CAPITULO XXII

En el transcurso de los primeros días, hubo momentos en que Audrey se sintió una extraña. Dos de las criadas que había contratado para su abuelo antes de su partida se marcharon durante su ausencia y el viejo mayordomo se había jubilado. Sin embargo, lo que más le llamaba la atención no eran los cambios de la casa, sino los del ambiente en general. Tenía la sensación de haber vivido en otro planeta y le parecía que todo se movía con excesiva rapidez. En Harbin sólo se recibían noticias muy vagas sobre lo que acontecía en el mundo y, de los Estados Unidos, apenas se sabía nada.

La economía norteamericana había mejorado considerablemente y en San Francisco reinaba una atmósfera extraordinariamente festiva. El abuelo seguía despotricando contra Roosevelt, naturalmente, y consideraba absurdas sus «charlas informales». Cuando Audrey le subrayaba la evidente mejora de la situación, él soltaba un gruñido y le decía: «¡Espera!». Estaba seguro de que Franklin Delano Roosevelt iba a provocar un cataclismo, aunque todavía no sabía de qué clase.

A los pocos días del regreso de Audrey, se empezaron a comentar las purgas de sangre de los nazis en Alemania, en las cuales fueron exterminados todos los presuntos culpables de conspirar contra Hitler. Eran casi doscientas personas, cuya rápida eliminación conmovió al mundo. El dieciséis de julio, se convocó una huelga general en los Estados Unidos en solidaridad con los estibadores de distintos puertos internacionales. Nueve días más tarde, fue asesinado el canciller austríaco Dollfuss y Berlín desmintió cualquier participación en el hecho. El dos de agosto murió el presidente Hindenburg, de Alemania, y aproximadamente dos semanas después, Adolf Hitler accedió a la presidencia de la nación aunque siguió conservando su título de Führer. Se había fundado la compañía aérea Air France y, en los Estados Unidos, acababan de nacer las compañías American y Continental. Además, se habían creado otras líneas de ferrocarril, si bien ninguna tan elegante como la del Orient Express. Audrey tuvo que hacer un enorme esfuerzo para asimilar todas las novedades que se habían producido durante su ausencia.

Sin embargo, también ella había cambiado. Se sentía menos comprometida con la vida, y San Francisco se le antojaba una ciudad tremendamente intolerante y provinciana. La gente se pasaba la vida chismorreando sobre el vestuario, los maridos y las fiestas de los demás, y Audrey no sentía el menor interés por todo aquello. Sólo pensaba en Charles, el cual no había contestado a las dos últimas cartas que ella le había escrito.

Ahora ni siquiera se tomaba la molestia de alternar de vez en cuando con sus amistades de la alta sociedad, sino que prefería quedarse en casa con el abuelo y la niña. Al principio, el abuelo pensó que debía de estar cansada del viaje, pero a finales de junio, cuando ya llevaba un mes en casa, Audrey aún no había llamado a ninguna de sus amigas. Edward Driscoll se preguntó si se habría enamorado de alguien durante el viaje y rezó para que no fuera ningún oriental. La niña le inspiraba ciertas dudas, aunque tenía unos acusados rasgos orientales y no parecía euroasiática en absoluto. Era una criatura deliciosa a la que él seguía empeñándose en llamar Molly.

Audrey sabía que muchas personas sospechaban que la niña era su hija, pero no le importaba. Algunos comentaban que había permanecido lejos de su casa tanto tiempo para dar a luz a su ilegítima hija china.

Annabelle no volvió a aparecer por la casa, pero Audrey leyó en la prensa que se había ido a Carmel con unos amigos. El abuelo no hizo comentarios al respecto, pese a constarle que ambas hermanas estaban enemistadas. Sin embargo, Audrey no se quejaba y, además, en aquellos momentos tenía que organizar el anual traslado al lago. Aquel año, el abuelo sólo pensaba pasar allí unas semanas. Últimamente se cansaba mucho y temía que la altitud no le sentara bien. Tenía ochenta y dos años y estaba más apagado que hacía un año, aunque seguía siendo tan inflexible y obstinado como siempre. El día en que se produjo la primera discusión en serio a propósito de una marca de té a la hora del desayuno, Audrey se echó a reír más contenta que unas pascuas.

– Ya estamos como en los viejos tiempos, ¿eh, abuelo? -dijo, recordando las encarnizadas batallas acerca de Roosevelt que se habían producido poco antes de su partida.

– No has mejorado nada en el año que llevas fuera. Claro que a Roland tampoco le sirvió de nada recorrer el mundo como un estúpido. Por lo menos, él tuvo el buen juicio de no volver a casa con una mocosa desconocida.

Edward Driscoll no hablaba en serio y Audrey no se lo tomó a mal. Le había visto jugar con la niña cuando creía que nadie le observaba, y se divertía con sus balbuceos e incluso aseguraba que ya decía su nombre.

– ¡Ha dicho abuelo, Audrey! Lo he oído… Es listísima.

El anciano pensaba que Audrey había echado sobre sus hombros una carga muy pesada llevándose a la niña a casa, pero, cuando su nieta le describía el destino que hubiera aguardado a la chiquilla en China, se entristecía por las dos; por Audrey, que tendría que sufrir muchos quebraderos de cabeza, y por la niña, que nunca sería aceptada en los Estados Unidos o, por lo menos, eso era lo que suponía él.

– Crecerá como si fuera mi propia hija, abuelo -le dijo Audrey.

Eso era precisamente lo que el anciano se temía.

Por la noche, en la casa del lago, ambos volvieron a comentar la situación.

– Las cosas no son así -dijo el anciano, sacudiendo lentamente la cabeza-. Y, aunque lo fueran, ningún hombre querrá casarse contigo ahora. Todos pensarán que la niña es tuya.

– ¿Tan terrible sería eso si fuera verdad? -preguntó Audrey.

Estaba harta de luchar contra los perjuicios y el egoísmo de la gente y contra los comentarios que corrían por toda la ciudad. En China, sólo tenía que preocuparse por los bandidos o las inundaciones, o bien por la escasez de comida o de agua limpia. La vida en San Francisco era mucho más complicada. En realidad, ya había empezado a idealizar un poco su existencia en Harbin, olvidándose de los terrores y de la angustia que había sufrido cuando murieron Shih Hwa y los demás y de su dolor por la muerte de Ling Hwei. Ahora sólo recordaba las encantadoras caritas que tanto amaba… y a Shin Yu. Se preguntaba a menudo cómo estarían. En cuanto llegó, envió otro cheque al Banco Americano de Harbin para atender a las necesidades del orfanato, pero le parecía que no era bastante.

– ¿Por qué le iban a negar a Mai Li una vida como la de todo el mundo, abuelo?

– Porque es distinta de los demás, Audrey -contestó el anciano-. Eso asusta mucho a ciertas personas. No todo el mundo tiene tu amplitud de miras.

– Yo la protegeré, abuelo.

Tal como lo había hecho con Annabelle durante todo el tiempo que pudo.

– Sé que lo harás, hija mía -dijo el abuelo, dándole una palmada en una mano-. Como haces conmigo y con Annie y con todo el mundo. Eres demasiado buena con todos nosotros. – Era la primera vez que lo reconocía y Audrey se conmovió-. Tienes el corazón demasiado grande. Ya sería hora de que empezaras a pensar un poco en ti misma, Audrey.

Sentada en la mecedora del porche, mientras contemplaba las estrellas, Audrey se rió suavemente.

– No me digas que temes verme convertida en una solterona.

El abuelo esbozó una sonrisa, sabiendo que no podría evitarlo aunque quisiera. Conocía muy bien a Audrey y sabía que haría exactamente lo que le apeteciera, sobre todo cuando él ya no estuviera a su lado. Los hombres capaces de estar a su altura no abundaban. Contempló a su nieta y vio que estaba más hermosa que nunca, que tenía una especie de brillo interior que antes no poseía.

– Eres una chica muy guapa, Audrey. Algún día encontrarás al hombre adecuado.

Audrey estuvo tentada de hablarle de Charles, pero prefirió no hacerlo para no preocuparle. Se estaba haciendo muy viejo y no quería que pensara que él le impedía casarse. Era lo menos que podía hacer por el anciano.

– ¿Entramos ya, abuelo? -Vamos allá -contestó el anciano, mirándola con ternura.

Tahoe estaba como todos los años. El conjunto de los Dollars actuaba como siempre. Al igual que los Drums y los Allens, pero Audrey casi nunca salía. Se quedaba en casa con el abuelo y con Mai Li, que ahora ya se iba convirtiendo en «Molly» para todo el mundo, incluso para ella. La niña contaba seis meses y tenía un carácter extraordinariamente risueño. El primer día de su regreso a casa, empezó a gatear por los suelos. Fue el mismo día en que el buque Morro Castle se incendió en aguas de Nueva Jersey y se hundió. Fue una tragedia espantosa en la que se perdieron cientos de vidas. Audrey escuchó la noticia por la radio y vio las impresionantes fotografías que aparecieron en la prensa. La nación sufrió una conmoción todavía mayor cuando, menos de dos semanas más tarde, Bruno Richard Hauptmann fue detenido por estar en posesión del dinero del rescate pagado en el secuestro del hijo de Lindbergh hacía dos años. El hijo de Lindbergh había sido asesinado y el drama había causado un hondo pesar en todo el país, pero no había forma de saber si Hauptmann era culpable o no, aunque las autoridades parecían inclinarse por lo primero. Audrey y el abuelo discutieron mucho rato sobre el asunto. Aquella tarde, mientras Audrey se hallaba entretenida jugando con Mai Li, el mayordomo le comunicó que tenía una llamada telefónica. No sabía quién era el caballero, añadió el mayordomo en tono de reproche. Audrey dejó a Mai Li al cuidado de una de las doncellas y se dirigió hacia el teléfono.

– ¿Diga? -inquirió con el ceño fruncido, pensando todavía en el caso Lindbergh-. ¿Quién es?

Hubo una breve pausa. Le dio un vuelco el corazón cuando oyó la voz. Era Charlie.

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