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Quizá incentivado por la deferencia que la joven agente -cuyo nombre completo era Bettina Trevisoi- había mostrado por su sagacidad, Brunetti decidió ver qué podía descubrir por sí mismo sobre S. Gorini. Lo primero que averiguó -aunque para ello no tuvo más que consultar la guía telefónica- fue que la S era de Stefano. Pero, ni aun con el nombre completo, Google le proporcionó más que una amplia variedad de productos y contactos con señoras. Como ya tenía una señora en casa, Brunetti no necesitaba más, y desechó las ciberofertas que quizá habrían tentado a otros.

Puesto que Google le había fallado, Brunetti tuvo que ponerse a pensar en qué otros sitios podría encontrar información de una persona. Debía de haber un medio de averiguar si el apartamento era de alquiler o de propiedad; sin duda, el dato figuraría en alguna oficina de la Commune. Si su ocupante era el dueño, probablemente tendría una hipoteca y, una vez averiguado el banco, se podría tener una idea del estado de sus finanzas. Debía de haber un medio de descubrir si la ciudad le había concedido alguna licencia y si tenía pasaporte. En los archivos de las compañías aéreas habría constancia de si viajaba por Italia o a otros países y con qué frecuencia. Si poseía alguno de los abonos especiales que ofrecía el ferrocarril, habría una lista de los billetes que compraba. Las facturas del teléfono, tanto del fijo de su casa como del telefonino, revelarían quiénes eran sus amigos y asociados. También indicarían si desde aquella dirección se gestionaba una empresa comercial. Finalmente, estaban las tarjetas de crédito, que suelen ser verdaderas minas de información.

Brunetti permanecía sentado frente al ordenador mientras por su cabeza desfilaban estas posibilidades. Se admiraba de la facilidad con que los servicios básicos de la vida moderna pueden retratar a una persona e invadir su vida privada.

Pero, y esto era lo más importante, se admiraba de su propia incapacidad para averiguar ni siquiera la primera de estas cosas. Él sabía que toda esta información tenía que estar escondida en su ordenador, pero carecía de la habilidad para encontrarla. Miró a Pucetti: a su lado estaba la aspirante Trevisoi.

– Tratar de investigarlo nosotros sería perder el tiempo -dijo Brunetti, empleando deliberadamente el plural.

Observó cómo Pucetti reprimía el impulso de contradecirle. Durante los últimos años, el joven agente había aprendido de la signorina Elettra algunas de las tácticas útiles para saltar las barreras de la autopista de la información. Pucetti dirigió una rápida mirada a la muchacha que estaba a su lado, y Brunetti casi pudo oír cómo chirriaba el orgullo varonil de su subordinado al asentir éste a pesar suyo:

– Quizá sea lo mejor pedir a la signorina Elettra que eche un vistazo -convino Pucetti finalmente.

Satisfecho con la respuesta del agente y tomando en consideración que Trevisoi era joven, atractiva y mujer, Brunetti se levantó para ceder la silla a Pucetti.

– Cuatro ojos siempre verán más que dos -dijo Brunetti y, dirigiéndose a Trevisoi, añadió-: Pucetti es uno de nuestros especialistas en recuperación de datos.

– ¿Recuperación de datos, señor? -dijo ella con un aire de inocencia que hizo sospechar a Brunetti que quizá detrás de aquel par de ojos oscuros había algo más de lo que él pensara en un principio.

– Espionaje -aclaró el comisario-. Pucetti es muy hábil en eso, pero la signorina Elettra lo es todavía más.

– La signorina Elettra es la mejor -dijo Pucetti dando vida a la pantalla con unas pulsaciones.


Camino del despacho de la aludida, Brunetti decidió abstenerse de repetir el elogio de Pucetti. Cuando él entró, la signorina Elettra salía del despacho del vicequestore Patta, su superior. Hoy vestía camiseta negra y pantalón holgado de lino negro por cuyo borde inferior asomaban unas bambas Converse amarillas, sin calcetines. Ella le dedicó un risueño saludo.

– Mire -dijo acercándose a su silla y señalando a la pantalla del ordenador. Quizá como concesión al calor, se había recogido el pelo en la nuca con una cinta verde.

Brunetti se situó detrás de ella mirando a la pantalla. Vio lo que parecía la página de un catálogo de ordenadores, presentados en simétricas hileras, todos ellos, a los ojos de Brunetti, perfectamente idénticos. Él se preguntó si, finalmente, irían a comprar uno para su despacho: no existía otra razón por la que ella tuviera que mostrárselos. Tanta consideración lo conmovió.

– Muy bonitos -dijo con voz neutra, procurando reprimir todo asomo de codicia.

– Sí que lo son. Los hay casi tan buenos como el mío. -Ella señaló la imagen de uno de los ordenadores que aparecían en la pantalla y dijo de él números y palabras ininteligibles para Brunetti, como: «2.33», «1333», «megahercios» y «gigabites»-. Ahora mire esto -dijo ella haciendo avanzar la imagen hasta la lista de los precios correspondientes a cada uno de los modelos-. ¿Ve el precio de éste? -preguntó señalando el tercer número.

– Mil cuatrocientos euros -leyó Brunetti. Ella lanzó un leve gruñido de asentimiento, pero no dijo nada, y él preguntó-: ¿Es buen precio? -Lo halagaba que el Ministerio de Justicia estuviera dispuesto a invertir en él semejante cantidad, pero la modestia le impidió manifestarlo.

– Es muy buen precio -dijo ella. Pulsó varias teclas, y la imagen de la pantalla fue sustituida por una larga lista de nombres y números-. Ahora mire esto -dijo señalando una de las partidas.

– ¿Es el mismo ordenador? -preguntó él después de leer el nombre y número del modelo.

– Sí.

Brunetti vio el importe que aparecía a la derecha.

– ¿Dos mil doscientos? -preguntó.

Ella asintió, pero no hizo comentario.

– ¿De dónde ha salido el primer precio?

– De una empresa on-line de Alemania. Los ordenadores vienen programados en italiano, con teclado italiano.

– ¿Y los otros?

– Los otros ya han sido encargados y pagados -dijo ella-. Lo que ha visto es la orden de compra.

– Pero esto es un disparate -dijo Brunetti, empleando inconscientemente la misma expresión y el mismo tono con los que su madre solía referirse al precio del pescado.

Sin decir palabra, la signorina Elettra retrocedió hasta el inicio del documento, donde apareció el membrete «Ministro del Interno».

– ¿Pagan ochocientos euros más? -preguntó él sin saber si tenía que asombrarse o indignarse, o las dos cosas.

Ella asintió.

– ¿Cuántos han comprado?

– Cuatrocientos.

El cálculo le llevó sólo segundos.

– Son trescientos veinte mil euros más. -Ella no dijo nada-. ¿Es que esa gente no sabe lo que es el descuento por cantidad? El precio disminuye, no aumenta.

– Cuando el comprador es el Gobierno rigen otras reglas, comisario -respondió ella.

Brunetti dio un paso atrás para alejarse del ordenador y se situó al otro lado de la mesa.

– En estos casos, ¿quién hace la compra? Me refiero a la persona.

– Supongo que algún burócrata de Roma.

– ¿Y nadie controla lo que hace? ¿No compara precios y ofertas?

– Oh -respondió ella con audible displicencia-, pues claro que tiene que haber alguien que controla, estoy segura.

Transcurrió mucho tiempo durante el cual Brunetti sopesó posibilidades. El hecho de que una persona pudiera adquirir un objeto por ochocientos euros más de lo que costaba otro objeto idéntico significaba que la persona encargada de supervisar la operación no pondría objeciones, dado que se trataba de dinero del Gobierno y, muy especialmente, dado que sólo esas dos personas intervenían en el proceso de selección de ofertas.

– ¿Y a nadie le preocupa esto? -preguntó Brunetti maquinalmente.

– A alguien tiene que preocupar, comisario -respondió ella. A continuación, con una vivacidad casi beligerante, preguntó-: ¿Por qué quería verme, comisario?

Rápidamente, él le explicó el caso de la tía de Vianello, le habló de las retiradas de fondos que hacía, le dio el nombre y la dirección de Stefano Gorini y le pidió que, si tenía tiempo, averiguara algo sobre él.

Ella tomó nota del nombre y la dirección, y preguntó:

– ¿Es la tía casada con el electricista?

– Ex electricista -rectificó Brunetti, y respondió-: Sí.

La joven lo miró muy seria y movió la cabeza.

– Yo diría que es como ser cura o médico -dijo.

– ¿A qué se refiere?

– A lo de ser electricista, comisario. Creo que, una vez empiezas, tienes una especie de obligación moral de seguir. -Le dejó un tiempo para reflexionar y, como él no hiciera comentario, añadió-: Nada es peor que la oscuridad.

Por su experiencia de residente en una ciudad en la que muchas casas aún tenían cables que habían sido instalados cincuenta o sesenta años atrás, Brunetti comprendió inmediatamente lo que ella quería decir y tuvo que responder:

– Sí. Nada es peor.

La pronta anuencia del comisario pareció satisfacerla, y preguntó:

– ¿Es urgente?

Habida cuenta de que, probablemente, tampoco era legal, Brunetti respondió:

– En realidad, no.

– Entonces lo dejaré para mañana, comisario.

Antes de salir del despacho, él dijo señalando el ordenador con el mentón:

– De paso, ¿podría ver lo que encuentra sobre un ujier del Tribunale que se llama Araldo Fontana?

Brunetti no le dio el nombre de la jueza Coltellini, no por escrúpulo de revelar información policial a una empleada civil -ya hacía tiempo que había dejado a un lado los infantilismos- sino porque no deseaba atosigarla con un tercer nombre. Sólo la aparente inclinación de Brusca a defender a aquel hombre le había despertado curiosidad.

Aún hizo otra pregunta antes de marcharse:

– ¿Dónde ha encontrado esa información sobre los ordenadores, signorina?

– Oh, todo está en los archivos públicos, señor. Sólo hay que saber dónde mirar.

– Y usted se dedica a ir de pesca, a ver qué sale de las carpetas.

– Sí, señor -sonrió ella-. Me parece que podríamos llamarlo ir de pesca. Me gusta la expresión.

– Y usted nunca sabe lo que pescará, imagino.

– Nunca -dijo ella y, señalando el papel en el que había anotado los nombres que él le había dado, aña-dio-: Además, eso me mantiene en forma para cuando se presentan cosas interesantes.

– ¿No es interesante el resto de su trabajo, signorina?

– Siento decirle, dottore, que la mayor parte no lo es. -Apoyó la barbilla en la palma de la mano y apretó los labios en una mueca de resignación-. Es triste que la mayoría de las personas para las que trabajo sean tan aburridas.

– Es una desgracia muy extendida, signorina -dijo Brunetti y salió del despacho.

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