El primer pensamiento de Brunetti fue para la contessa. Él no sabía con exactitud cómo habría utilizado Gorini los resultados de los análisis falseados por la signorina Montini, pero estaba seguro de que ella había hecho aquello por amor, para que él no la dejara. Si Gorini era capaz de semejante conducta, Brunetti debía mantener a su suegra alejada de él.
– No puedo permitir que la madre de Paola vaya a verle.
Vianello, que estaba al corriente del plan de su superior, comprendió. Brunetti sacó el telefonino, buscó el número del Palazzo Falier y enseguida lo pusieron con su suegra.
– Ah, Guido cuánto me alegro de oírte. ¿Cómo están Paola y los niños? -preguntó ella, como si no hablara con su hija dos veces al día por lo menos.
– Bien, muy bien. Te llamo por esa otra cosa.
Después de apenas un instante, ella dijo:
– Ah, ¿es por ese Gorini?
– Sí. ¿Has probado de ponerte en contacto?
– Indirectamente. Resulta que una amiga, Nuria Santo, hace meses que va a verlo, y dice que estará en-cantada de presentarme. Está convencida de que él ha curado a su marido.
– Oh, ¿cómo? -inquirió Brunetti con su voz más suave, matizada tan sólo de moderada curiosidad.
– Era algo del colesterol. Dice ella que es de lo más extraño: Piero come como un pajarito: no prueba el queso y no le gusta la carne, pero su colesterol malo…, porque hay colesterol malo y colesterol bueno… -La contessa hizo una pausa y prosiguió-: ¿No es curioso que la Naturaleza sea tan maniquea? -Brunetti hizo caso omiso del comentario, se exhortó a ejercitar la paciencia, y ella prosiguió-: Lo cierto es que el que importa estaba por las nubes y el bueno no podía compensarlo. Nuria me dijo que Gorini le recomendó una tisana, que por cierto costaba un disparate, pero él garantizaba que se lo haría bajar, y así fue. Y ahora ella está convencida de que ese hombre es un santo y pregona la nueva a nuestras amistades.
– ¿Ya te ha dado cita? -preguntó Brunetti en un tono que él confiaba que fuera coloquial.
– El martes -dijo ella y se echó a reír-. El hombre es listo. Te hace esperar una semana antes de recibirte.
– Donatella, es preferible que no vayas.
Alertada, quizá, por el cambio de tono tanto como por las palabras de Brunetti, la contessa preguntó:
– ¿Debo decírselo a Nuria?
¿Cómo advertir a la otra mujer sin poner en fuga a la presa?
– Quizá podrías sugerirle que anule la cita.
La contessa calló un momento y preguntó:
– ¿Puedes decirme algo más?
– No en este momento. Ya hablaremos. -Él advirtió que hablaba muy aprisa, apremiándola a terminar la conversación.
– Está bien. Se lo diré. Gracias, Guido -dijo ella, y colgó.
Brunetti miró a Vianello y preguntó:
– ¿Tú lo has oído?
El inspector tardó un momento en adivinar a qué conversación se refería su jefe y entonces dijo:
– No. Entré muy tarde.
– Ha dicho que lo hacía porque le quiere -dijo Brunetti, conmovido por la tristeza del motivo.
– ¿Hacía qué? -preguntó Vianello con impaciencia.
– Ha dicho que él, Gorini, estoy seguro, utilizaba los resultados del laboratorio…, supongo que se trata de eso, para convencer a la gente de que podía curarlos. Ha dicho que si él no puede usar los resultados la gente no creerá que pueda ayudarles. Y que entonces la dejará. -Brunetti levantó una mano en un vago ademán de incomprensión o de resignación-. Así pues, ella los alteraba. -Vianello no había oído a la mujer decir a Rizzardi que ella no quería causar problemas, pero Brunetti no quería repetir sus palabras.
Vianello miró en derredor, a los tubos de ensayo con fluidos de colores distintos, en sus soportes de madera, a las máquinas que, quizá, pesaban demasiado para que la signorina Montini hubiera tratado de destruirlas y a los frascos y matraces cuya utilidad sólo un profesional conocería. A Brunetti casi le parecía oír discurrir al inspector, y dijo, para ayudarle:
– Lo único que él necesitaba era convencer a una persona de que la había curado, y la noticia correría sola. -Esperó un momento y añadió, golpeando el bolsillo en el que había guardado el telefonino-: Mi suegra me ha dicho que una amiga suya está convencida de que él había curado a su marido con unas hierbas que hacen bajar el colesterol.
– Y, una vez la gente encuentra a alguien que ellos creen que puede ayudarles, la cosa se convierte en una especie de competición, ¿verdad? -preguntó Vianello.
– Mi médico es mejor que el tuyo -dijo Brunetti-. No tienes más que convencer a una persona de que la has curado y tendrás a todas sus amistades llamando a tu puerta y pronto tendrás que echarlos con un bichero.
– Pero esas pruebas… -objeto Vianello-. ¿Cómo podía él estar seguro de que las haría Montini? -Antes de que Brunetti pudiera empezar a especular sobre eso, sonó un ruido en la puerta que interrumpió la conversación. La dottoressa Zeno había puesto un pie en el laboratorio.
– ¿Ya podemos volver? -preguntó.
– Sí, sí, por supuesto -dijo Brunetti yendo hacia ella-. Me gustaría hablar con usted.
Pronto comprendieron cómo actuaba la signorina Montini. Todos los técnicos del laboratorio trabajaban juntos desde hacía años y la distribución del trabajo era aleatoria: generalmente, el primero en llegar se encargaba de la primera muestra que había entrado en el laboratorio o elegía las muestras que prefería y los otros se encargaban de las restantes. Como, generalmente, la signorina Montini era la primera en llegar, pudo elegir con libertad.
La dottoressa Zeno no tardó en deducir qué posibilidad se estaba considerando, y dijo que podía hallar fácilmente los análisis hechos por la signorina Montini en los que unos malos resultados hubieran mejorado en poco tiempo.
Los resultados no tardaron en aparecer en el ordenador y, cuando ella los hubo impreso para Brunetti, éste vio que eran sorprendentes: entre las personas cuyos análisis habían sido hechos por la signorina Montini durante los dos últimos años, había más de treinta, todas ellas de más de sesenta años, cuyo nivel de colesterol había subido bruscamente y, al cabo de un mes, había empezado a bajar poco a poco hasta valores normales. El mismo perfil se observaba en numerosos casos de supuesta diabetes del adulto, con valores de glucosa muy altos que bajaban a nivel normal en un período de dos meses.
– Oh, qué listo el muy canalla -murmuró Vianello observando el cuadro. Y, con un enfoque más práctico-: ¿Cómo no lo vio nadie?
La signora Zeno pulsó varias teclas y en la pantalla apareció el número 73.461.
– ¿Qué es eso?
– El número de los análisis que hicimos el mes pasado -respondió él con frialdad. Y, remachando el clavo-: Sólo de pacientes de los hospitales de la ciudad, a los que hay que sumar los que nos mandan los médicos que extraen muestras por su cuenta. -Sonrió y preguntó al inspector-: ¿Desea saber el número?
Vianello levantó las manos como el hombre al que apuntan con una pistola.
– Usted gana, dottoressa, no tenía ni idea.
Magnánima en la victoria, ella dijo:
– Lo mismo que la mayoría, incluso personas que trabajan en el hospital.
Brunetti oyó ruido y siguió la dirección de las miradas de dos de los técnicos que estaban vueltos hacia la puerta.
Se volvió y vio a Rizzardi. Brunetti no se explicaba cómo había podido ocurrir aquello, pero el patólogo, habitual-mente tan aseado, estaba desaliñado, casi como si hubiera dormido vestido. Dio unos pasos por el laboratorio, levantó la mano derecha y describió con ella un semicírculo acabando con la palma hacia arriba, apuntando al vacío.
– Le han vendado las muñecas y le han hecho una transfusión, pero entonces han llamado a la enfermera a otro box -empezó, mirando a Brunetti. Sacó el pañuelo, se enjugó la cara y la frente, se secó las manos y lo guardó en el bolsillo-. Mientras la enfermera estaba fuera, ella se ha arrancado las vendas y el suero. -Movió la cabeza. Dejó caer la mano.
Brunetti pensó en Catón, el más noble de los nobles republicanos. Cuando la vida se le hizo intolerable, se abrió el vientre. Sus amigos trataron de salvarlo y él se arrancó las vísceras, porque prefería la muerte a una vida sin honor.
– Me voy a casa -dijo Rizzardi-. No la haré yo -añadió, y se fue.
La dottoressa Zeno se apartó de los policías y fue a hablar con los técnicos.
– ¿No hará qué? -preguntó Vianello.
– La autopsia, supongo -dijo Brunetti, deseando que Vianello no hubiera hecho la pregunta.
La respuesta hizo callar a Vianello.
– Esto significa que el caso está… -empezó Brunetti, pero no pudo usar la palabra «muerto»-. Se acabó -dijo.
Sin el testimonio de la signorina Montini -y nada permitía pensar que ella habría querido testificar- no había pruebas contra Gorini. Las equivocaciones ocurren, en los hospitales abundan los errores y a consecuencia de ellos la gente sufre y muere.
– No sabemos si sólo habrá cambiado los índices del colesterol.
– ¿Crees que habrá puesto a gente en peligro?
No; Brunetti creía que no, pero su opinión no era suficiente garantía para las personas cuyos análisis habían pasado por las manos de aquella mujer.
– Tendrán que repetir todo el trabajo que haya hecho ella -dijo Brunetti, pensando que la orden sólo podía darla Patta o, quizá, el director del hospital. En cuanto a tomar medidas contra Gorini, imposible. La muerte de la signorina Montini lo ponía a salvo, y no era probable que ella hubiera dejado constancia por escrito de lo que hacía. Desde luego, no habría guardado tales notas en la vivienda que compartía con Gorini, ni en su lugar de trabajo, en el que estaba arruinando su integridad.
– Lo único que podemos hacer es llamar a la policía de Aversa y de Nápoles -dijo Brunetti con resignación-, y decirles que él está aquí.