CAPITULO XIII

Charles y Audrey permanecieron siete horas sentados en el tren que les condujo desde Nankín a Shangai. Charles aprovechó para tomar algunas notas y Audrey se pasó un rato leyendo una novela. Sin embargo, le interesaban más los pasajeros del tren y el paisaje que se podía admirar a través de la ventanilla. Nunca hubiera podido imaginar el espectáculo que apareció ante sus ojos cuando el tren entró en la estación. El andén estaba lleno de gente que llegaba y de gente que se marchaba, mendigos, golfillos, prostitutas, extranjeros, todos empujándose unos a otros y levantando la voz por encima del guirigay. Unos niños tiraron a Audrey de la falda pidiéndole algo, pasó un chiquillo leproso con muñones en lugar de brazos y unas prostitutas le gritaron algo en francés a Charles mientras unos viajeros ingleses pasaban presurosos por su lado. Audrey se abrió paso por entre la gente con el neceser y la cartera de Charles en la mano, mientras éste se adelantaba con las maletas y se volvía a decirle algo que la joven no pudo entender.

– ¿Cómo? ¿Qué has dicho, Charles? -preguntó Audrey, apurando el paso.

– ¡He dado la bienvenida a Shangai! -le gritó él sonriendo.

Al final, encontraron a un mozo dispuesto a llevarles el equipaje. Éste les acompañó hasta una hilera de taxis. El taxista les condujo al Hotel Shangai en el que Charles ya se había alojado otras veces. La clientela solía ser inglesa y norteamericana y el servicio era excelente.

– Casi como en casa -dijo Charles en broma mientras el botones dejaba el equipaje en su habitación.

Firmaron en el registro como el señor Charles Parker-Scott y esposa. Audrey ya empezaba a acostumbrarse al tratamiento.

– Me resultará extraño volver a ser simplemente Audrey Driscoll, ¿sabes?

Sin embargo, aún faltaba mucho tiempo para eso. Audrey Driscoll pertenecía a otro mundo y a otra vida, como Annabe-lle, su abuelo y todos sus amigos de San Francisco. Aquello era lo verdadero: la fascinación de Shangai y la gente que abarrotaba las calles y que ella podía contemplar desde la ventana de la habitación. Charles la estaba mirando. Ya no podía imaginar una vida sin ella. Habían recorrido medio mundo juntos, pero algún día tendrían que regresar. Y entonces, ¿qué? No quería ni pensarlo. No quería sentar la cabeza con nadie, pero no podía soportar la idea de que Audrey se fuera.

Quería llevarla a visitar un poco Shangai antes de irse a dormir. Audrey tomó un baño y se cambió de ropa y después ambos salieron a la calle y tomaron un taxi que les condujo al Bund, donde se encontraban todas las tiendas y los edificios europeos. Más tarde, recorrieron de nuevo las bulliciosas calles de Shangai, y Audrey contempló, fascinada, los ejércitos de prostitutas, los niños que vagaban por las calles a altas horas de la noche y las multitudes de mendigos y forasteros. Los rostros occidentales abundaban mucho; sobre todo italianos, franceses, ingleses y norteamericanos y, por supuesto, japoneses. Había innumerables letreros luminosos, restaurantes, casas de juego y fumaderos de opio. Allí no había secretos ni nada que alguien no estuviera dispuesto a vender a cambio de dinero. Todo contrastaba fuertemente con la serena dignidad de la antigua historia china y no era en modo alguno lo que Audrey había imaginado. Tomaron una excelente cena de comida francesa en un restaurante enteramente regentado por chinos y frecuentado por una variada clientela internacional. Después, regresaron a pie al hotel y Audrey se quedó asombrada ante los atrevidos espectáculos callejeros. Charles se burló de su ingenuidad. Allí la inocencia era desconocida y no había nada que no se pudiera comprar, nada que no tuviera un precio.

– Es tremendo, ¿verdad?

– Estoy asombrada, Charles. ¿Siempre es así?

Parecía increíble que aquella gente pudiera derrochar tanta energía y que la ciudad rebosara de gente a todas horas del día y de la noche.

– Sí, siempre es así, Aud. A veces, me olvido de toda esta decadencia y, cuando vuelvo, me paso uno o dos días desconcertado.

El contraste con las soñolientas aldeas del Tíbet, de Afganistán y del resto de China era impresionante. Shangai era una ciudad inesperada.

– No sé si era así en tiempos de mi padre.

– Probablemente, sí. Creo que siempre lo fue. Es posible, incluso, que ahora que ha sido atacada por los japoneses esté algo más tranquila, aunque no mucho.

Sin embargo, la situación no había cambiado demasiado.

Llegaron al hotel y cruzaron lentamente el vestíbulo tomados de la mano, charlando de sus cosas. Audrey estaba tan distraída que no vio a una pareja de pie junto a la escalinata, mirándola con curiosidad mientras ella y Charles pasaban por su lado.

El hombre tendría unos setenta años y la mujer unos cincuenta, iba elegantemente vestida, llevaba unas joyas discretas, pero muy caras, el cabello perfectamente recogido en un moño y unos maravillosos pendientes de brillantes. Estudió a Audrey un instante y después le dijo algo al hombre, el cual vestía un traje inglés y llevaba unas gafas con montura de concha. El hombre miró por encima de ellas a Audrey mientras ésta empezaba a subir la escalinata, asintió con la cabeza en dirección a su mujer y estaba a punto de decir algo cuando ella se le adelantó.

– ¿Señorita Driscoll?

Casi en un acto reflejo y sin pensarlo dos veces, Audrey volvió la cabeza y les vio de pie, junto a la escalinata.

– Yo… Dios mío… No tenía idea de que estuvieran aquí… -dijo, ruborizándose hasta la raíz del pelo.

Bajó rápidamente los pocos peldaños que había subido sin soltar la mano de Charles a quien presentó como su amigo Charles Parker-Scott.

– Ah, claro -dijo la mujer, impresionada-. He leído todos sus libros.

– ¿Parker-Scott ha dicho? – preguntó el hombre con creciente interés-. Escribió usted un magnífico libro sobre el Nepal. Vivió usted allí durante algún tiempo, ¿verdad? – En efecto. Más de tres años. Fue el primer libro que escribí.

– Era, pero que muy bueno.

La mujer parecía más interesada por Audrey y no cesaba de mirarla y de hacerle preguntas implícitas con los ojos. Eran Philip y Muriel Browne, unos amigos de su abuelo. Ella era la jefa de las voluntarias de la Cru2 Roja y había sido condecorada por el gobierno francés por su labor durante la primera guerra mundial. Era viuda y algunos decían que Philip Browne se casó con ella por su inmensa fortuna aunque, en realidad, casi nadie les criticaba porque eran personas sumamente respetables. El era socio del Pacific Union Club, como el abuelo de Audrey, y presidente del Banco de Boston. Viajaban a Oriente casi cada año y eran las personas que menos hubiera imaginado Audrey encontrar allí. No cabía duda de que le hablarían de Charles a su abuelo. Audrey decidió, por tanto, tomar sus medidas.

– El abuelo no me dijo que vendrían ustedes por aquí.

– Estuvimos seis semanas en el Japón, pero siempre nos gusta visitar Shangai y Hong Kong. -La mujer miró a Charles y pensó para sus adentros que era muy guapo y que, a lo mejor, era un antiguo novio de Audrey. Eso explicaría que la muchacha no se hubiera casado, aunque, en realidad, Audrey no le parecía demasiado atractiva. Ahora tenía un brillo especial en los ojos que ella nunca le había visto cuando estaba con su abuelo. La más guapa era la hermana menor, casada con un Westerbrook, recordó Muriel-. ¿Está usted aquí con unos amigos? -preguntó Muriel Browne, mirándola directamente a los ojos.

– Pues sí -contestó Audrey, haciendo un esfuerzo por no ruborizarse-. Son unos amigos de Londres, pero esta noche estaban ocupados. El señor Parker-Scott ha tenido la amabilidad de acompañarme en un recorrido por la ciudad. Es un lugar fascinante, ¿verdad?

Trató de aparentar inocencia, pero no creía haber engañado a Muriel.

– ¿Y usted dónde se aloja, señor Parker-Scott?

La pregunta pilló a Charles completamente desprevenido. – Siempre me alojo aquí. Me encanta este sitio.

– A mí, también -terció Philip Browne, alegrándose de tener los mismos gustos que una autoridad en la materia como Charles. Se lo recordaría a Muriel más tarde. Aquel día, ésta se había quejado del hotel, y ahora resultaba que era el mejor de la ciudad. No tenía más remedio que ser así, siendo el preferido de Parker-Scott-. Precisamente hoy le estaba diciendo a mi mujer…

– Tenemos que salir algún día juntos antes de marcharnos -dijo Muriel interrumpiendo a su marido-. ¿Qué tal si fuéramos a almorzar, Audrey? Como es lógico, nos encantaría que usted también viniera, señor Parker-Scott.

– Me temo que no nos dará tiempo… Nos vamos dentro de uno o dos días a Pekín… y creo que… -Audrey esbozó una inocente sonrisa, mirando a Charles para que éste captara su mensaje- el señor Parker-Scott está trabajando en un artículo…

– Bueno, quizás antes de que se vayan… -Muriel miró a Charles, desconcertada-. ¿Usted también va a Pekín?

Menuda noticia se llevaría a casa. La remilgada nieta de Edward Driscoll se acostaba con un escritor en Shangai… ¡Estaba deseando volver a casa para contárselo a sus amigas!

Charles cayó de lleno en la trampa mientras Audrey ahogaba un jadeo.

– En efecto. Estoy trabajando en un artículo para el Times.

– ¡Qué interesante! -exclamó Muriel, juntando las manos.

Audrey sintió deseos de estrangularla porque sabía muy bien que lo interesante para ella era haberla sorprendido con Charles, en el instante en que se dirigían a la habitación que compartían en un hotel. Sabía muy bien lo que Muriel pensaba. Ahora tenía que evitar que se lo dijera al abuelo. Estaba segura de que, en cuanto llegara a San Francisco, aquella mujer le contaría lo ocurrido a todo el mundo.

– El señor Parker-Scott acaba de entrevistar a Chiang Kai-chek en Nankín. -Audrey sabía que estaba poniendo a Charles en una situación embarazosa, pero quería distraer a aquella bruja; por lo menos, de momento. La noticia impresionó profundamente a Philip Browne. Volviéndose a mirar a Charles con una sonrisa, Audrey dijo-: No hace falta que me acompañe arriba, de veras. Aquí todo el mundo tiene miedo de los bandidos -añadió mirando a Muriel-, y mis amigos me han confiado a Charles como si yo fuera una chiquilla de cinco años. Estaré a salvo con los señores Browne, señor Parker, vayase tranquilamente con sus amigos.

Sus palabras desconcertaron momentáneamente a Charles, el cual reaccionó en seguida y comprendió lo estúpido que había sido. Entonces, entró en el juego, estrechó la mano de Audrey, saludó también a los Browne, se acercó a recepción para preguntar si había algún recado para él y se alejó, saludando con la mano mientras Muriel se lo quedaba mirando, decepcionada. A lo mejor, se había equivocado. Miró a Audrey que estaba conversando animadamente con el señor Browne mientras subía la escalera con él. Tenían las habitaciones en distintos pisos. Los Browne la dejaron frente a la puerta de su habitación y ella les estrechó la mano, entró en su habitación y lanzó un suspiro de alivio. No sabía si la habían creído o no, pero, por lo menos, ella había hecho todo lo posible por salvar su reputación antes de que fuera demasiado tarde. Ignoraba qué noticias recibiría el abuelo.

Hubiera estado mucho menos tranquila de haber oído los comentarios de Muriel mientras subía con su marido a su habitación.

– No me creo ni una palabra…

– ¿De qué? ¿De la entrevista a Chiang Kai-chek? Tú estás loca, es el mejor corresponsal que puedas imaginarte -dijo Philip Browne, indignado.

– No, no, me refiero a esta estupidez de que ha salido a cenar con ella mientras los amigos estaban ocupados en otra cosa… Se acuesta con él, Philip, estoy absolutamente segura de ello -dijo Muriel.

El marido entró con ella en la habitación, mirándola con desaliento. Se pasaba la vida chismorreando, incluso allí, al otro lado del mundo, en un lugar como Shangai.

– Tú no sabes nada. Es una chica decente. Estoy seguro de que no sería capaz de hacer semejante cosa.

Philip Browne se veía obligado a defenderla, aunque no fuera más que por su amistad con Edward Driscoll. – Que te crees tú eso. Se hubiera casado con Harcourt Westerbrook de haber podido, pero su hermana menor se le adelantó. Nunca se la ve en ningún sitio. Lo único que hace es atender al viejo… Después viene aquí y se pega una juerga sin que nadie se entere -dijo Muriel.

– Deja de inventarte cosas -contestó Philip Browne, haciendo un gesto de hastío-. Tú no sabes nada. Podrían estar prometidos o muy enamorados… o ser simplemente amigos e incluso desconocidos. No siempre tiene que haber algo impropio en el comportamiento de las personas.

Philip se preguntaba a menudo por qué era así su mujer. Lo más triste, sin embargo, era que raras veces se equivocaba.

– Philip, eres un ingenuo. Estoy segura de que se alojan en la misma habitación. Estando tan lejos de casa, creen que están a salvo.

Y así era, en efecto. En su habitación, Audrey se moría de miedo. Bajó corriendo a recepción y alquiló otra habitación en un piso distinto, a nombre de Charlie. Media hora más tarde, él entró riéndose.

– El recepcionista dice que me has echado. -Charles adivinó lo que Audrey había hecho mientras él cruzaba la calle para tomarse una copa en el bar de la acera de enfrente-. No has perdido el tiempo, ¿eh?

Sentada en la cama, Audrey le miró angustiada.

– No es para tomarlo a broma, Charles. Son las personas que menos hubiera querido encontrar aquí.

– Reconozco que, al principio, metí un poco la pata. Supongo que la señora Browne debe de tener una lengua de víbora.

– Supones bien. Contará por todo San Francisco que viajo contigo.

– ¿Quieres de veras que me vaya a otra habitación? -preguntó Charles, sentándose al lado de Audrey con el ceño fruncido. Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por ella. A veces, ambos olvidaban que tenían otras vidas en que pensar. Sin embargo, Charles no quería causarle a Audrey ningún perjuicio, sobre todo teniendo en cuenta que él no estaría a su lado para protegerla-. Lo siento muchísimo, Aud.

No pensé que pudiéramos tropezamos con algún conocido…

– El mundo es un pañuelo -dijo Audrey con tristeza-. Respondiendo a tu pregunta, te diré que no quiero que te vayas a otra habitación. Sólo pretendo despistar a esta bruja para que mi abuelo no se disguste. No obstante, no pienso cambiar mi vida por ellos, Charles. No significan tanto para mí.

– De todos modos, cuando regreses a casa… -Charles no terminó la frase. Aborrecía la idea de que Audrey tuviera un hogar en un sitio tan lejano-. No quisiera causarte ningún problema.

– Pensé en ello cuando decidí acompañarte. Si de veras tuviera miedo, a estas horas estaría escondida en casa en algún rincón…, o en un barco rumbo a los Estados Unidos. Eso es lo que quiero hacer -dijo con orgullo-, y tú eres el hombre a quien amo, Charles Parker-Scott. Y si a otras personas no les gusta, allá ellas. Mientras no hagamos sufrir a nadie -alquiló la otra habitación precisamente para eso-, lo demás es asunto nuestro.

Charles la estrechó en sus brazos. Admiraba el valor y la sinceridad de la chica. Hubiera sido capaz de enfrentarse con cualquiera en defensa de lo que consideraba justo, y eso era lo que más le gustaba en ella.

Aquella noche, hicieron apasionadamente el amor y, al final, Audrey miró a su amante y dijo en tono burlón:

– Me gustaría saber qué opinaría de eso la señora Browne.

– ¡Te envidiaría con toda su alma, cariño! Ambos sabían que era cierto.

– En cambio, el señor Browne, gruñiría: «¡Muy bien, pero que muy bien!» -dijo Audrey, echándose a reír.

Aquella noche, durmieron abrazados y Audrey soñó con su abuelo, pero, a la mañana siguiente, dejó de preocuparse por el asunto. Había hecho cuanto había podido por salvar la situación, pero, en caso necesario, le explicaría al anciano, cuando volviera a casa, que Charlie era amigo de James y Vi, que eran «simplemente amigos» y que habían coincidido por casualidad en Shangai. Estaba dispuesta a mentir para no darle un disgusto. No quería decirle que estaba locamente enamorada de aquel hombre para que no se asustara. Hacía mucho tiempo que había decidido no abandonarle jamás.

Shangai era una ciudad increíble y sus gentes la fascinaron. Había ingleses, franceses y chinos, y las empresas como Jardi-ne, Matheson's y Sassoon's tenían un auténtico ejército de empleados británicos.

– La mayoría de ellos no se mezcla con los chinos -le explicó Charles.

– Lo cual es una estupidez, ¿no crees? Al fin y al cabo, están en China.

– Aquí observan una conducta muy colonial -dijo Charles, asintiendo-. Hacen como que no viven en este país. Ninguno de ellos habla chino. Yo sólo conozco a un hombre que lo haga y todo el mundo le considera un bicho raro. Los chinos hablan inglés o francés, y los occidentales ya lo dan por descontado.

– Es una actitud un poco presuntuosa, ¿no? -A Audrey le hubiera encantado aprender el chino-. ¿Y tú, Charles? Conoces algunas palabras. ¿Les entiendes cuando hablan?

– El acento de aquí es un poco distinto, pero me las arreglo, sobre todo, cuando estoy borracho como ahora -contestó él, dejando los pantalones en una silla y cruzando la estancia de dos zancadas para estrecharla en sus brazos. Después le mordió el cuello en broma y chapurreó unas palabras en chino mientras ambos caían riéndose en la cama-. Toda esta corrupción que se ve por las calles me hace desearte constantemente, Aud. Es muy difícil estar aquí contigo.

Ambos empezaban a reponerse del largo y agotador viaje de ocho mil kilómetros que habían hecho. Se besaron e hicieron el amor largo rato hasta que, al fin, Audrey susurró el nombre de su amante y se quedó dormida. No hubiera podido amar a otro hombre más que a él. Era como si estuviera casada con Charles, porque le había dado todo su corazón. Su amor había cruzado dos continentes y ahora ella hubiera sido capaz de ir a cualquier sitio por él o para estar a su lado. Él lo intuyó mientras la atraía hacia sí y cerraba los ojos, sobre el trasfondo de los rumores de Shangai.

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