CAPITULO XL

Tardaron tres horas en cubrir enjeep la distancia de El Cairo a Port Said donde el prometido barco de pesca ya les aguardaba. Charlie arrancó todas las etiquetas británicas de sus prendas de vestir y le dijo a Audrey que llevara cosas con etiquetas norteamericanas o que se viera a primera vista que eran de origen estadounidense. Audrey calzaba unas viejas zapatillas de lona que no eran muy cómodas y se había traído varios jerseys de San Francisco bastante usados, para que su historia fuera más creíble en caso de que alguien quisiera investigar. Él se haría pasar por periodista norteamericano y ella por fotógra-fa independiente, aunque eso al propietario del barco le importaba un bledo. A él sólo le interesaba el dinero que ganaría llevándolos hasta Trípoli. La travesía en la apestosa embarcación duró dos días, e hicieron escalas en Beida, Bengasi, Al-Agheila y Sirte. El capitán les dijo que iban a buena velocidad. Audrey tuvo que luchar valerosamente contra el mareo, pero no se atrevió a decirle nada a Charlie. Tomaba algunas fotografías cuando se sentía con ánimos de hacerlo y pensaba constantemente en la aventura que les aguardaba. La realidad apareció crudamente ante sus ojos cuando arribaron a puerto y vieron los buques de guerra alemanes e italianos. Se encontraban ahora en territorio enemigo y estaban en posesión de un pasaporte falso. Como uno de ellos cometiera un error, estarían perdidos. El propietario del barco de pesca hubiera podido delatarles, pero llevaba un año trabajando por cuenta de los británicos y no tenía el menor interés en perder aquella rentable fuente de ingresos. Los dejó en el muelle y se fue de nuevo a Port Said. Tendrían que arreglárselas como pudieran para volver. Audrey pensó que prefería hacerlo por tierra, mientras seguía a Charlie, abriéndose paso por entre la gente. Encontraron a un hombre dispuesto a llevarles en su automó- vil hasta el Hotel Minerva. Al llegar a éste se dirigieron al bar para tomar unas copas y después alquilaron dos habitaciones en el mismo piso. Ignoraban si merecía la pena dar una vuelta por la ciudad.

– ¿Qué tienes que hacer? -preguntó Audrey, alegrándose de encontrarse nuevamente en tierra.

– Creo que ya nos enteraremos cuando llegue el momento. Aquí se va a armar un gran revuelo.

Audrey así lo creía también. Sin embargo, ninguno de ellos pensaba que se iban a enterar tan pronto. Al día siguiente supieron, gracias a dos italianos que lo comentaban muy excitados en el bar, que el general había llegado la víspera y se alojaba en otro hotel situado a escasas manzanas de distancia. No conocían su nombre, pero era uno de los mejores, les dijeron muy contentos a Audrey y Charles. Se alegraban de que fueran periodistas norteamericanos porque ansiaban proclamar la noticia a todo el mundo.

– ¡Los ingleses ya pueden empezar a temblar! -exclamaron mientras Charles los miraba sonriendo.

– Ya sabía que nos enteraríamos -dijo Charlie con aire triunfal.

Sin embargo, aún no conocían el nombre del general. Tenían que averiguarlo en el acto y, para ello, se encaminaron audazmente hacia el hotel y entraron en el bar, rebosante de uniformes alemanes e italianos. En el vestíbulo un agente de las SS conversaba animadamente con un hombre. Los oficiales se percataron en seguida de la presencia de Audrey y dos de ellos le dirigieron una sonrisa lasciva. Charlie la empujó hacia la barra con aire indiferente y, tras pedir un trago, empezó a beber a pequeños sorbos. No quería emborracharse ni que Audrey lo hiciera tampoco, tal como le advirtió mientras simulaba reírse y hablar vivamente con ella.

– Parece que hay mucho movimiento, ¿eh? -añadió sonriendo.

Las cosas iban a ser fáciles ahora, siempre y cuando nadie se fijara demasiado en ellos, pensaron mientras el sudor les resbalaba por la espalda y los brazos. Al cabo de una hora, cuando se hallaban comentando dónde irían a comer, entraron una doce- na de oficiales alemanes, entre los cuales destacaba un fornido y musculoso hombre de ojos intensamente azules con los que pareció abarcar a todo el mundo. Todo en él era pulcro, militar y disciplinado. Parecía que los estuviera supervisando a todos como si formaran parte de su nuevo mando, y no cabía duda de que era el hombre que ellos esperaban. Se oían constantes taconazos y saludos y los italianos le miraban impresionados mientras los oficiales le llamaban Mein General. Sin embargo, no parecía un hombre presuntuoso y más tarde Audrey comentó que tenía una mirada muy inteligente. Cuando él la miró, Audrey casi estuvo tentada de cuadrarse. Sintió que a Charlie se le cortaba la respiración y confió en que nadie lo advirtiera. Finalmente, el general abandonó el bar y Audrey miró a Charlie a los ojos, preguntándose si le habría reconocido.

– ¿Sabes quién es? -le preguntó en voz baja mientras él movía la cabeza despacio.

Creía haber visto su fotografía en alguna parte, pero no estaba seguro de ello.

– Voy a preguntar por ahí. Apuesto a que todo el mundo lo sabe.

Hablaron con algunas de las personas que estaban en el bar, pero nadie lo sabía. Al final, un joven oficial alemán se burló abiertamente de ellos.

– ¡Americanos! ¡Tienen que conocer el nombre del más grande general de Alemania! -exclamó, tomándoles por imbéciles. Todos los alemanes conocían su nombre, si bien a los italianos no les ocurría lo mismo-. ¡Es el general Rommel, naturalmente!

La misión había sido un éxito, pensó Audrey, reprimiendo el impulso de lanzar un grito de júbilo y batir palmas de alegría cuando, poco después, ambos salieron del bar. Charlie le oprimió la mano y paró un taxi para regresar al hotel. Cenarían allí y regresarían inmediatamente a El Cairo. Todo había sido facilísimo. Sin embargo, Audrey no se daba por satisfecha con saber tan sólo su nombre.

– ¿Por qué no le entrevistamos? -preguntó durante la cena; Charlie la miró, horrorizado.

– ¿Estás loca? ¿Y si nos descubren?

– Descubrir, ¿qué? Somos norteamericanos. Tú eres un periodista y yo una reportera gráfica. Por preguntar no se pierde nada… -dijo Audrey-. ¿No te parecería estupendo, Charlie?

A éste se le indigestó la comida. Audrey debía de haber perdido el juicio.

– Mira, no te entusiasmes demasiado -le contestó.

Sin embargo, mientras lo pensaba, comprendió que ella tenía razón. Ya que estaban…, tal vez pudieran averiguar algo más. Lo discutieron mientras tomaban el café y lo organizaron todo aquella misma noche. Al día siguiente, regresarían al hotel de Rommel y le dejarían una nota, solicitándole una entrevista. Luego, esperarían. Audrey notó que el corazón le latía apresuradamente en el pecho cuando a la mañana siguiente se dirigieron al hotel en el que se hospedaba Rommel y dejaron la nota que ella y Charlie habían redactado. Sabían que la carta pasaría por las manos de varios ayudantes antes de llegar a las del general, por lo que se limitaban a decir en ella que eran dos periodistas norteamericanos en Trípoli y solicitaban el honor de que se les concediera una entrevista con el general Rommel.

El hombre a quien entregaron la carta les dijo que regresaran a las cuatro de la tarde de aquel día para conocer la respuesta. Cuando volvieron, un joven ayudante de ojos azules les miró inquisitivamente y les preguntó si ya conocían al general.

– No -contestó Audrey con aire inocente-, pero nos gustaría mucho. Publicamos en varios periódicos y revistas norteamericanos y sabemos que los lectores norteamericanos se sentirán fascinados por el jefe del nuevo Afrika Korps -dijo sonriendo con dulzura mientras el oficial la miraba como si fuera una idiota.

– Les daremos la respuesta mañana a las diez, Fraulein.

El joven saludó a Charlie con una leve inclinación de cabeza y ambos se alejaron charlando animadamente, para despistar. Durante el camino de vuelta al hotel, apenas dijeron nada. Dedicaron la tarde a pasear por las calles de Trípoli donde los italianos silbaron repetidamente al pasar Audrey. La tensión de encontrarse allí bajo identidades falsas era agotadora. Char- lie temía que el proyecto de entrevistar a Rommel fuera excesivamente ambicioso. Ahora, ya tenían la información que necesitaban. No hacía falta conocer otros detalles, y Charlie no quería demorar mucho la partida, so pena de que la información perdiera valor para los británicos.

– ¿Qué quieres que hagamos esta noche? -preguntó Charlie mientras paseaban por el puerto.

– Rezar -contestó Audrey sonriendo.

Regresaron al hotel, cenaron allí mismo, se fueron a la cama temprano y se presentaron en el hotel en el que vivía Rommel a las diez en punto de la mañana siguiente. El mismo ayudante de la víspera les miró con recelo mientras se acercaban al mostrador. Audrey contuvo la respiración cuando el joven oficial le entregó a Charlie un sobre cerrado que éste abrió mientras atravesaban el vestíbulo. La nota indicaba tan sólo el nombre del hotel en el que ellos se alojaban y una inscripción: 13.00.

– ¡Dios mío, lo conseguimos! -exclamó Charlie en un susurro, mirando emocionado a Audrey mientras la acompañaba al bar pese a que era muy temprano.

Pidió dos cervezas y le pasó la nota mecanografiada a Audrey. No sabía qué iban a hacer ahora. Llevaba un cuaderno de notas para la entrevista y Audrey llevaba, como siempre, todas sus cámaras para evitar que se las robaran.

– ¿Qué haremos hasta la una? -preguntó Audrey, más nerviosa que una novia en el día de su boda.

Las tres horas pasaron volando mientras ambos paseaban y discutían lo que iban a preguntarle al general Rommel. Sin embargo, no estaban en modo alguno preparados para lo que les aguardaba cuando, por fin, el general los recibió. Las habitaciones en las que éste tenía instalado su cuartel general eran tan lujosas como el resto del hotel, aunque se habían retirado algunos cortinajes y otras cosas. Cuando Rommel entró en la estancia donde Audrey y Charles le aguardaban, éstos comprendieron en el acto que se encontraban ante un personaje singular. Aunque hubiera estado completamente desnudo, cualquiera hubiera podido adivinar, a través de su porte, que era un hombre importante. Tenía unos ojos intensa-

mente azules y una sonrisa extraordinariamente cordial. Pareció alegrarse mucho de verles y se refirió en términos sumamente elogiosos al presidente norteamericano, señalando que había visitado los Estados Unidos antes de que estallara la guerra, cosa que en aquellos momentos le hubiera sido imposible hacer a causa de sus ocupaciones. Se rió de su propio chiste mientras Audrey contemplaba la fotografía de una mujer que había sobre un cercano escritorio.

– Es mi esposa Lucy -explicó el general al ver la dirección de la mirada de la joven.

Se adivinaba, por su tono de voz, que le tenía un gran cariño. Audrey se sorprendió de que, con sólo pedirlo, hubieran conseguido una entrevista con el general Rommel, haciéndose pasar por periodistas norteamericanos. Tampoco Charlie salía de su asombro. El general les habló de Alemania antes de la guerra y les mencionó al Führer en tono casi tan admirativo como el que había utilizado para referirse a su mujer. Era un militar de la cabeza a los pies, pensó Charlie mientras tomaba rápidas notas. Dijo que le encantaba volar y que le interesaba mucho lo poco que había visto de África. Puso especial empeño en explicarle a Charlie que el Afrika Korps iba a ser un extraordinario brazo del ejército. Después, sin dejar de hablar, extendió una mano para que Audrey le mostrara su cámara. Ella se la entregó muy sorprendida, confiando en que no hubiera nada que les delatara. Lo habían examinado todo minuciosamente antes de salir de El Cairo y creía que no había peligro. Ni cuadernillos de fósforos o tarjetas con el nombre del hotel ni llaves de habitaciones ni, mucho menos, el pasaporte británico de Charles, que éste había ocultado en su hotel de El Cairo, fijándolo a la parte inferior de la alfombra y debajo del escritorio.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Audrey mientras el general examinaba minuciosamente la cámara.

– Yo tengo una igual -contestó él; la miró sonriendo-. Sólo que utilizo una lente distinta. Verá, se la voy a enseñar – añadió, levantándose. Cruzó la estancia en dos zancadas, abrió un cajón y sacó tres cámaras idénticas a la de Audrey, cada una de ellas con lentes sutilmente distintas. Audrey mostró mucho interés por ellas y ambos se pasaron varios minutos comentando sus características y las razones por las cuales él utilizaba tres cámaras diferentes. Al parecer, era muy aficionado a la fotografía y, al término de la entrevista, posó con mucho gusto para ella. Conversaron durante casi dos horas y, por fin, el general les estrechó cordialmente la mano y ellos le agradecieron su amabilidad.

– Oirán ustedes grandes cosas del Afrika Korps, amigos míos – les dijo Rommel a modo de despedida.

– No me cabe duda -contestó Audrey sin dudarlo demasiado.

Mientras abandonaba el hotel, tuvo que hacer un esfuerzo por recordar que aquéllos eran los asesinos de Karl Rosen.

– Siento decir que este hombre me gusta -le dijo a Charlie, una vez en la calle.

– A mí también -contestó él, borracho todavía por el éxito obtenido.

Le sorprendía la naturalidad del general. Cierto que no les dijo nada sobre los planes que tenía con respecto al Afrika Korps, pero contestó con locuacidad en todo cuanto le preguntaron y se mostró muy simpático con ellos. Quedó claro a través de la entrevista que Rommel estaba loco por su mujer, por el ejército y por las cámaras fotográficas, muy probablemente en este orden. Era un militar de cuerpo entero y Charlie temía que no hubiera ningún militar británico capaz de darle la réplica.

Regresaron al hotel, recogieron sus cosas, pagaron la cuenta y se dirigieron al puerto. Charlie pensó que sería demasiado peligroso regresar a El Cairo por tierra y prefería alquilar alguna pequeña embarcación. Tuvieron que discutir con los capitanes de los barcos durante horas hasta que, al fin, encontraron uno dispuesto a llevarles a Alejandría a cambio de un precio exorbitante. Zarparon a la puesta del sol. Charlie rezaba en su fuero interno para que Rommel no les hubiera mandado seguir, aunque no era raro que, desde allí, se fueran a Egipto. Al fin y al cabo, eran unos periodistas norteamericanos a la caza de noticias bélicas interesantes. Rommel incluso había elogiado su valor, sobre todo, el de Audrey, «tan lejos de casa»,

dijo, «y en un lugar tan peligroso para una joven atractiva». Sin embargo, sus comentarios no escondían una segunda intención. Se le iluminaban los ojos cada vez que hablaba de su querida Lucy. Era un hombre honrado y Audrey sentía mucho que perteneciera al otro bando. Había oído decir que sus hombres le tenían un profundo respeto. Era un valiente comandante que luchaba codo con codo junto a sus hombres. Al parecer, estaba trasladando cientos de tanques al norte de África.

La travesía les llevó tres días. Una vez en Alejandría, tomaron un jeep para regresar a El Cairo y, cuando el hotel Shep-heard's apareció de nuevo ante sus ojos, creyeron que se trataba de un espejismo. Audrey lanzó un grito de júbilo al llegar y le arrojó a Charlie los brazos al cuello y soltó una carcajada nerviosa.

– /Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! -gritó mientras él le pedía que bajara la voz.

Sin embargo, Charlie estaba tan entusiasmado como ella. Al cabo de una hora se irían a ver al general Wavell. Primero, se ducharon y cambiaron de ropa y Charlie sacó el pasaporte de su escondrijo de debajo de la alfombra. Todo parecía un sueño. Casi no acertaban a creer que hubieran podido entrevistar nada menos que al general Rommel.

Se dirigieron en automóvil al Gezira, un club deportivo en el que Wavell se había pasado toda la tarde jugando al golf. El general se alegró mucho de ver a Charles y se sorprendió de que Audrey le acompañara. Charlie le confesó que habían viajado juntos a Trípoli. Wavell se puso colorado de rabia y miró a Charles con furia hasta que éste le entregó en silencio los dos carretes de fotos diciéndole:

– Creo que le gustarán, señor.

– No sabía que trabajaban ustedes en equipo, Parker-Scott. -Charlie estaba a punto de contestarle «Ni yo tampoco», pero pensó que al general no le haría gracia. Ambos le siguieron a un saloncito privado donde él cerró la puerta y les dijo-: Han tenido suerte de regresar con vida. Hubieran podido retener a la chica como rehén, ¿sabe? -añadió dirigiéndose a Charlie. – Conseguimos la información -contestó Charlie, mirando al general con expresión compungida.

– ¿Y bien? -dijo Wavell, tras una embarazosa pausa.

– El general Rommel.

– Vaya, pues, menuda sorpresa -exclamó el general, esbozando una leve sonrisa-. ¿Le pudo ver? -preguntó, entornando los ojos-. ¿Seguro que era él?

Audrey sonrió, apartando el rostro. Deseaba que Wavell viera las fotos.

– Sí, señor -contestó Charlie sin apenas poder reprimir la risa-. Incluso le entrevistamos, señor.

– ¿Cómo?

– En realidad, todo fue idea de la señorita Driscoll -contestó Charlie, respirando hondo-. Nos hicimos pasar por periodistas norteamericanos y le entrevistamos en su hotel.

El general les miró fijamente y después se sentó en un sillón sin soltar los carretes que sostenía en la mano como si temiera que éstos se le pudieran escapar.

– ¿Y éstas son las fotografías que le tomaron a Rommel durante la entrevista?

No podía creer que aquellos insensatos hubieran llevado a cabo semejante hazaña.

– En realidad, fue la señorita Driscoll quien las tomó, señor -contestó Charlie-. Yo hice la entrevista.

– ¿Tomó usted notas?

– Sí, señor.

El general Wavell sonrió de oreja a oreja y estrechó primero la mano de Charlie y luego la de Audrey.

– Son ustedes extraordinarios -les dijo; y añadió que pronto volverían a tener noticias suyas.

Pasara lo que pasara, quería verles en su despacho a las ocho en punto de la mañana del día siguiente. Deseaba examinar las notas de Charlie, pese a que éste ya le había advertido de que Rommel no les reveló en ningún momento lo que pensaba hacer con el nuevo Afrika Korps. Aun así, Wavell y sus ayudantes querían conocer todos los detalles y revelar las fotografías aquella misma noche. El general les estrechó la mano una vez más antes de abandonar apresuradamente el club y los invitó a quedarse a tomar unas copas si así lo deseaban; sin embargo ellos prefirieron regresar al Shepheard's y reunirse con sus amigos, cómodamente repantigados en los grandes sillones de mimbre de la terraza del hotel.

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