– Oh, Guido, qué absurdo. Me temo que te ha afectado el calor. En serio.
Al parecer, su suegra iba a poner obstáculos a su proposición. Brunetti, al verla con su camisa de lino blanco y su pantalón de seda negro y aquel corte de pelo a lo chico que le habían hecho últimamente, tenía la impresión de que, vista de espaldas, parecería una adolescente de pelo blanco. Sus movimientos eran ágiles y decididos, de persona joven. Muchas veces, a él le había costado seguirla, circunstancia que Brunetti atribuía a que el pequeño tamaño de la contessa le permitía sortear más fácilmente a la gente en las congestionadas calles de Venecia, que ahora eran todas.
Sentado frente a ella, la misma tarde, con su segundo spritz en la mesita que tenía delante, contemplando el reflejo del sol poniente en las ventanas del palazzo situado frente al Palazzo Falier, Brunetti se relajaba por primera vez en muchas horas, circunstancia que él atribuía a la helada bebida, a los altos techos que mantenían frescas las estancias por tórrida que fuera la temperatura exterior y a la brisa que entraba por las ventanas y hacía ondear las cortinas. Mirando su vaivén, Brunetti trataba de hallar argumentos para convencerla de que fuera a consultar al signor Gorini.
– Eso ayudaría a Vianello -dijo él, aun sabiendo que su suegra había visto al ispettore una sola vez, en la calle, y durante apenas dos minutos.
Ella lo miró y no se molestó en contestar. Se inclinó hacia adelante, tomó un sorbo de su spritz, el primero, y dejó el vaso en la mesa. De sus ojos irradiaban finas arruguitas, pero la piel estaba tersa sobre los pómulos y debajo del mentón. Brunetti sabía por Paola que ello se debía a los genes, no al bisturí.
– Y también ayudaría a esa anciana.
– ¿Una anciana que ayuda a otra anciana? -preguntó ella con desenfado.
Él se rió, sabiendo que a ella no la preocupaba la edad.
– Nada de eso. Más bien sería una mujer de la clase alta que ayuda a una mujer de una clase desfavorecida.
– Y yo, sin los impertinentes ni la tiara.
– Hablo en serio, Donatella. Nadie va a ayudar a esa mujer. La están manipulando, no quiere escuchar a su familia y ellos no pueden hacer nada. El director del banco no ha podido hacerla entrar en razón. Y, si se enterase de que estamos investigando a ese Gorini, lo cual va contra las normas, estoy seguro de que rompería con Vianello. Y eso a él le dolería terriblemente, lo sé.
– ¿Entonces es responsabilidad de la aristocracia salvar a un miembro de las clases inferiores? -preguntó ella, recalcando irónicamente las últimas palabras.
– Más o menos, imagino -dijo Brunetti, tomando otro sorbo del vaso.
– ¿Tienes pruebas de que el tal Gorini es un charlatán?
– Tiene un largo historial de fraude.
– Ah -suspiró ella-, lo mismo que nuestros queridos gobernantes.
Brunetti dejó pasar la observación.
– ¿Quieres otro? -preguntó ella, mirando el vaso.
– No, gracias. Iré a casa, comeré algo, llamaré a Paola y me meteré en la cama. Hoy he pasado muchas horas en trenes. -Optó por no hablar de la investigación de asesinato que acababa de empezar; ya lo leería ella en el periódico de mañana.
– ¿Crees que ese signor Gorini es un mal hombre?
Él consultó con las ventanas de enfrente y se alegró al ver que el reflejo se apagaba.
– Hasta ahora no hay indicios de que sea violento -dijo al fin-. Nunca ha sido acusado de eso. Pero sí, creo que es un mal sujeto. Se aprovecha de la debilidad de las personas. Antes timaba a la gente y al Estado, pero al parecer ahora se ha dado cuenta de que es más fácil timar a la gente. El Estado se defiende, pero tiene muy poco tiempo para defender al ciudadano. -Pensó en parar aquí, pero decidió seguir-: Y aún menos interés.
– Y eso lo dice un empleado del Estado.
De no haberse sentido tan cansado, Brunetti habría bromeado con ella sobre esto, como habían hecho infinidad de veces. La sardónica visión del mundo que tenía Paola la había heredado de su padre, esto era seguro. Y la madre le había transmitido también la ironía con la que suavizaba los despropósitos que veía.
Brunetti apoyó las manos en los brazos de su sillón e iba a levantarse cuando ella lo sorprendió diciendo:
– Está bien.
– ¿Cómo?
– Está bien. Lo haré. Iré a hablar con ese hombre para ver qué pretende. Pero tú tendrás que encontrar una razón que justifique mi visita. No puedo presentarme en su casa diciendo que, al pasar por delante de la puerta, he visto su nombre y he pensado que quizá él pudiera encontrar en los astros una solución para mis problemas, ¿no te parece?
– Desde luego -reconoció Brunetti dejándose caer en el sillón-. Pediré a la signorina Elettra que mire si se anuncia en algún sitio o dónde pueden informarse sobre él las personas interesadas.
– ¿Con el ordenador? -preguntó ella sin disimular el asombro.
– Es la nueva era, Donatella.
Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue abrir todas las ventanas y salir a la terraza, adonde él esperaba que lo siguiera el aire caliente del interior. La cortina le rozó la pierna al abombarse hacia afuera impulsada por el aire que escapaba, señal de que se cumplía su deseo. Al cabo de unos diez minutos, Brunetti entró en un apartamento más fresco.
Paola, previendo que iban a estar dos semanas fuera, había despejado el frigorífico. Al abrirlo, él vio unas cebollas en el cajón inferior. Dos yogures naturales. Un trozo de parmigiano envasado al vacío. Abrió un departamento y encontró un tarro pequeño de pesto, un pack de seis latas de tomate y un bote de aceitunas negras.
Marcó el número del telefonino de Paola. Ella contestó diciendo:
– Fríe las cebollas y échales el tomate y las aceitunas. No tienen hueso. Guarda elparmigiano en una bolsa de plástico nueva con autocierre.
– También yo te echo de menos desesperadamente -dijo Brunetti.
– No te pases conmigo, Guido Brunetti, o te digo que estamos a catorce grados y que llevo jersey dentro de casa. -Él iba a defenderse, pero ella, sin dejarle hablar, remachó-: Y hemos encendido fuego en la chimenea.
– Conozco a un montón de abogados que llevan casos de divorcio, ¿sabes?
– Y esta tarde hemos dado un paseo de tres horas, a pleno sol, y el Ortler aún está nevado.
– Está bien, está bien. Sacudiré a Patta hasta hacerle confesar que él ha cometido el crimen y mañana estaré ahí.
– Háblame de esa llamada. ¿A quién han matado? -esto, ya sin asomo de humor en la voz.
– A un hombre que trabajaba en el Tribunale. Pudo ser un atraco que acabó mal.
Ella, que no en vano llevaba más de veinte años casada con este hombre, preguntó:
– ¿«Pudo ser»? ¿Quieres decir que fue atraco o que Patta tratará de hacerlo pasar por atraco?
– Pudo ser atraco. Lo han matado en el patio de entrada de su casa y no lo han encontrado hasta esta mañana. No sé lo que hará Patta.
– ¿Tienes alguna idea?
– Vagamente. -Ella había preguntado sólo por el asesinato, y Brunetti no creyó necesario decir que había pedido a su madre que ayudara a la policía a investigar lo que podía ser otro delito. Desviando la conversación de asuntos profesionales, preguntó-: ¿Cómo están los chicos?
– Cansados. Les he dado de cenar y están tratando de mantenerse despiertos hasta las nueve. Supongo que aún piensan que sólo los niños pequeños se acuestan antes de las nueve.
– Quién fuera niño pequeño -suspiró Brunetti.
– Basta de lamentaciones. Ahora preparas la salsa y cenas. Después te vas a la cama. Para entonces ya serán más de las nueve.
– Gracias. Os deseo sol y tiempo fresco, para que podáis estar todo el día con el jersey puesto.
– ¿Qué tal por ahí?
– Calor.
– Ve a cenar, Guido.
– Ahora mismo -respondió él, se despidió y colgó el teléfono.