Tal como Brunetti preveía, y temía, Patta se mostró contrario a autorizar que se interrogara al signor y la signora Fulgoni -por separado- acerca de sus movimientos de la noche del asesinato de Fontana. También señaló que no se podía obligar a una persona a dar una muestra de ADN para «fines de eliminación de hipótesis», ni para ningún otro propósito.
Brunetti aún hacía una mueca de dolor al recordar la respuesta de Patta a su explicación de por qué quería interrogar a los Fulgoni.
«¿Pretende usted que yo ponga en peligro mi posición porque "piensa" que él puede ser gay? -A pesar de que el vicequestore no era amigo de los homosexuales, la fuerza de su cólera lo había levantado del sillón y proyectado hacia adelante hasta la mitad de la mesa-. Ese hombre es director de banco. ¿Tiene usted idea de los problemas que eso podría acarrear?»
Éstos eran los resortes que movían a Patta. No menos caprichosos que los que movían las campanas de la Madonna dell'Orto, que habían dejado de funcionar hacía dos semanas. Brunetti habló con el párroco y éste le explicó que, durante las vacaciones, era imposible encontrar quien las reparara, de manera que las campanas ya no sonaban al paso de las horas ni al paso de las vidas.
A Brunetti ya no sólo le movía la curiosidad de por qué uno de los Fulgoni había mentido al decir que había oído dar las doce en aquel reloj, ahora empezaba a intrigarle la personalidad del otro. Los bancos tienen que ser como cualquier empresa, se decía. Sólo se distinguen en que su producto es dinero, no lápices ni herramientas de jardinería. Esta similitud hacía suponer que los empleados también cotilleaban y que la reputación de los jefes estaba coloreada -si no totalmente fabricada- por su cotilleo. Toda la questura sabía que la signorina Elettra -por razones que ella no había explicado del todo y que nadie había podido dilucidar- había dejado su empleo en la Banca d'Italia para trabajar en la questura, circunstancia que indujo a Brunetti a pedirle que indagara entre sus antiguas amistades del ramo qué rumores circulaban acerca del director Lucio Fulgoni.
La misma tarde del día en que Brunetti le hizo el encargo, la signorina Elettra subió al despacho del comisario. Él le indicó una silla.
– ¿Es que ya tiene algo, signorina? -preguntó.
– Me temo que no mucho y nada concreto -dijo ella sentándose frente a la mesa.
– ¿Qué es?
– Habladurías. -Él no preguntó qué clase de habladurías. Aunque se tratara de un director de banco, los cotilleos tenían que referirse a su vida sexual. Ella prosiguió-: Los rumores, según me han dicho dos personas, atañen a sus preferencias en materia de sexo. -Sin darle tiempo a comentar, añadió-: Esas dos personas afirman que han oído decir que es gay, pero que nadie puede asegurarlo. -Se encogió de hombros, como para indicar que era una situación corriente.
– Entonces, ¿por qué habla la gente? -preguntó Brunetti.
– La gente siempre habla -respondió ella inmediatamente-. Un hombre no tiene más que comportarse de cierta manera o hacer cierto comentario para que la gente empiece a hablar. Y, cuando empieza, ya no para. -Lo miró y se encogió de hombros ligeramente-. Se aduce como prueba la falta de hijos.
Brunetti cerró los ojos un momento y preguntó:
– ¿Se ha insinuado a alguien del banco?
– No. Nunca. Por lo menos, que sepan mis amigos. -Pensó un momento y añadió-: Si hubiera ocurrido algo, se sabría. No sabe usted bien lo chismosos que son los empleados bancarios.
Brunetti juntó las yemas de los dedos y se oprimió los labios con ellas.
– ¿Y la esposa? -preguntó.
– Rica, ambiciosa y antipática.
Brunetti decidió reservarse la observación de que lo mismo podía decirse de las esposas de muchos de los hombres a los que él trataba.
– Si escuchas a la gente, tienes la impresión de que el tercer calificativo prevalecería sobre los otros dos.
– ¿Usted la conoce? -preguntó Brunetti.
Ella movió la cabeza negativamente.
– Pero usted sí.
– En efecto, y comprendo que no despierte simpatías.
La signorina Elettra asintió y renunció a pedir una explicación.
– Quizá hayamos preguntado a las personas menos adecuadas -dijo finalmente Brunetti, cediendo a la tentación que había estado rondándole desde su conversación con Patta.
– ¿A quién deberíamos preguntar, a chaperos en lugar de banqueros?
– No. Tendríamos que preguntarles a ellos directamente. -Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba harto de sondear, espiar y de tratar con informadores. Había que preguntarles a ellos directamente y acabar de una vez.
Brunetti, en penitencia por contravenir la expresa prohibición de Patta de interrogar a los Fulgoni, se sometió al castigo del sol y fue al apartamento del matrimonio andando. Al pasar por delante del relieve del moro que conduce su camello, sintió la tentación de consultarle sobre la mejor manera de abordar a los Fulgoni; pero el moro, desde hacía siglos, no pensaba sino en sacar a su animal de la pared de aquel palazzo de Venecia y llevarlo a su tierra de Oriente, y Brunetti contuvo el impulso.
El comisario se anunció a la signora Fulgoni, que le abrió la puerta sin preguntas ni protestas. Antes de dirigirse hacia la escalera, Brunetti describió un semicírculo por el patio: ya habían limpiado la silueta de tiza del cuerpo de Fontana, sólo quedaba un reguero grisáceo que terminaba en los pequeños desagües centrales. La cinta de la policía había desaparecido, pero los trasteros seguían cerrados por pesados candados.
Lo mismo que en la anterior visita del comisario, la signora Fulgoni esperaba en la puerta del apartamento y tampoco esta vez estrechó la mano que él le tendía. Al verla tan repeinada, con su figura de cariátide y sus labios color de rosa, Brunetti se preguntó si habría descubierto la manera de mantenerse envasada al vacío durante días. La siguió por el pasillo hasta la misma salita, que le dio la misma impresión de estar montada más para exposición que para uso.
– Signora -empezó cuando estuvieron sentados frente a frente-. Debo hacerle varias preguntas sobre la noche de la muerte del signor Fontana. No estoy seguro de que hayamos entendido todo lo que usted nos dijo. -No desperdició una sonrisa después de esta introducción.
La mujer parecía sorprendida, casi ofendida. ¿Cómo podía un simple policía no haber entendido lo que había dicho ella? ¿Y cómo podía alguien, cualquiera que fuera su rango, cuestionar la exactitud de sus declaraciones? Pero no preguntó, prefirió esperar acontecimientos.
– Nos dijo que, cuando usted y su esposo salían de Strada Nuova, durante el paseo que dieron para tomar el fresco, oyó las campanas de la Madonna dell'Orto que daban las doce. ¿Está segura de que eran las doce, signora, no la media o, quizá, la una? -La sonrisa de Brunetti era aún más afable que la pregunta.
La signora Fulgoni miró a Brunetti durante varios segundos como miraría la señora de la dacha al siervo que dudara de su palabra acerca de qué cucharillas se usan para el té.
– Esas campanas han sonado durante generaciones -dijo con una indignación que su buena educación le impedía manifestar plenamente-. ¿Quiere decir que yo no soy capaz de reconocerlas ni de saber qué hora dan?
– Desde luego que no, signora -dijo él con una sonrisa de modestia-. Quizá las confundió con las campanas de alguna otra iglesia menos exacta.
Ella dejó que aparecieran pequeñas grietas en el muro de su paciencia.
– Yo soy feligresa de esa parroquia, comisario. Por favor, admita que puedo reconocer las campanas de mi iglesia.
– Claro, claro -dijo Brunetti en tono neutro, sorprendiéndola, quizá, por no haberse arrojado de la silla y empezado a arrastrarse hacia la puerta al oír sus palabras-. Dijo usted, señora, que ni usted ni su esposo tenían trato con la víctima.
– Cierto -dijo ella, muy estirada, juntando las manos sobre las rodillas para más énfasis.
– Entonces, ¿cómo es posible… -empezó él, decidiendo asestar la primera puñalada-… cómo es posible que en el mismo sitio del patio se hayan encontrado huellas del señor Fontana y de su esposo?
Si Brunetti realmente la hubiera apuñalado, no habría causado mayor efecto. Ella abrió la boca y levantó una mano para taparla. Lo miraba como si no lo hubiera visto nunca y no le gustara lo que veía. Pero enseguida se repuso y borró toda señal de sorpresa.
– No tengo ni idea de cómo pudo ser eso posible, comisario. -Dedicó unos momentos a tratar de resolver el misterio y apuntó-: Quizá mi marido encontró al signor Fontana en el patio y no creyó necesario mencionarlo. Quizá le ayudó a trasladar algo.
A Brunetti no le parecía plausible que los directores de banco ayudaran a trasladar objetos pesados, pero dejó pasar la sugerencia con un movimiento de la cabeza que indicaba comprensión.
– ¿Y aquella noche su esposo no salió del apartamento sin usted, signora? ¿Quizá para tomar el aire, o para ir a buscar una botella de vino al trastero?
Ella se puso aún más rígida y preguntó con voz tensa:
– ¿Sugiere que mi marido pudiera tener algo que ver con la muerte de ese hombre?
– Ni pensarlo, signora -dijo con aplomo Brunetti, que estaba sugiriendo eso precisamente-. Pero pudo ver algo fuera de lo corriente o fuera de su sitio y habérselo mencionado y usted haberlo olvidado: la memoria tiene efectos extraños. -Observó cómo esta idea iba calando en la mente de la mujer.
Ella miraba uno de los cuadros de la pared del fondo, lo contempló el tiempo suficiente para calibrar su estricta horizontalidad, y se volvió hacia Brunetti con gesto de sorpresa y contrición.
– Ocurrió una cosa…
– ¿Sí, signora?
– El jersey -dijo ella, como si esperara que Brunetti supiera de qué hablaba.
– ¿Qué jersey, signora?
– Ah, sí. -Ahora parecía haber vuelto a la habitación y reconocer de pronto el contexto de la conversación-. El jersey verde manzana. Un Jaeger con escote en pico que mi marido se compró hace años. Fue cuando estuvimos en Londres, de vacaciones. Siempre se lo pone sobre los hombros cuando salimos a pasear. -Y, antes de que Brunetti preguntara-: Incluso con este calor. -Con una voz que se había suavizado, prosiguió-: Se ha convertido en una especie de talismán para él, bueno, para los dos, cuando salimos de noche.
– ¿Y qué le pasó al jersey, signora?
– Aquella noche, al volver a casa, mi marido se dio cuenta de que ya no lo llevaba. -Ella cruzó los brazos y se puso las manos en los hombros, pero el jersey no es-taba-. Así que bajó a buscarlo. No había mucha gente por la calle, de modo que esperaba encontrarlo donde le hubiera caído.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Lo encontró?
– Sí. Sí. Cuando volvió dijo que estaba en el suelo, al pie de Ponte Santa Caterina. Casi en los Gesuiti.
– Así pues, él volvió a hacer todo el recorrido de su paseo, signora? -preguntó Brunetti, después de calcular la distancia entre la casa y el puente.
– Debió de hacerlo. Yo ya estaba en la cama cuando volvió y sólo le pregunté si había encontrado el jersey, él dijo que sí y entonces me dormí.
– Ya veo, ya veo -dijo Brunetti-. Es curioso que él no lo mencionara en la declaración que hizo al teniente Scarpa.
– Como usted ha dicho, comisario, la memoria tiene efectos extraños. -Entonces, antes de que él pudiera decirlo, ella prosiguió-: Como extraño es que yo no recordara eso hasta ahora. -Y para recalcar lo extraño que le parecía todo ello, se tocó la frente y lo miró interrogativamente.
– ¿Cuánto tiempo le parece que él estuvo fuera, signora?
Ella tuvo aquel gesto tan veneciano de extraviar la mirada mientras la memoria seguía el itinerario.
– Tardaría unos quince minutos en llegar al puente, imagino, porque iría despacio. Así pues, entre ir y venir -añadió, como si dudara de que él pudiera hacer el cálculo sin su ayuda-, máximo, una media hora.
– Gracias, signora -dijo Brunetti poniéndose en pie.
Cuando Brunetti llegó al banco del signor Fulgoni, tenía la chaqueta pegada a la espalda y las perneras del panta-Ion se rozaban a cada paso de un modo muy antipático. Entró en el climatizado vestíbulo y se paró a enjugarse cara y cuello con el pañuelo. Afortunadamente, la temperatura era moderada, no ártica, y enseguida se habituó. Cruzó sobre el suelo de mármol en dirección a una mesa detrás de la cual estaba una joven que vestía un traje de chaqueta impecable. Al levantar la cabeza, ella debió de ver a un tipo desaliñado, con una arrugada chaqueta azul, porque preguntó con mal disimulado desdén:
– ¿En qué puedo servirle, signore?-Hablaba italiano, pero con la cadencia del Véneto.
Brunetti sacó la cartera y le enseñó la credencial.
– Deseo hablar con el signor Fulgoni -dijo en veneciano, y añadió, imitando el cerrado acento de los amigos con los que su padre jugaba a las cartas en las osterie cuando él era niño-. Tengo que hablar con él de un asesinato.
La joven se levantó con una celeridad que, de no ser por la climatización, la habría hecho sudar. Miró a Brunetti, luego a la izquierda, otra vez a Brunetti, levantó el teléfono y marcó un número.
– Un caballero quiere hablar con el dottor Fulgoni -dijo, escuchó un momento y añadió-: Es policía. -Sonrió a Brunetti apaciguadoramente, dijo «sí», volvió a decirlo y colgó el teléfono-. Lo acompaño -añadió. Se volvió hacia la izquierda y echó a andar hacia el fondo, procurando no acercarse mucho al visitante.
Brunetti había leído, no recordaba dónde, un artículo en el que se afirmaba que la ubicación de las distintas habitaciones de una casa respondía a la atávica percepción del peligro. Las habitaciones en las que las personas estaban más indefensas se encontraban en el lugar más alejado de la entrada, que era donde estaba la amenaza. Por consiguiente, los dormitorios se situaban en la parte trasera o en el primer piso de la vivienda, lo que obligaría al intruso a abrirse paso, con la espada o con la tranca, a través de posiciones mejor defendidas, con lo que daría al dueño tiempo para escapar o aprestarse a la defensa.
Brunetti estaba seguro de que la signora Fulgoni habría llamado por teléfono a su marido, para que pudiera saltar por una ventana trasera o ponerse a afilar el hacha.
En el fondo del banco, estaban dos mesas, una a cada lado de una puerta, como si fueran soportes de libros, y la puerta, un incunable. Delante de una de las mesas los esperaba una segunda joven. La otra mesa estaba desocupada.
La primera mujer dijo, alzando una mano en dirección a Brunetti:
– Es el policía.
Brunetti contuvo el impulso de rugir y agitar las manos delante de sus caras, pero recordó que, en la tierra en la que el dinero es dios, los policías no entran en sus templos. En lugar de rugir, sonrió afablemente a la segunda joven, que se volvió y abrió la puerta central sin llamar. Imposible pillar desprevenido al dottor Fulgoni.
El hombre ya venía al encuentro de Brunetti. Vestía sobrio traje gris oscuro, con corbata color castaño de dibujo discreto. Color castaño era también el pañuelo que asomaba del bolsillo del pecho. Mientras el hombre se acercaba, Brunetti buscaba en él señales de afemina-miento como las que había observado en el funeral, sin encontrarlas.
Paso firme, pelo bien cortado, facciones regulares, cejas puntiagudas…
– Disculpe, comisario, no me han dado su nombre -dijo Fulgoni con una voz grave y sedante. Estrechó la mano de Brunetti y lo condujo a un sofá situado a un lado.
Brunetti se presentó mientras cruzaban el despacho y eligió el sillón de piel que hacía frente al sofá, en el que se sentó Fulgoni.
– ¿Puedo ofrecerle alguna cosa, comisario? -preguntó. Tenía una voz atractiva, muy musical y hablaba un italiano exento del acento y la cadencia del Véneto.
– Gracias, dottore -dijo Brunetti-. Si acaso, después.
Fulgoni sonrió y dio las gracias a la joven, que salió del despacho.
– Mi esposa me ha llamado para hablarme de su visita -empezó Fulgoni, sorprendiendo a Brunetti con su franqueza-. Dice que había cierta confusión sobre la hora en que llegamos a casa la noche en que mataron al signor Fontana.
– Sí -dijo Brunetti-. Entre otras cosas.
Fulgoni no manifestó sorpresa.
– Supongo que mi esposa habrá dejado claro a qué hora llegamos.
– Sí, y me ha hablado de su jersey y de que usted salió a buscarlo -dijo Brunetti.
Fulgoni no respondió enseguida sino que se tomó tiempo para estudiar la cara de Brunetti y dejar que éste estudiara la suya. Finalmente, dijo:
– Ah, sí. El jersey. -La manera en que Fulgoni pronunció la última palabra indicó a Brunetti que la prenda tenía un gran significado para él, pero no cuál pudiera ser éste.
– Su esposa ha dicho que, al volver de su paseo, usted se dio cuenta de que había perdido un jersey verde. También me ha dicho que la prenda es muy importante para usted, creo que ha usado la palabra «talismán» al referirse a ella, y que salió a buscarlo.
– ¿Le ha dicho si lo encontré?
– Sí, y que usted le dijo que lo llevaba consigo al volver.
– ¿Y después?
– Y después me ha dicho que se durmió.
– ¿Le ha dicho cuánto tiempo estuve fuera buscando el jersey?
– Una media hora, pero no estaba segura.
– Ya -dijo Fulgoni. Se echó hacia atrás, irguiendo el tronco. Sostuvo la mirada de Brunetti un momento y luego se puso a contemplar la pared del fondo. Brunetti no interrumpió sus reflexiones ni se revolvió en el sillón. Transcurrió un minuto antes de que Fulgoni dijera-: Me ha dicho mi esposa que ustedes, la policía, encontraron huellas mías y del signor Fontana en el patio. En el mismo sitio del patio, para ser exactos.
– Cierto.
– ¿Qué huellas? -preguntó, carraspeó y añadió-: ¿Y dónde?
Brunetti, cogido en renuncio, no respondió enseguida. Fulgoni le lanzó una mirada y volvió la cara, y Brunetti decidió arriesgarse:
– Creo que usted ya conoce la respuesta a esas dos preguntas, dottore.
Sólo un hombre que tuviera el hábito de la honradez o que fuera tan ingenuo como para dejarse engañar por el aplomo de Brunetti se habría dado por satisfecho con esta respuesta.
– Ah. -De los labios de Fulgoni escapó un largo suspiro, el sonido que hace un nadador cuando sale de la piscina después de la carrera-. ¿Querría usted repetir lo que le ha dicho mi mujer? -preguntó, esforzándose por mantener serena la voz.
– Que ustedes salieron a dar un paseo para escapar del calor del apartamento y que, al volver, usted se dio cuenta de que se le había caído el jersey, que salió a buscarlo y que volvió con él al cabo de media hora.
– Entendido -dijo Fulgoni. Mirando a Brunetti a los ojos, preguntó-: ¿Y usted piensa que también tuve tiempo de matar a Fontana? ¿De golpearle la cabeza contra la estatua?
Brunetti dijo, escuetamente:
– Sí. -Y luego añadió-: Tuvo tiempo.
– ¿Pero eso no significa que yo lo hiciera? -preguntó Fulgoni.
– Mientras no aparezca un móvil, no tiene sentido que usted lo matara -respondió Brunetti.
– Desde luego -convino Fulgoni-. Y es muy sporting, como dirían los ingleses, muy «deportivo» de su parte decírmelo.
Sorprendió a Brunetti, más que el empleo de la palabra por Fulgoni, el talante que revelaba.
– ¿Esas huellas que dice usted que encontraron podrían aportar un motivo? -preguntó Fulgoni.
– Podrían, sí -respondió Brunetti, consciente de la expresión «dice usted que encontraron».
Fulgoni se puso en pie bruscamente, para sorpresa de Brunetti.
– Creo que preferiría salir del banco, comisario.
Brunetti se levantó, pero guardó silencio.
– ¿Quiere que vayamos a mi casa a echar una ojeada? -propuso Fulgoni.
– Si usted cree que eso ha de servir para aclarar las cosas -respondió Brunetti, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que quería decir con ello.
Fulgoni no contestó pero alargó la mano hacia el teléfono y pidió que llamaran a un taxi.
Los dos hombres iban de pie en la cubierta del taxi que los llevaba Gran Canal arriba. Pasaron bajo el puente de Rialto. El día era soleado, pero a ras de agua la brisa impedía sentir el calor. Los dos callaban. Brunetti sabía por experiencia que a la mayoría de las personas la tensión les hace hablar, y la tensión de Fulgoni era evidente por cómo le blanqueaban los nudillos al agarrarse a la borda del taxi. Pero la cólera hace enmudecer a muchos, que concentran la energía en rememorar su pasado, buscando, quizá, el lugar o el momento en que las cosas se torcieron, se les fueron de las manos.
El taxi los dejó en el mismo sitio en el que había parado Foa el día en que se descubrió el cadáver. Fulgoni pagó al conductor añadiendo una generosa propina y saltó a la orilla. Se volvió para ver si Brunetti necesitaba ayuda, pero el comisario ya estaba en tierra. Sin hablar, bajaron por la ribera y cruzaron el puente. Frente al portone, Brunetti esperó mientras Fulgoni sacaba las llaves y abría.
Fulgoni se dirigió al trastero en el que estaban las jaulas y se paró frente a la cadena y el candado.
– ¿Supongo que fue ahí dentro donde encontraron esas huellas? -preguntó señalando al interior.
Brunetti había tenido la previsión de sacar del almacén de pruebas las llaves de los candados, y fue pro-bandolas hasta encontrar la que correspondía a aquél, lo sacó, retiró la cadena y abrió la puerta. Faltaba poco para mediodía; el sol, casi en el cénit, no entraba en el trastero. Fulgoni, que estaba a la derecha de la puerta, extendió el brazo y accionó el interruptor de la luz.
Entró y fue directamente hacia las cajas apiladas al lado de las jaulas. Brunetti le vio leer las etiquetas, que él no podía distinguir porque el cuerpo del otro hombre se lo impedía. Al fin, Fulgoni extendió los brazos y tiró de una de las cajas de abajo, provocando una pequeña avalancha al bajar a llenar el hueco las que estaban encima. Fulgoni puso la caja en una mesita redonda llena de arañazos que Brunetti no había visto hasta aquel momento, levantó con la uña la cinta adhesiva, seca y rebelde, que sellaba la caja y la arrancó de un tirón. Volviéndose hacia Brunetti, dijo:
– Quizá prefiera abrirla usted, comisario.
El comisario se adelantó y levantó dos pestañas de la caja, y después las otras dos. Encima de todo apareció un jersey gris de cuello vuelto.
– Creo que tendrá que buscar más abajo, comisario -dijo Fulgoni y soltó una risa seca y sin humor.
Brunetti dobló el jersey; debajo había una chaqueta gruesa color azul con cremallera. Y, más abajo, un jersey verde manzana con escote en pico.
– Sí, mire la etiqueta -dijo Fulgoni en el mismo instante en que Brunetti leía la marca Jaeger.
Brunetti dejó caer los otros jerséis y cerró las pestañas de la caja. Se volvió hacia Fulgoni y dijo:
– ¿Esto significa que usted no salió a buscar su jersey?
– Estos jerséis se guardaron en la caja al finalizar el invierno. Es decir: ni yo lo llevaba ni se me cayó. Ni salí a buscarlo. -Lanzó el jersey encima del montón de cajas y se agachó a recoger del suelo la cinta adhesiva. Mirando la cinta marrón mientras la enrollaba alrededor de dos dedos, dijo-: A mi esposa no le gusta el desorden. -Se guardó el pequeño cilindro en el bolsillo y miró a Brunetti-: Yo siempre he procurado respetar sus deseos. -Señaló a las jaulas con un movimiento de la cabeza-. Eso lo demuestra, supongo. No hemos tenido hijos y un día ella decidió criar pájaros. Llenó la casa de pájaros. -Señaló las jaulas con ademán de prestidigitador-. Pero los pájaros se morían o enfermaban, y los regalamos. Los que no estaban enfermos, se entiende.
– ¿Y los que estaban enfermos? -preguntó Brunetti, porque le pareció que era lo que se esperaba de él.
– Cuando se morían, mi esposa los tiraba. -Fulgoni miró al comisario-. Yo he sido siempre mucho más sentimental que ella, y quería enterrarlos al otro lado del patio, al pie de las palmeras. -Hizo un vago ademán hacia el exterior del trastero-. Ella, en cambio, los metía en bolsas de plástico y se los daba al basurero.
– ¿Pero conservaron las jaulas? -preguntó Brunetti.
Fulgoni miró el montón de jaulas y dijo, con perplejidad:
– Sí, es curioso, ¿no? No sé por qué.
Brunetti comprendió que esta interrogación no esperaba respuesta, y no dijo nada.
– Será que a mi mujer le gustan las jaulas -dijo Fulgoni con una sonrisa desolada-. Nunca lo había visto de este modo. -Cruzó junto a Brunetti y tiró de la verja del trastero hasta cerrarla y se quedó un momento asido a los barrotes, mirando al patio. Luego se volvió de cara a Brunetti y preguntó-: Pero, ¿qué lado de la jaula es dentro, comisario, este de aquí o el de ahí?
Brunetti era un hombre de infinita paciencia, por lo que no dijo nada sino que se quedó esperando a que Fulgoni siguiera hablando. Había presenciado esta escena muchas veces: el momento en el que se hace la luz, en el que una persona decide que es hora de explicar las cosas, aunque sólo sea a sí misma.
Fulgoni se puso en los labios las yemas de los dedos de la mano derecha, como para dar a entender que meditaba profundamente. Al retirar los dedos, tenía en los labios una mancha oscura. Brunetti le miró las manos, pero en ellas sólo vio la herrumbre de los barrotes, no la sangre de Fontana.
Brunetti cerró los ojos, sintiendo de pronto el calor de la jaula en la que ambos estaban atrapados.
– Quiero que vea una cosa, comisario -dijo Fulgoni con voz totalmente normal.
Brunetti lo miró y vio que se limpiaba las manos con el pañuelo del bolsillo del pecho. Lo sorprendió ver cómo sus manos se aclaraban sin que el pañuelo se oscureciera.
Fulgoni se apartó de Brunetti para volver al otro lado del trastero, donde estaban apiladas las jaulas. Las contempló un momento, se agachó y miró al interior de la que estaba en la fila de más abajo. Puso una mano a cada lado de la jaula, agitándola para desprenderla de las que tenía encima y a los lados.
Cuando la hubo extraído, las jaulas, lo mismo que antes las cajas, descendieron para llenar el hueco y quedaron torcidas, pero sin caer al suelo.
Fulgoni llevó la jaula a la mesa y la puso al lado de la caja.
– Eche una mirada, comisario -dijo retrocediendo un paso para quitarse de la luz.
Brunetti se inclinó a mirar: vio una jaula de madera y tiras de bambú, el clásico artículo made in China. En el suelo, en lugar de papel de periódico, había tela roja. Parecía un algodón fino. En la parte de atrás Brunetti distinguió lo que podía ser una manga y, al fondo de todo, el cuello. Así pues, un jersey, un jersey de verano, de algodón. A su lado estaba Fulgoni, inmóvil y callado, por lo que Brunetti volvió a mirar la tela, sin saber qué debía ver en ella. Debajo del cuello se veía una figura o, por lo menos, una zona más oscura que el resto, de forma irregular, ¿una flor, quizá? ¿Una flor de las grandes, una peonía? ¿Una anémona?
En la parte superior de la manga se veía otra flor, más pequeña y más oscura. Más seca.
Brunetti fue a abrir la puerta de la jaula, pero Fulgoni lo detuvo, poniéndole la mano en el antebrazo.
– No lo toque, comisario. No creo que quiera contaminar una prueba. -En su voz no había ni asomo de sarcasmo, sólo preocupación.
Brunetti miró el jersey durante un rato antes de preguntar:
– ¿Tomó precauciones al ponerlo ahí?
– Lo recogí sosteniéndolo con el pañuelo cuando ella subió. Yo no sabía lo que ocurriría, pero quería tener algo que…
– ¿Algo qué?
– Que demostrara lo que había pasado.
– ¿Querrá decirme qué fue?
Fulgoni se acercó a la puerta, quizá en busca de aire más fresco. Ambos estaban sudando, y las jaulas, desde que Fulgoni las había tocado, olían a guano y a polvo.
– Araldo y yo nos utilizábamos mutuamente. Creo que podríamos decirlo así. Al parecer, a él le gustaban los encuentros rápidos y anónimos, y yo tenía que conformarme con eso. -Fulgoni suspiró y debió de aspirar algo del polvo que habían despedido las jaulas, porque se puso a toser. Los espasmos le hacían doblar el cuerpo, y se tapó la boca con la mano, esparciendo la herrumbre que tenía en los labios. Cuando remitió el acceso de tos, se irguió y prosiguió-: Nos encontrábamos aquí. Araldo lo llamaba nuestro nido de amor -dijo con deliberado acento melodramático, indicando con un ademán el techo bajo y las vigas con telarañas. Sacó el pañuelo y lo pasó por la cara manchándose la frente de herrumbre-. Mi esposa lo sabía, imagino. Mi error fue pensar que no le importaba.
Dicho esto, estuvo tanto rato sin hablar que Brunetti le instó:
– ¿Y aquella noche?
– Todo ocurrió casi como le ha dicho mi esposa, salvo que el jersey que se extravió era de ella. Un jersey de algodón rojo. Dije que saldría a buscarlo. No tuve que ir hasta Santa Caterina; lo encontré al otro lado del primer puente. Al salir, vi que el buzón de Fontana estaba abierto: era nuestra señal. Si yo veía el buzón abierto al regresar a casa con mi esposa, buscaría un pretexto para volver a salir, bajaría y llamaría a su timbre desde la calle, con lo que él tendría una excusa para bajar. Entonces nos iríamos a nuestro rincón romántico.
– ¿Y así fue como ocurrió?
– Sí. Yo dejé el jersey en la barandilla de la escalera, donde estaría seguro. Entonces bajó Araldo. Nunca estábamos mucho rato. Araldo no quería perder tiempo en conversación ni en nada más. Después, él era casi siempre el primero en salir, por prudencia.
– ¿Pero no siempre? -preguntó Brunetti.
– ¿Se refiere al signor Marsano?
– Sí. -Fulgoni movió la cabeza al recordarlo-. Abrió la puerta cuando estábamos en el patio. No hacíamos nada, pero él debió de sospechar. -Se encogió de hombros-. Otro motivo para ser precavidos. A partir de entonces, se entiende.
– ¿Y aquella noche?
– Araldo salió el primero y estaba cruzando el patio cuando oí la voz de mi mujer. Aquí dentro la luz estaba apagada, y pensé que, si no me movía, no pasaría nada.
Y que sería la última vez. Siempre he querido dejarlo -dijo con tristeza-. Pero sabía que no podría. -Fulgoni volvió a enjugarse la cara, y Brunetti iba a proponer que salieran al patio cuando el otro prosiguió-: Así que me quedé aquí y les oí discutir. Nunca la había oído hablar de aquel modo, tan fuera de sí. -Fulgoni se volvió y se puso a enderezar las jaulas que, al encajar, despedían polvo y él volvió a toser-. Entonces oí un ruido -prosiguió-, no una voz, un ruido, y luego otros, y una voz, pero sólo un momento, y más ruidos.
Y ya nada más. -Fulgoni señaló el sofá-: Yo estaba echado ahí, con el pantalón en los tobillos, y me llevó tiempo salir a ver lo que había pasado. -Entonces, forzando la voz, dijo-: No; no es eso. La verdad es que me daba miedo pensar en lo que encontraría.
»Oí pasos que subían la escalera, pero seguí esperando. Cuando por fin llegué a la puerta…, ahí -dijo señalando la verja que aún los separaba del patio-, la luz de fuera estaba encendida y lo vi a él en el suelo. Pero la luz funciona con temporizador y entonces se apagó. Tenía que volver atrás para accionar el interruptor, y crucé el patio a oscuras, sabiendo que él estaba allí, en el suelo. -Calló durante lo que pareció mucho tiempo-. Entonces vi lo que ella había hecho. Al bajar, debió de ver el jersey en la barandilla y comprendió que yo estaba aquí. Y entonces vio salir a Araldo, y fue…
– ¿Y el jersey?
– Estaba en el suelo, al lado de él. Ella debía de tenerlo en la mano cuando… -Parecía que Fulgoni iba a vomitar, pero se rehízo y prosiguió-: Saqué el pañuelo. Me figuraba lo que podría ocurrir. No quería que le pasara nada a ella. -Entonces, como el que descubre en sí mismo honradez, o valor, añadió-: Ni a mí. -Aspiró profundamente dos veces después de decir esto y agregó-: Me envolví la mano con el pañuelo, cogí el jersey y lo metí en la jaula agitándola para que quedara plano.
– ¿Y qué hizo después, signore? -preguntó Brunetti.
– Cerré el trastero y subí a acostarme.