10

Mientras iba hacia la questura -otra vez en el vaporetto, huyendo del sol-, Brunetti pensaba en su conversación con Paola y en lo que ella no había dicho a los chicos durante el almuerzo. ¿Cuántas veces había oído él la expresión «Governo ladro» en boca de la gente? ¿Y cuántas veces les había dado la razón, en silencio? Pero durante los últimos años, como si hubieran vencido cierto escrúpulo o pudor, los gobernantes se esforzaban menos en simular que eran lo que no eran. Uno de sus antiguos superiores, ministro de Justicia, había sido acusado de connivencia con la Mafia, pero había bastado un cambio de Gobierno para que el caso desapareciera de los periódicos y, que Brunetti supiera, también de los juzgados.

Brunetti, por predisposición y, luego, por profesión, era buen oyente: esto era lo primero que la gente advertía en él, y solía hablarle con espontaneidad y hasta sin la menor reserva. Durante el año último, advertía en las voces de sus conciudadanos -la mujer que viajaba en el vaporetto a su lado, o un hombre en un bar- una repulsión creciente hacia la manera en que eran gobernados y hacia los gobernantes. No importaba si el que hablaba había votado a favor o en contra de los políticos a los que denostaban: él los encerraría a todos en la iglesia más próxima y le prendería fuego.

Lo que preocupaba a Brunetti era el fatalismo que percibía en el ambiente. Lo inquietaba la indefensión que sentía la gente y su incapacidad para comprender qué había ocurrido, como si unos alienígenas se hubieran adueñado del poder y les hubieran impuesto este sistema. Salía un gobierno y entraba otro, llegaba la izquierda que luego cedía paso a la derecha, y nada cambiaba. Los políticos hablaban mucho de cambio y prometían cambio, pero ni uno solo mostraba el menor deseo de cambiar un sistema que tanto favorecía sus verdaderos fines.

Cuando el barco pasaba por delante de la Piazza, Brunetti vio las multitudes, la larga cola de gente que, a las tres de la tarde, serpenteaba desde la entrada de la Basílica. ¿Qué inducía a la gente a aguantar aquel sol a pie firme? Para él era difícil disociar su familiar percepción de la Basílica de su propia educación. Durante su infancia lo habían llevado allí infinidad de veces, tanto sus maestros como su madre: los maestros llevaban a los alumnos para mostrarles toda aquella belleza y su madre lo llevaba, pensaba él, para mostrarle la sinceridad y el poder de su fe. Él trató de hacer abstracción de su familiaridad con la avasalladora belleza del interior y se preguntó qué haría él si no tuviera más que una oportunidad en la vida para entrar en la Basílica de San Marcos y, para ello, fuera necesario hacer cola durante una hora bajo un sol de justicia.

Se volvió hacia su derecha para consultar al ángel del campanario de San Giorgio y ambos estuvieron de acuerdo:

– Yo haría lo mismo -dijo él moviendo la cabeza de arriba abajo, para desconcierto de las dos muchachas ligeras de ropa que iban sentadas entre él y la ventanilla.

Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra, en el que, tal como él se temía, hacía todavía más calor que la víspera. Hoy era amarilla la blusa, y su dueña seguía pareciendo inmune al calor.

– Ah, comisario -le dijo al verlo entrar-. He encontrado a su signor Gorini.

– Habla, musa -dijo él con una sonrisa.

– El signor Gorini, quien, según consta en su carta d'identitá, cuenta cuarenta y cuatro años -empezó ella, acercando un papel al comisario-, nació en Salerno, donde de los dieciocho a los veintidós años fue seminarista en los franciscanos. -Levantó la cabeza, sonriendo de satisfacción y Brunetti sonrió a su vez, no menos satisfecho-. Después, durante un período de cuatro años, no hay señal alguna de él, hasta que reaparece en Aversa, trabajando de psicólogo. -Miró a Brunetti, para cerciorarse de que la seguía. Él asintió animándola a continuar-. Mientras vivía allí se casó y tuvo un hijo, Luigi, que ahora cuenta dieciséis años. -Hizo saltar con la uña una mota del papel antes de continuar-: Después de, por así decir, ejercer en Aversa durante cinco años, se descubrió que no tenía licencia, ni título de psicólogo, ni siquiera estudios de psicología que pudiera atestiguar ante las autoridades de la Seguridad Social.

– ¿Qué le pasó?

– Le cerraron el consultorio y le impusieron una multa de tres millones de liras, que el signor Gorini no pagó porque desapareció de Aversa.

– ¿Y su mujer? ¿Y el hijo?

– Parece ser que ninguno de los dos ha vuelto a saber de él.

– Evidentemente, era más apto para la vida del claustro -se permitió opinar Brunetti.

– Desde luego -convino ella apartando el papel para descubrir el siguiente-. Hace ocho años volvió a ser objeto de la atención de las autoridades cuando se descubrió que el centro que dirigía en Rapallo, dedicado a la ayuda a la integración de los refugiados del este de Europa en el mundo laboral, no era en realidad sino una especie de hostal, donde alojaba a los inmigrantes que trabajaban en empleos que él les proporcionaba.

– ¿Y a cambio?

– A cambio, ellos le pagaban el sesenta por ciento de su salario, pero por lo menos tenían un techo.

– ¿Y comida?

– No sea iluso, dottore. Él les ayudaba también a habituarse a la experiencia de vivir en una sociedad capitalista.

– Cada cual para sí -dijo Brunetti.

– Y perro come perro -repuso ella, y añadió-: Aunque, en este caso, es de esperar que no fuera así. En el alojamiento podían cocinar.

– Menos mal -dijo Brunetti-. ¿Y qué pasó?

– Una de las mujeres acudió a los carabinieri Aunque era rumana pudo hacerse entender. Les dijo lo que ocurría y ellos hicieron una visita al centro. Pero ya no encontraron al signor Gorini.

– ¿Utilizaba su verdadero nombre durante todo aquel tiempo?

– Sí, señor. Y, al parecer, ello no le causó dificultades.

– Ha tenido usted suerte de que así fuera -dijo Brunetti, que, al ver su reacción, se apresuró a añadir-: Aunque estoy seguro de que, de haber cambiado de nombre, tampoco habría tenido dificultades, sólo habría necesitado más tiempo.

– Muy poco más -dijo ella, y Brunetti la creyó.

– ¿Y después? -preguntó el comisario.

– No hay rastro de él hasta que, hace cinco años, abrió un consultorio de médico homeópata en Nápoles; pero… -aquí ella lo miró y movió la cabeza con asombro-… al cabo de dos años alguien revisó su solicitud y descubrió que Gorini nunca había estudiado Medicina.

– ¿Qué pasó?

– Le cerraron el consultorio. -No dijo más. Quizá en Nápoles no era delito ejercer la Medicina sin licencia-. Hace dos años -prosiguió- se mudó a la dirección que usted me dio, pero el contrato de arrendamiento no está a su nombre.

– ¿Al de quién entonces?

– Al de una tal Elvira Montini.

– ¿Quién es?

– Trabaja de técnica de laboratorio en el Ospedale Civile.

– Quizá él se haya reformado -apuntó Brunetti.

Ella alzó las cejas, pero no dijo nada.

– ¿Ha encontrado algún indicio de lo que hace ahora?

– Por lo que he podido averiguar, podría dedicarse a la vida contemplativa y las buenas obras.

– No obstante, parece ser que la tía de Vianello le lleva grandes cantidades de dinero a esa dirección -dijo Brunetti con escepticismo-. A él o a una persona que reside en ese domicilio -rectificó-. El suyo es el único apartamento que usa esa entrada.

– De modo que eso es lo que preocupa a Vianello -dijo ella, en tono de conmiseración y afecto.

– Sí, desde hace tiempo.

El pensó en sus amistades del hospital y dijo:

– Podría preguntar al dottor Rizzardi. Él conocerá a los empleados del laboratorio.

La tos de ella fue muy discreta, casi imperceptible, pero a Brunetti le sonó como un toque de clarín.

– ¿Ya ha hablado usted con él? -preguntó.

– Sí, señor. -Sin darle tiempo a decir nada, ella explicó-: Me tomé la libertad de preguntar.

– Ah -escapó de labios de Brunetti-. ¿Y?

– Pues que ella es esa persona competente de la que depende todo el departamento -respondió ella, y Brunetti se abstuvo de mirarla a los ojos después de que dijera esto-. Lleva allí quince años y no está casada, a no ser con su trabajo.

Impulsivamente, para soslayar toda consideración acerca de cómo esta descripción, dejando aparte el número de años, podía aplicarse a la propia signorina Elettra, Brunetti preguntó:

– ¿Cómo se explica, pues, la presencia del signor Gorini en su casa?

– Justamente -convino la joven, y prosiguió-: Pregunté al doctor si podía decirme algo más acerca de la mujer y noté cierta resistencia. Daba la impresión de querer protegerla.

– ¿Y usted qué hizo?

– Mentir, desde luego -respondió ella con naturalidad-. Le dije que mi hermana conocía a una empleada del laboratorio, lo que es cierto, y hasta le di el nombre. Es alguien que estudiaba Medicina con Barbara pero no terminó la carrera. Dije que me había hablado muy bien de la signorina Montini pero que le parecía que en este año último había cambiado. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó-: Una mujer que ha vivido dos años con un hombre como él es muy probable que haya cambiado, y no a mejor.

– ¿Y qué dijo él?

– Que su trabajo sigue siendo excelente, y cambió de tema.

– Entiendo -dijo Brunetti-. ¿Querría pedir a su hermana que pregunte a su antigua compañera de clase?

La signorina Elettra movió la cabeza vigorosamente y miró a la mesa.

– No se hablan -fue su única explicación.

– ¿Qué más tenemos? -preguntó él viendo que aún quedaban papeles en la mesa.

– Él tiene cuenta en UniCredit. -Le pasó un extracto de los movimientos de la cuenta de Stefano Gorini durante los seis últimos meses. Él examinó las cantidades, buscando una pauta, pero no la había. Todos los meses se abonaban o cargaban en la cuenta sumas diversas, siempre en efectivo y siempre inferiores a quinientos euros. El saldo actual no llegaba a dos mil euros.

– ¿Algún indicio de cómo se gana la vida?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Quizá tenga amigos generosos, o quizá lo mantenga la signorina Montini o, qué sé yo, quizá tenga suerte en la ruleta o con las cartas. El dinero entra y sale, pero nunca en una cuantía que pueda despertar curiosidad.

– ¿Cargos a tarjetas de crédito?

– Parece que no tiene tarjetas.

Mirabili dictu -dijo Brunetti-. Y pensar que estamos en el nuevo milenio.

– Pero podría tener telefonino -dijo ella y, adelantándose a la pregunta del comisario, explicó-: No lo sabré hasta esta tarde o mañana. -Observó la sorpresa de Brunetti y añadió, a modo de explicación-: Giorgio está de vacaciones.

– ¿Y tiene usted que preguntar a otra persona?

En la cara de ella se pintó la sorpresa ante el desconocimiento de Brunetti de lo que es la fidelidad del cliente.

– No, señor; él hará un intento desde Terranova, pero no estaba seguro de poder hacérmelo llegar hoy. Me ha dicho que puede tener complicaciones para introducirse en el sistema Telecom desde allí.

– Comprendo -mintió Brunetti-. Me gustaría encontrar la manera de vigilar esa casa.

– La he buscado en Calli, Campi e Campielli, y no parece fácil. Tendría que poner a alguien permanentemente en Campo dei Frari y en San Toma, y ni así podría estar seguro de que todo el que entra en la calle va a esa dirección o el que salía viene de allí.

– ¿Sabe de alguien de esta casa que viva por esa zona?

– Veamos -dijo ella volviéndose hacia el ordenador, y Brunetti supuso que abría el archivo del personal de la questura. Menos de dos minutos después, ella dijo-: No, señor. Nadie vive a menos de dos puentes. Vistos sus antecedentes -añadió poniendo una mano sobre los papeles para volver a centrar la atención de ambos en Gorini-, con o sin la signorina Montini, no es probable que se haya retirado a una vida de inactividad.

– Y, si algo le ha enseñado la experiencia -prosiguió Brunetti-, evitará contratar a alguien o hacer algo que requiera licencias o certificados de cualquier tipo. Por consiguiente, ¿por qué no hacerse adivino?

– Que tampoco está tan lejos del psicólogo, ¿no le parece?

Por gratificante que resulte descubrir que alguien comparte tus prejuicios, Brunetti optó por callar en esta ocasión.

Cuando volvió a mirarla, la signorina Elettra tenía la barbilla apoyada en la mano izquierda mientras dejaba descansar la derecha en un ángulo del teclado.

– No -dijo al fin, tras lo que se antojó a Brunetti una larga consulta con la pantalla vacía-. No hay manera de vigilar la casa. Y, si el vicequestore se enterase, tendríamos disgustos.

– ¿Y eso le da miedo? -preguntó él.

Ella dejó escapar un pequeño resoplido de desdén.

– No por mí. Ni por usted, comisario. Pero se lo haría pagar a Vianello y a los agentes que intervinieran. Y Scarpa le secundaría. No merece la pena. -Irguió el tronco y pulsó varias teclas-. Mírelo, aquí está.

Brunetti se situó a su espalda en el momento en que aparecía en la pantalla la foto de un hombre, en la clásica pose del recién arrestado.

– Es de los tiempos de Aversa, ya hace quince años. No he encontrado otra más reciente.

– ¿No ha renovado su carta d'identità? -preguntó Brunetti.

– Sí, pero en Nápoles, hace cinco años. Y han perdido el expediente.

– ¿Usted se lo cree? -preguntó él con suspicacia, más que por el hecho en sí, que era bastante frecuente, por el lugar en el que se había producido.

– Sí, señor. Me lo dijo una persona de confianza. No escanearon la foto en el ordenador y perdieron la carpeta. -Golpeó la pantalla con el índice-. Esto es todo lo que tenemos.

La inexpresiva cara que los miraba desde la pantalla, aun con las largas patillas y la revuelta melena que Gorini llevaba en la foto, era bien proporcionada y atractiva: oblicuos ojos oscuros y pómulos altos que le daban aspecto tártaro, nariz larga, un poco torcida, con un pequeño bulto debajo del puente, y boca grande y bien dibujada. Un conjunto de facciones, reconoció Brunetti, que sugerían una masculinidad poderosa. No recordaba haber visto en la ciudad una versión madura del Gorini de la foto. Señaló la imagen.

– Me gustaría que se encargara de que den copias a los sabuesos de Scarpa… sin poner en antecedentes al teniente. -Al ver que ella iba a comentar algo, añadió-: Dígales que es una vieja foto de alguien que vive en la ciudad y que tratar de localizarlo forma parte del entrenamiento.

Ella sonrió.

– Engañar al teniente, aunque sea en poca cosa, siempre es un placer.

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