El fin de semana transcurrió sin sentir. Charles se fue, llegó el hermano de James y, a los pocos días, lo hizo el de Vi cuando ya el mes de agosto tocaba a su fin. Audrey decidió que ya era hora de marcharse. No les reveló ni a Violet ni a James lo que Charles le había propuesto. Aún no sabía si echarse atrás y temía cometer una insensatez, pero no podía soportar la idea de regresar a los Estados Unidos sin volverle a ver. Tenía que reunirse con él en Venecia aunque sólo fuera para decirle adiós por última vez y entregarle el álbum que había confeccionado para él.
Se despidió de Violet y James con los ojos llenos de lágrimas y lamentó con toda el alma tener que separarse de los niños. En La Revé d'Enfants de Cannes le compró a Alexandra una preciosa muñeca. Y al pequeño James, un gracioso traje de marinero y un barco de vela con el que podría jugar en el estanque de su casa. A Violet le regaló un broche de cristal de roca y ónix y a James una caja de botellas de champán Dom Pérignon. Por último, les regaló un montón de fotografías que les había tomado. Había algunas maravillosas de Violet enfundada en distintos vestidos y fabulosos sombreros, de James en la playa, paseando tranquilamente con Charles, contemplando la puesta de sol con lady Vi o mirándola con tanta ternura que a Audrey le asomaron las lágrimas a los ojos cuando reveló la foto. Eran un hermoso recuerdo de un verano que ninguno de ellos podría olvidar jamás. Audrey trató de expresarlo en el momento de su partida, de pie junto al automóvil que había alquilado. Sin embargo, no consiguió encontrar las palabras adecuadas. Les quería demasiado a todos.
– Parece ridículo decir simplemente gracias a cambio de tantas cosas…
Abrazó cariñosamente a Violet y ambas se echaron a llorar cuando ésta se apartó.
– ¡Tienes que escribir! ¡Me lo has prometido! -dijo Violet.
– ¡Lo haré! Te lo prometo…
Después, Audrey abrazó a James y él la besó afectuosamente en ambas mejillas como si fuera un hermano. Ellos aún no estarían de regreso en Londres cuando Audrey embarcara en el Mauretania. Pensó que ojalá Annabelle se hubiera casado con un hombre como James en lugar del que tenía. Besó a los niños por última vez, abrazó de nuevo a Violet y, llorando a lágrima viva, subió al vehículo y se sentó al volante mientras Violet se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de encaje.
– No lloraba tanto desde la muerte de tía Hattie -dijo ésta, sonriendo entre sus lágrimas. Se sonó la nariz y Audrey hizo lo propio mientras Vi la reprendía cariñosamente-. No deberías ir sola por la carretera. Es peligroso.
– No te preocupes.
– ¡Eres demasiado independiente!
Violet lamentaba que no hubiera ocurrido nada serio entre ella y Charles. Éste hubiera debido quedarse un poco más con ellos y acompañar después a Audrey a Italia, pero tenía mucha prisa por hacer sus reportajes. Puede que James tuviera razón, pensó Violet, agitando una mano cuando el automóvil de Audrey se puso en marcha. Charles no estaba hecho para el matrimonio.
– ¡Qué lástima! -le gritó a James mientras Audrey se alejaba.
– Bueno, yo no la he sacado de casa, cariño. A mí no me grites por eso -le contestó su marido, tomándola por los hombros mientras ella sacudía la cabeza y se sonaba nuevamente la nariz.
– No me refería a eso sino a Charles.
– ¿Qué pasa con Charles? -preguntó James, perplejo.
– Es una lástima que no haya sabido ver en ella a la esposa ideal.
– Ya te lo dije. No está hecho para el matrimonio.
– ¡Eso es precisamente lo que yo quería decir! -replicó Violet con expresión de hastío. – Bueno, pues…, no está hecho para eso. Así que no te atormentes ni atormentes a la pobre Aud. No hay sitio para una mujer en la vida de Charles. ¿Qué mujer querría aguantar a un hombre que se pasa la vida recorriendo el mundo, viviendo con las tribus de beduinos y los camellos, y cualquiera sabe qué otras cosas como no sea tal vez una chica beduina?
– Es un estúpido -dijo Violet, mirándole muy seria sin reírle la gracia.
– Puede que sí. O puede que se conozca demasiado bien, querida. ¿Tú crees que Audrey esperaba algo? Nunca ocurrirá nada, puedes estar segura de ello.
– Creo que ella lo sabe mejor que nosotros. Y, de todos modos, es tan terca como él. Sólo piensa en su abuelo y en la pesada de su hermana. Cada vez que esta chica le escribía, Audrey se pasaba todo el día deprimida. Al parecer, la hermana no para de llorar. Es difícil de imaginar, ¿verdad?, siendo Audrey tan distinta. No, no creo que ella esperara nada de Charles, pero me parece que los sentimientos entre ambos eran más hondos de lo que nosotros podíamos imaginar.
– ¿Por qué lo dices? -James siempre se asombraba de la perspicacia de su mujer. A menudo, veía cosas que él ni siquiera sospechaba. En aquel instante se preguntó qué habría visto o intuido. Charles era su mejor amigo y a Audrey le había cobrado mucho afecto durante su estancia entre ellos-. ¿Te confesó algo antes de irse?
– No -contestó lady Vi, sacudiendo la cabeza-. Y él tampoco. Por eso pienso que debe haber algo más de lo que suponemos. Está clarísimo que ambos acordaron no decir nada.
James la miró como si estuviera loca.
– A veces, dices cosas completamente absurdas -dijo, inclinándose para besarla en los labios-. Pero te quiero de todos modos.
– Gracias, James.
Violet se reclinó en su sillón preferido y absorbió los últimos rayos del sol estival.
Audrey pasó por San Remo, Rapallo, Portofino y Viareggio bordeando la costa y, al fin, abandonó el litoral para dirigirse hacia Pisa y Empoli y después, más al sur, hasta Siena, Perugia, Spoleto, Viterbo y, por último, a Roma. Sin embargo, una vez allí, descubrió que apenas podía pensar en las cosas que hubiera deseado ver. Tan sólo pensaba en Violet y en James, en los niños y en los amigos y, sobre todo, en Charles. Se sintió un alma perdida mientras visitaba las iglesias y los museos, el Coliseo, las catacumbas y el Vaticano. No le apetecía recorrer sola las calles de Roma y se preguntó si no habría cometido un error. Lanzó un suspiro de alivio cuando tomó el tren para trasladarse a Florencia, prescindiendo del automóvil alquilado. Pero allí le ocurrió exactamente lo mismo. No podía concentrarse en la belleza de lo que veía y los museos e iglesias le parecían todos iguales. Sólo pensaba en Venecia y en Charles. Una vez en el tren de Venecia, experimentó el súbito impulso de bajar y echar a correr. Le pareció que el tren se detenía mil veces. Montones de personas subían y bajaban sin cesar y, en cada parada, aumentaba el retraso. A última hora de la tarde, Audrey se asustó. Estaba claro que no llegarían a la hora. Comprendió la locura que había cometido al haberse citado con él en una plaza. A ambos, les pareció muy romántico. No pensaron que en Italia nadie era puntual. El tren entró en la estación pasadas las ocho, cuando el sol teñía el cielo de reflejos anaranjados. Audrey estaba al borde de las lágrimas. Había llegado con más de dos horas de retraso y cualquiera sabía dónde estaría Charles en aquellos momentos. Ni siquiera sabía en qué hotel se alojaba. Ella había reservado habitación en el Gritti, desde Roma, pero no tenía la menor idea de dónde estaría Charles. Cuando el gondoliere cargó el equipaje de la joven en la góndola y ella le indicó el nombre del hotel, Audrey se sintió más afligida que nunca. De repente, se le ocurrió probar de todos modos.
– ¿Podríamos pasar por la Plaza de San Marcos?
– ¿La Plaza de San Marcos? -Audrey asintió, angustiada-. No faltaba más, signorina -contestó el hombre, sonriendo con su boca desdentada.
Tocado con el clásico sombrero de los gondolieri, el hombre hizo palanca con sus poderosas piernas e inició la navegación. Audrey contempló las restantes góndolas que surcaban los canales mientras el sol del ocaso iluminaba los dorados mosai-eos de las cúpulas de las iglesias. Era el lugar más hermoso que jamás hubiera visto, pensó Audrey, descendiendo de la embarcación para dirigirse a la plaza. Sus ojos recorrieron la inmensa explanada, el elevado campanario y las gentes que entraban y salían de los cafés. Miró a todo el mundo y corrió de un café a otro hasta que, de repente, vio el cabello oscuro, la gabardina británica y la conocida cabeza. Se acercó corriendo. Pero era otra persona y tuvo que retirarse, avergonzada. Media hora más tarde, tuvo que reconocer su derrota. Charles no estaba allí. A lo mejor, ni siquiera había acudido a la cita o, en caso de que sí, se debió marchar, pensando que ella le había dado un plantón. Audrey tuvo que reprimir las lágrimas durante el trayecto de regreso al hotel. Cuando los mozos y el gondoliere descargaron su equipaje, entró en el hotel con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado. Todo el mundo comprendió que algo horrible le había ocurrido.
La stiite que tenía reservada era la más bonita que jamás hubiera visto. Tenía una enorme cama estilo Renacimiento con dosel, preciosos objetos antiguos, mesas de mármol y tapices. Era un ambiente impresionante y Audrey se sintió una estúpida sentada allí sola. Sin embargo, no podía hacer nada. Ya eran más de las nueve y hubiera sido inútil salir a buscarle por las calles. Preguntó al conserje si el señor Parker-Scott tenía reservada habitación allí y le dijeron que no. A la mañana siguiente, recorrería los mejores hoteles de la ciudad por si acaso y, si no le localizara, intentaría buscarle en la estación de ferrocarril el tres de septiembre, antes de que tomara el tren que enlazaría al día siguiente con el Orient Express, en Austria. Era una lástima desperdiciar aquellos dos días en Venecia, pero, mientras cenaba con desgana en la habitación, se preguntó si ése no sería su castigo por haber acordado reunirse allí con él. Estaba segura de que sí, pero no pudo negarse y ahora estaba todo perdido. Empezó a llorar, pensando en él, y sólo oyó que llamaban a la puerta al segundo golpe.
– Pase -musitó, creyendo que era el camarero que acudía a retirar la bandeja. Entornó los ojos cuando se abrió la puerta. De repente, jadeó y se levantó.
– ¡Dios mío…! ¿Cómo has conseguido…? -se arrojó en los brazos de Charles y éste la estrechó con fuerza como si fuera una niña perdida, como antaño abrazara a su hermano Sean-. Oh, Charles -exclamó Audrey, llorando como una chiquilla, cosa insólita en ella-, creí que nunca volvería a verte.
– No podrás librarte tan fácilmente de mí, amor mío -dijo Charles, acariciándola con dulzura-. Me asusté un poco cuando no apareciste, pero después, busqué en los hoteles y descubrí que tenías habitación reservada aquí.
– He pasado mucho miedo -dijo Audrey, mirándole con adoración-. Pensé que…
– ¿Que estaba muerto como mínimo? -Charles contempló los enrojecidos ojos de la muchacha, la volvió a abrazar con fuerza y alisó amorosamente el despeinado cabello cobrizo-. Soy muy duro de pelar, Aud. ¿Y tú cómo estás…? Vaya, vaya… – añadió.
– Es impresionante, ¿verdad? -dijo Audrey, sonriendo por primera vez.
– Desde luego. -Charles se apartó para mirarla, alegrándose de haberla localizado tan pronto. Creyó, como Audrey, que iba a desperdiciar dos días en un vano intento de encontrarla-. Lamento que hayas pasado este mal rato, cariño. Hubiera tenido que reunirme contigo en Roma, pero tenía un montón de trabajo que hacer -dejó la chaqueta sobre una silla y se sentó al lado de Audrey, mirándola muy serio mientras ella intentaba recuperar la calma-. Quiero que sepas que no me hubiera marchado a Estambul sin verte.
Audrey sonrió entre lágrimas y dijo con la voz quebrada por la emoción:
– Yo pensé lo mismo… Traté de recordar cuándo zarpaba el siguiente barco… Pensé que me habría equivocado de día -le echó los brazos al cuello, y se echó a llorar sin poderse contener-. Oh, Charles, te quiero tanto.
Necesitaba decirle lo que sentía y lo que él significaba para ella. Charles la abrazó y la besó en la boca. Ya nada podría detenerles, no eran huéspedes en casa de nadie ni tenían que preocuparse por sus amigos. Se olvidaron de todo mientras él la abrazaba y acariciaba. La deseaba con toda su alma, lo mismo que ella a él. – Quizá debería irme ahora, Aud… -Charles la miró a los ojos y esta vez, a diferencia de lo que ocurrió en Antibes, Audrey sacudió la cabeza-. No quiero hacer nada que después puedas lamentar.
La espera había sido angustiosa y el encuentro les emocionó profundamente. En realidad, ninguno de los dos había podido pensar con claridad desde que Charles partiera de Antibes. Sin embargo, Audrey aguardaba aquel momento con ansia. Conocía la razón que la había impulsado a hacer su viaje a Venecia. Al principio, no quería reconocerlo, pero ahora sabía que jamás se iba a arrepentir. A partir de aquel día, quería pertenecer a Charles.
– No quiero que te vayas -dijo Audrey en voz baja mientras él le tomaba una mano y le besaba las puntas de los dedos-. Te quiero, Charles…
Fue así de sencillo, tan sencillo como estas palabras.
– Nunca quise a nadie más que a ti -le susurró Charles al oído.
Después se levantó, la tomó en sus brazos y se la llevó a la otra habitación. Cuando cerró la puerta, sólo la luz de la luna iluminó la estancia. Podía ver el rostro, los ojos y los labios de la muchacha. La besó suavemente y la desnudó en la oscuridad, admirando la textura de su piel. Sabía que le pertenecía por entero. Audrey se estremeció al deslizarse entre las frías sábanas y le miró mientras se desnudaba de espaldas a ella. Charles se metió en la cama por el otro lado y extendió los brazos hacia ella, provocándole un estremecimiento de emoción. La guió con suavidad, adaptándose a su ritmo y entregándose a ella en cuerpo y alma. A partir de aquel instante, sus corazones parecieron unirse para siempre y Audrey se quedó dormida en brazos de su amante. Esta vez, no pudieron contemplar el amanecer mientras el campanario daba la hora. Durmieron plácidamente como dos niños.