CAPITULO XLII

En cuanto estuvo en condiciones de viajar solo, Charlie insistió en volver a Londres a pesar de la alegría que le había deparado el reencuentro con Molly, Vi y los niños.

– ¿Por qué? ¡No tienes nada que hacer allí! -se aproximaba la Navidad y Audrey no quería separarse ni un minuto de Charlie, sobre todo, en aquellos momentos. Aún no le habían dicho a Molly que iba a tener un hermanito. Les parecía que era demasiado pronto para ello y querían estar seguros de que Audrey no perdería al hijo que esperaba, para que la niña no sufriera una decepción-. ¿Adonde vas, Charlie?

– A resolver ciertos asuntos -contestó Charlie. No quería decirle nada hasta que hubiera hablado con Charlotte. Teniendo en cuenta la delicada situación en que se hallaban, no quería hacerle concebir vanas esperanzas-. Vigílala bien, Vi. No le dejes hacer nada.

– No te preocupes por ello.

Violet ya había pasado por ese trance una vez y haría todo lo posible para evitar que ocurriera un desastre, pensó mientras agitaba un dedo en dirección a su amiga en un gesto de amonestación. Audrey se rió, preguntándose qué se llevaría Charlie entre manos. Sentado en el tren, éste pensó en lo que iba a decir. Le resultaba incómodo permanecer tanto rato sentado, pero hubiera sido capaz de caminar sobre brasas encendidas con tal de conseguir su propósito.

El tren llegó a la estación exactamente a las cuatro menos cinco. Caminando con la ayuda de muletas, Charlie salió a la calle y tomó un taxi para dirigirse a su editorial. Estaba tan nervioso pensando en lo que iba a hacer que ni siquiera notaba el dolor de la herida. Entregó una generosa propina al taxista y se dirigió hacia la entrada con toda la rapidez que le permitían las muletas. Se encaminó al despacho que tan bien conocía y se

detuvo ante la mesa de la secretaria. Había decidido no llamar de antemano para concertar una cita. La chica, que era nueva, le miró sin saber quién era, pese a que su rostro le resultaba familiar. Cuando él solicitó ver a Charlotte, la muchacha le preguntó por su nombre.

– Dígale, por favor, que está aquí su marido -contestó Charlie, sonriendo mientras la muchacha le miraba perpleja.

Nadie le había dicho que la señora Parker-Scott tuviera marido. Suponía que era viuda o divorciada. Entró rápidamente en el despacho de Charlotte para decirle que su marido había regresado de la guerra. Su emoción al comunicar la buena noticia fue superior a la que sintió Charlotte al recibirla. Al poco rato, la secretaria volvió a salir colorada como un tomate y le dijo a Charlie que la señora Parker-Scott estaba ocupada y que, por favor, tuviera la bondad de llamarla otro día para concertar una cita.

– No faltaba más -dijo Charlie sonriendo mientras se encaminaba hacia el despacho de Charlotte y la chica le gritaba:

– ¡No! ¡No…! ¡No puede!

– No se preocupe -le contestó Charlie, cerrando la puerta a sus espaldas y plantándose delante de Charlotte.

– Hola, Charles -le dijo ésta fríamente, mirándole primero las muletas y después la cara de su esposo-. ¿Te han herido?

– No has tenido suerte. Sólo he recibido heridas leves.

– Nunca te deseé ningún mal -replicó Charlotte, tan bien peinada y vestida como siempre.

– De eso no estoy muy seguro. -Charlie se acercó y se sentó frente a ella al otro lado de la mesa sin quitarle en ningún momento los ojos de encima-. He venido a hablar de un pequeño asunto contigo.

– No servirá de nada si te refieres a lo que yo supongo -dijo Charlotte, encogiéndose de hombros en un gesto de hastío-. ¿O acaso vienes a hablarme de tus libros?

– No. Como ya sabes, eso lo trato con tu padre. No, más bien quería hablar de nuestro divorcio.

– No pierdas el tiempo, Charles. Nunca te lo concederé.

– Ah, ¿no? -dijo él, mirándola con malicia-. ¿No se sienten molestas tus amistades, Charlotte? Yo creo que no les debe gustar que estés casada.

– ¿Qué tienen que ver mis amistades con eso? -preguntó ella, mirándole con recelo.

– No lo sé. Tú me dirás. Es curioso que quieras ocultar tu homosexualidad tras la fachada de un matrimonio respetable.

Al oír esas palabras, Charlotte se quedó sin respiración. Después empezó a levantarse del sillón con la cara primero blanca como la cera y después roja como un pimiento.

– ¿Cómo te atreves a decir eso? -gritó, volviéndose a sentar-. ¡Cómo te atreves\ Tú y esta horrible mujer con la que has vivido todos estos años, ¿cómo os atrevéis a calumniarme de esta manera?

– No es una calumnia y tú lo sabes muy bien -contestó Charlie sin perder la calma-. Yo no lo considero escandaloso y me sorprende que no hayas sido sincera a este respecto. Aunque eso no es muy propio de ti, ¿verdad, querida?

– ¡Sal de mi despacho! -gritó Charlotte, levantándose y señalándole la puerta con un dedo.

– Me temo que no voy a hacerlo, mi querida Charlotte – contestó Charlie sin moverse-. No pienso ir a ninguna parte hasta que no resolvamos este asunto.

– No tienes ninguna prueba…

Charlotte ya empezaba a desmoronarse y Charlie decidió rematarla con una mentira mucho más grande que las que ella solía contar.

– Me temo que sí. Te mandé seguir el año pasado y… bueno, ya te imaginas el resto… -dijo Charlie, mirándola a los ojos mientras ella extendía un brazo sobre el escritorio como si quisiera abofetearle.

Charlie esquivó el golpe y la asió fuertemente del brazo.

– ¡Cerdo asqueroso! -gritó Charlotte, echándose a llorar.

Charlie la miró sin experimentar la menor compasión. Aquella chica había querido destrozarle la vida, pero ahora, él no permitiría que destrozara la de Audrey.

– ¿Por qué no vamos al grano, Charlotte? Esta situación me gusta tan poco como a ti. Quiero el divorcio. ¡Ahora mismo!

– ¿Por qué?

– Ése no es asunto de tu incumbencia, pero te aseguro que corres un gran peligro. Si decides no colaborar, empezaré por decírselo a tu padre y tendré mucho gusto en mostrarle los informes que obran en mi poder. Después, los divulgaré por todo Londres.

– ¡Eso es una difamación!

– Sólo en el caso de que fuera una mentira… ¡Pero no lo es! De repente, Charlotte se desinfló como un globo y le dirigió a Charlie una mirada de odio desde detrás de su mesa.

– Eres un maldito hijo de puta -dijo mientras Charlie sacudía la cabeza.

– Creo que me he portado bien todos estos años, pero ahora el juego ha terminado, Charlotte -replicó Charlie levantándose en las muletas-. ¿Me he explicado bien? ¿Puedo enviarte a mis abogados?

– Ya lo pensaré -contestó ella, echándose un farol.

– Te doy de plazo hasta mañana por la mañana. Después, iré a ver a tu padre… y le enseñaré mis informes…

– ¡Sal inmediatamente de mi despacho! -gritó Charlotte, temblando de pies a cabeza.

– Con mucho gusto -contestó Charlie, inclinando ceremoniosamente la cabeza.

Al salir, Charlie miró sonriendo a la secretaria y regresó a su casa vacía que llevaba un año y medio sin ver. Por la noche llamó a Audrey y le prometió regresar a la tarde del día siguiente. Durmió como un tronco hasta que empezaron a sonar las sirenas. Las incursiones aéreas eran constantes. Varias manzanas de casas habían sido destruidas y la pérdida de vidas humanas era sumamente alta. Cuando regresó a la casa, descubrió que los cristales de varias ventanas se habían roto. Las cubrió con tablas, se bañó, se vistió y se fue a ver a Charlotte.

La secretaria le miró aterrada cuando le vio acercarse. Cualquiera sabía las instrucciones que le habría dado Charlotte. Charlie conocía muy bien todos los trucos de su esposa.

– La señora Parker-Scott me está esperando -le dijo a la chica, mintiéndole sólo a medias.

– No puede recibirle -le comunicó la secretaria. – Estoy seguro de que sí puede hacerlo -dijo Charles, dirigiéndose a la puerta mientras la chica se levantaba rápidamente.

– No puede entrar -dijo la secretaria-. El señor Beardsley está en el despacho.

– Me parece muy bien. Es mi suegro -le informó Charlie sonriéndole mientras abría la puerta y entraba renqueando.

Sabía que la presencia del padre pondría nerviosa a Charlotte, induciéndola a aceptar con mayor rapidez sus condiciones. Llevaba una cartera bajo el brazo para hacerle creer que tenía los informes.

Sin embargo, no estaba preparado para presenciar la escena que apareció ante sus ojos en el despacho de Charlotte. Esta no se encontraba allí y en el sillón del escritorio vio al propio Beardsley, sosteniéndose la cabeza con las manos. Charlie se preguntó por un instante si ella se lo habría confesado todo por temor a que él se lo revelara. Beardsley le miró desesperado y Charlie se compadeció de él.

– Hola -dijo Charles sin saber qué otra cosa decirle.

– No sabía que mi hija tuviera una cita contigo -dijo el editor, echando un vistazo al calendario como si eso tuviera importancia-. Mandé avisar a todos los demás.

– ¿Está enferma? -preguntó Charlie, sorprendido.

– Pero, ¿es que no lo sabes? -Charlie negó en silencio-. Murió anoche durante el bombardeo. El perro se escapó de casa y ella salió corriendo en su busca y fue alcanzada por una bomba -Beardsley rompió a llorar y Charlie le miró apenado. Charlotte se había portado muy mal con él, pero su padre la adoraba-. La llevaron al hospital en cuanto pudieron, pero… esta mañana ha fallecido.

– Lo siento muchísimo -dijo Charles.

– ¿Qué querías? -preguntó Beardsley, asintiendo-. Pensaba que ya no os hablabais.

– Ahora, eso carece de importancia -contestó Charlie, súbitamente turbado… «No es nada, vine para chantajear a su hija, señor…» Estaba avergonzado y deseaba marcharse. Quería cortar los lazos que le unían a ella, pero ya todo le daba igual. No le tenía ningún cariño, pero en otros tiempos le había

gustado, y era este recuerdo el que ahora acudía a su mente -. Lo siento en el alma. ¿Le puedo ayudar en algo?

Beardsley negó con la cabeza y miró a Charles mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Nunca comprendí qué ocurrió entre vosotros. Al principio, me enojé mucho contigo, pero mi hija siempre insistió en que tú no tenías la culpa. Pensé que eso decía mucho en su favor.

– Es cierto -convino Charlie-. Fue un asunto muy personal -Beardsley asintió en silencio-. Dígame, por favor, si hay algo que pueda hacer. Dejaré mi número a la secretaria.

El editor le miró sin decir nada y Charlie salió muy pálido del despacho.

– Intenté decírselo… -se excusó la secretaria.

– No se preocupe -dijo Charles, anotando en un papel el número de teléfono de lord Hawthorne.

Después tomó un taxi para regresar a la estación y, al anochecer, ya estaba de vuelta en el campo. Al entrar en el señorial salón, lo encontró vacío. En el transcurso del viaje de vuelta en tren, recordó su boda con Charlotte y el engaño del embarazo. En aquel momento ya no sentía el menor rencor. Sólo quería olvidarla y casarse con Audrey, pero le daba mucha pena Beardsley.

– Charles, ¿eres tú? -dijo Vi, saliendo de la biblioteca con un adorno navideño en la mano-. Los niños han adornado el árbol y ha quedado precioso. ¿Ocurre algo? -preguntó asustada al ver la expresión de los ojos de Charlie.

Siempre andaba preocupada por James, temiendo que alguien se enterara de algo antes que ella.

– El viaje desde Londres ha sido muy largo -se apresuró a contestar Charles.

Vi lanzó un suspiro de alivio y le ofreció una taza de té.

– Gracias. ¿Cómo está Audrey?

– Muy bien. En realidad, esta tarde se fue a hacer la siesta. La amenacé con decírtelo en caso de que no lo hiciera.

Charlie la siguió a la cocina, donde Audrey le miró a los ojos y comprendió inmediatamente que algo había ocurrido.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó. -Nada. ¿Por qué?

– Te veo cansado.

– Lo estoy -dijo Charlie, sentándose-. Las muletas no me facilitan mucho las cosas -añadió.

Tardaría meses en poder prescindir de ellas. La metralla le había afectado el nervio ciático y, aunque la lesión no era permanente, tardaría mucho tiempo en curar. En cierto modo, Audrey se alegraba porque necesitaba tenerle a su lado hasta que naciera el niño.

– ¿No me lo vas a decir, Charles? -le preguntó ésta, mirándole inquisitivamente mientras se tomaba el té.

Temía que le hubieran encomendado otra misión de espionaje aunque, teniendo en cuenta su estado, no parecía probable.

– Mata Hari -dijo él, soltando una carcajada. De repente, decidió decírselo. Vi estaba ocupada con los niños y a ella se lo diría más tarde-. Charlotte murió anoche.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fui a verla ayer.

– ¿Para qué?

– Para lo que ya sabes. En pocas palabras, quería someterla a chantaje para que me concediera el divorcio. Le dije que la había mandado seguir, el año pasado.

Aunque Charlie no se enorgullecía de su conducta, hubiera sido la única forma de librarse de aquella atadura en caso de que Charlotte no hubiera fallecido.

– ¿Qué dijo ella? – preguntó Audrey, todavía conmovida por la noticia.

– Se puso furiosa y hubiera accedido sin duda a concederme el divorcio. Dijo que necesitaba pensarlo, lo cual era una pose, claro. Y, cuando regresé esta mañana, me encontré a su padre en el despacho y él me lo dijo.

Audrey tomó su mano, intuyendo que Charles se avergonzaba de su comportamiento, aunque en realidad no tuviera otra opción. Las cosas, vistas desde ahora parecían distintas. ¿Quién hubiera podido adivinar que Charlotte moriría aquella noche?.

– Estaba completamente deshecho y yo me sentí una basura.

– Tranquilízate, Charles -le dijo Audrey-. No podías hacer otra cosa. ¿Por eso fuiste a Londres?

– Sí -contestó él, exhalando un suspiro-. Sea lo que fuere, el resultado final es el mismo y, aunque suene horrible, así es mejor. Y más rápido. Quiero casarme contigo en seguida.

– ¿Te parece correcto? -preguntó Audrey, sonriendo.

– ¿Lo dices en serio? Dadas las circunstancias, sería absurdo que yo simulara estar de luto. Apenas la conocía y ella hizo todo lo posible por destrozarme la vida. No le debo nada -aun así, lamentaba la muerte de su esposa y se compadecía del padre-. ¿Querrás casarte conmigo, Aud? -le preguntó, mirándola a los ojos.

– Sabes que sí.

– ¿Cuándo?

Charlie no quería esperar ni un momento más.

– Ahora… Mañana… La semana que viene… Cuando tú quieras -contestó Audrey, sonriendo.

Esperaron a que James regresara y se casaron al día siguiente de Navidad. Lord Hawthorne y James fueron los padrinos de Charles y Vi fue la dama de honor. Molly llevó el ramo y Alexandra y James participaron en el banquete de bodas.

Fue una boda deliciosa en un soleado día invernal. Audrey lucía un elegante vestido blanco de Vi que le estaba un poco grande y disimulaba a la perfección el abultamiento del vientre.

Por la noche, Audrey y Charles permanecieron tendidos en la cama el uno al lado del otro, pensando en lo lejos que habían llegado y en lo mucho que se querían.

Hicieron el amor en la oscuridad y después Charlie rodeó a Audrey con un brazo y contempló la luna a través de la ventana; se alegraba de encontrarse lejos de los bombardeos de Londres.

– Quiero que permanezcas aquí hasta que haya nacido el niño.

– ¿Es que no vas a quedarte? -preguntó Audrey, preocupada.

– Me quedaré hasta que pueda. Pero, tarde o temprano, querrán enviarme de nuevo a El Cairo o a cualquier otro sitio.

– Diles que esperen seis meses. -Tranquilízate. Estaré aquí, pase lo que pase -dijo Charlie, esperando poder cumplir la promesa. No quería que ella volviera a vivir aquella experiencia sin estar presente él. Con un poco de suerte, el niño nacería coincidiendo más o menos con el término de su baja por enfermedad. No le apetecía prolongar demasiado su estancia en casa-. Por cierto, ¿cómo le llamaremos?

– ¿Qué te parece Edward, como mi abuelo?

– Me gusta -contestó Charlie, atrayéndola hacia sí-. ¿Y si le pusiéramos también Anthony, como el mío? Edward Anthony Parker-Scott.

– Edward Anthony Charles -añadió Audrey; y se quedó inmediatamente dormida en los brazos de su esposo. Qué maravilloso era estar casada.

Загрузка...