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Cuando el ispettore Vianello entró en el despacho, Brunetti casi había consumido la fuerza de voluntad que lo mantenía sentado ante su mesa. Había leído un informe sobre narcotráfico en el Véneto, informe en el que no se hacía mención de Venecia; había leído otro informe con la propuesta de traslado de dos nuevos agentes a la Squadra Mobile, antes de advertir que su nombre no figuraba en la lista de las personas que debían leerlo; y ahora iba por la mitad de un anuncio ministerial sobre cambios en las disposiciones que regulaban la prejubilación. Aunque decir que leía era exagerar la atención que el comisario dedicaba al texto. El papel descansaba en la mesa y él miraba por la ventana, con la esperanza de que entrase alguien a echarle un cubo de agua fría en la cabeza, o de que lloviera, o de caer en éxtasis para escapar del calor almacenado en su despacho y del marasmo que se apoderaba de toda Venecia en el mes de agosto.

Así pues, ni Deus ex machina habría sido mejor recibido que Vianello, que venía con la Gazzetta dello Sport en la mano.

– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti señalando el diario color de rosa y acentuando la última palabra con innecesario énfasis. Él sabía lo que era, desde luego, pero no la razón por la que se encontraba en manos de Vianello.

El inspector miró el periódico como sorprendido, también él, de verlo allí.

– Lo he encontrado en la escalera. Pensaba bajarlo a la oficina de los agentes.

– Por un momento, pensé que era tuyo -sonrió Brunetti.

– No lo menosprecies -dijo Vianello dejando caer el periódico en la mesa al sentarse-. La última vez que lo abrí, vi un artículo bastante largo sobre unos equipos de polo de los alrededores de Verona.

– ¿De polo?

– Eso decía. Por lo visto, hay siete equipos de polo en este país, o quizá sólo en Verona.

– ¿Con ponis, uniformes blancos y cascos? -preguntó Brunetti.

Vianello asintió.

– Había fotos. El marqués de tal y el conde de cual, y casas de campo y palazzi.

– ¿Seguro? ¿No te habrá afectado el calor y estarás confundiéndolo con algo que has leído en…, no sé…, Chi?

– Tampoco leo Chi -dijo Vianello, con remilgo.

– Nadie lee Chi -convino Brunetti, que nunca había oído a alguien reconocer tal cosa-. La información de los reportajes la transmiten los mosquitos. Te pican y te va directamente al cerebro.

– ¿Y soy yo el que sufre los efectos del calor? -dijo Vianello.

Callaron un momento, en amigable laxitud, incapaz uno y otro de reunir la energía necesaria para hablar del calor. Vianello echó el cuerpo adelante y el brazo atrás para despegarse de la espalda la camisa de algodón.

– En el continente es aún peor -dijo el inspector-. Los de Mestre han dicho que ayer tarde, en la oficina principal, estaban a cuarenta y un grados.

– Creí que tenían aire acondicionado.

– Roma ha dictado una norma que prohíbe su utilización, para evitar apagones como los que tuvieron hace tres años. -Vianello se encogió de hombros-. O sea, que es mejor esto; nosotros, por lo menos, no estamos encerrados en una caja de cristal y cemento, como ellos. -Miró a las ventanas del despacho de Brunetti, abiertas de par en par a la luz de la mañana. Las cortinas se movían; lánguidamente, pero se movían.

– ¿De verdad tenían desconectada la refrigeración? -preguntó Brunetti.

– Eso me dijeron.

– Yo no lo habría creído.

– Ni yo lo creí.

Se quedaron en silencio hasta que Vianello dijo:

– Quiero preguntarte una cosa.

Brunetti lo miró y movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil hacer esto que hablar.

Vianello se inclinó hacia adelante, pasó la mano por el periódico y otra vez echó el cuerpo hacia atrás.

– ¿Tú nunca…? -empezó, se interrumpió, como buscando las palabras, y prosiguió-: ¿… lees el horóscopo?

Brunetti dejó transcurrir un momento antes de responder:

– Conscientemente, no. -Al observar la extrañeza de Vianello, explicó-: Quiero decir que no recuerdo haber abierto un periódico buscando esa sección. Pero, si lo encuentro abierto por esa página, la miro, sí. Aunque distraídamente. -Pensando que quizá no se había expresado con suficiente claridad, se interrumpió, esperando una explicación y, como ésta no llegaba, preguntó-: ¿Por qué?

Vianello se revolvió en la silla, se levantó para alisarse las arrugas del pantalón y volvió a sentarse.

– Es mi tía, la hermana de mi madre. Anita, la última que queda. Ella lo lee todos los días. Si se cumplen o no las predicciones no importa, aunque nunca son muy explícitas. «Vas a hacer un viaje.» Al día siguiente, ella va al mercado de Rialto a comprar verdura. Ya es un viaje, ¿no?

Hacía años que Vianello hablaba de su tía Anita, la hermana favorita de su difunta madre y también su tía favorita, probablemente, porque era la persona de más carácter de toda la familia. En los años cincuenta, Anita se casó con un aprendiz de electricista que, pocas semanas después de la boda, se fue a Turín en busca de trabajo. Ella tuvo que esperar casi dos años para volver a verlo. Zio Franco tuvo suerte y encontró trabajo en la Fiat, donde pudo seguir cursos de formación y convertirse en maestro electricista.

Zia Anita se reunió con él en Turín, y allí estuvo seis años. Después del nacimiento de su primer hijo, se trasladaron a Mestre, donde él se estableció por su cuenta. La familia crecía y el negocio prosperaba. Él se retiró con casi ochenta años y, para sorpresa de sus hijos, nacidos todos en la terraferma, el matrimonio regresó a Venecia. Si le preguntabas por qué ninguno de sus hijos había venido con ellos, la tía Anita decía:

– Esos chicos tienen gasolina en las venas, no agua de mar.

Brunetti estaba dispuesto a escuchar con agrado todo lo que Vianello tuviera que decir de su tía. Esto le distraería del afán de levantarse cada cinco minutos y acercarse a la ventana para ver si… ¿Si qué? ¿Si empezaba a nevar?

– Y ahora le da por verlo en televisión -continuó Vianello.

– ¿El horóscopo? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la sorpresa. Él veía poca televisión, sólo cuando alguien de la familia le obligaba, y no estaba enterado de lo que podías encontrar allí.

– Sí, y sobre todo los programas de los que echan las cartas y de la gente que dice que puede adivinarte el futuro y resolver tus problemas.

– ¿Echadores de cartas? -sólo supo repetir el comisario-. ¿Por la tele?

– Sí. Llamas por teléfono y esa persona te echa las cartas y te dice lo que debes vigilar, o promete ayudarte si estás enfermo. Bueno, eso me han dicho mis primos.

– ¿Te dice que debes andarte con ojo para no rodar por la escalera o para que no te pille desprevenida la llegada de un desconocido alto y moreno? -preguntó Brunetti.

Vianello se encogió de hombros.

– No sé. Nunca veo esos programas. Todo eso me parece ridículo.

– Ridículo no, Lorenzo -aseguró Brunetti-. Extraño, quizá, pero no ridículo. Y, si bien se mira, quizá ni siquiera sea tan extraño.

– ¿Por qué?

– Porque es una anciana, y todos nos inclinamos a pensar que las ancianas creen en esas cosas. Si Paola me oyera, o Nadia, dirían que tengo prejuicios contra las mujeres y contra los viejos.

– ¿No se quemaba a las brujas por esas cosas? -preguntó Vianello.

Aunque Brunetti había leído largos pasajes de Malleus Maleficarum, aún no se explicaba por qué se quemaba, sobre todo, a las ancianas. Quizá porque muchos hombres son estúpidos y sádicos y las ancianas son débiles e indefensas. Se encogió de hombros en lugar de responder.

Vianello se volvió hacia la ventana y la luz. Brunetti comprendió que no debía insistir en el tema. El ispettore diría lo que tuviera que decir cuando llegara el momento. Brunetti dejó que contemplara la luz y aprovechó la pausa para examinar a su amigo. Vianello nunca había soportado bien el calor, pero este verano parecía más afectado que nunca. El pelo, empapado en sudor, parecía clarearle más de lo que Brunetti recordaba. Y tenía la cara abotargada, sobre todo, alrededor de los ojos. Vianello puso fin a su contemplación y preguntó:

– ¿Piensas realmente que las ancianas creen más en esas cosas?

Brunetti reflexionó antes de responder:

– No lo sé. ¿Quieres decir más que el resto de nosotros?

Vianello asintió y de nuevo se volvió hacia la ventana, como para animar a las cortinas a avivar el movimiento.

– Por lo que me has contado de ella todos estos años, no parece de esa clase de personas -dijo Brunetti finalmente.

– No lo es -dijo Vianello-. Y eso hace que el caso sea tan extraño. Ella siempre ha sido el cerebro de la familia. Mi tío Franco es un buenazo y ha sido siempre muy trabajador, pero a él nunca se le habría ocurrido poner un negocio por su cuenta. Ni, si me apuras, habría tenido capacidad para sacarlo adelante. Pero ella sí, y llevó la contabilidad hasta que su marido se retiró y regresaron a Venecia.

– No parece la clase de persona que empieza el día averiguando qué novedades hay en la casa de Acuario -observó Brunetti.

– Es eso lo que no entiendo -dijo Vianello levantando las manos en ademán de desconcierto-. Si es o no es de esa clase. Quizá eso sea una especie de rito particular que siguen algunas personas. No sé, como no salir de casa sin mirar la temperatura o enterarte de qué famosos cumplen años el mismo día que tú. Personas de las que nunca lo dirías. Parecen completamente normales y un día te enteras de que no se van de vacaciones si el horóscopo no les dice que pueden viajar sin peligro. -Vianello se encogió de hombros y repitió-: No sé.

Cuando comprendió que el inspector no tenía nada que añadir, Brunetti dijo:

– Aún no sé por qué me lo preguntas, Lorenzo.

– Ni yo estoy seguro de saberlo -reconoció Vianello con una gran sonrisa-. Procuro ir a verla por lo menos una vez a la semana y en mis últimas visitas he visto que tenía revistas de ésas por toda la casa. Y bien a la vista. Tu Horóscopo, La Sabiduría de los Pueblos Antiguos. Esas cosas.

– ¿Le hablaste de ellas?

Vianello movió la cabeza negativamente.

– No me atreví. -Miró a Brunetti y añadió-: Me pareció que podía molestarse si preguntaba.

– ¿Por qué lo dices?

– No sé por qué. -Vianello sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente-. Ella me vio mirarlas, bueno, se dio cuenta de que las había visto. Y no dijo nada. No dijo, por ejemplo, que uno de sus chicos las había dejado allí, o que las había olvidado una amiga que había ido a verla. No; nada. Me refiero a que lo normal sería haber dicho algo. Porque es como si hubiera tenido en su casa revistas de caza y pesca o…, qué sé yo, de motos. Pero ella, como si no existieran. Y esto es lo que me preocupa. -Miró fijamente a Brunetti y preguntó-: ¿Tú no dirías algo?

– ¿Decir algo a ella?

– Sí. Imagina que es tu tía.

– Quizá. O quizá no -dijo Brunetti, y luego preguntó-: ¿Y tu tío? ¿No podrías preguntarle a él?

– Supongo que sí, pero el zio Franco reacciona como la mayoría de los de su generación, que todo lo toman a broma, te dan palmadas en la espalda y te invitan a un trago. Es el mejor de los hombres pero no presta mucha atención a nada.

– ¿Ni a su mujer?

Vianello tardó en responder.

– Probablemente. -Hizo otra pausa y añadió-: Por lo menos, no lo demuestra. Yo diría que los hombres de su generación no se ocupaban mucho de la familia.

Brunetti movió la cabeza en un gesto de asentimiento y tristeza. No; ellos no prestaban mucha atención a la mujer ni a los hijos, sólo a los amigos y colegas. A menudo había pensado en esta diferencia de… No sabía muy bien de qué. ¿De mentalidad? Quizá no fuera más que cuestión de cultura: él conocía a muchos hombres que aún pensaban que mostrar sensibilidad era signo de debilidad.

No recordaba cuándo fue la primera vez que se le ocurrió preguntarse si su padre amaba a su madre, o los amaba a él y a su hermano. Brunetti siempre había dado por descontado que sí: es lo que piensan los niños. Pero las manifestaciones de cariño eran escasas: días de completo silencio, ocasionales estallidos de cólera y sólo de tarde en tarde algún que otro momento afectuoso, en el que el padre les decía lo mucho que los quería.

Sin duda, el padre de Brunetti no era ese hombre al que uno le cuenta sus secretos o le hace confidencias. Era un hombre de su tiempo, un hombre de su clase, y de su cultura. ¿Era sólo cuestión de carácter? Trató de recordar qué hacían los padres de sus amigos, pero nada le venía a la memoria.

– ¿Crees que nosotros queremos más a nuestros hijos? -preguntó a Vianello.

– ¿Más que quién? ¿Y quién es «nosotros»? -replicó el inspector.

– Los hombres. Nuestra generación. ¿Más que nuestros padres?

Vianello volvió a inclinarse hacia adelante, para despegar la camisa del respaldo de la silla.

– No lo sé. De verdad que no. -Giró el tronco, dio varios tirones a la camisa y se pasó el pañuelo por el cogote-. Quizá lo único que hayamos hecho es adquirir nuevos convencionalismos. O quizá se espere que nos comportemos de otra manera. -Echó el cuerpo hacia atrás-. No sé.

– ¿Por qué me lo cuentas? -preguntó Brunetti-. Me refiero a lo de tu tía.

– Será porque quería saber cómo sonaba, y si, oyéndome decirlo en voz alta, descubría si debía preocuparme.

– Lorenzo, yo no me preocuparía mientras no quiera leerte la palma de la mano -dijo Brunetti tratando de despejar el ambiente.

Vianello lo miró, compungido.

– Quizá no tarde mucho -dijo, en un vano intento de bromear-. ¿Te parece que se puede tomar café con este calor?

– ¿Por qué no?

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