editor de poesía.
– No sé por qué Wei reaccionó con una actitud tan negativa hacia una mujer fallecida -dijo Yu.
– A mí también me extraña. ¿Por qué le guardaría rencor?
Y añadió bruscamente:
– Dijo que Yin no habría permitido que una gota de abono cayera en otro campo que no fuera el suyo. ¿A qué podría referirse?
– ¿A alguien más que quisiera editar la colección?
– Pero nadie podría haber competido con ella. Sólo ella poseía muchos de los poemas originales de Yang.
El proverbio que Wei había citado se usaba normalmente para describir a personas codiciosas, o a personas que iban más allá de sus posibilidades durante operaciones de negocios.
– Luego te llamo -ahora le tocaba al detective Yu actuar con brusquedad. Colgó el teléfono e inmediatamente después volvió a descolgar para llamar al editor.
– Camarada Wei, perdone que le haga una pregunta -repuso-. En nuestra anterior charla, usted citó un proverbio: no permitir que una gota de abono caiga en otro campo que no sea el suyo. ¿A qué se refería?
– Eso es lo que dijo Jia, en relación a un pariente de Yang, me parece recordar -Wei ni siquiera intentó disimular la impaciencia en su tono de voz-. ¿Y qué?
– Muchas gracias, camarada Wei. Lo que acaba de decirme puede ser de gran importancia para nuestra investigación. Agradezco de verdad su ayuda.
– Bueno, yo no sé mucho sobre el tema. Mejor hable con Jia. Volverá pronto -y añadió-. Ah, una cosa más. Hace aproximadamente un año, alguien nos llamó para preguntar la fecha de publicación de la segunda edición de la colección poética. Me pasaron a mí la llamada, pero el interlocutor no me dio ningún dato suyo. Posiblemente fuera un lector interesado en la poesía, pero por alguna razón tuve el presentimiento de que llamaba por otro motivo.
Yu decidió hacer una visita a la editorial.
La editorial Literatura de Shanghai estaba ubicada en la calle Shaoxing. Había sido una enorme residencia privada en los años treinta. En la primera planta había una cafetería-librería nueva. El detective Yu llamó a Jia y le esperó en la cafetería.
Jia, un hombre de treinta y tantos años, entró en la cafetería avanzando a grandes zancadas. A medida que Yu abordaba el tema, Jia le observaba con expresión de sorpresa.
– La segunda edición todavía no ha salido, ¿o sí?
– ¿Qué quiere decir? -le preguntó Yu, haciendo referencia a la conversación mantenida con Wei.
– Entonces, ¿qué es lo que me pregunta, camarada detective Yu?
La perplejidad de Yu se reflejaba en el rostro de Jia. Al parecer éste no sabía nada sobre la investigación por el asesinato de Yin.
– Yo no sé nada sobre la primera o la segunda edición, camarada Jia. ¿Puede contarme lo que usted sabe, desde el principio?
– Bueno, todo empezó hace varios años -comenzó a decir lentamente-. Yin me pidió concretar una cita aquí, en la editorial, para explicarle al sobrino-nieto de Yang los términos del contrato que Yin había firmado por la colección de poemas de Yang.
– ¿El sobrino-nieto de Yang?
– Sí, un chico llamado Bao, de la provincia de Jiangxi.
– Un momento. Un chico, de la provincia de Jiangxi -interrumpió Yu. Encajaba con la descripción que le había dado la «mujer gamba». Las fechas también coincidían. Era lógico que Yin se hubiera referido al chico como su sobrino; dada la diferencia de edad habría sonado extraño presentarle como su sobrino-nieto-. Sí, por favor, continúe, camarada Jia.
– Su madre era una joven educada que se casó con un campesino local y se estableció en Jiangxi. Bao debió de venir para reclamar el dinero como heredero legítimo de Yang. Después de todo, Yin no se había casado con él.
– Es cierto. ¿Cómo fue la reunión?
– No fue agradable. El chico no entendía por qué a Yin le correspondía tanto dinero. Un pedazo demasiado grande, según su opinión.
– La verdad es que yo tampoco lo entiendo. ¿Puede explicármelo mejor?
– Cuando publicamos la obra de un autor fallecido, en ocasiones contratamos a un editor especial. Dicho editor debe recopilar las diversas publicaciones del autor, comparar las versiones, comentar algunos de los textos, y escribir una introducción en caso de que sea necesario. Como editora especial de la colección poética de Yang, Yin trabajó mucho, extrajo poemas de revistas antiguas, y recuperó otros tantos de los cuadernos de Yang o de trozos de papel. No resulta exagerado afirmar que la colección no se habría publicado sin el trabajo de Yin. Por tal colaboración, normalmente pagamos aproximadamente el cincuenta por ciento de la tarifa actual.
– ¿El cincuenta por ciento de lo que suelen pagar a un autor?
– Sí. Pero claro, cuando el autor no está vivo y nadie más reclama los derechos de autor. Por entonces, la tarifa estaba en quince yuanes por cada diez versos, recuerdo, en cualquier edición. Si hubo algo fuera de lo normal en nuestro acuerdo con Yin, fue el veinte por ciento adicional que nos reclamó por cada ejemplar vendido. Aceptamos, ya que era todavía menos de lo que habríamos tenido que pagar a Yang. La aparición inesperada del sobrino-nieto nos desconcertó. No existía ningún precedente de un familiar que hubiese reclamado algo, especialmente después de que hubiese pasado tanto tiempo desde la publicación del libro. Yin insistía en que lo que había ganado era legítimamente suyo. En cierto modo, tenía razón. Así que se negó a pagar a Bao. Yo hablé con mi jefe. No había demasiado dinero en juego. No queríamos provocar un escándalo. De modo que pagamos a Bao una cantidad equivalente al treinta por ciento restante.
– En otras palabras, terminaron pagando la tarifa normal por el libro, el cien por cien.
– Exacto.
– ¿Aceptó Bao el trato?
– Sí, pero a regañadientes.
– ¿Así que protestó?
– No sabía nada sobre la industria editorial, pero no se fiaba de Yin. Obviamente, no pensaba que fuera justo. Por eso quería que nosotros se lo explicáramos, supongo. Yin era una mujer muy astuta. No hubo nada que el chico pudiera hacer. Por entonces, la gente no se demandaba entre sí por cosas así.
– ¿Cree usted que el chico la odiaba?
– Me resulta difícil afirmarlo. Nadie estaba contento. Yin incluso nos pidió que redactáramos un acuerdo que después tuvo que firmar el chico, en el cual se especificaba que no volvería a molestarla nunca más.
– ¿Así que finalmente Yin no tuvo que pagar ni un céntimo al chico?
– De su bolsillo no salió ni un céntimo.
– ¿Y él volvió a venir por aquí?
– No. No es de Shanghai. Comprendió que no habría más dinero hasta que no se publicara una segunda edición. Si es que eso llega a suceder algún día.
– ¿Y sucederá?
– Bueno, editamos muchos ejemplares en la primera edición y se agotaron. Entonces, pensamos en una segunda. Más tarde, se publicó la novela de Yin. Su nombre apareció en la lista de control interno del Gobierno. Así que decidimos no editar la segunda edición.
– Estoy algo confuso, camarada Jia. El volumen de poemas no es de Yin, ¿no?
– Pero su nombre también aparece en la portada, como editora especial. Aunque borremos su nombre, cuando la gente lea los poemas, seguramente pensará en la novela. Mi jefe dijo que no merecía la pena.
– ¿Conoce alguna otra información sobre él, quiero decir, sobre el joven Bao?
– No, nada -dijo Jia mientras se ponía de pie-. Ah, estuvo viviendo en casa de Yin unos cuantos días, me parece recordar. No tenían más familiares en la ciudad. Eso fue lo que ella me contó. Pero después de la reunión, él debió de volver de inmediato ajiangxi.
– Entiendo. Muchas gracias, camarada Jia. La información que me ha facilitado es muy útil para nuestra investigación.
Fue como si la pieza que faltaba del puzzle apareciera de forma inesperada en el último minuto, pensó el detective Yu, mientras salía de la editorial.
En la calle, hacía un día soleado, aunque a la vez frío. No demasiado lejos, un bobalicón de mediana edad y ligero de ropa rebuscaba en un cubo de basura, cantando trozos de una canción:
«Cuando el rojo es negro,
El pasado ha vuelto.
Oh, Oh, Oh, Oh,
Tienes que empaquetar
¡Un Big Mac, un Big Mac!»
A las espaldas de Yu, en la cafetería, sonaba un verso de una ópera de Pekín perteneciente a la corriente moderna y revolucionaria: «Las enseñanzas del presidente Mao deshacen el hielo en pleno invierno». Un contraste de sonoridad.
Yu decidió que debía encontrar a Bao, ahora quizás un hombre joven. Llamó al inspector jefe Chen desde una cabina situada al final de la calle Shaoxing para explicarle el nuevo hallazgo.
– He vuelto a hablar con la División de Archivos de Shanghai -le dijo Chen-. Me han enviado por fax una lista que contiene información general sobre Hong y su hijo Bao, y varias fotos. Te la reenviaré por fax. Puede que te resulte útil.
Sería difícil que Yu encontrara a esas personas en sólo unos días. Empezó poniéndose en contacto con la escuela de Hong. Según el decano, se había celebrado una reunión de antiguos alumnos el año anterior. Hong no había asistido, pero una de sus antiguas compañeras conservaba todavía su dirección. Con la dirección que le facilitó dicha compañera, Yu marcó el número de teléfono de la comisaría de Jiangxi.
Obtuvo la respuesta esperada entrada la tarde. Hong seguía viviendo allí, en el mismo pueblo en donde había pasado más de veinte años. Como esposa de un pobre campesino de clase media-baja, también trabajaba en el campo. La teoría del presidente Mao sobre la transformación de las juventudes educadas seguía viva. Hong no quiso volver a Shanghai, pero no porque continuara creyendo en Mao, sino por la profunda transformación que había experimentado. En la actualidad, una campesina pobre de clase media-baja sería el hazmerreír de Shanghai.
Bao no seguía viviendo allí. Hacía un año que había dejado el pueblo para volver a Shanghai. En los años noventa, a millones de agricultores les resultaba imposible permanecer en sus pueblos atrasados mientras veían por televisión el estilo de vida moderno y derrochador de la clase media en las ciudades costeras. A pesar de los intentos del Gobierno por equilibrar el desarrollo en las ciudades y en el campo, se produjo una división alarmante entre los ricos y los pobres, las zonas urbanas y las rurales, la costa y el interior. Diferencias en parte provocadas por la reforma económica que Deng había emprendido la década anterior.
Como muchas otras personas, Bao había marchado de casa en busca de fortuna. Durante los primeros meses, escribía de vez en cuando a su familia, y en un ocasión incluso envió cincuenta yuanes a su madre. Sin embargo, la correspondencia fue disminuyendo, hasta extinguirse. Según alguien de su mismo pueblo, las cosas no le iban demasiado bien en la ciudad. La última noticia que había recibido Hong era de hacía seis meses: Bao compartía una habitación con otras personas de Jiangxi. Pero más tarde se mudó y no les dio la nueva dirección.
De modo que el problema consistía en encontrar a Bao en una ciudad donde seguían llegando millones de personas procedentes de las provincias. Con la construcción de edificios nuevos por todas partes, los provincianos ofrecían mano de obra constante allá donde se necesitaba. Naturalmente, no se molestaban en registrar sus domicilios; vivían allí donde encontraban viviendas baratas.
Yu visitó su antigua residencia, lugar donde Bao había vivido hasta hacía seis meses; sólo quedaba uno de sus antiguos compañeros de habitación. No sabía dónde estaba Bao. No mantenían el contacto.
Yu distribuyó un aviso a los comités de vecinos, especialmente a aquellos ubicados en zonas donde se congregaba gran número de provincianos.
En circunstancias normales, el período razonable de espera antes de recibir alguna respuesta por parte de los comités era de tres a cinco días, pero Yu no creía que pudiera esperar tanto.