CAPITULO XLV

Charlie aún tardó un mes en recuperarse por completo de sus heridas e inmediatamente se presentó en el Home Office. Aún experimentaba algunas molestias de vez en cuando, pero ya no aguantaba más estar en casa sin hacer nada. Llevaba unos ocho meses de baja y deseaba volver a entrar en acción. Sus jefes tenían nuevos planes para él; querían que regresara al Norte de África, pero esta vez a Casablanca. Allí tendría muchas cosas que hacer. Audrey le miró casi con envidia cuando se fue. Envidiaba las emociones que viviría allí… y se sentiría desesperadamente sola sin él. Iría de nuevo como corresponsal, pero le habían destinado en secreto a la que se llamaba Operación Antorcha. Era un esfuerzo conjunto británico-norteamericano en el que se consideraba el desembarco de las fuerzas aliadas en el Norte de África, en otoño, con el fin de controlar el Mediterráneo. Era exactamente el tipo de trabajo que Charles deseaba. Más adelante, incluso participaría en las reuniones con el general Eisenhower. Le enviaban a Casablanca para que obtuviera información previamente al desembarco de las tropas aliadas en otoño. Casablanca, al contrario que Egipto, no se encontraba en manos aliadas, sino que pertenecía técnicamente al gobierno francés de Vichy, junto con Argel y Oran; pero las intrigas eran constantes. Había también alemanes, aunque no de manera organizada, franceses de la Resistencia, británicos y norteamericanos, y todos se vendían información mutuamente, robaban muías y vendían droga. Era un lugar extraordinario en el que podían ocurrir las cosas más imprevisibles. Lo más curioso era que los alemanes se encontraban demasiado ocupados más hacia el este y no prestaban una excesiva atención a aquellas ciudades, por cuyo motivo el desembarco tenía muchas posibilidades de alcanzar el éxito. Audrey escuchó las explicaciones de Charles con gran inte-

res, pero ahora no tenía más remedio que quedarse en casa con el niño y pagarle a Vi todo cuanto había hecho por ella. Ahora ambas habían intercambiado los papeles. Audrey se pasaba casi todo el rato cuidando de los cuatro niños y Vi salía a dar largos paseos con James a pie y en automóvil, saboreando cada momento. Audrey compartía con ellos las cartas que recibía de Charles. Casablanca debía de ser una ciudad fascinante y Charles se sentía muy a gusto en ella.

A juzgar por lo que escribía, era un lugar rebosante de intrigas, confusión y decadencia, un poco como el Shangai que ellos habían conocido. No distaba mucho de El Cairo y, sin embargo, no se le parecía en absoluto. Había suciedad y mugre por doquier y a Audrey se le puso la piel de gallina cuando leyó la descripción de la habitación del hotel en el que se hospedaba su marido. Sin embargo, lo más importante era que el desembarco de las tropas aliadas en el Norte de África dependería en buena parte de él. Claro que Charlie no mencionaba eso en sus cartas, por lo que Audrey se moría de deseos de saber lo que ocurría.

No ignoraba que la Resistencia se hallaba fuertemente atrincherada allí, aunque el gobierno de Vichy ostentara oficialmente el poder. Los funcionarios gubernamentales se pasaban el rato bebiendo o visitando a las prostitutas, sin importarles lo más mínimo lo que ocurría ante sus mismas narices. Italianos, alemanes, británicos y norteamericanos recorrían las calles, comprando y vendiendo sus mercancías. Charlie escribió varios reportajes interesantes y le envió a Audrey fotografías de niños vendiendo cigarrillos y de prostitutas callejeras haciendo tratos con los soldados. Viajó también varias veces a Oran, Rabat y Argel, aunque Casablanca era el centro neurálgico de la zona.

En septiembre, octubre y noviembre, las fuerzas de desembarco se adentraron en el Mediterráneo. Los alemanes tenían conocimiento de la presencia de las mismas, pero no imaginaban qué se proponían. Aún estaban ocupados en Libia y Egipto, y todos se llevaron una sorpresa cuando los aliados desembarcaron simultáneamente en Casablanca, Oran y Argel el 7 y el 8 de noviembre de 1942. Hubo unas pequeñas escaramuzas entre los británicos y las guarniciones de Vichy que rápidamente quedaron neutralizadas. Poco después, los hombres de Eisenhower ocuparon la zona. La ciudad no sufrió ninguna alteración. Rebosaba todavía de actividad, intriga y misterio entre los distintos bandos y era una especie de centro de distribución para la Francia Libre que pasaba información entre las fuerzas de la Resistencia y la Francia ocupada, y viceversa.

En enero, Churchill, Roosevelt y los generales Giraud y De Gaulle llegaron a Casablanca para participar en una célebre conferencia en cuyo transcurso Eisenhower fue nombrado jefe de las Fuerzas Aliadas en el Norte de África. Poco después, Trípoli cayó en poder de los británicos. A partir de aquel instante, Charlie dependió directamente de los norteamericanos, tal como le explicó a Audrey en una de sus cartas. Ésta comunicó a su vez la noticia a Vi y James. No sabía hablar de otra cosa más que de Charlie y sus misiones en el Norte de África.

– Pobrecilla, se encuentra tan sola sin él – le dijo Violet, una noche, a James.

Bien sabía ella cuan difícil era eso, aunque, afortunadamente, Charlie estaba a salvo; por lo menos, de momento. Además, a juzgar por lo que decía en sus cartas, las misiones que le encomendaban no eran muy peligrosas.

James estaba a la espera de que le destinaran a un puesto administrativo y Vi pensaba regresar a Londres con él, dejando a los niños en la Mansión Hawthorne junto con su suegro y con Audrey que se quedaría allí con Molly y Edward, tal como todo el mundo llamaba al niño. Hubiera sido un rompecabezas tener a tres James en la casa.

– Al fin -dijo James, padre-, alguien me acusará de ensuciarme en los pañales y a él le echarán en cara que beba demasiada cerveza.

Audrey se rió, contenta de que hubiera recuperado el sentido del humor. Violet ya volvía a ser también la misma de antes, aunque en sus ojos se observaba una sombra de dolor. Había sufrido mucho, esperando recibir noticias de James cuando todo el mundo le daba por muerto. La historia de su

huida de Francia era extraordinaria. Lo peor fue cuando perdió el brazo. Se pasó dieciocho días delirando en un granero de Provenza. Audrey se estremeció de sólo pensarlo. Pero ahora ya todo había pasado.

En abril, Charles escribió que Rommel había regresado a Alemania, derrotado y enfermo, y Audrey recordó la «entrevista» que le habían hecho. Hubiera deseado volver a vivir aquellas emociones, pero ya no era posible. En mayo, James y Violet regresaron a la ciudad y abrieron de nuevo la casa. James vivía en su casa aunque se pasaba casi todo el día trabajando en el despacho. Vi no quería apartarse ni un momento de su lado y Audrey comprendía perfectamente esa actitud. Por su parte, ella esperaba el regreso de Charlie con un pequeño permiso, pero, cuando faltaban unos días para el cumpleaños de Edward, él envió un telegrama, diciendo que no podría ir.

VENDRÉ EN CUANTO PUEDA. SIENTO NO PODER VENIR AHORA. DEFIENDE LA PLAZA CON CARIÑO. CHARLIE.

Audrey ya empezaba a cansarse. Había destetado al niño hacía unos meses y había tomado tantas fotografías de todo el mundo que ya no se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Exceptuando a Edward, todos eran bastante independientes. Molly tenía una vida muy ocupada y montones de amigos, Alexandra y James habían crecido mucho y el pequeño Edward era tan feliz con la niñera o con lord Hawthorne como lo era con ella. Así se lo dijo a James y Violet una noche en que cenó con ellos en Londres y, al fin, todos tuvieron que correr otra vez al refugio. Nada había cambiado.

– Tengo la impresión de que estás tramando algo, Aud -le dijo James-. ¿Me equivoco?

– En realidad, no pensaba en nada concreto -contestó Audrey sin ser todavía consciente de sus inquietudes internas.

Llevaba en casa un año y medio y quería volver al Norte de África, tanto si lo reconocía como si no, sobre todo, para reunirse con Charlie. De repente, miró a sus amigos y com- prendió que James tenía razón. Eso era exactamente lo que quería hacer. Al día siguiente, se presentó en el Home Office y les explicó sus circunstancias. No le costó demasiado esfuerzo convencerles. Había hecho un buen trabajo para ellos y les podría ser muy útil en el Norte de África. Prometieron llamarla al cabo de unos días y Audrey decidió esperar sus noticias en casa de James y Violet. Cuando la llamaron, dio un salto de júbilo y aquella misma noche tomó el tren para el campo. Mientras lo pensaba, temió no haber obrado correctamente. El niño todavía la necesitaba, y Molly también… Y, sin embargo, ansiaba reunirse con Charlie. Los niños estaban a salvo en la casa de campo y ella podía volver cuando quisiera. Aún se debatía en la duda cuando tomó el único taxi del pueblo para dirigirse a la mansión. Cuando entró, vio al niño en brazos de lord Hawthorne y a Molly y James jugando en el suelo. Los pequeños la miraron sonriendo mientras ella se preguntaba cómo le iba a decir a Molly que volvía a marcharse. Sin embargo, esta vez Molly la sorprendió.

Aquella noche, Audrey se sentó en el borde de la cama de la niña, acarició el sedoso cabello negro que tanto le recordaba a veces el de Ling Hwei, y le dijo que pensaba marcharse.

– Esta vez, procuraré no permanecer ausente mucho tiempo.

– ¿Han vuelto a herir a papá? -preguntó la niña, preocupada.

– No, cariño, no le ha pasado nada, pero necesito estar con él para que no se sienta tan solo.

Era un impulso irreprimible del que no se sentía demasiado orgullosa. Sin embargo, formaba parte de su vida y era auténtico… Era el mismo gen que llevó a su padre hasta los confines de la tierra y que tal vez algún día se manifestaría asimismo en Edward.

– Pero también quiero estar aquí. A veces, una no sabe lo que es mejor.

Molly lo entendía muy bien. Tenía nueve años y, aunque no le gustaba que su madre se fuera, comprendía los motivos de que lo hiciera. La madre de Alexandra y de James también se había ido, aunque no tan lejos. Sin embargo, ellos se tenían el uno al otro y tenían también al abuelo.

– ¿Me escribirás? -preguntó, mirándola con sus grandes ojos negros mientras a Audrey se le encogía el corazón de angustia.

Al día siguiente, ésta lo pasó todavía peor cuando el pequeño Edward empezó a dar sus primeros pasos. No sabía qué hacer, pensó aquella noche, sentada frente a la chimenea en compañía de lord Hawthorne y con una copa de oporto en la mano. Si se marchaba, iba a echarlos de menos a todos, pero, si se quedaba, echaría de menos a Charlie.

– Tienes que ir adonde el corazón te lleve, Audrey -le dijo lord Hawthorne.

En cierto modo, el anciano le recordaba a su abuelo, aunque no tuviera tan mal carácter. Al igual que su abuelo, era un hombre sensato y comprensivo.

– A veces, es difícil adoptar una decisión. Quiero estar aquí con ellos y allí con él, y no sé lo que debo hacer.

– Yo te los cuidaré bien -dijo el anciano, sonriendo. A Audrey no le cabía la menor duda de ello.

– Lo sé muy bien, de otro modo, ni siquiera lo hubiera pensado.

En su fuero interno, Audrey sabía que tenía que irse, por muy difícil que le fuera. Lo comprendió con toda claridad, cuando, unos días más tarde, estrechó en sus brazos al niño y se lo devolvió a lord Hawthorne, y después abrazó a Molly por última vez. Les pidió a todos que no fueran a despedirla a la estación: no hubiera podido soportarlo. Mientras se alejaba en automóvil, volvió la cabeza y vio a Molly persiguiendo a James por el césped con su negra melena volando al viento, seguida del pequeño Edward, que, al final, acabó en el suelo entre risas. Sólo la saludaron una vez con la mano y en seguida volvieron a sus juegos. Eso le hizo comprender que estarían perfectamente bien sin ella.

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