15

En el tren que lo llevaba de vuelta a Venecia, Brunetti pensaba que la naturaleza humana aún podía sorprenderlo: los dos jóvenes habían insistido en ayudarles a llevar el equipaje al otro tren, después de que un revisor se acercara a decir a Brunetti que el tren con destino a Venecia traía otros diez minutos de retraso. Una vez su familia estuvo a bordo, los dos jóvenes desaparecieron, sin hacer preguntas acerca de la misteriosa razón que le obligaba a regresar a Venecia con tanta urgencia. Brunetti besó a Paola y a los chicos, prometió reunirse con ellos lo antes posible y vio partir el tren que los llevaba a Merano, a las montañas, al goce de dormir con edredón a mediados de agosto.

En el tren que regresaba a Venecia también hacía fresco, pero con intermitencias, porque la refrigeración funcionaba sólo cuando le apetecía, alternando el soplo ártico con la brisa tropical. Las ventanas de los trenes modernos no se abren, por lo que él y los otros tres pasajeros que ocupaban el compartimento de primera clase al que lo había conducido el revisor, tenían la sensación de utilizar un medio de transporte que tanto podía parar en Calcuta como en Ulan Bator. Brunetti había dejado su maleta -y sus jerséis- con la familia, por lo que, cada vez que el tren se acercaba a Ulan Bator, tenía que refugiarse en el pasillo, donde la temperatura era alta, sí, pero, por lo menos, se mantenía constante.

Esta anomalía impedía a Brunetti leer en paz y pensar con calma acerca de la situación que encontraría en Venecia y lo haría cuando llegara. Al fin, decidió refugiarse en el vagón restaurante, donde la refrigeración funcionaba correctamente, y se sentó a leer el periódico mientras se tomaba dos cafés y una botella de agua mineral.

Cuando el tren entró en Mestre, Brunetti marcó el número de Griffoni y se alegró de oír que ella lo esperaría en la estación con una lancha.

– ¿Vianello? -preguntó él, sabiendo que su amigo estaba de vacaciones, pero confiando en que Griffoni hubiera pensado en llamarle.

– Le llamé después de hablar con usted. Conoce a alguien de la Guardia Costiera que ha conseguido permiso para entrar en aguas de Croacia a recogerlo.

– ¿A quién conoce? -preguntó Brunetti.

– Sólo ha dicho que es alguien con quien había ido a la escuela -explicó ella.

– Bien. Gracias.

El tren empezaba a salir de la estación y Brunetti cortó. Cuando cruzaban el puente, le llamó la atención las enormes masas de algas que se acumulaban a uno y otro lado. Por la mañana, la marea alta las disimulaba, pero ahora estaban bien a la vista. Circularon durante varios minutos y las algas no se acababan. Botellas de plástico se mecían sobre la capa verde que se extendía a uno y otro lado, y sin duda también debajo del puente, sin solución de continuidad. Las embarcaciones la evitaban. Las aves acuáticas se mantenían alejadas. La capa verde se iba extendiendo como un eczema mal cuidado.

Brunetti vio la lancha de la policía amarrada delante de la estación y bajó rápidamente la escalera en dirección a ella. Se estaba tan cómodo en el vagón restaurante que tardó un momento en reconocer la sensación de sofoco de aquel calor. Antes de llegar a la lancha, ya sentía la camisa pegada a la espalda, y entonces advirtió con disgusto que sus nuevas gafas de sol se habían quedado en la maleta que, a estas horas, ya habría llegado a una altitud de 1.450 metros en el monte que se alzaba sobre Glorenza.

Brunetti saludó con un movimiento de la cabeza a Foa, el piloto; subió a bordo y estrechó la mano de Griffoni. La faldita que ella llevaba dejaba al descubierto una gran extensión de pierna morena. El bronceado hacía que la melena de la mujer pareciera aún más rubia. Por el aspecto, podía ser todo menos una comisaria de policía de servicio. Foa soltó la amarra, entró en la cabina y puso en marcha el motor.

– ¿Vianello? -preguntó él.

– Ya ha vuelto. Nos espera en casa de la víctima. Ha tardado menos de tres horas.

Brunetti sonrió. Tener que volver a Venecia podía haber desbaratado los planes de Vianello para las vacaciones, pero hacer la travesía del Adriático en una patrullera de Guardacostas, a toda velocidad, era una buena compensación.

– Imagino que habrá disfrutado.

– ¿Y quién no? -preguntó ella con envidia en la voz.

La embarcación viró a la izquierda por el Canale di Cannareggio, pasó a velocidad moderada bajo los dos puentes y salió a la laguna. Griffoni explicó que había hablado con el dottor Rizzardi, quien le había dicho que trataría de volver de su casa de los Dolomitas aquella misma noche, para hacer la autopsia. Si no, habría que esperar a la mañana siguiente.

Griffoni no había visto el cadáver, que había sido trasladado al depósito antes de que Scarpa la llamara para informarla del crimen. Brunetti, con cautela, preguntó cuál había sido la reacción de Scarpa al enterarse de que él y Vianello regresaban para hacerse cargo del caso.

– No se lo he dicho.

– ¿Él piensa entonces que el caso es suyo? -preguntó Brunetti.

– Suyo y mío. Pero, como sólo soy una mujer, evidentemente no cuento. -Se habían quedado en cubierta para captar el viento de la marcha, que se llevaba algunas palabras. Brunetti miró a su colega: era una mujer, indiscutiblemente, pero él nunca antepondría a la definición el adverbio «sólo».

– Entonces mi llegada será una sorpresa para él -dijo Brunetti, no sin satisfacción.

– Y espero que también motivo de disgusto -dijo ella con la inquina que solía provocar el teniente en todo el mundo, por breve que fuera el trato.

En esta parte de la laguna, el agua estaba insólitamente rizada, y tenían que agarrarse a la borda para no tambalearse. Foa, no obstante, puso la lancha a toda máquina al salir al agua abierta, y el ruido del motor ahogó sus voces e hizo imposible la conversación. Brunetti se volvió hacia la izquierda y su mirada fue de Murano a Burano y al campanario de Torcello, apenas visible en la bruma.

Viraron a la derecha, pasaron frente a un canal y entraron en el siguiente. Brunetti vio al hombre que conduce el camello y preguntó:

– ¿Qué hacemos en la Misericordia?

– La casa está ahí delante, a la izquierda.

Oddio -exclamó Brunetti-. ¿No será Fontana?

– Le di el nombre por teléfono -dijo ella.

Brunetti recordó las interrupciones y los parásitos de la comunicación.

– Sí, por supuesto -dijo.

– ¿Le conoce? -preguntó ella con interés.

– No; sólo de referencias.

– Trabajaba en el Tribunale, ¿verdad?

Al notar que la lancha aminoraba la marcha, Brunetti dijo únicamente:

– Sí. -Se adelantó y asió la amarra.

Foa detuvo la lancha a la derecha del canal y Brunetti saltó a la orilla y ató la amarra a un aro. Alargó el brazo para ayudar a desembarcar a Griffoni. Foa dijo que buscaría un bar para refugiarse del sol y que lo llamaran al móvil cuando terminaran.

Ella abrió la marcha: bajó hasta el primer puente, lo cruzó, subió por la calle y torció a la derecha. La tercera casa de la derecha: un gran portone de color marrón con rótulos de nombres y timbres a un lado.

Griffoni tenía llave y entraron en lo que resultó ser un gran patio lleno de tiestos con palmeras y otras plantas. En el fondo ya empezaba a extenderse la sombra del atardecer. Allí se produjo un movimiento que captó la atención de Brunetti. Un joven agente, uno de los recién incorporados, se había puesto en pie y saludaba a los comisarios. Brunetti observó entonces que la cinta de la policía dividía el patio en dos zonas y que el joven estaba en la más alejada. Él y Griffoni pasaron por debajo de la cinta y se acercaron.

– ¿Dónde estaba? -preguntó Brunetti.

– Allí, comisario -dijo el agente señalando a su derecha, hacia el fondo, donde arrancaba la escalera.

Brunetti y Griffoni fueron hacia el lugar indicado. Atrajo la mirada de Brunetti una mancha de sangre en forma de triángulo rectángulo que había quedado en el suelo. De la mancha partía el dibujo en tiza de la silueta de un hombre, cuyos pies apuntaban hacia ellos. Desde el ángulo de Brunetti, la figura parecía muy pequeña.

– ¿Dónde está la estatua? -preguntó.

– Bocchese la mandó al laboratorio -respondió Griffoni-. Era sólo una copia en mármol del siglo diecinueve, de un león bizantino. -La explicación desconcertó a Brunetti, pero decidió no preguntar.

Miró al portone que daba a la calle y calculó que la mancha de sangre estaba a unos quince metros, de modo que alguien podía haber estado esperando en el patio. O alguien podía haberlo empujado desde la calle. O había entrado con un conocido.

– ¿A qué hora ha ocurrido? -preguntó a Griffoni.

– No estamos seguros. Aún no hemos interrogado a los vecinos, pero uno de ellos ha dicho a Scarpa que él y su esposa volvieron a casa poco después de las doce y no vieron nada. -Extendiendo el brazo en un amplio ademán que iba del portone a la mancha, dijo-: Por fuerza habrían tenido que verlo. Por lo tanto, lo mataron después de medianoche.

– Y antes de las siete treinta -dijo Brunetti-. Es mucho tiempo.

Griffoni asintió:

– Es una de las razones por las que quería que Rizzardi hiciera la autopsia.

Brunetti asintió a su vez.

– ¿Qué le ha dicho Scarpa?

– Que la mujer de esta pareja dijo que Fontana vivía con su madre. Que es muy religiosa, va a misa todos los días y al cementerio una vez a la semana, a arreglar la tumba de su esposo. Que su hijo la adoraba y que es una lástima que haya acabado así, en la plenitud de su vida. Lo de siempre: una vez se muere uno, todo son elogios, lamentaciones por la pérdida y cumplidos para toda la familia.

– ¿Lo cual, para usted, significa…?

Griffoni sonrió al contestar:

– Lo mismo que significaría para todo el que prestara atención a lo que dice la gente en realidad cuando habla de lo maravillosas que son las personas: que esa mujer es una fiera y que, probablemente, amargaba la vida a su hijo. -Estaban a cierta distancia del agente y hablaban en voz baja, y Brunetti lo lamentó, porque habría revelado al joven una de las verdades fundamentales que su profesión le haría descubrir con el tiempo: nunca hay que creer lo que se dice de un muerto.

Brunetti echó otra mirada al escenario del crimen, la cinta, el dibujo en tiza. Llamó con una seña al joven agente:

– ¿Ha venido usted con el teniente Scarpa?

– No, señor; yo estaba de patrulla por San Leonardo cuando recibí la orden de venir.

– ¿Quién estaba aquí cuando llegó?

– Estaba el teniente, señor. Scarpa. Y los agentes Alvise y Portoghese. Y tres técnicos de criminalística. Y el fotógrafo. -Su voz se apagó, pero era evidente que no había terminado.

– ¿Quién más? -instó Brunetti.

– Cuatro personas que viven en el edificio o que hacían como si vivieran. Una llevaba un perro. Y otras más que estaban junto al portone.

– ¿Tomó usted sus nombres?

– Lo pensé, señor, pero como ya estaban aquí un oficial y dos agentes más veteranos que yo, pensé que ellos ya lo habrían hecho. Y no me pareció que me incumbiera preguntar.

Brunetti miró más atentamente al joven y leyó su placa:

– Zucchero. ¿Es hijo de Pierluigi?

– Sí, señor.

– No llegué a conocer a su padre, pero aquí todos hablan de él con respeto.

– Gracias, señor. Era un hombre bueno.

– ¿Y el ispettore Vianello? -preguntó Brunetti.

– Está arriba, con la madre, comisario. Llegó hace una media hora.

Brunetti se apartó del joven y giró sobre sí mismo, examinando el patio. Una pared discurría a lo largo de la calle; enfrente, al otro lado de la cinta de la policía, había tres verjas, cerradas las tres.

– ¿Qué son? -preguntó Brunetti señalando hacia allí.

– Trasteros de los apartamentos, señor. -Zucchero señaló una cuarta verja situada en una de las paredes laterales, cerrada también y medio escondida tras una hilera de palmeras-. Hay otro ahí, señor.

– Vamos a echar un vistazo -dijo Brunetti.

Los tres se acercaron a la puerta aislada, que estaba a la sombra de dos de las palmeras. Brunetti vio una cadena pasada entre barrotes de la verja y un aro atornillado al marco de la puerta.

– El teniente Scarpa ha mandado cambiar todos los candados. Yo tengo las llaves, señor. -Pasó por el lado de Brunetti, metió la mano entre los barrotes y encendió una luz que les permitió ver el interior del trastero.

La habitación estaba vacía, barrido el suelo, pero no recientemente, porque pequeñas porciones de estuco desprendidas después de la última limpieza y habían formado islotes en un mar de cemento. Las paredes, con algunos desconchados, estaban desnudas.

Brunetti introdujo la mano y apagó la luz. Los tres hombres cruzaron el patio hacia la primera de las otras puertas. El sol llegaba hasta la mitad de la pared y entraba en diagonal a través de los barrotes, iluminando el primer metro de pavimento. Éste, formado por grandes losas de terracota, quedaba dos escalones por encima del nivel del patio, lo que debía de reducir la humedad y protegerlo del acqua alta. Zucchero abrió el candado y tiró de la verja. Brunetti agachó la cabeza al entrar, buscó el interruptor y lo accionó.

A diferencia del anterior, este trastero estaba lleno hasta los topes: cajas, maletas, mochilas, viejos botes de pintura, cubos de plástico llenos de trapos, tarros de mermelada y conservas vacíos. En un extremo, Brunetti pudo leer la historia de una niñez: una cuna plegable de madera, tapada con el cubre colchón de plástico que sólo dejaba al descubierto las ruedecitas metálicas y la parte inferior de las patas. Un móvil de animales y campanillas había aterrizado sobre una librería. Dos cajas de cartón contenían un zoo de animales blandos, todos muy sobados. Al lado del móvil estaban dos cajas de pañales sin abrir, esperando, quizá, la llegada de otro usuario.

Al dar un paso atrás, Brunetti tropezó con Griffoni. Se disculpó, retrocediendo para dejarla salir, y apagó la luz. Zucchero se encargó de cerrar la verja.

Griffoni optó por no entrar en el tercer trastero, una vez Zucchero quitó la cadena y abrió la verja. Era idéntico al anterior, de unos tres metros de ancho y unos cinco de fondo. A cada lado, desde el suelo hasta el techo, había estanterías con cajas de cartón. Las cajas eran todas del mismo tamaño y de color marrón, de las destinadas a almacenar ropa y enseres, no las que te traes de la tienda de comestibles y aprovechas para guardar cosas. Cada una tenía una etiqueta escrita a mano, en la cara anterior. «Juego de té de zia María», «Pañuelos», «Zapatos de invierno», «Bufandas», «Libros de Araldo», etcétera. Detritos de la vida, clasificados y embalados. No hay que tirar nada que pueda volver a ser útil.

Brunetti dio la espalda al trastero y a su contenido, apagó la luz y siguió a Zucchero al último cuarto. Ahora Griffoni entró con ellos. Ninguno hablaba.

Cuando Zucchero abrió la verja y Brunetti encendió la luz, vieron que este trastero tenía las mismas dimensiones que el anterior y estaba provisto de estanterías similares. También contenía objetos que daban testimonio de muchas vidas o, por lo menos, de vidas que habían pasado por las manos de sus dueños. Porque la mayor parte de los estantes de la izquierda contenían jaulas de pájaro vacías. Eran, por lo menos, veinte: de madera, de metal, grandes, pequeñas, de distintos colores. En algunas aún estaba el bebedero, ya seco, con manchas oscuras que señalaban el nivel que tenía el agua cuando las habían traído al trastero. Todas las puertas estaban cerradas; y los pequeños columpios de madera, quietos. Las habían limpiado, pero aún se respiraba el olor ácido, amoniacado, a guano. En otros estantes había cajas, también de las que se compran para guardar cosas. En las etiquetas, escritas con otra letra, se leía: «Jerséis de Lucio», «Botas de Lucio» y «Jerséis de Eugenia».

El otro lado del trastero estaba ocupado por botelleros que empezaban a unos treinta centímetros del suelo y llegaban casi hasta el techo. Brunetti se acercó a leer las etiquetas; reconoció varios nombres con aprecio y observó que de algunas botellas colgaba la etiqueta, desprendida.

– ¿Con esta humedad y este olor? -preguntó Griffoni.

Brunetti frotó con la yema del dedo un tapón que había reventado la cápsula. Una áspera lámina blanca cubría el corcho. Sacó la botella.

– Mil novecientos ochenta -dijo y volvió a dejarla en su sitio. El chirrido del vidrio en el metal provocó en ambos una mueca.

En el fondo del trastero estaba un sofá y, a su lado, una lámpara de pie, sin duda, víctimas de un cambio de decoración. Sobre el respaldo del sofá descansaba una manta de punto en chillones rojos y verdes, y, al otro lado, una mesita con un grisáceo tapetito de ganchillo en el centro.

Ahorrándose todo comentario sobre lo visto, Brunetti dijo a Griffoni:

– Subamos, a ver lo que Vianello ha podido sacarle hasta ahora.

Estas palabras podían sugerir un significado ligeramente truculento a quien no estuviera familiarizado con la prodigiosa habilidad del ispettore para hacer hablar hasta al testigo más recalcitrante; pero quienes conocían a Vianello no esperaban otra cosa de él.

Brunetti hizo una seña con la cabeza a Zucchero, que saludó y volvió a su puesto en la sombra.

– Segundo piso -dijo Griffoni subiendo a la puerta principal, que estaba abierta. Allí se pararon al pie de una escalera oval de mármol y peldaños anchos y bajos, con una claraboya que, desde lo alto, iluminaba y caldeaba el espacio que los rodeaba.

– ¿Usted ya ha subido? -preguntó Brunetti mirando a la claraboya.

– No. Scarpa ha hablado con ella al saber que él vivía con su madre. No me ha llamado hasta después.

– ¿Por qué cree que habrá esperado tanto?

– Poder -respondió ella, y más reflexivamente añadió-: Mientras pueda controlar o limitar el acceso de otros a la información, la idea de saber más que nadie le da sensación de poder sobre los demás. -Se encogió de hombros-. Es una táctica bastante corriente.

– Yo lo llamaría procedimiento estándar en según qué sitios -añadió Brunetti empezando a subir la escalera.

El rellano del segundo piso sólo tenía dos puertas; un policía estaba junto a una de ellas. Al ver a Brunetti y Griffoni saludó, y dijo:

– El ispettore Vianello aún está dentro.

Brunetti señaló a la otra puerta con el mentón, pero, antes de que pudiera preguntar, el agente dijo:

– Este lado del edificio no ha sido restaurado, comisario. Los tres apartamentos están vacíos -y, volviendo a adelantarse a la pregunta de Brunetti, añadió-: Está comprobado.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de aprobación y dio dos golpes en la puerta con los nudillos, pero, al ver que sólo estaba entornada, la empujó y entró en el apartamento. La luz se diluyó, no se veía más que un débil reflejo al fondo de lo que debía de ser un largo pasillo. Inconscientemente, Griffoni se acercó a él, hasta rozarle el brazo en la casi total oscuridad. Se quedaron quietos un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz. Poco a poco, empezaron a distinguir los objetos que se alineaban en el pasillo. Brunetti vio a su derecha el contorno de una puerta y la abrió, con la esperanza de que se proyectara al pasillo un poco de luz, pero la habitación estaba a oscuras, salvo por cuatro líneas verticales doradas. Brunetti tardó un momento en comprender que eran las rendijas del borde de los postigos que cubrían las ventanas. También aquí percibió la vaga silueta de unos muebles, pero no pudo identificarlos.

Cerró la puerta y tanteó en la pared del pasillo, buscando un interruptor. Cuando lo encontró y lo pulsó, la diferencia fue mínima, porque se encendió una única lámpara que colgaba del techo a la mitad del pasillo. Los objetos arrimados a las paredes se hicieron un poco más visibles: mesitas estrechas, arcones, una lámpara de pie y una maleta.

Oyeron el murmullo de una voz, quizá más de una, que llegaba del extremo del pasillo, y ambos echaron a andar al mismo tiempo. Pasaron por delante de otra puerta a mano derecha y otra a mano izquierda. Cabía esperar que la penumbra mitigara el calor, pero no era así. Si el aire puede estancarse, en aquel pasillo se había estancado. Los oprimía, como si quisiera impedir su avance, sólo para mortificarlos. La humedad los envolvía y se les pegaba a la piel.

Se pararon delante de una puerta que estaba entornada, y Brunetti iba a llamar a Vianello cuando recordó que la mujer era viuda y había vivido a solas con su único hijo, al que acababan de matar.

– Llámelo usted -dijo a Griffoni en voz baja, pensando que sería preferible que la signora Fontana oyera una voz femenina.

La respuesta llegó al cabo de un momento con el roce de las patas de una silla en el suelo, y Vianello apareció en la puerta y la abrió del todo. Al igual que Brunetti, vestía ropa de vacaciones: jeans y camisa de manga corta, pero la falta de seriedad de su indumentaria estaba ampliamente compensada por la expresión de su cara y la voz con que dijo:

– Comisaria Griffoni. Comisario Brunetti. La signora Fontana, madre de la víctima. -El inspector suavizó la voz al pronunciar la última palabra.

Lentamente, retrocedió alejándose de la puerta y se volvió hacia dos sillas situadas en el centro de la habitación, de espaldas a lo que parecía una hilera de ventanas cubiertas por cortinas de terciopelo color granate.

Visto el aspecto del apartamento, Brunetti esperaba encontrarse frente a una mujer austera: cabello gris recogido en la nuca en un moñito y piernas de palillo asomando por el borde de una falda larga y oscura. Pero la mujer que estaba sentada en el centro de la habitación era más bien gruesa, y tan baja que tenía que apoyar los pies en una banqueta tapizada de terciopelo, y la cabeza no sobresalía del respaldo de la silla. Llevaba el pelo corto, rizado y teñido del tono caoba que suelen elegir las mujeres de su edad. No necesitaba maquillaje: tenía las mejillas sonrosadas, señal de buena salud, y el cutis terso y suave de una mujer mucho más joven. Pero los ojos, según observó Brunetti cuando se acercó lo suficiente para verlos, parecían de otra persona, no cuadraban con la cara. Muy juntos, con el vértice exterior apuntando hacia abajo, miraban al mundo, y a Brunetti, bajo los gruesos párpados, con una agudeza que desmentía su actitud de serena desolación.

Él entró detrás de Griffoni, quien se inclinó hacia la mujer y dijo:

Signora, deseo expresarle mi condolencia en esta hora tan terrible.

La mujer extendió la mano y dejó que Griffoni se la estrechara, pero no dijo nada.

Brunetti se inclinó a su vez y dijo:

– Uno mi pésame al de mi colega, signora. -La mano que ella le dio era suave como la de una niña, fina y sin manchas. No ejerció presión en la de él, sólo se dejó sostener unos segundos y se retiró.

La mujer miró a Vianello y dijo suavemente:

– ¿Son los colegas de los que me ha hablado, ispettore?

– Sí, signora. El comisario Brunetti y yo trabajamos juntos desde hace años, y la comisaria Griffoni ha sido destinada a esta ciudad en reconocimiento a su ejemplar labor en otra questura. -Esto no era exacto, mejor dicho, era totalmente falso. Claudia Griffoni, según había descubierto Brunetti casi un año después de que ella llegara a la questura, había sido enviada a Venecia por haberse mostrado excesivamente diligente en la investigación de los negocios de uno de los políticos del partido que actualmente detentaba la mayoría en el Parlamento. Su questore la había advertido, al igual que dos magistrados que trabajaban en el mismo caso. Uno y otros le habían recomendado prudencia en su investigación, y discreción con la prensa, pero los periódicos no habían podido resistir la tentación de cebarse en una historia en la que los personajes en conflicto eran un político sospechoso y una atractiva comisaria de policía que, además, era rubia e hija de un hombre que dos décadas atrás había sido gravemente herido en un atentado de la Mafia.

Una semana después de que la prensa diera la noticia de que el político era objeto de investigación, Griffoni fue trasladada a Venecia, ciudad relativamente ajena a las actividades tanto de políticos como de mañosos.

Sacó a Brunetti de estos pensamientos la voz de la signora Fontana, que decía a Vianello:

Ispettore, ¿podría acercar unas sillas para sus colegas?

Hecho esto, y sentados los cuatro en círculo, Brunetti dijo:

Signora, comprendo que le aguardan momentos muy duros. No sólo ha sufrido una pérdida irreparable sino que ahora va a padecer la invasión de la prensa y del público.

– Y de la policía -dijo ella rápidamente.

Él sonrió con afabilidad y asintió.

– Y de la policía, signora. Pero con la diferencia de que nosotros estamos interesados en descubrir a la persona que ha hecho esto, mientras que la prensa tiene otros objetivos.

Vianello irguió el tronco y se volvió hacia Brunetti.

– La signora Fontana ya ha recibido la oferta de una revista. Para contar su historia. Y la de su hijo.

– Comprendo -dijo Brunetti volviéndose hacia la mujer-. ¿Y usted qué les ha dicho?

– El ispettore ha hablado con ellos en mi nombre -respondió ella-. Les ha dicho que no me interesa su oferta, y es la verdad. -Apretó los labios en gesto de repulsa, mientras sus ojos espiaban la reacción de Brunetti.

Él asintió con franca aprobación, dándole lo que creía que ella deseaba.

– Eso no les impedirá escribir su historia -terció Vianello-, pero por lo menos no podrán utilizar fotos de la familia.

– Por lo menos, de mi lado de la familia -dijo la signora Fontana con un deje de aspereza.

Brunetti hizo como si no lo hubiera oído y preguntó:

– ¿Sabe de alguien que pudiera querer mal a su hijo, signora?

Ella denegó con la cabeza furiosamente, sin que se moviera ni un solo rizo de su permanente.

– ¿Quién podía querer mal a Araldo? Era muy buen muchacho. Siempre lo fue. Su padre lo educó bien y, cuando él murió, yo procuré hacer lo mismo.

Griffoni puso la mano en el antebrazo de la signora Fontana y musitó unas palabras que Brunetti no pudo oír, pero que no calmaron a la mujer, si acaso, la enardecieron:

– Araldo era trabajador, honrado, y amaba su trabajo. Y a mí. -Puso la cara entre las manos y movió los hombros convulsamente, pero, sin saber por qué, Brunetti no se convenció de la sinceridad de su dolor hasta que ella retiró las manos y él vio las lágrimas. Entonces, al igual que santo Tomás, creyó y se convenció de que ella lloraba realmente a su hijo. De todos modos, la manera en que exteriorizaba su dolor inducía a la reserva, como si la parte de cara redonda de su personalidad recibiera, de aquellos ojos perspicaces, instrucciones de comportarse de un modo convincente.

Cuando la mujer dejó de llorar y se quedó inmóvil, apretando el pañuelo con la mano izquierda, Brunetti dijo:

Signora, ¿era frecuente que su hijo no volviera a casa por la noche?

Ella lo miró, ofendida, como si pensara que sus lágrimas deberían haberla eximido de la necesidad de responder a tales preguntas.

– Yo nunca sabía a qué hora volvía él a casa, signo re -dijo, olvidando, quizá deliberadamente, el rango de Brunetti-. Recuerde, por favor, que mi hijo tenía cincuenta y dos años. Él vivía su vida, tenía sus amigos y yo procuraba interferir lo menos posible.

Griffoni musitó unas palabras acerca de los sufrimientos que comporta la maternidad y Vianello asintió reconociendo su abnegación.

– Entiendo -dijo Brunetti, y preguntó-: ¿Habitualmente se veían por la mañana, antes de que él se fuera a trabajar?

– Desde luego -respondió ella-. No iba a dejar que mi chico saliera de casa sin su caffe latte y su pan con mermelada.

– ¿Pero esta mañana, signora…? -preguntó Vianello.

– Esta mañana me ha despertado el signor Marsa-no, que golpeaba la puerta y decía que había ocurrido una desgracia. Yo estaba en camisón, no podía salir; y, cuando me he vestido, ya estaba aquí la policía y no me han dejado bajar. -Miró el círculo de rostros compasivos y dijo-: No han dejado que una madre se acercara a su único hijo. -Una vez más, Brunetti tuvo la impresión de que había artificio en sus palabras, que aquella mujer estaba representando un papel, con una finalidad que él no comprendía.

Cuando pareció que la signora Fontana se había calmado un poco, Griffoni preguntó:

– ¿Le dijo él anoche adónde iba, signora?

La mujer se volvió hacia Brunetti, desentendiéndose de la pregunta y de quien la había formulado, y dijo:

– Yo me acuesto temprano, signore. Araldo estaba aquí cuando me fui a la cama. Habíamos cenado juntos. -Como ninguno de los policías hablaba, ella sugirió-: Debió de salir a dar un paseo. Quizá, con este calor, no podía dormir. -Los miró uno a uno, como para averiguar cuál de ellos la creía.

– ¿Le oyó usted salir? -preguntó Griffoni.

La signora Fontana tuvo un gesto de impaciencia.

– ¿Por qué me preguntan todas esas cosas? Ya se lo he dicho: Araldo tenía su propia vida. Yo no sé qué hacía. ¿Qué más quieren que les diga?

Su voz tenía ya aquel tono que Brunetti, y quizá también los otros dos policías, conocían bien, el tono que denota que la persona que es interrogada empieza a sentirse acosada. De aquí a la cólera y de la cólera a la truculenta negativa a seguir contestando preguntas no había más que un paso.

Volviéndose hacia Griffoni y con cierto tono de amonestación en la voz, Brunetti dijo:

– La signora ya le ha respondido a suficientes preguntas, comisaria. Éste es un momento de insoportable dolor, y creo que deberíamos ahorrarle más preguntas.

Griffoni, que no era tonta, inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de disculpa.

Entonces, rápidamente, antes de que la signora Fontana pudiera reaccionar, Brunetti se dirigió a ella directamente.

– Si desea tener a su lado a alguien de su familia, díganoslo, signora, y le avisaremos.

La anciana movió la cabeza negativamente, sin que tampoco ahora se agitaran sus rizos. Como si apenas pudiera articular las palabras, dijo:

– No; a nadie. Creo que lo que deseo es estar sola.

Brunetti se levantó rápidamente, y Vianello y Griffoni le imitaron.

– Si podemos serle de ayuda, signora, no tiene más que llamar a la questura. Y hablando a título personal, diré que uno mis oraciones a las suyas para que il Signore la ayude a soportar este doloroso trance.

Seguido de sus dos colegas -que, con muy buen acuerdo, guardaron silencio-, Brunetti cruzó la habitación y salió al pasillo.

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