19

Al parecer, esto de la informática tenía gancho: Brunetti encontró a Vianello frente al monitor de la oficina de los agentes, viendo cómo un hombre iba colocando cartas encima de la mesa que tenía delante. El inspector había apartado la silla de la mesa, echado el cuerpo hacia atrás, cruzado los brazos y apoyado los pies en un cajón abierto. De pie detrás de él, a su izquierda, estaba Zucchero, también con los brazos cruzados y la mirada fija en la pantalla. Brunetti se acercó con calma y se quedó a la derecha de Vianello.

El hombre de la pantalla seguía mirando fijamente las cartas que tenía en la mesa. La cámara mostraba sólo la parte superior de la cabeza, unos hombros recios y un torso abombado. El hombre se frotó el mentón con el gesto del agricultor que mira el barómetro sin saber qué pensar.

– ¿Dice que él le ha prometido casarse con usted? -preguntó de pronto, sin dejar de mirar las cartas.

Una voz de mujer, procedente de un punto situado detrás, encima o debajo de él, dijo:

– Sí. Muchas veces.

– ¿Pero nunca fijó fecha? -La voz del hombre no podía ser más neutra.

Tras una larga vacilación, la mujer respondió:

– No.

El hombre movió la cabeza de arriba abajo, alzó la mano izquierda y, con un delicado movimiento de un dedo, corrió una carta un poco hacia la izquierda. Entonces levantó la cabeza y Brunetti le vio la cara. Era redonda, casi esférica, como si a un balón de fútbol le hubieran pintado ojos, nariz y boca, y pegado pelo sobre la frente, para darle el aspecto de una cabeza humana. También los ojos eran casi redondos, bajo unas cejas gruesas que, a su vez, eran dos medias circunferencias prácticamente perfectas. El efecto del conjunto era de total inocencia, como si, de algún modo, este hombre acabara de nacer, quizá en la misma puerta del estudio de la televisión, y lo único que supiera de la vida fuera echar las cartas y mirar fijamente a los espectadores tratando de ayudarles a comprender lo que leía en ellas.

Hablando ahora directamente a la mujer que debía de estar mirándolo absorta y bebiendo sus palabras, el hombre dijo:

– ¿En algún momento ha dicho algo concreto sobre cuándo piensa casarse con usted?

Esta vez ella tardó aún más en contestar, y cuando lo hizo empezó con un largo «Hmm» que duró lo que dos suspiros y entonces dijo:

– Es que antes tiene que arreglar algunos asuntos.

Brunetti había oído en su vida muchas evasivas y detectado intentos de desviar el curso de un interrogatorio a los detenidos, que solían ser maestros del subterfugio. Esta mujer era una simple aficionada; su táctica era tan transparente que habría dado risa, de no ser porque su voz denotaba pena, como si ya supiera que nadie iba a creerla pero no pudiera dejar de intentar ocultar lo evidente.

– ¿Qué asuntos? -preguntó el hombre mirando fijamente a la cámara y…, uno lo sentía…, a la boca mendaz de la mujer y al falso corazón del hombre.

– Su separación -dijo ella, con una entonación que se hacía más lenta y más débil a cada sílaba.

– «Su separación» -repitió el hombre de la cara redonda, con una entonación que, a cada sílaba, era un paso lento y pesado hacia la verdad.

– Aún no es definitiva -dijo ella. Trataba de aseverar, pero sólo podía implorar.

Hasta este momento, el diálogo se había desarrollado a ritmo lento, y sorprendió a Brunetti y sobresaltó a la mujer, que ahogó una exclamación, la velocidad relámpago con la que el hombre preguntó:

– ¿Ha pedido siquiera la separación?

El sonido de la respiración de la mujer llenó el estudio, llenó los oídos del hombre de la cara redonda, llenó las ondas.

– ¿Qué dicen las cartas? -preguntó con una voz que era poco más que un jadeo.

Hasta ahora el hombre había permanecido casi inmóvil, de manera que cuando levantó la mano para mostrar a la cámara, y a la mujer, las cartas que conservaba en la mano, el movimiento pilló desprevenido a Brunetti.

– ¿En serio quiere saber lo que dicen las cartas, signoral -preguntó en un tono de voz mucho menos afable que el empleado hasta entonces.

Ella tardó en responder, pero al fin dijo:

– Sí. Sí. Tengo que saberlo. -Después de estas palabras, se oyó el sonido persistente de su respiración angustiada.

– Está bien, signora, pero recuerde que le he preguntado si quería saberlo. -La voz del hombre tenía ahora la solemnidad del médico que pregunta a un paciente si quiere saber el resultado del análisis.

– Sí, sí -repitió ella, casi suplicando.

Va bene -dijo él, y juntó las manos. Lentamente, la mano derecha tomó la carta de encima y la deslizó hacia un lado del mazo. La cámara se desplazó en torno a él, se elevó y, por encima de su hombro, mostró, en lugar de la cara redonda, el reverso de las cartas. Él movió la carta hacia la derecha, la sostuvo unos segundos inmóvil y, lentamente, le dio la vuelta: el Jóker.

– El Engaño, signora -dijo el hombre. Su voz se abatió sobre ella: átona, sin emoción, sin opinión. Sin piedad.

Los pies de Vianello resbalaron al suelo, sobresaltando a Brunetti.

– ¡Jo! Listo el tío, ¿eh? -dijo el inspector borrando la imagen de la pantalla.

Lo repentino del acto de Vianello hizo que Brunetti advirtiera de pronto cómo lo había subyugado literalmente la conversación entre aquellas dos personas. Un corazón frágil e iluso, desenmascarado con clínica frialdad por un hombre que se había revelado experto en descubrir sus secretos. Un espectador poco dado a la reflexión sacaría la conclusión de que este hombre conocía las respuestas a esas preguntas que apenas se atreve uno a hacerse a sí mismo.

Pero, ¿qué había hecho en realidad? Percibir la audible vacilación y la incertidumbre de la voz de la mujer, escuchar sus evasivas y justificaciones: también habría podido usar chapas de botella en lugar de cartas del tarot, para sacar a la luz el Engaño.

Brunetti pronunció la palabra en voz alta:

– El Engaño.

Vianello respondió con una sonora carcajada.

– Mi madre habría dicho lo mismo, al oír a alguien contar esa historia en la cola del súper.

Zucchero fue a decir algo y dudó. Brunetti asintió y agitó una mano, y el joven dijo entonces:

– Pero las cartas ayudan, ispettore. Hacen que la respuesta parezca venir de un mundo místico, no del sentido común.

Brunetti había tenido unos momentos para buscar paralelismos y, abandonando la comparación con las chapas de botella, dijo:

– Es lo que hacían los augures: abrían un animal y leían en su interior, pero tenían buen cuidado de utilizar un lenguaje ambiguo. De este modo, cuando había pasado lo que fuera que tenía que pasar, podían interpretar su augurio como a ellos les conviniera.

– El Engaño -repitió Vianello despectivamente-. Y para escucharle esa pobre mujer está pagando un euro por minuto. -Miró su reloj-. Hemos estado viéndolo unos ocho minutos. -Pulsó varias teclas y la pantalla volvió a animarse-. A ver si todavía la tiene pegada al teléfono.

Pero el hombre de la cara redonda ya había empezado otra partida de cartas, porque la voz que oyeron cuando él reapareció era de hombre:

– … parece lo más sensato, pero él es mi cuñado, y mi mujer se empeña en que yo haga eso.

– ¿Puedes quitar el sonido? -preguntó Brunetti.

Vianello volvió la cabeza bruscamente.

– ¿Cómo?

– Quitar el sonido -repitió el comisario.

Vianello se inclinó hacia adelante y fue bajando el sonido hasta extinguirlo. Ellos observaban la cara redonda que dividía su atención entre las cartas y la cámara. Transcurrieron varios minutos en silencio hasta que Brunetti dijo:

– Acostumbro a hacer esto en los aviones cuando ponen una película. No uso los auriculares. Así te das cuenta de lo estudiados que están los gestos y reacciones: en las películas, los actores no se comportan como tus vecinos de mesa del restaurante. Ni como la gente de la calle. No es natural.

Los tres hombres siguieron mirando la pantalla durante varios minutos más. La observación de Brunetti resultó profética, porque ahora las expresiones del hombre de la cara redonda parecían preparadas y estudiadas. La atención con que examinaba las cartas a las que iba dando la vuelta no variaba ni un ápice, como tampoco se alteraba la concentración con que miraba a la cámara cuando, presuntamente, escuchaba a su comunicante: con semejante mirada, lo mismo podría haber estado contemplando una ejecución pública.

Lo vieron juntar las manos y sacar otra carta, y las cámaras se situaron a su espalda y se elevaron, lo mismo que la vez anterior. Con una lentitud destinada a mantener la tensión, dio la vuelta a la carta y la puso al lado de las otras. El anverso no dijo nada a los tres hombres que miraban la actuación, pero Brunetti ya había visto lo suficiente para aventurarse a decir:

– Cuando las cámaras lo enfoquen, su cara se parecerá a la de Edipo al reconocer a su madre.

Y así fue. Cuando la cámara mostró la cara del hombre redondo, el asombro que reflejaba era tan patente como si estuviera pintado con colores acrílicos.

La mano de Vianello fue hacia el ratón, pero Brunetti le oprimió el hombro para frenar el movimiento y dijo:

– No; dejémoslo un minuto más.

Así lo hicieron y durante aquel minuto la cara redonda pasó del estupor a la desolación. El hombre dijo unas palabras, movió la cabeza casi imperceptiblemente y se quedó un rato con los ojos cerrados.

– Ahora se lava las manos con lo que decida el otro -observó Zucchero.

Vianello no aguantó más y subió el sonido:

– … nada puedo hacer para ayudar. La decisión depende de usted. Sólo le aconsejaré que lo medite bien. -Bajó la cabeza como el sacerdote que va a rociar un féretro con agua bendita. Silencio y el sonido de un teléfono al ser colgado.

– Muy bueno ese último detalle -dijo Vianello sin disimular la admiración. La imagen de la pantalla cambió, dando paso a una lista de números de teléfono mientras una voz de mujer explicaba que las personas interesadas tenían a su disposición a consejeros profesionales que responderían a sus llamadas las veinticuatro horas del día. Especialistas con décadas de experiencia en cartomancia, el horóscopo y la interpretación de sueños. A pie de pantalla, en una franja roja, se indicaban los precios de las llamadas.

– ¿No hay manera de impedirlo? -preguntó Zucchero, y Brunetti se sintió reconfortado por la indignación del joven.

– La Guardia di Finanza los vigila. Pero, mientras no infrinjan la ley, nada se puede hacer -explicó Brunetti.

– ¿Y Vanna Machi? -preguntó el agente, mencionando a la celebridad televisiva que recientemente había sido arrestada y condenada.

– Ella fue demasiado lejos -dijo Vianello. Luego, agitando una mano en dirección a la pantalla, añadió-: A mi modo de ver, ese hombre habla con sensatez. -Antes de que Brunetti pudiera hacer objeciones, el inspector explicó-: Lo he visto varias veces y lo que hace es decir a la gente lo que les diría cualquier persona razonable.

– ¿Por un euro al minuto? -preguntó Brunetti.

– Es más barato que un psiquiatra -observó Zucchero.

– Ah, los psiquiatras -exclamó Vianello con la entonación del que derriba un castillo de naipes.

Brunetti pensó en hacer observar a Vianello que lo mismo podía decirse del hombre con el que su tía parecía estar en contacto, pero comprendió que eso podía violentarlo y preguntó, dirigiéndose a Zucchero:

– ¿Ha hablado con el vecindario?

– Sí, señor.

– ¿Y?

– Un hombre que vive varias casas más abajo dice que oyó algo. Calcula que pudo ser poco después de las once aproximadamente. Estaba sentado en el patio, para escapar del calor, y oyó ruido, dice que podían ser voces de una disputa, pero que no lo sabe con seguridad, que no les prestó atención.

– ¿De dónde venían?

– No lo sabe, comisario. Hay bares al otro lado del canal y pensó que el ruido venía de allí. O de algún televisor.

– ¿Está seguro de la hora?

– Dice que sí, que acababa de apagar la televisión y de bajar al patio.

– ;Alvise le ha dado la lista?

– Sí, señor. -El joven agente dio media vuelta y fue a la mesa que compartía con un compañero. Al volver, traía en la mano un papel, que entregó a Brunetti-. Es la lista de la gente que vive allí, señor. Alvise me ha dicho que sería mejor que con ellos hablara el teniente, y a los que decían no ser vecinos ni les preguntó el nombre. -En respuesta a la mirada de Brunetti, Zucchero explicó-: Parece ser que Alvise no cerró la puerta del patio al entrar. -No había ni el menor ápice de inflexión en su voz.

Brunetti sólo se permitió proferir un débil «Ah».

– Me parece que tú y yo tendríamos que ir a hablar con la gente que vive en el edificio -dijo a Vianello. En vista de que el inspector no contestaba inmediatamente, añadió-: A menos que estés pensando en hacer una llamada para que te hagan el horóscopo -pero lo dijo riendo.

Vianello cerró la pantalla y se puso en pie.

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