28

Tal como Brunetti presumía y temía, fue imposible convencer al vicequestore Patta de que los análisis hechos por la signorina Montini debían repetirse. Su superior ya había descartado la idea de investigar al signor Gorini y sus actividades. El hombre -y esto a Patta le constaba- había tratado con éxito las dolencias de la esposa de un concejal, por lo que la idea de incomodarlo -sin prueba alguna- era impensable.

Como Brunetti insistiera, Patta le espetó:

– ¿Tiene usted idea del dinero que pierde la Seguridad Social al cabo del año? -En vista de que Brunetti no respondía, prosiguió-: ¿Y quiere usted aumentar el déficit por la descabellada teoría de que un sanador corrompió a esa mujer para hacerle falsificar informes médicos?

– Un sanador con un largo historial delictivo, dottore.

– Un largo historial de acusaciones -rectificó Patta-. No creo necesario recordarle, precisamente a usted, comisario, que no son una misma cosa. -Aquí Patta esbozó una amigable sonrisa, como el que se permite hacer un chiste con un viejo amigo que nunca hubiera distinguido tal diferencia.

Brunetti no cejaba.

– Si esa mujer falseaba los resultados de las pruebas, vicequestore, las pruebas deben repetirse.

Patta sonrió de nuevo, pero no había humor en su voz al decir:

– A falta de pruebas de que esa mujer estaba involucrada en una actividad criminal, independientemente de lo que usted sospeche, comisario, creo que sería irresponsable de nuestra parte causar una alarma innecesaria entre las personas cuyas pruebas haya realizado. -Hizo una pausa para la reflexión y añadió-: O debilitar la confianza del público en las instituciones del Gobierno.

Como solía ocurrir en sus conversaciones con Patta, Brunetti no pudo menos que admirar la habilidad de su superior para dar a sus peores defectos -en este caso, una ambición ciega y la total oposición a adoptar cualquier medida que no le beneficiara directamente- la apariencia de virtudes cívicas.

Sin molestarse en preparar, ni explicar, el cambio de tema, Brunetti dijo:

– Mañana pienso ir al funeral de Fontana, señor.

Patta no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿Con la esperanza de ver allí al asesino? -sonrió, invitando a Brunetti a compartir el chiste.

– No, señor -respondió Brunetti sobriamente-. Para que su muerte no sea tratada como un hecho sin importancia. -La prudencia y el instinto de supervivencia le impidieron añadir «también». Se levantó, dijo una frase de cortesía al vicequestore, subió a su despacho e hizo dos infructuosas llamadas telefónicas a sus colegas de Aversa y Nápoles. Luego, se fue a casa y pasó el resto de la tarde leyendo las Meditaciones de Marco Aurelio, placer que no se permitía desde hacía años.


El funeral se celebró en la iglesia de la Madonna dell'Orto, la parroquia en la que la madre de Fontana había sido bautizada y que siempre fue el centro de su vida espiritual. Brunetti y Vianello llegaron diez minutos antes de que empezara la misa y se sentaron en la duodécima fila. Vianello vestía de azul marino y Brunetti de lino gris oscuro. Agradeció la chaqueta durante la misa, porque éste era el primer lugar en el que sentía fresco desde que salió del apartamento en el que estuvo hablando con Lucia y con Zinka.

El calor había mantenido alejados a los adictos al morbo y a los habituales de los funerales, por lo que en la iglesia no había más que unas cincuenta personas, desperdigadas delante de ellos dos, en desolado aislamiento. Después de hacer un recuento aproximado de los presentes, Brunetti se dijo que había acudido al funeral tan sólo una persona por año de vida de Fontana.

Brunetti y Vianello estaban muy atrás para distinguir quiénes ocupaban los primeros bancos, reservados para la familia y los íntimos, pero ya los verían cuando salieran detrás del féretro.

Empezó la música, un fúnebre tema al órgano, apto para el ascensor de un vecindario respetable aunque no necesariamente adinerado. Bajo las notas del órgano se oyó un ruido procedente de la puerta: Brunetti y Vianello se pusieron en pie y se volvieron hacia allí.

Por el pasillo se acercaba un ataúd cubierto de flores, colocado sobre un carrito que empujaban cuatro hombres vestidos de negro, quienes parecían inmunes a la carga emotiva del momento. Brunetti se preguntó si la madre habría contratado a sordomudos, de haber estado disponibles. Cuando el féretro llegó al pie del altar, la concurrencia se sentó hasta que empezó la misa.

Brunetti la siguió con atención durante los primeros minutos, pero no tardó en empezar a divagar, porque la ceremonia era ahora más aburrida que cuando, de niño, él había asistido a los funerales de sus abuelos y de sus tíos. Además, la misa se decía en italiano, y él echaba de menos el mágico encanto del latín. De pronto, advirtió el silencio y se preguntó si también la omisión del toque de difuntos, el sonido que había acompañado a tantos de sus familiares y, últimamente, a su madre, a su lugar de reposo, obedecía a un plan preconcebido en este moderno -y banal- oficio de difuntos.

Mientras se sentaba, se levantaba, se arrodillaba un momento y volvía a levantarse, Brunetti, impulsado por la marea del recuerdo, reflexionaba sobre aquella extraña muerte. La signorina Elettra había accedido -según su propia expresión- a los archivos del Tribunale y había podido repasar el historial judicial del signor Puntera. Tanto el caso de la demanda por arrendamiento irregular de los almacenes como el del trabajador accidentado habían sido asignados a la jueza Coltellini, y en ambos se habían producido largas demoras por extravío de documentos del sumario. Otros casos que también figuraban en la agenda de la jueza habían sufrido aplazamientos similares. En todos ellos, según se desprendía de las pesquisas de la signorina Elettra, la demora beneficiaba a una de las partes del contencioso. Ahora bien, la jueza vivía en una casa de su propiedad, adquirida tres años atrás, y no al signor Puntera.

Por otra parte, el banco del que era director el signor Fulgoni había concedido un préstamo al signor Puntera en condiciones muy ventajosas, y el signor Marsano era abogado de una firma que había representado a un hombre que había demandado al signor Puntera infructuosamente. En las declaraciones de la renta del signor Puntera se indicaba que el alquiler que percibía por ambos apartamentos, y por el que ocupaban los Fontana, era de cuatrocientos cincuenta euros, el veinte por ciento de lo que normalmente habría podido cobrar.

El sacerdote dio la vuelta al féretro, rociándolo con el aspergillum que introducía en agua bendita. Brunetti pensaba que los ritos de la Roma precristiana -sacerdotes que murmuraban encantamientos para ahuyentar a los malos espíritus y adivinos que pretendían leer el futuro en las entrañas de animales sacrificados- conjugaban bien con los de la Italia actual: tisanas mágicas que combatían a los malos espíritus y cartas que revelaban el futuro. Los siglos pasan y nosotros no aprendemos.

También Puntera se había adaptado al nuevo orden de cosas: nada de lo que hacía se salía de la tónica actual, y era poco probable que pudiera demostrarse que la jueza Coltellini había maniobrado a su favor. Brunetti tuvo que reconocer, con amargo cinismo, que las revelaciones que Fontana pudiera haberse decidido a hacer no suponían peligro alguno para ninguno de los dos. Quizá existía el riesgo de que Puntera y Coltellini fueran puestos en entredicho, pero si el ser puesto en entredicho fuera un obstáculo para el progreso de una persona, no habría Gobierno ni habría Iglesia.

El órgano volvió a retumbar al término de la misa, poniendo fin a las reflexiones de Brunetti. Los dos policías se levantaron y se volvieron de cara al pasillo.

Los cuatro hombres, lentamente, empujaron el carrito con el féretro hacia la puerta de la iglesia; seguía, en primer lugar, la signora Fontana, con un velo en la cabeza, que se fundía con su negro vestido de manga larga. A su lado, sosteniéndola del brazo, iba un hombre al que Brunetti no conocía. Dos pasos más atrás vio al sobrino, que al pasar saludó al comisario con un movimiento de la cabeza. Brunetti reconoció a varias personas que trabajaban en el Tribunale, y se sorprendió al ver entre ellas a la jueza Coltellini. Los que salían miraban al frente o mantenían la mirada en el suelo.

Detrás de ellos salieron un hombre y una mujer más bien jóvenes, cogidos del brazo, seguidos de la signora Zinka, gruesa y acalorada, con un vestido negro muy largo y muy prieto. Tenía la cara húmeda y abotargada, y no del calor, pensó Brunetti. A su derecha, a cierta distancia, iba Penzo, que parecía estar ausente o desear estarlo.

Al ver a la siguiente pareja, Brunetti comprendió que se había equivocado al pensar que el calor había mantenido alejados a los habituales de los entierros. El maresciallo Derutti y su esposa eran bien conocidos en la ciudad y no faltaban en ningún funeral, él, con el uniforme de gala de los carabinieri, a pesar de que hacía dos décadas que estaba retirado. Cuando hubo pasado el maresciallo, Brunetti decidió que el funeral había terminado y salió al pasillo, seguido de Vianello.

La lentitud de movimiento que imponía la solemnidad del momento, hizo que tardaran en llegar a la puerta. Desde el interior de la iglesia, Brunetti vio cómo empujaban la carretilla, sin acompañamiento de toque de campanas, hacia un barco amarrado a la riba. Él y Vianello salieron. El reflejo de la luz en el mármol del pavimento hirió los ojos de Brunetti, cegándolo un momento. Él se volvió hacia la iglesia y, protegido por su propia sombra, se palpó los bolsillos, buscando las gafas de sol. Las sintió en el de la derecha y tiró de ellas, pero se habían enganchado en el pañuelo. Abrió los ojos una rendija para averiguar cuál era el obstáculo y, antes de bajar la mirada, vio salir de la iglesia, a la luz deslumbrante del exterior, a la signora Fulgoni, que daba el brazo a otra mujer más alta y bastante más esbelta que ella. Las dos llevaban conjunto de chaqueta y pantalón con mucha hombrera y las dos se pararon para ponerse las gafas.

Con otro tirón, Brunetti consiguió sacar las gafas del bolsillo. Se las puso y volvió a mirar a la signora Fulgoni. Entonces vio que la persona que la llevaba del brazo no era una mujer sino un hombre, un hombre que llevaba las mismas gafas que la supuesta mujer, un hombre tan alto y delgado como la mujer, un hombre de aspecto femenino y pelo corto, pero muy bien cortado. Juntos bajaron la escalera y siguieron a los demás hasta la orilla.

– «Y la venda se le cayó de los ojos» -susurró Brunetti, preguntándose, mientras lo decía, por qué siempre tenía que ser tan pedante.

– ¿Qué? -preguntó Vianello volviéndose hacia él.

– Parta, bromeando, dijo que el asesino siempre va al entierro -respondió Brunetti.

Vianello, desconcertado, con los ojos bien protegidos por las gafas, miró a la explanada de delante de la iglesia y a las personas agrupadas frente al barco que llevaría el féretro de Fontana a San Michele. Vio lo que veía Brunetti: a la madre del difunto que subía al barco que se llevaba de su lado a su hijo; vio la estrecha figura de Penzo al lado de la forma cilíndrica y achaparrada de Zinka; vio al maresciallo, con el brazo alzado en un saludo sostenido; y a su izquierda, de pie, vio a dos personas altas.

Observando el desconcierto del inspector, Brunetti dijo tan sólo:

– Espera a que se den la vuelta.

Brunetti y Vianello acechaban. De pronto, los dos habían dejado de sentir el sol y el calor. El acompañante de la signora Fontana, después de ayudarla a subir al barco, embarcó a su vez y la siguió al interior de la cabina. Desde la orilla soltaron la amarra y el barco empezó a alejarse lentamente de la riva. Los que estaban en el embarcadero se quedaron quietos mientras el sonido del motor disminuía hasta apagarse, dejando silencio tras de sí. Entonces, como a una voz de mando, todos se dispersaron, unos hacia la derecha de la iglesia y otros hacia la izquierda, alejándose del lugar de duelo.

Penzo, según observó Brunetti, se encaminó en dirección opuesta a la de la señora Zinka, que seguía a la pareja joven hacia la Misericordia.

La signora Fulgoni parecía observar a la otra pareja, porque se quedó quieta, dando el brazo a la persona que estaba a su lado, hasta que los otros cruzaron el puente y desaparecieron por la calle del otro lado. Entonces levantó la cabeza y dijo algo a su acompañante. Ambos dieron media vuelta y empezaron a caminar en la misma dirección. El acompañante de la signora Fulgoni quedaba del lado de los policías, que lo veían de perfil.

Era un hombre, lo cual no tenía nada de particular. Ella dijo algo y él se paró y la miró. Intercambiaron unas palabras, al parecer poco agradables, y entonces él soltó el brazo de la mujer y agitó una mano, como para ahuyentarla. ¿Fue el movimiento de su muñeca, que acabó en un ángulo acusado, con los dedos apuntando hacia abajo, lo que abrió los ojos a Vianello? ¿Fue el brusco giro de la mano en un gesto inconsciente de arrebatada parodia de cólera?

– «Mi marido es director de banco» -dijo Vianello.

El sol caía a plomo sobre ellos, clavándolos al suelo, y ahora volvían a sentir su peso. Brunetti miró el reloj en el momento en que las campanadas de alguna otra iglesia resonaban sobre ellos y sobre toda la ciudad. Sorprendido, Brunetti levantó la mirada hacia el campanario de la Madonna dell'Orto y vio que las campanas colgaban inmóviles, sin vida.

– Las campanas no doblan -dijo con asombro.

Загрузка...