20

Brunetti habría podido llamar a los demás inquilinos del palazzo en el que había vivido Fontana, para anunciarles que la policía necesitaba hablar con ellos, pero él sabía que la sorpresa daba ventaja al interrogador. Ignoraba lo que aquellas personas querrían revelar -u ocultar- a la policía, pero decidió que él y Vianello se presentarían sin avisar.

El calor hacía imposible pensar siquiera en ir andando hasta la Misericordia y, como no había buena combinación de vaporetti, Brunetti pidió a Foa que los llevara en una lancha de la policía. Él y Vianello se quedaron en cubierta: en la cabina de la embarcación, que navegaba con lentitud, no se podía respirar ni con todas las ventanillas abiertas. Foa extendió el toldo encima del timón, pero de poco servía, con aquel sol. Al aire libre se estaba un poco más fresco, con la brisa de la marcha, pero aun así era tanto el calor que ninguno de los dos quería mencionarlo siquiera. Sólo encontraban alivio en alguna que otra franja de aire fresco que atravesaban, un fenómeno que Brunetti nunca había comprendido: quizá era el aire que salía de las porte d'acqua de los palazzi frente a los que pasaban o, quizá, un régimen de vientos atrapaba bolsas de aire más fresco en algún que otro punto de los canales.

Cuando se detuvieron cerca del palazzo, Brunetti, recordando la sesión matinal de natación de Patta, dijo a Foa que regresara, por si el vicequestore lo necesitaba, que ya le llamaría cuando terminaran o, si tardaban más de lo previsto, él y Vianello se irían a almorzar y regresarían por sus propios medios.

En el rótulo situado al lado del portone, junto al timbre del último piso, se leía «Fulgoni». Brunetti llamó.

Chi é? -preguntó una voz de mujer.

Polizia, signora -respondió Brunetti-. Nos gustaría hablar con usted.

– De acuerdo -dijo ella tras sólo un momento de titubeo, y la puerta de entrada se abrió con un chasquido.

Ellos ya esperaban que en el patio hiciera menos calor, por lo que la sensación no fue una sorpresa tan grata como las bolsas de aire fresco de los canales. Al pasar por donde habían matado a Fontana, Brunetti observó que la cinta roja y blanca seguía en su sitio, pero el suelo estaba limpio. Ni rastro de estatua alguna.

Subieron al último piso. La única puerta del rellano estaba entreabierta y allí los esperaba una mujer alta, de hombros anchos. Al ver su cabello, Brunetti recordó haberla visto en la calle: era negro como ala de cuervo y lo llevaba recogido hacia atrás, formando a cada lado de la cara una onda aerodinámica que hacía que pareciera que llevaba casco y que sin duda ella fijaba con ayuda de alguna de esas sustancias que conocen las señoras y los peluqueros. En contraste con el pelo, su cutis era muy pálido, como si ella se hubiera dado una capa de polvos de arroz. No llevaba maquillaje, sólo un toque rosa pálido en los labios. Vestía una blusa verde oscuro con volantitos, no muy apropiada para una mujer de su tamaño. Tampoco el color era el más adecuado, y desentonaba de la falda azul. Brunetti observó que era ropa cara y que habría sentado bien a otro tipo de mujer, pero a la signora Fulgoni ni la blusa ni la falda la favorecían.

– ¿La signora Fulgoni? -preguntó Brunetti extendiendo la mano.

Ella hizo caso omiso de la mano y dio un paso atrás, invitándolos a pasar con un ademán. En silencio, los guió por un pasillo hasta una salita de estar con suelo de parquet, un pequeño sofá y una butaca. Multicolores portadas de revistas parecían contemplar la escena con aire risueño desde una mesita de centro. Una de las paredes estaba cubierta de anaqueles llenos de libros con aspecto de haber sido leídos. La luz entraba a raudales entre unas cortinas de lino a rayas, recogidas a cada lado de tres grandes ventanas, en fuerte contraste con la penumbra del apartamento de los Fontana, del piso de abajo. Las paredes eran del más pálido de los tonos marfil. En una de ellas se veía lo que parecía una serie de grabados de Otto Dix y, en otra, más de una docena de pinturas que daban la impresión de haber salido de la misma mano: pequeños cuadros abstractos realizados sólo en tres colores -rojo, amarillo y blanco- y, al parecer, pintados con espátula. Brunetti los encontró estimulantes y sedantes a la vez, aunque no podía explicarse cómo el artista había conseguido dar esta impresión.

– Mi marido pinta -dijo ella con cuidadosa neutralidad levantando las manos para señalar las pinturas y prolongando el ademán para indicar el sofá. A Brunetti le llamó la atención la frase «mi marido pinta», no que su marido fuera pintor, y se quedó esperando la explicación. Ésta llegó:

– Él trabaja en un banco y pinta cuando puede. -Hablaba con evidente orgullo, con una voz serena y clara que tenía un timbre grave muy grato al oído.

– Entiendo -dijo Brunetti, sentándose al lado de Vianello, que había sacado un bloc del bolsillo interior de la chaqueta y se disponía a tomar notas. Después de darle las gracias por haber accedido a hablar con ellos, Brunetti prosiguió-: Nos gustaría confirmar a qué hora regresaron anoche a casa usted y su esposo.

– ¿Por qué es necesario que vuelvan a preguntar? -indagó ella más desconcertada que molesta-. Ya se lo dijimos a los otros agentes.

Brunetti mintió con soltura y fluidez, y con una sonrisa.

– Existe una diferencia de media hora entre lo que el teniente y lo que uno de los agentes recuerdan haberle oído decir, signora. Es sólo eso.

Ella pensó un momento antes de contestar.

– Debían de ser las doce y cinco o las doce y diez -dijo-. Oímos dar la hora en el reloj de la Madonna del Porto al torcer de Strada Nuova: lo que tardáramos desde allí.

– ¿Y no vieron nada extraño al llegar?

– No.

Él preguntó con suavidad:

– ¿Podría decirme dónde estuvieron, signora?

La sorprendió la pregunta, lo que indicaba que Al-vise no se lo había preguntado. Con una ligera sonrisa, dijo:

– Después de cenar nos pusimos a ver televisión, pero hacía calor, y todos los programas eran tan estúpidos que decidimos salir a dar una vuelta. Además -añadió suavizando la voz-, es la única hora a la que una persona puede andar por la ciudad sin tener que sortear a los turistas.

Por el rabillo del ojo, Brunetti vio a Vianello mover la cabeza en señal de asentimiento.

– Cierto -dijo Brunetti con una sonrisa cómplice. Miró en torno, a los techos altos y las cortinas de lino, súbitamente consciente del atractivo del apartamento-. ¿Hace mucho que viven aquí, signora?

– Cinco años -respondió ella sonriendo, consciente del cumplido implícito en la mirada del comisario.

– ¿Cómo encontraron este sitio tan bonito?

La temperatura de la voz de la mujer había descendido varios grados al decir:

– Un conocido de mi marido nos habló de él.

– Comprendo. Gracias -dijo Brunetti, y luego preguntó-: ¿Cuánto hace que vivían aquí la signora Fontana y su hijo?

Ella miró uno de los cuadros, el que destacaba por el espesor de la franja amarilla que lo cruzaba, y a Brunetti.

– Tres o cuatro años me parece -dijo sin sonreír, pero su expresión se suavizó, ya fuera porque, de pronto, Brunetti empezó a caerle bien, o porque él se había apartado de la cuestión de cómo habían encontrado el apartamento, que era lo más probable.

– ¿Conocía bien a alguno de ellos?

– Oh, no; sólo como sueles conocer a tus vecinos. De verlos en la escalera o al entrar y salir del patio.

– ¿Ha visitado a alguno?

– Ni pensarlo -dijo ella, visiblemente escandalizada por tal posibilidad-. Mi marido es director de banco.

Brunetti asintió, como si ésta fuera la respuesta más lógica que podía recibir su pregunta.

– ¿Alguien de la casa o del vecindario le ha hablado de alguno de ellos?

– ¿De la signora Fontana y su hijo? -preguntó ella, como si hubieran estado hablando de otras personas.

– Sí.

Ella desvió la mirada hacia otro cuadro, en el que dos cuchilladas verticales de rojo dividían un campo blanco y dijo:

– No que yo recuerde. -Movió los labios ligeramente en lo que tanto podía ser una sonrisa como el efecto de haber mirado el cuadro.

– Comprendo -dijo Brunetti, quien decidió de pronto que seguir hablando con aquella mujer no llevaría a parte alguna-. Muchas gracias por su tiempo -dijo en tono concluyente.

Ella se levantó con un solo movimiento, fluido y grácil, mientras que tanto el comisario como un Vianello visiblemente sorprendido tenían que apoyarse en los brazos del sofá para ponerse en pie.

En la puerta, las cortesías se redujeron al mínimo. Mientras empezaban a bajar la escalera, oyeron cerrarse la puerta a su espalda. En aquel momento, Vianello dijo con una voz que expresaba indignada reprobación:

– Cielos, no. Mi marido es director de banco.

– Un director de banco con muy buen gusto en decoración -añadió Brunetti.

– ¿Cómo? -preguntó Vianello, desconcertado.

– Una persona que lleva semejante blusa no puede haber elegido esas cortinas -dijo Brunetti, con lo que hizo aumentar la confusión de Vianello.

En el primer piso, el comisario se paró frente a la puerta y pulsó el timbre marcado «Marsano». Después de mucho rato, una voz de mujer preguntó quién era.

– Policía -respondió Brunetti. Le pareció que oía pasos que se alejaban de la puerta y, al cabo de algún tiempo, se oyó una voz infantil que decía:

– ¿Quién hay? -Al otro lado de la puerta, empezó a ladrar un perro.

– Es la policía -respondió Brunetti con la voz más amable de la que era capaz-, ya se lo he dicho a tu mamá.

– No es mi madre; es Zinka.

– ¿Y tú cómo te llamas?

– Lucia.

– Lucia, ¿podrías abrir la puerta?

– Mi madre dice que no deje entrar a nadie en casa.

– Eso está muy bien -aplaudió Brunetti-. Pero con la policía es distinto. ¿No te lo ha dicho tu madre?

La niña tardó mucho rato en contestar, y su respuesta sorprendió a Brunetti.

– ¿Es por lo que le pasó al signor Araldo?

– Sí, eso es.

– ¿No es por Zinka? -En su voz había una nota de inquietud casi de persona mayor.

– No; ni siquiera sé quién es Zinka -dijo Brunetti sin faltar a la verdad.

Transcurrió algún tiempo y, al fin, se oyó girar la llave, se abrió la puerta y apareció una niña de unos ocho o nueve años. Llevaba pantalón tejano y jersey de algodón blanco y estaba descalza. Se echó hacia atrás y los miró con curiosidad. Era bonita como lo son las niñas.

– No llevan uniforme -fue lo primero que dijo.

Los dos hombres se rieron, lo que pareció convencerla de su buena voluntad, si no de su profesión.

Brunetti distinguió movimiento al fondo del pasillo: de una de las habitaciones de aquella parte de la casa acababa de salir una mujer con delantal azul. Tenía la figura en forma de patata de muchas europeas del Este, y la cara redonda y el pelo pobre y descolorido que suelen acompañarla. Él lo comprendió al instante: una sin papeles que trabajaba en la casa de criada o de canguro, pero a la que ni el temor a la policía impedía salir a asegurarse de que la niña no corría peligro.

Brunetti sacó la cartera y extrajo su credencial, que mostró a la mujer diciendo:

Signora Zinka, soy el comisario Brunetti y he venido para hacer unas preguntas acerca del signor Fontana y su madre. -La miró, para averiguar si lo había entendido. La mujer asintió pero no se movió-. No me interesa nada más, signora, ¿me comprende? -Ella no contestó, pero pareció que su postura perdía rigidez, y él se hizo a un lado, todavía en el rellano, y señaló a Vianello, que estaba a su lado-. Tampoco le interesa a mi ayudante, el ispettore Vianello.

Sin decir nada, la mujer avanzó tímidamente hacia ellos.

La niña se volvió hacia ella y dijo:

– Vamos, Zinka. Ven a hablar con ellos. No nos harán daño. Son policías.

Esta palabra hizo que la mujer se detuviera. La expresión de su cara indicaba que la vida le había enseña-do a sacar otras conclusiones respecto a la conducta de la policía.

– Si no quiere que entremos, signora -empezó Brunetti hablando despacio-, podemos volver más tarde, cuando esté la madre de Lucia.

Ella dio otro paso hacia la niña, aunque Brunetti no habría podido decir si pretendía ofrecer protección o buscarla.

Él preguntó a la niña:

– ¿A qué colegio vas, Lucia?

– A Foscarini.

– Ah, es muy bueno. Allí ha ido también mi hija -mintió.

– ¿Tiene una hija? -preguntó la niña, como si los policías no pudieran tener hijas. Y entonces, como para ponerlo a prueba, inquirió-: ¿Cómo se llama?

– Chiara.

– Mi mejor amiga también se llama Chiara -dijo la niña sonriendo y dio un paso atrás. Con sorprendente formalidad añadió-: Pasen, por favor.

Permesso -dijeron los dos hombres al entrar. Entonces Brunetti percibió un brusco descenso de la temperatura, al abatirse bruscamente sobre él un aire refrigerado, después del calor de la calle.

– Podemos ir al despacho de mi padre. Allí recibe las visitas de los señores -dijo la niña volviéndose de espaldas a ellos y yendo hacia la mujer. A poca distancia de ella, se detuvo y abrió una puerta de mano derecha-. Adelante -les animó. Vianello cerró la puerta del apartamento y los policías siguieron a la niña por el frío pasillo.

Brunetti se paró en la puerta del despacho y dijo a la mujer:

– Nos sería de gran ayuda hablar también con usted, signora, pero sólo si quiere. Y sólo de la signora Fontana y de su hijo.

La mujer dio otro pasito hacia ellos y dijo:

– Buen hombre.

– ¿El signor Fontana?

Ella asintió.

– ¿Lo conocía?

Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.

La niña entró en el despacho y dijo, arrastrando la última palabra:

– Anda, ven, no seas tonta. -Cruzó la habitación, titubeó al lado de un gran escritorio, tiró del sillón hacia atrás y se sentó. Los hombros apenas le asomaban por el borde de la mesa, y Brunetti no pudo menos que sonreír.

La mujer vio la sonrisa, miró a la niña y miró a Brunetti, y él dedujo que había observado la escena y comprendía su reacción.

– Tengo realmente una hija, signora -dijo él adelantándose a tomar asiento en una de las sillas de delante de la mesa. Vianello ocupó la otra.

La mujer avanzó un metro hacia el interior de la habitación, pero se quedó de pie, entre la mesa y la puerta, posición que le permitiría tratar de agarrar a la niña para ponerla a salvo, si era necesario.

– ¿Dónde está tu mamá? -preguntó Vianello.

– Trabajando. Por eso tenemos a Zinka. Ella está conmigo. Hoy pensábamos ir a la playa. Tenemos una caseta en el Excelsior, pero mamá ha dicho que hace demasiado calor, y nos hemos quedado en casa. Zinka va a dejar que la ayude a hacer la comida.

– Eso está bien -dijo Vianello-. ¿Qué vais a hacer?

Minestra di verdura. Dice Zinka que, si soy buena, me dejará pelar las patatas.

Brunetti miró a la mujer, que parecía seguir la conversación sin dificultad.

Signora -dijo con sincera cordialidad-, si no hubiera prometido preguntar sólo por la signora Fontana, le pediría que me enseñara la manera de convencer a mi hija de que le «dejo» ordenar su cuarto. -Sonrió para dar a entender que bromeaba. Ella suavizó la expresión y sonrió a su vez.

De pronto, Brunetti se dijo que lo que estaba haciendo era, además de ilegal, bastante sórdido. ¡Si era una niña, por Dios! ¿Tal era su afán por saber, que se rebajaba a esto?

Se volvió hacia la mujer.

– Creo que no estaría bien hacer más preguntas a Lucia. Dejaremos, pues, que vuelvan a la minestra. -Vianello lo miró con gesto de sorpresa, pero él, como si no lo hubiera notado, dijo a la niña-: Espero que mañana haga menos calor, para que podáis ir a la playa.

– Gracias, signore -dijo ella con bien aprendida cortesía, y añadió-: Tampoco es tan malo no poder ir. A Zinka no le gusta la playa. -Volviéndose hacia ella, preguntó-: ¿Verdad?

La sonrisa de la mujer reapareció, ahora más ancha.

– Yo tampoco gusto a la playa, Lucia.

Brunetti y Vianello se levantaron.

– ¿Podría decirme a qué hora tengo que volver para hablar con los Marsano?

En vez de responder, la mujer miró a la niña y dijo:

– Lucia, mira si he dejado vasos en cocina, por favor.

Sin hacérselo repetir, la niña saltó del sillón y salió del despacho.

Signor Marsano no dirá cosas a usted. Signora no, también.

– ¿Decirme qué, signora? -preguntó Brunetti.

– Fontana era hombre bueno. Peleó con signor Marsano, peleó con gente de arriba.

– ¿Peleó con palabras o con las manos, signora7.

– Pelea con palabras, sólo palabras -dijo ella, como si la otra posibilidad la asustara.

– ¿Qué pasó?

– Insultos: signor Fontana dijo signor Marsano no honrado, igual que hombre de arriba. Y signor Marsano dijo que él hombre malo, va con hombres.

– Pero usted piensa que era un hombre bueno.

– Yo -dijo ella con súbito énfasis-. Me encontró abogado. Hombre bueno en Tribunale. Me ayuda con papeles para quedarme.

– ¿Quedarse en Italia? -preguntó Brunetti.

– Los vasos no están aquí, Zinka -gritó la niña desde el extremo del pasillo y, al acercarse, preguntó con la energía de la impaciencia infantil-: ¿Ya podemos volver al trabajo?

– ¿Querría darme el nombre del abogado, signora? -preguntó Brunetti.

– Penzo. Renato Penzo. Amigo de signor Fontana. Hombre bueno, también.

– ¿Y la signora Fontana? -preguntó Brunetti, sensible a la impaciencia de la niña y a la creciente inquietud de la mujer-. ¿También es buena?

La mujer miró a Brunetti y miró a la niña.

– Los señores se marchan, Lucia. ¿Abres la puerta? ¿Sí?

La niña, previendo la posibilidad de volver a las patatas, casi corrió a la puerta. La abrió, salió al descansillo y se asomó al hueco de la escalera.

Brunetti observó la inquietud de la mujer al verla allí y fue hacia la puerta. En el umbral se detuvo.

– ¿Y la signora Fontana? -insistió.

Ella movió la cabeza negativamente, vio a Brunetti asentir aceptando su resistencia a hablar y dijo:

– No como el hijo.

Brunetti asintió a su vez, dijo adiós a Lucia y empezó a bajar la escalera, seguido de Vianello.

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