18

Al día siguiente hacía todavía más calor, si cabe, y Brunetti se despertó poco después de las seis entre sábanas húmedas y con la vaga sensación de haber dormido a intervalos. En ausencia de la Policía del Agua, se permitió el lujo de darse una ducha larga; primero caliente, después fría y otra vez caliente. Y, lo que es peor, se afeitó en la ducha, delito de lesa ecología que le habría valido duros reproches de sus dos hijos.

No se molestó en hacerse el café sino que entró en el primer bar que encontró y luego se fue a Bailarín a por un cappuccino y un brioche. Había comprado los diarios en su edicola y abrió la segunda sección de Il Gazzettino en la mesita de la pasticceria. Entre sorbo y sorbo, estudió el titular: «Funcionario del Tribunale, asesinado». Bien, hasta este punto, nada que objetar. La información era de una precisión sorprendente: hora en que se había descubierto el cadáver y posible causa de la muerte.

A partir de aquí, la crónica derivaba hacia lo que Brunetti consideraba «estilo Gazzettino». Los compañeros de trabajo de la víctima hablaban de las muchas virtudes del difunto, de su seriedad y su entrega a la causa de la justicia, de su pobre madre, viuda, que había perdido a su único hijo. Y a continuación, como de costumbre, venía la maliciosa insinuación -cuidadosamente disfrazada de especulación inocente, desde luego- acerca de las posibles causas del terrible crimen. ¿Estaría la víctima realizando alguna práctica que le había ocasionado la muerte? ¿Su cometido en el Tribunale le habría dado acceso a información peligrosa? Nada se afirmaba y todo se daba a entender.

Brunetti dobló el diario, pagó y prosiguió la marcha, mientras el calor iba en aumento. Cuando llegó a su despacho, mucho antes de las ocho, hizo una lista de las cosas que debía atender: la primera, la autopsia que se habría hecho la noche antes. Luego, los parientes paternos de Fontana: quizá Vianello los habría localizado. También necesitaba los nombres de las personas involucradas en los varios casos en los que la jueza Coltellini había demorado sus decisiones. ¿Y por qué Fontana y su madre pagaban al signor Puntera un alquiler irrisorio?

Se acercó a la ventana, en la que la cortina colgaba lacia y consultó con la fachada de San Lorenzo cómo empezar a actuar.

Cediendo a una súbita impaciencia, Brunetti llamó al Ospedale Civile y fue informado de que el dottore Rizzardi estaría allí toda la mañana. Después de dar su nombre, pidió que avisaran al médico de que él iba hacia allí y salió de la questura. Cuando llegó a Campo SS. Giovanni e Paolo tenía la chaqueta y la camisa pegadas a la espalda y molestas rozaduras en los pies. Mientras cruzaba el campo ponía en duda su cordura por haber decidido venir andando.

Fue al despacho de Rizzardi, pero allí le dijeron que el doctor aún estaba en el depósito. Esta sola palabra tuvo el efecto de atemperar el calor que tenía metido en el cuerpo. El aire que lo envolvió al empujar las puertas del depósito acabó de disiparlo. Aún tenía la ropa pegada al cuerpo, pero ahora la sensación ya no era de un calor agobiante sino de un frío siniestro.

Vio con alivio que Rizzardi ya estaba en la pila, lavándose las manos. El que las pilas del depósito fueran tan hondas, y su parte frontal tan baja, siempre le había producido un vago malestar, pero no se atrevía a preguntar la razón.

– He venido porque quería que habláramos de Fontana -dijo mirando en torno. A la izquierda de Rizzardi se veían tres figuras tapadas con sábanas.

– Sí -dijo Rizzardi secándose las manos con una fina toalla verde. Se secó cuidadosamente cada dedo de una mano por separado, pasó la toalla a la otra mano y repitió la operación.

– Lo mataron de tres golpes en la cabeza, de modo que si alguien piensa que murió de una caída, que lo olvide: no pudo caerse tres veces. -El médico dejó de frotarse las manos-. Tiene un hematoma en la sien izquierda que indica que recibió un golpe ahí, quizá un puñetazo.

– ¿Fue la estatua?

– ¿Lo que lo mató? -preguntó el médico y, al ver que Brunetti asentía, dijo-: Indiscutiblemente. En ella había sangre y sustancia encefálica, y la forma de las heridas coincide con la de la cabeza de la estatua. -Brunetti prefirió no preguntar adonde había ido a parar la estatua. Rizzardi dobló la toalla por la mitad horizontalmente y la colgó del borde de la pila-. Una hipótesis sería que alguien lo golpeó, y eso explicaría el hematoma, y él se cayó sobre la estatua. -Rizzardi se inclinó y puso la mano a unos cuarenta centímetros del suelo-. La cabeza del león queda a esta altura, el golpe habría sido fuerte. -Se irguió y añadió-: Entonces el asesino no habría tenido más que levantarle la cabeza y golpearla contra la estatua. Habría sido relativamente fácil.

– ¿Cuánto habría tardado en morir?

– Cualquiera de los golpes lo habría matado, pero la sangre habría tardado en inundar el cerebro y bloquear las funciones del cuerpo.

– ¿No tenía posibilidad?

– ¿De qué?

– ¿Si lo hubieran encontrado antes?

Rizzardi se volvió, se apoyó de espaldas en la pila y cruzó los tobillos y los brazos. Como Rizzardi no llevaba más que una fina camisa y pantalón de algodón debajo de la bata, Brunetti, molesto por la refrigeración, se preguntó si el médico adoptaba esta postura para protegerse del frío. Observó a Rizzardi procesar la pregunta como el que revisa la información que contiene la respuesta.

– No -dijo el médico-. No es probable. No después del segundo y tercer golpes. Tiene unas marcas, muy débiles, a los lados de la barbilla y del cuello, por donde debieron de agarrarlo. -Rizzardi levantó las manos e hizo ademán de estrujar-. Pero yo diría que el agresor o llevaba guantes o se cubrió las manos con algo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Por las marcas. Serían más profundas, con los bordes más definidos, y están un poco difusas. Por otra parte, las uñas del asesino se le habrían clavado en lapiel, por cortas que las tuviera. -Levantó las manos, como para repetir el gesto, pero las dejó caer.

El médico se quitó la bata y la colgó del borde de la pila, perfectamente alineada con la toalla.

– Hay otra cosa -dijo Rizzardi-. Su tono captó la atención de Brunetti-. Semen. -Al pronunciar esta palabra, el médico señaló con la barbilla las tres figuras de las mesas, pero como en la misma dirección estaba la cámara del depósito, Brunetti no reaccionó. Había leído en relatos históricos casos de eyaculación espontánea de ahorcados; quizá se trataba de algo similar. O quizá Fontana había estado con una mujer poco antes de volver a casa. Dado el carácter de su madre, parecía lógico que procurase mantenerla ignorante de sus andanzas. Cuando el silencio de Brunetti se hubo prolongado lo suficiente, Rizzardi dijo-: En el ano.

Oddio -exclamó Brunetti mientras esta prueba tangible dibujaba en su mente una figura muy distinta de la creada por la mera suposición.

– ¿Suficiente para identificar al hombre? -preguntó Brunetti.

– Si lo encuentran -respondió Rizzardi.

– ¿La muestra nos dirá algo sobre él?

¿Qué sonido puede tener el gesto de encogerse de hombros? ¿Y suena lo mismo cuando está acompañado del zumbido de un aparato de refrigeración? En cualquier caso, ese sonido le pareció oír a Brunetti cuando Rizzardi respondió:

– El tipo de sangre, pero para cualquier otra cosa se necesita una muestra del otro.

– ¿Cuánto se tardará en averiguar el tipo de sangre? -preguntó Brunetti.

– Se podría saber en tres días -empezó Rizzardi-. Pero…

– Pero estamos en agosto -terminó Brunetti por él.

– Exactamente. Por lo tanto, podría tardar una semana.

– ¿O más?

– Quizá.

– ¿No se puede pedir con urgencia?

– Estoy seguro de que, mientras estamos hablando, todos los policías de esta ciudad están haciendo la misma pregunta al médico légale y el médico la hace al laboratorio.

– ¿Lo cual quiere decir que no serviría de nada?

Rizzardi se apartó unos pasos de la pila y se paró al lado de la cabeza de una de las figuras. Un súbito escalofrío partió del centro de la húmeda espalda de Brunetti.

– Una vez mandé al laboratorio unas muestras de ADN -dijo el médico-. Eran para un caso de Mestre, y los resultados tardaron dos semanas.

– Comprendo -dijo Brunetti. Se volvió ligeramente, procurando moverse con naturalidad y dio unos pasos hacia la puerta del pasillo. Se paró, tosió ligeramente, como por efecto del frío, y dijo-: Ettore, debo hacerle una pregunta, y le aseguro que tengo un buen motivo para hacerla, créame.

La mirada de Rizzardi era ecuánime.

– ¿De qué se trata? ¿O de quién?

– De la signorina Montini. Elvira.

Brunetti tuvo que esperar la respuesta.

Distraídamente, Rizzardi alargó la mano hacia una punta de la sábana que cubría una de las figuras, y Brunetti sintió una opresión en el pecho, pero el médico no hizo más que alisar un pliegue de la tela. Con los ojos fijos en la sábana, Rizzardi dijo:

– Es de lo mejor de este hospital. Me ha hecho muchos favores durante años. Más de una década.

– Admiro su lealtad, Ettore, pero puede estar involucrada con quien no debería estarlo.

– ¿Con quién?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Todavía no estoy seguro.

– ¿Pero lo estará?

– Creo que sí.

– ¿Me promete una cosa? -preguntó Rizzardi mirándolo finalmente. Hacía muchos años que se conocían y Rizzardi nunca le había pedido un favor.

– Si es posible.

– ¿La avisará, si hay tiempo?

Brunetti no sabía lo que esto podía significar, qué componenda ni qué subterfugio.

– Si hay tiempo. Sí.

– Bien -dijo Rizzardi relajando el gesto, pero sólo un poco-. Hace un año, sus compañeros empezaron a notar algo raro. O, por lo menos, empezaron a hablarme de ello. Tiene cambios de humor, unos días se la ve triste, y otros, eufórica, pero nunca durante más de unos días. Antes su trabajo era intachable: era un modelo para todo el laboratorio.

– ¿Y ahora?

Rizzardi dio la espalda a la figura yacente y, manteniéndola entre sí y Brunetti, empezó a andar hacia la puerta. Poco antes de llegar, se volvió y miró a los ojos al comisario.

– Ahora llega tarde, o no se presenta. Y comete errores, confunde las muestras, se le caen las cosas. Todavía no ha hecho nada que cause daño a un paciente, pero la gente empieza a temer que eso pueda ocurrir. Uno de los hombres que trabajan con ella me dijo que hace como si no tuviera valor para marcharse y quisiera que la echaran. -Rizzardi calló.

– ¿Cómo es ella? -preguntó Brunetti.

– Es buena persona. Introvertida, solitaria, no muy atractiva. Pero buena. Por lo menos, eso diría yo. Aunque ¿quién sabe?

– Sí, quién sabe -confirmó Brunetti-. Gracias por decírmelo. -Y, sintiéndose en la obligación de respetar una promesa que no comprendía, añadió-: Haré lo que pueda.

– Bien -dijo Rizzardi. Abrió la puerta y salió dejándola abierta, y Brunetti no se demoró en seguirlo al calorcillo del corredor.


Brunetti se dirigió a la salida andando despacio. Pasó por delante de la cafetería, ocupada por personas en pijama o en ropa de calle, cruzó el césped de lo que había sido el claustro de los frailes y se sentó en un murete. Como el submarinista que sube a la superficie, necesitaba aclimatarse a la alta temperatura exterior antes de exponerse otra vez al sol. Allí sentado, se puso a pensar en el difunto Fontana, evaluando los hechos desde otro punto de vista. Él nunca conocería los sentimientos de aquel hombre hacia su madre: en ningún hombre eran simples. Pero sus atenciones para con la jueza Coltellini debían interpretarse ahora de otro modo. No se trataba de un amor desdichado ni de afectos no correspondidos. ¿Qué había dicho la signorina Elettra? ¿Que él parecía estarle agradecido, como un devoto está agradecido a la Madonna cuando su plegaria es escuchada? Pero, si su plegaria no tenía nada que ver con la magia del romanticismo, ¿con qué? Entonces le vinieron a la cabeza las palabras de Brusca: si quitas sexo, sexo y sexo, no te queda más que dinero, dinero y dinero.

Un gato gris cruzó el césped y trepó al murete. Brunetti extendió la mano y el gato oprimió la cabeza contra ella. Él le frotó detrás de las orejas y el animal se tumbó a su lado. Durante unos minutos, estuvo acariciándole las orejas al gato hasta que éste se quedó dormido. Brunetti, sorprendido, lo apartó con suavidad y dijo:

– Ya te advertí que no te pusieras el abrigo de piel -y regresó a la questura.

La signorina Elettra pareció alegrarse de verlo, pero no sonrió.

– Siento que le hayan interrumpido las vacaciones, comisario -le dijo.

– Yo también lo siento. Mi familia lleva jersey y enciende fuego por la noche.

– ¿Iba al Alto Adigio, verdad?

– Sí, pero no pasé de Bolzano.

Ella movió la cabeza, compadecida, y preguntó:

– ¿En qué puedo servirle, comisario?

– ¿Encontró los nombres de las personas implicadas en los casos de aquella lista? -preguntó él.

– Esta misma mañana -dijo ella señalando los papeles que tenía en la mesa, y Brunetti reconoció los documentos que le habían sido entregados-. Iba a subírselos después.

Brunetti miró el reloj y vio que aún no eran las once.

– Entonces he hecho bien en venir.

Ella le acercó los papeles.

– Dos de los casos se refieren al signor Puntera -dijo señalando los marcados en lápiz y bolígrafo rojo.

– El signor Puntera -dijo Brunetti-. Qué interesante. -Movió la cabeza de arriba abajo animándola a continuar.

– El primero es una demanda presentada por la familia de un joven que sufrió un accidente en uno de los almacenes del signor Puntera.

– ¿Aquí?

– Sí, señor. Todavía tiene dos almacenes cerca del Ghetto. Allí guarda el material de una de sus empresas que hace restauración de edificios.

– ¿Qué pasó?

– Ese muchacho…, el pobre, era su tercer día de trabajo…, acarreaba sacos de cemento a una barca que estaba en el canal, detrás del almacén. Otro trabajador los apilaba en la barca. En vista de que el chico no volvía, el de la barca entró a buscarlo y lo vio en el suelo; mejor dicho, vio los pies, porque él había quedado sepultado por una avalancha de sacos de cemento.

– ¿Qué había pasado?

– ¿Quién sabe? -preguntó ella retóricamente-. Nadie lo vio. La defensa afirma que el chico debió de tirar de uno de los sacos de abajo, o que ya no los había apilado bien en un principio. -En vista de que Brunetti no preguntaba, ella prosiguió-: Una de esas carretillas motorizadas, toros creo que los llaman, estaba cargando plataformas de sacos de arena, y el abogado de los demandantes dice que, al pasar por detrás de los sacos de cemento, debió de golpearlos desde el otro lado. El conductor lo niega. Dice que él estuvo toda la mañana en el otro extremo del almacén.

– ¿Qué le pasó al chico?

– Quedó boca abajo, sepultado por los sacos. Algunos se abrieron y el cemento se salió. Fractura de una pierna y un brazo pero lo peor fue la falta de oxígeno.

– ¿Y cómo está?

– Su abogado dice que como un niño pequeño.

María Vergine -murmuró Brunetti, al pensar en la consternación del muchacho, el terror, la espantosa sensación de estar enterrado-. Su abogado -repitió-. ¿Quién presentó la demanda?

– Sus padres. Va a necesitar atención toda la vida y ellos no quieren que lo internen en un hospital del Estado.

Brunetti asintió: ningún padre querría eso para su hijo. Ni para sí mismo. Ni para el vecino de enfrente.

– ¿Qué más?

– El abogado me dijo que al principio Puntera hizo una oferta a la familia para que retiraran la demanda. Ellos se negaron, y fueron a juicio, pero ha habido complicaciones desde el primer día. Retrasos y aplazamientos.

– Ya -dijo Brunetti. Miró el papel y vio que el accidente había ocurrido hacía más de cuatro años. ¿Y dónde estará él hasta que se resuelva el caso?

– En el hospital de Mestre, pero el fin de semana la familia se lo lleva a casa.

– ¿Y qué pasará? -preguntó Brunetti, a pesar de comprender que ella no tenía por qué saberlo.

Ella se encogió de hombros.

– Tendrán que aceptar la oferta de Puntera. Cualquiera sabe cuándo llegará el fallo. Algunos casos civiles llevan ocho años de espera. De modo que acabarán por claudicar. Son personas que no pueden estar pagando a abogados durante años.

– ¿Y el chico?

– El abogado dice que para todos ellos lo mejor sería que muriera, y también lo mejor para él.

Brunetti dejó pasar un rato antes de preguntar:

– ¿Y el otro caso?

– También se refiere a los almacenes. Él no es el dueño, los tiene alquilados, y el propietario quiere echarlo para construir apartamentos.

– Pronto -dijo Brunetti lanzando en derredor una mirada suplicante-, por favor, que alguien me cuente una historia que yo no haya oído antes en Venecia.

Pasando por alto esas palabras, ella continuó:

– Así que, mientras el caso se va demorando, él puede seguir utilizando los almacenes.

– ¿Cuánto hace que dura este caso?

– Tres años. Una vez, hasta sacó a la calle a sus trabajadores para que fueran a protestar delante de Ca' Farsetti, frente a la puerta que suele utilizar el alcalde.

– ¿Y Su Excelencia? ¿Qué táctica utilizó con ellos?

– ¿Se refiere a cómo apaciguó a los trabajadores haciéndoles comprender que estaba del lado de sus patronos?

Brunetti alzó las manos en ademán de reverencia, como si acabara de hablar la Sibila de Cumas:

– Nunca había oído definir con tanta precisión la filosofía política de ese hombre.

– Esta vez nuestro querido alcalde eludió la confrontación -explicó ella-. Alguien debió de advertirle de que sólo eran cinco trabajadores; no valía la pena tomarse la molestia.

– ¿Y qué hizo?

– Usó la puerta lateral.

– Otra prueba de su genialidad. ¿Y el caso?

– Parece ser que Puntera ha encontrado locales más grandes en Mestre y trasladará allí los almacenes el año que viene.

– ¿Y mientras tanto?

– Probablemente, el caso seguirá arrastrándose por los juzgados -dijo ella, como si esto fuera lo más natural del mundo.

Por curiosidad, él preguntó:

– ¿Y los otros casos de la lista? ¿Ha encontrado algo?

– No, dottore; no he tenido tiempo.

– No haga nada por el momento -decidió Brunetti-. Si habla otra vez con su amigo del Tribunale, trate de averiguar si sabe algo de la vida privada de Fontana.

– Por lo poco que pude observar el otro día en el café, me sorprendería que tuviera vida privada -dijo ella con seriedad.

– Quizá sea más exacto decir vida secreta -puntualizó Brunetti. Ella lo miró pero no dijo nada, y él prosiguió-: Rizzardi ha encontrado una prueba que indica que era gay.

Él la vio acusar sorpresa y reprocesar las impresiones recogidas durante su breve encuentro con Fontana.

– «Oh, los que tenéis ojos y no veis» -dijo poniendo la cara entre las manos y moviendo la cabeza-. Pues, claro. Claro.

Brunetti callaba, a fin de darle tiempo de examinar todas las posibilidades. Cuando la vio levantar la cabeza, le preguntó:

– Dada esta circunstancia, ¿cómo interpreta ahora su aparente adoración por la jueza Coltellini?

En lugar de responder, ella apoyó la barbilla en la palma de la mano y se oprimió el labio inferior con los de-dos, en la actitud que adoptaba para sumirse en sus pensamientos. Él la dejó entregada a la meditación y se acercó a la ventana, pero también allí estaba inerte el aire.

– O bien ella sabía algo de él y lo callaba, o bien le había hecho un favor y él quería pagárselo de algún modo -la oyó decir a su espalda. Él no respondió, esperando que ella continuara-. Me pareció una forma exagerada de gratitud -añadió.

– ¿Pudo influir el hecho de que ella sea jueza? -preguntó Brunetti.

– Quizá. Él parecía de extracción modesta. Podría ser que la amistad, aunque no sé si ésta es la palabra, con una jueza supusiera una especie de promoción social, una señal de estatus. -Ella hizo una pausa-. Algo que agradara a su madre -añadió.

– ¿Todavía hay quien piensa de ese modo? -preguntó Brunetti volviéndose hacia ella.

– Me parece que mucha gente no piensa en otra cosa -fue la rápida respuesta.

Brunetti asintió, y entonces recordó que aún tenía que preguntar a Vianello si había conseguido dar con algún pariente paterno de Fontana; pero, antes de salir del despacho, dijo:

– Le agradeceré que trate de averiguar si existe alguna relación entre la jueza Coltellini y Puntera.

Ella lo miró casi con admiración.

– Ah, sí, debí pensar en eso. El alquiler. Desde luego.

Él dio media vuelta para salir del despacho cuando recordó que necesitaba hallar la vía por la que su suegra pudiera ponerse en contacto con Gorini.

– También le agradeceré que vea cómo se entera la gente de los servicios, cualesquiera que sean, que ofrece el signor Gorini.

Ella se limitó a hacer con ambas manos un movimiento de ondulación señalando la pantalla del ordenador, como si el solo gesto fuera ya lo bastante explícito.

Brunetti ignoraba en qué medida esta sugerencia podía ser de utilidad para su suegra. No obstante, dio las gracias y volvió a su despacho.

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