Cuando, al día siguiente, Brunetti llegó a su despacho, ya se había resignado a la idea de no poder disponer en breve de ordenador propio. Más le costó resignarse a la circunstancia de que, durante la noche, el despacho se había caldeado excesivamente. La noche antes, la familia había deliberado acerca de adonde ir de vacaciones este verano. Brunetti dijo lamentar que los imponderables del trabajo le hubieran impedido hasta ahora prever cuándo iba a estar libre y a continuación rechazó la propuesta de ir a la playa: en agosto, con millones de personas en el agua, en las carreteras y en los restaurantes, ¡ni hablar!
– Yo no voy a Puglia, donde tienen cuarenta grados a la sombra y te dan un aceite de oliva falso -recordaba haber dicho.
Ahora, a posteriori, Brunetti admitía que tal vez se había mostrado demasiado intransigente. Quizá, al imponer sus deseos, se había sentido envalentonado por la actitud de Paola, a quien no importaba demasiado adonde fueran: a ella sólo le preocupaba qué libros se llevaría y si podría disponer de un lugar tranquilo en el que tumbarse a la sombra, a leer.
Otros hombres tenían esposas que pedían ir al baile, salir de viaje, trasnochar o hacer extravagancias. Brunetti había encontrado una esposa que prefería acostarse a las diez con Henry James. O, cuando la embargaba una ardiente pasión que el pudor le impedía revelar a su marido, con Henry James y su hermano.
Al igual que el presidente de una república bananera, Brunetti había empezado por ofrecer una democrática elección para después imponer su propia propuesta, contra toda oposición y diferencia de opinión. Un primo suyo había heredado una granja en el Alto Adigio, encima de Glorenza, y se la había ofrecido a Brunetti mientras él y su familia estaban en Puglia.
– Pasando calor y tomando falso aceite de oliva -murmuró Brunetti, pero estaba agradecido a su primo por el ofrecimiento. Así pues, los Brunetti pasarían dos semanas en las montañas; la idea de dormir con edredón y ponerse un jersey al anochecer ilusionaba a Brunetti.
Vianello y su familia habían alquilado una casa en una playa de Croacia, y él estaba decidido a no hacer nada más que nadar y pescar hasta el final del mes. Durante su ausencia, la investigación extraoficial acerca de Stefano Gorini también haría vacaciones.
Brunetti pasó la primera parte de la mañana delante del ordenador de la oficina de los agentes, consultando el horario de los trenes a Bolzano e informándose de los lugares de interés turístico del Alto Adigio. Luego volvió a su despacho y llamó a varios colegas para preguntarles si habían tenido contacto con Stefano Gorini. Pero más productiva fue la consulta del horario de trenes.
Poco después de las doce y media, marcó el número de su casa. A la tercera señal, Paola contestó con estas palabras:
– Si estás aquí antes de quince minutos, comerás prosciutto con higos y pasta con pimientos y camarones.
– Veinte -dijo él y colgó.
Pensó que andar tan aprisa con aquel calor podía matarlo, por lo que salió a la riva y tuvo la suerte de poder embarcar directamente en un Dos. Bajó en San Toma, donde, a los dos minutos, tomó un Uno que lo dejó en San Silvestre Tardó más que si hubiera ido andando, pero se había ahorrado cruzar la ciudad a mediodía.
Paola y los chicos estaban sentados a la mesa de la cocina: la terraza era una parrilla durante el día y no se podía estar allí hasta después de ponerse el sol. Brunetti colgó la chaqueta preguntándose si no debería escurrirla antes y se sentó a la mesa.
Lanzó una rápida mirada a las caras y se preguntó si la apatía que reflejaban era consecuencia de su actitud respecto a las vacaciones o simple efecto del calor.
– ¿Que has hecho esta mañana? -preguntó a Chiara.
– He estado en casa de Livia y me he probado algunas de las cosas que se ha comprado para la vuelta a la escuela -respondió Chiara recortando cuidadosamente la grasa del prosciutto y depositándola en el plato de Raffi; al parecer, había decidido que los vegetarianos pueden comer jamón, pero sin grasa.
– ¿Ropa de otoño? ¿Tan pronto? -preguntó Paola poniendo un plato de prosciutto e higos negros delante de Brunetti. Puso la mano en el hombro de su marido al inclinarse con el plato, lo que a él le hizo pensar que, por lo menos, un miembro de la familia esperaba las vacaciones con agrado.
– Sí -dijo Chiara con la boca llena de higo-. La semana pasada, cuando estuvimos en Milán para visitar a su hermana Marisa, que está en Bocconi, me llevaron de tiendas con ellas. Allí tienen mejores cosas. Aquí todo es para jovencitas o para abuelitas.
Brunetti se dijo que su hija había estado en Milán, donde se encuentra la Pinacoteca de Brera, La última cena de Leonardo da Vinci, la catedral gótica más grande de Italia… y había ido de tiendas.
– ¿Encontraste algo? -preguntó metiéndose en la boca medio higo. Quizá su hija fuera una frívola, pero el higo era exquisito.
– No, papá; nada -dijo Chiara adoptando grave tono de tragedia-. Todo es terriblemente caro. -Recortó otra loncha de prosciutto y utilizó la punta del cuchillo para pasar la grasa a Raffi, que se hallaba concentrado en su almuerzo y ajeno al tema de las compras.
– Yo llevaba mi dinero, pero mamá se habría puesto furiosa si llego a gastarme doscientos euros en un vaquero.
Paola levantó la mirada.
– No; no me habría puesto furiosa, pero te habría enviado a un campo de trabajo para el resto del verano.
– ¿Cómo vamos a salir de la crisis si nadie gasta? -inquirió Chiara, demostrando que había estado un día en compañía de una estudiante de la mejor escuela de Empresariales de Italia.
– Trabajando de firme y pagando impuestos -dijo Raffi, con lo que disipó cualquier duda que pudiera quedar a Brunetti de que el coqueteo de su hijo con el marxismo había acabado.
– Ojalá fuera tan sencillo -dijo Paola.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Raffi.
– Para trabajar de firme hay que tener empleo -dijo Paola sonriendo a su hijo desde el otro lado de la mesa-. ¿No? -Raffi asintió-. Y para pagar impuestos también hay que tener empleo. O un negocio.
– Desde luego -dijo Raffi-. Eso lo sabe hasta el más idiota.
– ¿Y cómo encuentras empleo? -Antes de que Raffi pudiera responder, Paola prosiguió-: ¿Si no conoces a alguien ni tienes un padre abogado o notario que pueda darte trabajo en cuanto acabas la carrera? -De nuevo, sin dar a su hijo tiempo de contestar, añadió-: Piensa en los hermanos mayores de tus compañeros de clase. ¿Cuántos han encontrado un empleo decente? Tienen excelentes licenciaturas en excelentes materias, y todos están en casa, viviendo a costa de sus padres. -Y, antes de que su hijo pudiera acusarla de insensibilidad, explicó-: No porque eso les guste sino porque no encuentran empleo. Con suerte, consiguen un trabajo temporal, pero cuando se les acaba el contrato, se encuentran en la calle, y la empresa contrata a otro para seis meses.
«Santo Dios -pensó Brunetti-, ¿quién es ahora el marxista?»
– ¿Cómo pueden conseguir empleo y pagar impuestos? -preguntó él blandamente.
Paola fue a decir algo pero pareció optar por abandonar el tema.
– Me parece que ya está lista la pasta -dijo. Y lo estaba. Paola había asado y pelado los pimientos que tenían un sabor y una textura comparables a los de los higos. La familia, apaciguada por las delicias de la mesa, pasó el resto del almuerzo hablando plácidamente de lo que harían en las montañas.
Después del almuerzo Brunetti se sentó en el sofá y se puso a hojear Il Gazzettino, pero ni la superficialidad de cada palabra y cada frase pudo disipar la vaga inquietud que le había producido aquel súbito cambio de tema introducido por Paola. La retirada no era táctica habitual en ella.
Paola entró con el café, le dio una taza y se sentó frente a él en una butaca. Puso los pies en la mesita de centro y bebió un sorbo.
– Si alguna vez en mi vida me oyes volver a decir lo bonito que es vivir en un último piso bajo el tejado, ¿harás el favor de meterme en el horno y tenerme allí hasta que recupere mi sano juicio?
– Podríamos instalar aire acondicionado -dijo él para provocarla.
– ¿Y ver cómo Chiara se va de casa? -preguntó ella-. El tema la subleva. El padre de una amiga suya lo instaló y ella ha dejado de ir a su casa.
– ¿Crees que hemos criado a una fanática? -preguntó Brunetti.
Paola terminó el café y dejó la taza y el plato en la mesa. Al cabo de un rato, dijo:
– Si tiene que ser fanática, prefiero que lo sea de la ecología que de otra cosa.
– Pero, ¿no te parece que sus reacciones son un poco excesivas? -preguntó Brunetti.
Paola se encogió de hombros.
– Lo son ahora, este año, en este período histórico. Pero dentro de diez años, de veinte, quizá se demuestre que tenía razón, y al volver la vista hacia nuestros propios excesos quizá nos parezcan criminales. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.
– ¿Y entonces la gente dirá que era una profeta, no una fanática?
– ¿Quién sabe? -dijo Paola con los ojos cerrados-. Muchas veces son una misma cosa.
– ¿Por qué has cambiado de conversación?
– ¿Te refieres a lo del trabajo y los impuestos?
Él la miraba. Paola tenía veinte años más que cuando se conocieron, y él no veía diferencia: una melena rubia con voluntad propia, una nariz quizá una pizca larga para el canon de belleza femenina actual y los pómulos que habían sido imán de sus primeros besos. Él dio un gruñido por toda respuesta.
– No quería hablar de impuestos -dijo Paola al fin.
– ¿Por qué?
– Porque me parece un disparate que sigamos pagándolos. Si pudiera, dejaría de hacerlo.
– ¿No es eso pura retórica? -objetó él, impulsado por la fuerza de la costumbre.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
– Probablemente. Pero hace unos días me llevé una sorpresa al descubrir que empiezo a encontrar sentido a algunas de las cosas que dice la Lega, las mismas que hace una década me sublevaban.
– Todos nos convertimos en nuestros padres -dijo Brunetti, repitiendo la frase que solía decir su madre-. ¿Qué cosas?
– Que el dinero de nuestros impuestos se va al sur y no volvemos a verlo. Que el norte trabaja mucho y paga impuestos y recibe muy poco a cambio.
– ¿Es que vas a empezar a hablar de levantar un muro entre el norte y el sur?
Ella resopló jocosamente.
– Claro que no. Es sólo que no quería hablar de esto delante de los chicos.
– ¿Crees que no se dan cuenta?
– Sí, desde luego. Pero es algo que perciben sólo a través de lo que hacemos nosotros o de lo que hacen los padres de sus amigos.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, cuando comemos en el restaurante de un amigo, no pedimos ricevuta fiscale, y lo que pagamos no tributa.
Brunetti, siempre susceptible a toda imputación de tacañería, protestó:
– No lo hago para que me cobren menos. Tú lo sabes.
– Es lo que quiero decir, Guido. Si lo hicieras por eso, tendría sentido, porque así ahorrarías dinero. Pero lo haces por principio, no por codicia, sino para que este repugnante Gobierno nuestro no se lleve esa pequeña cantidad de dinero para regalarlo a sus amigos o metérselo en el bolsillo.
Él asintió. Ésta era exactamente la razón.
– Y por eso no quiero hablar de impuestos delante de ellos. Si han de acabar pensando esto del Gobierno, que descubran el porqué por sí mismos, no por nosotros.
– ¿Aunque sea, como dices tú, un Gobierno «repugnante»?
– Los hay peores -concedió ella, tras un momento de reflexión.
– No sabría decir si ésa es la más encendida defensa de nuestro Gobierno que haya oído yo.
– No es que lo defienda -dijo ella secamente-. Es repugnante, pero, por lo menos, repugnante sin violencia. Si eso supone una diferencia.
Él meditó un momento.
– Creo que sí -dijo poniéndose en pie. Dio la vuelta a la mesa, se inclinó para darle un beso y se despidió hasta la hora de la cena.