25

Brunetti volvió a mover la cabeza afirmativamente, para indicar que esto no era nuevo para él. Con su voz más afable, dijo:

– Eso debía de hacerle la vida muy difícil.

Fontana se encogió de hombros casi imperceptiblemente y dijo:

– En cierto modo. Aunque no del todo.

– Lo siento, pero no comprendo -dijo Brunetti, aunque, pensando en la madre de Fontana, quizá sí comprendía.

– De ese modo, él podía separar sus afectos de su vida sexual. Él me quería a mí, quería a su madre y quería a su amigo Renato, pero nosotros… ¿Cómo le diría…? Nosotros estábamos descartados. -Calló un momento, como para meditar sobre lo que acababa de oírse decir y prosiguió-: Bien, supongo que también Renato estaba descartado. Yo creo que Araldo no soportaba que en su vida hubiera confusión, y de este modo la evitaba. O eso le parecía a él. No sé cómo explicarlo pero para mí tiene sentido. Conociéndolo, quiero decir. Cómo es. Era.

– Hace poco, signore, usted ha dicho que cree que ello pudiera tener que ver con su muerte -dijo Brunetti-. ¿Podría ser más explícito?

Fontana juntó las manos en el regazo con afectación y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

– Manteniendo la separación, él se consideraba libre…, no sé si ésta es la palabra…, libre para practicar el sexo anónimo. Cuando éramos jóvenes eso estaba dentro délo normal, imagino. Luego yo, en fin, yo cambié. Pero Araldo, no.

Cuando el silencio empezaba a prolongarse, Brunetti preguntó:

– ¿Él se lo dijo así?

Fontana se encogió de hombros y ladeó la cabeza al mismo tiempo.

– Más o menos.

– Perdón -dijo Brunetti-, no sé si le he entendido bien. -Probablemente, le había entendido, pero quería oír la explicación de Fontana.

– Él me decía cosas, contestaba preguntas, hacía insinuaciones -dijo Fontana, que de repente se levantó, pero era sólo para despegar el pantalón de la parte de atrás de los muslos; agitó las piernas para que la tela recuperara la caída y volvió a sentarse-. Yo sé lo que él quería decir, aunque no lo dijera.

– ¿Le dijo dónde? -preguntó Brunetti.

– Aquí y allá. En casas particulares.

– ¿No en la de él?

Fontana miró a Brunetti con severidad.

– ¿Usted ha visto a su madre? -preguntó.

– Desde luego -dijo Brunetti mirando a la mesa y, después, a Fontana.

A modo de disculpa por la brusquedad de su última frase, Fontana dijo:

– Un día en que fui a visitarles, el interfono estaba averiado y tuve que llamar a Araldo por mi telefonino para que bajara a abrirme. Cuando cruzábamos el patio, él se paró, agitó los brazos y dijo algo así como que aquello era su nido de amor.

– ¿Y usted qué dijo? -intervino Vianello.

Fontana apretó los labios y se los pellizcó con la mano derecha.

– Me sentí incómodo, hice como si no le hubiera oído. -Transcurrió un momento-. No sabía qué decir. De niños éramos uña y carne, pero no comprendí por qué tenía que decirme eso.

– Quizá también él se sintió violento -sugirió Brunetti y añadió, tratando de concretar-: ¿Nunca mencionó a alguien en particular, ni hizo un comentario que le permitiera identificar a alguno de sus… -se interrumpió, buscando la palabra: «amantes» no parecía apropiada, habida cuenta de lo que había dicho Fontana-… compañeros?

Fontana movió la cabeza negativamente.

– No. Nada. Araldo lo habría considerado poco ético. -Se quedó esperando a que ellos preguntaran y, en vista de que no era así, explicó-: Él no tenía inconveniente en hablar de su vida privada, pero nunca dijo nada de nadie: ni nombres, ni siquiera la edad. Nada.

– ¿Sólo que tenían que ser personas a las que él no quisiera? -preguntó Vianello con voz triste.

Fontana asintió.

A partir de aquí, la información que dio Fontana fue rutinaria: su primo nunca le presentó a nadie que no fuera un condiscípulo o un compañero de trabajo, ni le habló de nadie con especial afecto, a excepción de Renato Penzo, del que siempre dijo que era un buen amigo. Invariablemente iba de vacaciones con su madre y una vez dijo, bromeando, que eso era más trabajo que ir a trabajar.

Desde hacía varios meses, parecía nervioso y preocupado y, cuando Giorgio lo comentó, su primo le contó que tenía problemas en el trabajo y problemas en casa, pero no dio más explicaciones.

– Muchas de las personas con las que he hablado me han dicho que era un hombre bueno -dijo Brunetti-. También usted ha usado ese término. ¿Podría decirme qué quiere decir con eso?

En la cara de Fontana se pintó un gesto de confusión.

– Todo el mundo sabe lo que eso significa. -Miró a Vianello, buscando confirmación, pero el inspector guardó silencio.

Finalmente, Brunetti se permitió decir:

– Mucha gente no lo tendría por bueno, sabiendo que era homosexual.

– Qué absurdo -espetó Fontana-. Insisto, era un hombre bueno. Desde hace un año, ha estado recogiendo ropa para esa mujer…, esa criada…, ¿cómo se llama?

– ¿Zinka? -sugirió Brunetti.

– Sí. Recogía ropa para su familia y la enviaba a Rumania. Y sé que su amigo Penzo está tratando de conseguirle un permesso de soggiorno. Y con su madre tenía más paciencia que un santo. Habría hecho cualquier cosa para contentarla. Y era la honradez en persona. -Entonces, algo le vino a la memoria-: Ah, lo había olvidado. Hará unos dos meses me dijo que estaba pensando en mudarse, pero no quería ni imaginar el disgusto que se llevaría su madre.

– ¿Le dijo por qué?

Fontana movió la cabeza negativamente.

– Dijo cosas que no entendí. Sobre el trabajo y que no estaba bien que ellos vivieran en ese palazzo. Pero no dio más explicaciones.

– ¿Cree usted que se hubiera mudado? -preguntó Brunetti.

Fontana apretó los párpados y los labios, al tiempo que alzaba las cejas. Cuando abrió los ojos, su mirada se cruzó con la de Brunetti.

– Si con ello disgustaba a su madre… -y su voz se apagó.

– ¿De verdad cree usted que ese apartamento es tan importante para ella? -preguntó Brunetti sin ocultar la sorpresa.

– ¿Usted ha hablado con mi tía?

– Sí.

– ¿Ha visto sus mejillas sonrosadas y sus ricitos?

– Sí.

Fontana se inclinó hacia adelante con tanta brusquedad que Vianello se hizo a un lado instintivamente.

– Mi tía es una arpía -dijo Fontana con una vehemencia que asombró a Brunetti y dejó a Vianello con la boca abierta-. Si no consigue lo que quiere, otros deben sufrir las consecuencias, y ella quiere ese apartamento. Como no ha querido nada en su vida.

Durante unos momentos, nadie supo qué decir, hasta que Brunetti preguntó:

– ¿Y eso habría bastado para impedir a su primo hacer lo que deseaba?

– No lo sé, pero ahora, al pensarlo, creo que ésa podía ser la causa de que estuviera tan nervioso las últimas veces que hablé con él.

– ¿Su primo nunca mencionó a una tal jueza Coltellini? -preguntó Brunetti de pronto.

Fontana no pudo disimular la sorpresa.

– Sí. Me hablaba de ella hacía años, es decir, unos dos años. Él la admiraba y ella lo trataba con mucha consideración. Parecía apreciar su trabajo. -Fontana hizo una pausa y añadió-: De vez en cuando, Araldo se prendaba de alguna que otra mujer; especialmente, mujeres del trabajo que tuvieran más poder o más responsabilidad que él.

– ¿Y qué pasaba?

– Oh, siempre se cansaba. O se desengañaba, porque hacían algo que a él no le parecía bien y caían del pedestal.

– ¿Ocurrió eso con la jueza Coltellini? -Al hacer esta pregunta, Brunetti advirtió cómo había cambiado este hombre desde su entrada en el despacho y cómo había cambiado también su propia actitud y la de Vianello hacia él. Habían desaparecido la mansedumbre y la timidez. En lugar de la inseguridad del principio, Brunetti veía ahora inteligencia y sensibilidad. El nerviosismo de antes podía atribuirse, pues, al temor que el trato con las fuerzas del orden inspira en el ciudadano corriente.

Brunetti sintonizó con la respuesta de Fontana a media frase.

– … hizo que cambiaran las cosas. Cuando dejó de hablarme de ella, y noté el cambio por lo mucho que la ensalzaba antes, le pregunté y me dijo que se había equivocado con ella. Y eso fue todo. No quiso decir más.

– ¿Ha visto a su tía desde que él murió?

Fontana movió la cabeza negativamente. Estuvo un rato callado, hasta que dijo:

– Mañana es el entierro. Allí la veré y espero que sea la última vez. Nunca más. -Brunetti y Vianello esperaban-. Ella le destrozó la vida. Él debió irse a vivir con Renato en cuanto tuvo ocasión.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Brunetti, y vio que Fontana tenía los ojos todavía más tristes.

– Ya no importa, ¿verdad? Pudo irse y debió irse, pero no se fue, y ahora ha muerto.

Fontana se levantó, extendió la mano por encima de la mesa y estrechó la de Brunetti y después la de Vianello. No dijo más, fue hacia la puerta y salió del despacho.

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