CAPITULO XIV

Pasaron una semana en Shangai y después se trasladaron a Pekín. Abandonaron Shangai en un barco que se dirigía al puerto de Tsingtao y pasaron una romántica noche, oyendo el murmullo del agua al romper contra el casco del buque mientras hacían el amor. Audrey casi lamentaba marcharse de Shangai donde tantas cosas había visto y donde Charlie hizo unas entrevistas muy interesantes. Ahora, tras pasar unos días en Pekín, emprenderían el largo camino de regreso a Estambul y, desde allí, se trasladarían a París y Londres para que él pudiera empezar a trabajar en los artículos y tenerlos listos antes de que finalizara el año, tal como le exigía el contrato. Charlie deseaba regresar porque tenía muchas cosas que hacer, pero, a bordo del barco que les llevaba a Tsingtao, no quería pensar en los artículos, sino tan sólo en la mujer que le había inspirado una pasión como jamás la había sentido. Nunca se cansaba de ella, le gustaba su aspecto y su forma de pensar, su sedosa piel y su cabello cobrizo, sus sensuales labios y todo su cuerpo. Hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa por ella.

– ¿Irás de veras a San Francisco para conocer a mi abuelo? – le preguntó Audrey, aquella noche.

No podía soportar la idea de separarse de él.

– Iré si puedo… Cuando termine mi trabajo…

Pero Charles quería que Audrey se quedara con él en Londres. Escribiría allí sus artículos y luego esperaba tener un poco de tiempo libre. Varias veces le había sugerido aquella posibilidad, pero Audrey no podía quedarse.

– Sabes que es imposible. Tengo que regresar junto al abuelo. Y el hijo de Annabelle nacerá en marzo. ¿Por qué no vienes tú a San Francisco y escribes allí los artículos? ¿O vienes cuando los hayas terminado?

Audrey suponía que Charles estaría ocupado unas cuantas semanas y no veía por qué razón no podía escribir en otro sitio.

– Después tengo que escribir un libro, Audrey. No puedo largarme sin más cuando me apetezca.

Charles se deprimió al pensarlo. No quería separarse de la joven, pero tenía que pensar también en su trabajo y en los contratos que había firmado. Confiaba en poder compaginarlo todo. Cuando regresara a Londres, hablaría con su editor y procuraría organizarse. De momento, les quedaba todavía Pekín, donde Audrey se quedó boquiabierta de asombro. La ciudad era un símbolo de la historia y en ella no se observaba la menor huella de decadencia y corrupción. La capital de China durante ochocientos años -antigua residencia de Kublai Kan-, la dejó anonadada. Audrey contempló con lágrimas de emoción la impresionante plaza de Tienanmen y los curvos tejados dorados de la Ciudad Prohibida, antiguo palacio de los emperadores de las dinastías Ming y Ching. Se pasó varias horas visitando el conjunto de edificios y el Templo Celestial, construido enteramente en madera y sin un solo clavo. Fue el edificio que más le llamó la atención de todo Pekín a tan sólo cinco manzanas de la plaza de Tienanmen. Recorrió las calles sin cesar, llevando la cámara todo lo discretamente que pudo para no asustar a los niños que la consideraban una caja infernal y tomó disimuladamente fotografías de todo y de todos. En Shangai compró muchos carretes que gastó casi por completo en Pekín. Sobre todo, cuando abandonaron la ciudad y se dirigieron al norte para visitar primero el Palacio de Verano, construido por la emperatriz viuda para huir de los calores de Pekín. La temperatura era allí algo más fresca y lo que más fascinó a Audrey fue la barcaza de mármol que cruzaba el río, seguida de innumerables barcazas llenas de músicos que interpretaban melodías en la tibia noche.

Después del Palacio de Verano, visitaron las tumbas de los emperadores Ming, en el valle del mismo nombre. La principal avenida que conducía a las tumbas estaba flanqueada por impresionantes estatuas de animales -camellos agachados, leones rugiendo, leopardos a punto de saltar- y doce figuras humanas, algunas de las cuales eran representaciones de generales de la dinastía Ming. La inmensa mole de las estatuas y la increíble belleza del conjunto impresionaron profundamente a Audrey. Sin embargo, lo que más la cautivó fue la Gran Muralla. Charles y ella se trasladaron a Pa-ta-ling, a cuarenta kilómetros al noroeste de Pekín, para contemplar las curvas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Parecía increíble que hubiera sido construida enteramente por la mano del hombre, con una longitud superior a los dos mil quinientos kilómetros para separar China de Mongolia. El comienzo de su construcción se remontaba a más de dos mil años y su anchura correspondía a la de los cuatro caballos montados por los guardias que vigilaban para impedir la entrada de las bandas de mongoles o de las hordas que, de vez en cuando, intentaban escalar la muralla. Sin embargo, su altura y su longitud parecían dividir el mundo.

– Es increíble, Charles -dijo Audrey-. Debe de ser la mayor construcción que jamás haya realizado el hombre.

Charles también lo creía así. Siempre quiso compartir aquella experiencia con alguien, pero jamás, hasta aquel momento, había tenido ocasión de hacerlo. Había visitado la muralla cinco o seis veces, sintiéndose abrumado cada vez por la inmensidad de la historia. Comprendió que Audrey experimentaba sus mismos sentimientos y le tomó una fotografía, de pie en la Gran Muralla. Abandonaron el lugar a regañadientes y, al caer la noche, regresaron en tren a Pekín. El viaje duró tan sólo una hora y Audrey permaneció en silencio casi todo el rato.

– Nunca olvidaré este día -dijo al llegar a la estación-. Toda mi vida recordaré esta muralla…

Hubiera querido darle las gracias a Charles por llevarla allí, pero no sabía cómo hacerlo. La experiencia había sido inolvidable. En realidad, todo el viaje fue igual. En comparación con todo aquello, el tiempo transcurrido en la Costa Azul le parecía una frivolidad. Trató de explicárselo a Charles tendida aquella noche a su lado en la cama, tras saborear una deliciosa cena a base de pato de Pekín en un restaurante que les habían recomendado.

– Hay lugar para las dos cosas en la vida, Aud. Para lugares como Antibes y para lugares como éste. A veces, a mí me gusta equilibrar ambas cosas -le dijo Charles.

Audrey no estaba muy segura de compartir esa opinión. Le gustaba más China. Era más hija de su padre de lo que imaginaba y aquella noche apenas pudo dormir, pensando en la Gran Muralla y en las bucólicas escenas que había contemplado a ambos lados de la misma. Casi no se tropezaron con nadie. Sólo aquel mudo testigo que contaba más de dos mil años de antigüedad con las piedras cuidadosamente colocadas la una encima de la otra y con anchura suficiente para el paso de cuatro caballos. La imagen se le quedó grabada en la mente y en el corazón. Estaba despierta cuando Charles se agitó en la cama y extendió los brazos hacia ella. En aquel momento, Audrey pensaba en otra cosa. Quería ver algo más. Deseaba viajar al norte y ver Harbin, otro de los sueños de su vida. Había leído una descripción de aquel lugar en uno de los libros de su padre.

– ¿Podremos ir a Harbin? -le preguntó a Charles en voz baja.

Recordó que su padre había estado allí en su juventud y que la ciudad le gustó todavía más que Shangai.

– ¿De veras quieres ir allí, Aud? -Charles no parecía muy entusiasmado-. Creo que ya tendríamos que empezar a pensar en el regreso.

Daba por sentado que ella regresaría a Londres con él. Sin embargo, a Audrey le hubiera sido más cómodo y rápido cruzar el Pacífico en barco y dejar que Charles regresara solo a Londres por ferrocarril. Audrey aún no había adoptado ninguna decisión, pero el hecho de ir a Harbin tal vez no le permitiera efectuar el viaje de vuelta con Charles. Este no quería que hubiera ninguna demora y así se dijo.

– No es prudente -añadió.

– Tal vez no pueda regresar aquí nunca más, Charles -dijo Audrey, apenada-. Visitar Harbin es muy importante para mí.

– ¿Por qué? ¿Sólo porque tu padre estuvo allí una vez? Audrey, cariño, procura ser un poco más sensata. -Charles se entristeció al ver que a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas y trató de explicarle sus motivos-. Allí hará mucho frío ahora. Estuve en noviembre hace tres años y había temperaturas bajo cero. No estamos equipados para ir.

Las excusas eran muy endebles y Audrey no quería dar su brazo a torcer.

– Podemos comprar allí lo que haga falta. Tampoco puede hacer tanto frío. Charlie, me apetece mucho verlo -dijo Audrey, mirando a Charles con ojos suplicantes.

Para ella iba a ser algo así como una peregrinación.

– Harbin se encuentra a más de mil kilómetros de aquí. Ten un poco más de juicio, amor mío. Audrey no quería tenerlo.

– Hemos recorrido casi diez mil kilómetros en total y, en estos momentos, me encuentro a más de diecisiete mil kilómetros de mi casa, por consiguiente, mil kilómetros no me parecen una distancia insuperable.

– Eres absurda, Aud. Yo pensaba poder regresar mañana a Shangai.

– Por favor, Charlie…

Éste no tuvo el valor de negarse, pero le hizo prometer que sólo permanecerían en Harbin un día. Irían, echarían un vistazo, volverían en seguida y, a la mañana siguiente, tomarían el tren de Shangai. Se pasaron la tarde comprando ropa de abrigo. Allí, les fue más difícil encontrar prendas de su talla. En Shangai no hubieran tenido ningún problema. Audrey se compró unos pantalones que le estaban cortos. En cambio, la chaqueta y los calcetines le iban bien. Las botas se las tuvo que comprar de hombre. Charlie no tuvo tanta suerte, pero insistió en que las prendas le mantendrían bien abrigado.

A la mañana siguiente, tomaron un tren de los Ferrocarriles Orientales Chinos, de propiedad japonesa, para dirigirse al norte atravesando la llanura de Manchuria. El viaje hubiera tenido que durar dieciocho horas, pero duró veintiséis, hubo incontables paradas y demoras ya que los japoneses registraban los vagones en cada estación. Las paradas más largas tuvieron lugar en Chin-chou, Shen-yang, Shuangliao y Fu-yü, pero, poco antes del mediodía, consiguieron llegar por fin a la estación de Harbin. Lo primero que vieron fue un grupo de ancianas rusas en el andén acompañadas de tres sonrosados niños, unos cuantos perros que husmeaban la nieve y una hoguera alrededor de la cual unos hombres vestidos con atuendos típicos manchúes se calentaban las manos y fumaban en pipa. Había también una bomba de incendios tirada por caballos. El olor a humo y la espuma que emitían los nerviosos caballos les hizo comprender que acababa de producirse un incendio. Charles tenía razón. Hacía un frío terrible y estaba todo cubierto de nieve. Había una larga hilera de automóviles y rickshaws aguardando a los viajeros. Un destartalado automóvil les llevó hasta el Hotel Moderne. Audrey lo contemplaba todo extasiada mientras que Charlie hubiera preferido encontrarse camino de Shangai, cubriendo la primera etapa de su viaje de vuelta a Occidente. Sin embargo, no tuvo más remedio que ceder al obstinado capricho de Audrey. En el Hotel Moderne no había sitio porque estaban pintando las habitaciones. Se fueron a un pequeño hotel en cuyo salón ardía un reconfortante fuego de chimenea. Llevaban varios meses sin recibir clientes y el viejo de recepción se puso muy contento al verles. Les contó la historia de las inundaciones del treinta y dos y les ofreció una de sus mejores habitaciones.

– Es maravilloso -exclamó Audrey, mirando alegremente a su alrededor-. Más parece Rusia que China.

Se oía hablar mucho ruso por las calles porque la frontera con Rusia distaba tan sólo trescientos kilómetros.

– Supongo que después querrás ir a Moscú -le dijo Charles, un poco molesto.

– No, no te preocupes. Hubiera sido una lástima que nos perdiéramos todo esto, reconócelo Charles.

Parecía una postal navideña, pero Charles no estaba de buen humor.

– Mañana nos volvemos a Pekín -le dijo, apuntándola con un dedo-. ¿Está claro?

– Perfectamente claro. En tal caso, hoy quiero echar un buen vistazo a la ciudad. ¿Tienes mi cámara?

Charles se la entregó y Audrey tomó de nuevo la gruesa chaqueta que a duras penas bastaba para protegerla del frío.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Charles con expresión falsamente angustiada-. Tiemblo de sólo pensar en la tortura que se avecina.

El hombre de recepción les dijo que Hu-lan era un lugar interesante. Se hallaba situado a unos treinta kilómetros de distancia, pero el automóvil que les había llevado al hotel les podría conducir hasta allí.

– ¿No podríamos quedarnos en el hotel? -dijo Charles cuando la joven le comunicó la noticia-. ¿No hemos recorrido suficientes kilómetros en un día?

– Puedes quedarte aquí si quieres -contestó Audrey, tomando la chaqueta y la cámara-. Volveré a la hora de cenar.

– ¿Y el almuerzo? -preguntó Charles, saliendo con ella de la habitación como un chiquillo enojado.

La esposa del hotelero les saludó con la mano desde la puerta de la cocina. Les había preparado piroshi y borscht caliente, la célebre sopa rusa de remolacha y verduras. Al salir a la calle, a Charlie ya se le había pasado un poco el enfado.

Mientras recorrían las calles de Harbin en busca del automóvil, Audrey contempló los rótulos de las tiendas pintados en ruso y chino. La ciudad parecía más europea que oriental y, al igual que en Shangai, se oían toda clase de idiomas: francés, ruso, un poco menos de inglés que en Shangai, cantones y un dialecto manchú. Le llamaron la atención los atuendos de la gente, los gorros de piel, las extrañas chaquetillas y el hecho de que casi todo el mundo fumara.

El conductor les mostró el Banco Americano y les condujo a Hu-lan, advirtiéndoles, sin embargo, de que la carretera estaba cortada y no podrían llegar hasta el final. Tuvieron que avanzar por angostos caminos cubiertos de nieve y pasaron por delante de pintorescas casas de labranza, mientras el conductor les explicaba los pormenores del cultivo de la soja. Cuando faltaba una media hora para llegar a Harbin, pasaron por delante de una pequeña iglesia de piedra que a Audrey le llamó mucho la atención. El conductor dijo que era francesa y, precisamente en aquel momento, una muchacha enfundada en un fino vestido de seda corrió hacia la carretera, suplicándoles por señas que se detuvieran. Al principio, a Audrey le pareció que iba descalza, pero, cuando estuvo más cerca, vio que llevaba unas zapatillas azules de algodón y que tenía unos pies muy pequeños, aunque no los llevaba vendados. La niña intercambió nerviosamente unas palabras con el conductor en un dialecto que a Audrey y Charles les sonó desconocido, al tiempo que señalaba un edificio de madera.

– ¿Qué quiere? -preguntó Audrey, intuyendo que la niña estaba en peligro.

El conductor se encogió de hombros.

– Dice que los bandidos han matado a las dos monjas que llevan el orfanato. Querían esconderse en la iglesia, pero las monjas no lo permitieron. -Hablaba cuidadosamente en inglés mientras la niña gimoteaba y agitaba frenéticamente los brazos en dirección a la iglesia y el edificio contiguo-. Alguien tiene que enterrarlas, pero ahora hace demasiado frío. Y alguien tiene que atender a los niños.

– ¿Dónde están los otros? -preguntó Audrey mientras Charles la observaba en silencio-. ¿Cuántas monjas hay?

El conductor volvió a hablar con la niña en un sonsonete y ella contestó rápidamente a sus preguntas. Charles se arrepintió de haber emprendido aquel malhadado viaje.

– Dice que sólo las dos que han matado – tradujo el conductor-. Las otras dos se fueron hace un mes. Pensaban ir primero a Shangai y después al Japón. Dentro de un mes vendrán otras dos. Ahora no hay ninguna monja. Sólo la niña. Todos son huérfanos.

– ¿Cuántos hay?

El conductor preguntó y la niña contestó entre sollo2os.

– Dice que veintiuno. Casi todos muy pequeños. Ella y su hermana son las mayores. Ella tiene catorce y su hermana, once. Y las monjas están muertas en la iglesia.

Audrey se quedó horrorizada y, ante la perpleja mirada del conductor, abrió la portezuela del vehículo y descendió. Charles la asió por un brazo.

– ¿Adonde vas?

– ¿Qué quieres que hagamos? ¿Dejarlas solas con dos monjas muertas? ¡Por el amor de Dios, Charles! Lo menos que podemos hacer es ayudarlas a organizar un poco las cosas mientras alguien avisa a las autoridades.

– Audrey, esto no es San Francisco ni Nueva York. Estamos en China, mejor dicho, en Manchuria. Manchukuo, tal como la llaman los japoneses que la han ocupado. Por si fuera poco, hay una guerra civil y bandidos por todas partes y niños huérfanos que se mueren de hambre por todo el país. Aquí mueren niños y monjas cada día. No podemos hacer absolutamente nada para evitarlo.

Audrey le miró enfurecida, se soltó de su presa y hundió los pies en la nieve, mirando a la temblorosa niña.

– ¿Hablas inglés? -le preguntó muy despacio. La niña la miró con ojos inexpresivos y después empezó a hablar atropelladamente, señalando hacia la iglesia-. Sí, ya sé lo que ha pasado. -«Dios bendito», pensó, ¿cómo se iba a entender con aquella niña? Entonces recordó que las monjas eran francesas -. Vous parlez franjáis?

Había estudiado este idioma en la escuela y, aunque lo tenía muy olvidado, le sirvió para hacerse entender cuando estuvo en la Costa Azul.

La niña contestó inmediatamente en un vacilante francés sin dejar de señalar la iglesia. Audrey la siguió, asegurándole que intentaría ayudarla. Pero no estaba preparada para presenciar el espectáculo que apareció ante sus ojos al entrar en la iglesia.

Las monjas yacían con las ropas desgarradas. Las habían violado y, posteriormente, decapitado. Audrey estuvo a punto de desmayarse al ver el enorme charco de sangre. Sin embargo, un fuerte brazo la sostuvo por detrás mientras vomitaba. Al volverse, vio el pálido rostro de Charles, quien empujó a Audrey y a la niña hacia la salida para apartarlas del horrendo espectáculo.

– Salid fuera las dos. Voy en busca de alguien que me ayude.

Audrey tomó rápidamente a la niña del brazo y salieron juntas al exterior. Una vez allí, la niña tiró de la joven para que la acompañara al otro edificio. En cuanto se abrió la puerta, Audrey se vio rodeada de dulces rostros de chinitos, todos ellos solemnes y algunos llorando muy quedo. La mayoría tendría entre cuatro y cinco años, unos pocos debían rondar los seis o siete, y algunos eran prácticamente recién nacidos. La niña de catorce años y su hermana no los podían cuidar y, ahora que las monjas no estaban, nadie las podría ayudar, exceptuando un pastor metodista de la ciudad que se pasaba varias semanas recorriendo los lejanos campos. Audrey le preguntó a la niña si alguien podría auxiliarles. La niña la miró con ojos asustados y sacudió la cabeza. No había nadie, le explicó en vacilante francés.

– Pero tiene que haber alguien -dijo Audrey, utilizando el autoritario tono de voz que empleaba para llevar la casa del abuelo.

La niña repitió la misma respuesta y le explicó que las nuevas monjas llegarían al mes siguiente.

– Novembre -dijo-. Novembre.

– ¿Y hasta entonces?

La niña levantó las manos en un gesto de impotencia y contempló a los niños, diecinueve en total, sin contarla a ella ni a su hermana. Audrey se preguntó mecánicamente si habrían comido. No sabía cuándo habrían asesinado a las monjas y ninguno de los niños podía valerse por sí mismo, a excepción de la niña que hablaba francés y su hermana menor. Al preguntarle a la niña, ésta contestó que llevaban sin comer nada desde la víspera. Era extraño que, a pesar de ello, ninguno se quejara.

– ¿Dónde está la cocina?

La niña la acompañó a una pulcra y pequeña cocina, que tenía instalaciones muy primitivas, pero suficientes. Tenían dos vacas de las que obtenían la leche, una cabra y numerosas gallinas, buenas provisiones de arroz y algunos frutos secos del verano anterior. Había, asimismo, un poco de carne cuidadosamente enlatada por las monjas en otoño. En un santiamén, Audrey les preparó huevos a todos, y les dio a cada uno una tostada de pan, un poco de queso de cabra y unos cuantos orejones dé albaricoque. Fue la comida más apetitosa que les habían servido en mucho tiempo. Los chiquillos la miraron con los ojos abiertos de par en par mientras la muchacha les daba de comer como si jamás en su vida hubieran hecho otra cosa. A continuación Audrey se puso un delantal de las monjas y le dio a cada uno un vasito de leche. Sólo las dos niñas mayores no querían comer. Eran las que habían descubierto los cadáveres de las monjas y estaban muy trastornadas. Au-drey las animó a comer y, al final, se tomaron unos huevos y un poco de queso de cabra mientras observaban a la desconocida.

Audrey estaba limpiando la cocina cuando entró Charles, que tenía la cara muy seria y las manos y los pantalones manchados de sangre.

– Las hemos metido en unos sacos y llevado a un cobertizo de la parte de atrás. El conductor avisará más tarde a las autoridades y vendrán a retirar los cadáveres. Cuando regresemos, me pondré en contacto con el cónsul francés en Harbin.

Estaba agotado y horrorizado. Audrey le entregó en silencio un plato con queso de cabra y una rebanada de pan. Le iba a dar también un poco de té, pero lamentaba no tener a mano una bebida más fuerte. No le hubiera venido nada mal un buen trago de coñac.

– Tendrán que enviar a alguien para que atienda a los niños. Aquí no hay nadie, Charles. Al parecer, había otras dos monjas que se fueron al Japón hace un mes y en noviembre vendrán dos más. Pero, de momento, no hay nadie que atienda a los

niños.

– Ellas los pueden cuidar -dijo Charles, señalando discretamente a las dos niñas mayores.

– Pero, ¿qué dices? Sólo tienen catorce y once años. No pueden cuidar a diecinueve niños. Llevaban sin comer desde ayer.

– ¿Qué es lo que pretendes decir con eso, Audrey? -preguntó Charles, alarmado.

– Pretendo decir que alguien tiene que atender a estos niños

– contestó Audrey, mirándole a los ojos.

– Eso ya lo he entendido. Pero, ¿y entre tanto?

– Vuelve a la ciudad, habla con el cónsul y pide que envíen a alguien.

– ¿Y tú dónde estarás mientras yo hable con el cónsul?

– preguntó Charles. -Aquí, con ellos. No podemos dejarles así, Charlie. Es absolutamente imposible. Míralos, la mayoría tiene dos o tres años.

– Vaya por Dios – exclamó Charles, levantándose de golpe y cruzando la estancia a grandes zancadas-. Me lo estaba temiendo. Mira, aquí está a punto de estallar una guerra. Los japoneses han ocupado el territorio y los comunistas están armando jaleo. Tú eres una norteamericana y yo un subdito británico y no tenemos absolutamente nada que ver con lo que está pasando aquí, y el hecho de que a dos monjas francesas las hayan asesinado unos bandidos no es asunto de nuestra incumbencia. Ya no teníamos ni que haber venido. Si tú tuvieras un poco de sentido común, a esta hora estaríamos en Shangai y mañana por la mañana emprenderíamos el viaje de regreso.

– Pues, bueno, no lo hemos hecho y sanseacabó, Charlie. Tanto si te gusta como si no, estamos en Harbin y hay veintiún huérfanos abandonados sin que nadie cuide de ellos. No pienso dejarlos hasta que no venga alguien. Aquí se morirían, Charlie. No saben comer solos.

– ¿Y a ti quién te ha encargado que los cuides?

– ¿Quién? No lo sé. ¡Dios! ¿Qué quieres que haga, que vuelva al automóvil y me olvide de ellos?

– Tal vez. Ya te lo dije, hay niños muriéndose de hambre en toda China. Caen como moscas en la India, el Tíbet y Persia… ¿Qué pretendes hacer, Audrey? ¿Salvarlos a todos?

– No -contestó Audrey, apretando los dientes. Había visto muchos niños abandonados en las pasadas semanas y, aunque no podía ayudarlos a todos, esta vez no quería volverles la espalda. Se quedaría con estos niños hasta que llegara alguien. Era una faceta de su carácter que Charles desconocía-. Me voy a quedar aquí hasta que alguien venga a ayudar, por consiguiente, vuelve a Harbin en seguida y habla con el cónsul.

Cuando Charles se fue, Audrey acostó a media docena de niños, dio un poco más de comida al resto, arregló la cocina y observó cómo dos de los niños ordeñaban las vacas. Todo estaba en orden cuando Charles regresó a las seis, con el ceño fruncido. A saber lo que le habría dicho el cónsul, pensó Audrey. No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Charles entró en la casa, dio un portazo y la miró en silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Audrey, sin la menor intención de ceder.

– Dice que no tiene ningún control sobre la Iglesia Católica y que no puede responsabilizarse de lo ocurrido. Al parecer, las monjas llevan muchos años causándoles problemas y él les aconsejó hace dos años que se fueran del país. Enviará a alguien a retirar los cadáveres mañana o pasado, pero no se puede responsabilizar de los huérfanos. En su opinión, el orfanato tendría que ser «desmantelado».

– ¿Desmantelado? ¿Y eso qué demonios significa? ¿Arrojarles fuera para que se mueran de hambre en la nieve? -preguntó Audrey, echando chispas por los ojos.

– Tal vez. No lo sé. Entregarlos a las autoridades locales. ¿Qué piensas hacer? ¿Adoptarlos a todos?

– No seas absurdo, Charlie. No puedo dejar abandonados a estos niños.

– ¿Y por qué no? -gritó Charles, exasperado-. Tienes que hacerlo, Audrey. ¡No hay más remedio! Tenemos que volver a casa. Yo tengo que escribir mis artículos y tú tienes que regresar a los Estados Unidos… ¿Qué vas a hacer en Harbin con veintiún huérfanos?

Charles estaba tan fuera de quicio que, por primera vez en todo el día, Audrey se inclinó para darle un beso. Sin embargo, seguía muy preocupada por los niños y el orfanato.

– Te quiero, Charles Parker-Scott, y lamento mucho que nos hayamos metido en este lío, pero ahora no puedo marcharme. Tenemos que resolver la situación de estos niños. Les preguntaremos a los dueños del hotel si hay hogares dispuestos a acogerlos.

Pero no debía de haberlos, ya que, en tal caso, las monjas los hubieran encontrado. Mientras ambos discutían, los niños les miraban en silencio.

Charles no sabía qué decirle a la muchacha. Jamás se había mostrado tan independiente y obstinada. Desconocía aquel aspecto de su carácter y empezaba a perder la paciencia con ella. -¿Pretendes pasar la noche aquí? -le preguntó, desalentado.

No sabía cómo resolver aquel lío dado que las conversaciones con las autoridades francesas habían sido inútiles.

– ¿Y qué me aconsejas tú que haga, Charles?

– No tengo ni idea. Busquemos otra iglesia y dejémoslos allí. Tiene que haber otras iglesias en Harbin.

Charles quería resolver aquel problema y regresar cuanto antes a Shangai, pero Audrey no pensaba dar el brazo a torcer.

– Fantástica idea -dijo la chica-. Ve tú y yo te esperaré aquí. Cuando vengas con alguien, nos podremos marchar. En caso contrario, podemos llevarlos a la otra iglesia en el taxi.

Aplicada al cacharro que les había conducido hasta allí, la palabra taxi era un eufemismo. Charles estuvo a punto de soltar un gruñido. Ahora tendría que buscar otra iglesia donde estuvieran dispuestos a acoger a los veintiún huérfanos. Aquella tarea, que en Filadelfia hubiera sido muy difícil, en Harbin era imposible. Maldijo la hora en que accedió a visitar Harbin y, tras ingerir rápidamente una taza de té verde, subió de nuevo al taxi e inició la búsqueda de una iglesia que estuviera dispuesta a aceptar a los huérfanos.

En su ausencia, Audrey cambió incontables pañales, preparó para los niños una cena a base de arroz con un poco de carne y caldo y arregló la casa. No estaba muy desordenada y las dos niñas mayores habían cuidado muy bien a los pequeños, aunque se habían olvidado de la comida. La mayor de ellas intentó explicarle a Audrey, en francés, lo ocurrido, cómo los comunistas bajaban de vez en cuando de los montes e intentaban ocultarse en la iglesia, cómo los manchúes quisieron refugiarse allí hacía dos años cuando llegaron los japoneses y cómo los bandidos asolaban la región y mataban a la gente. Ling Hwei, que así se llamaba la niña, le dijo a Audrey en vacilante francés que los japoneses habían matado a sus padres y a sus tres hermanos. Ella y su hermana Shin Yu fueron las únicas supervivientes. Las monjas las acogieron junto con los demás niños, algunos de los cuales habían quedado huérfanos a causa de la epidemia de cólera del año anterior. De vez en cuando, grupos de niños eran enviados a la casa madre de la orden en Lyon o bien a otro orfanato que las monjas tenían en Bélgica. Éstas tenían, además, otro orfanato en el sur de China, pero Ling Hwei y Shin Yu no quisieron abandonar Harbin y las monjas les permitieron quedarse porque eran unas niñas muy hacendosas.

– ¿Y hay otras iglesias de las monjas aquí, en Harbin? -le preguntó Audrey.

La niña sacudió la cabeza. Casi todas las iglesias de la ciudad eran ruso-ortodoxas y estaban a cargo de unos sacerdotes muy ancianos, respondió Ling Hwei. Audrey ya sabía lo que diría Charles cuando regresara de su misión.

No se equivocó demasiado. Charles volvió muy tarde aquella noche, cuando todos los niños ya estaban acostados, menos las dos niñas mayores, que estaban sentadas en un rincón susurrando.

– No hay nada, Aud -dijo Charlie, completamente exhausto-. He recorrido todas las iglesias de la ciudad. He preguntado a los del hotel. Parece que las monjas llevaban una vida completamente independiente y nadie está dispuesto a asumir esta carga. La comida escasea, la gente teme a los japoneses y a los comunistas. Nadie quiere venir a cuidar a estos niños y nadie los quiere acoger, ni siquiera en grupos. Lo he intentado todo y he llamado a todas las puertas. Un sacerdote ruso nos dijo que los dejáramos, que ya se las arreglarían ellos solos -miró tristemente a Audrey, temiendo que ésta no quisiera marcharse-. Dice que hay pilludos en toda China y que los más fuertes sobreviven.

Ambos habían observado la miseria de los pilludos callejeros.

– ¿Qué me aconsejas que haga? -gritó Audrey, enfurecida-. ¿Qué clase de pilludo piensas tú que sería un niño de dos años? La mayoría de ellos apenas los supera.

Aunque ambos habían visto chiquillos de tres o cuatro años pidiendo limosna en las calles de Shangai, el espectáculo era para Charles tan inaceptable como para Audrey. Lo malo era que él no sabía cómo escapar del destino que se había abatido sobre ellos en aquel remoto lugar. Estaba muerto de cansancio y de frío y no había comido en todo el día. – No sé qué decirte, Aud.

Se sentó en un banco de madera.

– Gracias por intentarlo, Charlie -dijo ella, tomándole cariñosamente una mano-. ¿Y si nos los lleváramos a Shangai e intentáramos buscarles acomodo allí?

– ¿Qué haremos si nadie los acoge? Las calles están llenas de niños abandonados. Tú misma lo has visto. Dejarlos allí sería lo mismo que abandonarlos aquí, aunque en Shangai no hace tanto frío. Aquí, por lo menos, tienen cobijo, conocen el ambiente y hay comida para algún tiempo. -Además, organizar un viaje de más de mil quinientos kilómetros en tren le parecía a Charles una empresa casi imposible-. Ni siquiera sé si las autoridades de aquí permitirían que nos los lleváramos. Los japoneses son un poco quisquillosos en eso de quién va y quién viene. Por lo menos cuando la gente viaja en grupos numerosos.

– Si son tan quisquillosos, ¿por qué no los cuidan ellos? -preguntó Audrey, irritada. Entonces, recordó lo que les habían hecho a los padres de Ling Hwei y pensó que mejor sería que no se llevaran a los niños. Para resolver el problema, probablemente los matarían a todos. Se sentó en un banco al lado de Charles y exhaló un suspiro; no sabía qué hacer-. ¿Y si enviamos un telegrama a la casa madre de esta orden de monjas? Puede que mandaran a alguien para ayudarnos.

– No es mala idea. Siempre y cuando no tarden mucho en contestar. A lo mejor, nos pueden sugerir alguna solución provisional. O enviarnos a alguien de aquí. Mañana por la mañana iremos a la estación y enviaremos el telegrama.

Juntos rebuscaron entre los papeles del escritorio en la pulcra habitación de las monjas y encontraron la dirección y el teléfono de la casa madre de Lyon. Era la Orden de San Miguel. Audrey estuvo tentada de llamarlas por teléfono, pero a Charles le pareció más fácil enviar un telegrama que poner una conferencia imposible en la que no se podría oír nada. Aquella noche, redactaron el texto a la luz de una vela y se acostaron en las estrechas camas de las monjas, temblando de frío mientras Charles rezaba para que pronto se pudiera resolver el problema.

Al día siguiente, enviaron un telegrama laboriosamente redactado en francés por Audrey y Ling Hwei y, aunque no resultaba tan elegante como la primitiva versión en inglés, explicaba lo esencial que necesitaban saber las monjas de Francia:

LAMENTAMOS INFORMAR MONJAS SAN MIGUEL ORFANATO HARBIN ASESINADAS POR BANDIDOS. VEINTIÚN HUÉRFANOS ORFANATO NECESITAN INMEDIATA ASISTENCIA. ROGAMOS CONSEJO.

Charles sólo firmó con el apellido Parker-Scott, sin explicar quién era y limitándose a indicar el nombre de la oficina de correos de Harbin. Durante dos días esperaron la respuesta de las monjas de Lyon; mientras, Audrey atendía a los niños y Charles paseaba nerviosamente por la cocina. Éste ya había dicho que, tanto si recibían respuesta como si no, sólo pensaba quedarse un día más en Harbin, y se iría con Audrey aunque tuviera que llevarla a rastras a la estación.

Pero, al final, llegó la respuesta en la que no se apuntaba ninguna solución. Charles regresó al orfanato y le mostró el telegrama a Audrey. Ya sabía lo que iba a ocurrir, pero no le importaba lo que la muchacha dijera. Se irían y sanseacabó.

NOUS REGRETTIONS. AUCUNE POSSIBILITÉ DE SECOURS AVANT FIN NOVEMBRE. VOS SOEURS AU JAPÓN COMBATTENT UNE ÉPIDÉ-MIE PARMI LEURS CHARGES. L'ORPHELINAT Á LINQING FERMÉ DEPUIS SEPTEMBRE. NOUS VOUS ENVERRONS DE L'AIDE FIN NOVEMBRE. QUE DIEU VOUS BÉNISSE. Firmado, MERE ANDRÉ.

Charles estuvo a punto de descargar un puñetazo contra la pared cuando lo leyó. Sus conocimientos de francés eran suficientes para permitirle entender todo lo que en este caso no hubiera querido. Decía que las monjas del Japón estaban combatiendo una epidemia entre su pupilos y que el otro orfanato chino de la Orden de San Miguel llevaba cerrado desde septiembre. Prometían enviar ayuda a finales de noviembre, lo cual quedaba muy lejos. El mensaje incluía una bendición que a Charlie le importaba un bledo. Él sólo quería sacar a Audrey de Harbin en cuestión de uno o dos días, pero no tenía la menor idea de cómo iba a hacerlo. Si le mentía, diciéndole que la ayuda iba a llegar dentro de unos días, Audrey se empeñaría en quedarse hasta que llegara. Era demasiado inteligente como para que se la pudiera engañar. Además, querría ver el telegrama. Cuando él se lo entregó al mediodía, Audrey lo leyó con la cara muy seria.

– Y ahora, ¿qué hacemos, Charlie? -preguntó, mirándole angustiada.

La situación era muy difícil.

Charles lanzó un suspiro antes de contestarle; sabía muy bien que se avecinaba una pelea.

– Tendrás que resignarte a hacer algo que no te gusta.

– Y eso, ¿qué significa? -replicó Audrey con dureza.

– Significa que, te guste o no, vas a tener que irte, Audrey. Tienen comida para bastante tiempo y alguien se compadecerá de ellos. Sólo falta un mes para que lleguen las otras monjas.

– ¿Y si se retrasan? ¿Y si las matan por el camino, como a las demás?

– No es probable.

– Tampoco lo es que yo me vaya -dijo Audrey, mirando sin pestañear al hombre que amaba.

– Tienes que ser razonable, Aud -dijo Charles, exhalando un suspiro. Los últimos días habían sido agotadores y sumamente desagradables-. Tenemos que volver. No podemos quedarnos eternamente aquí, haciendo el tonto.

– No hacemos el tonto. Cuidamos a unos niños.

– Pido disculpas por la desafortunada elección de las palabras – dijo Charles, apretando las mandíbulas-. Pero nos vamos.

– No nos vamos. Te vas tú.

– Que te crees tú eso, Audrey Driscoll. -Charles se levantó y la miró con expresión beligerante-. Tú te vienes conmigo.

– No pienso dejar a estos niños.

– Las dos mayores pueden cuidar a los demás.

Charles se asustó al ver el rostro de Audrey. Su obstinación le parecía inconcebible. No podía abandonarla en una Man-churia ocupada por los japoneses. Se estremecía de sólo pensar en lo que les había ocurrido a las dos monjas. Ahora trató de recordárselo a su amante en términos inequívocos.

– Yo sé cuidar de mí.

– ¿De veras? ¿Desde cuándo?

– Desde siempre. Cuido de mí desde que tenía once años,

Charlie.

– Tú estás loca. Has vivido en una ciudad norteamericana civilizada, llevando una vida regalada en casa de tu abuelo. ¿Qué demonios te induce a suponer que podrías sobrevivir en Manchuria, con las fuerzas comunistas al acecho, unos japoneses hostiles, bandidos por todas partes y personas a quienes les importa un bledo que vivas o mueras?

Charles se indignaba de que Audrey se creyera con fuerza para afrontar todo aquello. En el transcurso de su vida nada la había preparado para semejante situación como no fuera su espíritu aventurero y los malditos álbumes de fotos de fu padre. Sólo que lo de allí era real. Las monjas decapitadas en la desierta capilla eran, sin lugar a dudas, reales, y él no permitiría que nada semejante le ocurriera a Audrey. Sin embargo, la joven no pensaba en eso, sino en los niños.

– ¿Y a ti qué te induce a suponer que estos niños se las podrán arreglar solos cuando les dejemos?

Audrey miró a Charles con los ojos llenos de lágrimas. Eran muy pequeños y les había cobrado cariño durante aquellos días. Dos se peleaban constantemente por el privilegio de sentarse en su regazo y una chiquilla durmió la víspera abrazada a ella en su cama. Por su parte, Ling Hwei y su hermana Shin Yu eran muy cariñosas y serviciales. ¿Cómo hubiera podido abandonarles?, pensó, mientras miraba a Charlie.

– Lo sé, cariño, lo sé. Es terrible tener que dejarles. Pero no hay más remedio. Todo el país está lleno de dolor, hambre y niños perdidos, pero tú no puedes atenderlos a todos. Lo de aquí no es distinto. Para Audrey, sí lo era. Ahora conocía a aquellos niños aunque ignorara sus nombres. Y no hubiera podido abandonarles, de la misma manera que no pudo abandonar a su hermana Annabelle en Hawai cuando ambas se quedaron huérfanas. La tomó bajo su protección y la cuidó durante quince años, exceptuando los últimos seis meses.

– No puedo abandonarles, Charlie. Aunque para ello tenga que quedarme aquí otro mes hasta que lleguen las monjas.

Charles comprendió a través de la mirada de Audrey que hablaba completamente en serio. No era una chiquilla. No era una muchacha de dieciocho años a la que él pudiera manejar a su antojo. Tenía sus ideas. Charles no sabría qué hacer en caso de que Audrey se negara a abandonar China.

– ¿Y si no vienen hasta dentro de seis meses, Aud? Puede ocurrir. La situación política podría empeorar e impedirles venir, con lo cual tú podrías quedar atrapada aquí varios años.

Aunque aquella posibilidad le causaba auténtico espanto, Audrey estaba decidida a no abandonar a aquellos encantadores chiquillos que le tendían las manos en cuanto la veían. No podía permitir que se enfrentaran solos a su destino.

– Supongo que tendré que correr este riesgo.

Habló con una valentía que ocultaba sus más íntimos temores y Charlie comprendió que había empezado a abrirse una brecha entre ambos.

– Audrey, por favor.

La tomó en sus brazos y advirtió que estaba temblando. Le constaba que ella temía quedarse sola allí, pero él no estaba dispuesto a quedarse un mes o dos o diez o doce. Tenía que regresar a Londres y ya estaba nervioso por el retraso. Sin embargo, jamás se había enfrentado con semejante dilema. Hubiera sido horrible dejar a Audrey allí, pero él no podía quedarse indefinidamente. Trató de explicárselo mientras los niños correteaban y gritaban a su alrededor.

– Yo tengo que volver, Audrey. Me va en ello el trabajo. Tú tampoco puedes quedarte. Me lo has estado repitiendo constantemente. ¿Y esas responsabilidades de que tanto hablas?

– Puede que, en este momento, esto sea más importante. Esas palabras hirieron profundamente los sentimientos de Charles. ¿O sea que estaba dispuesta a dejarle a él, pero no así a aquellos niños?

– ¿Y nosotros? -le preguntó con tristeza-. ¿Eso no te importa?

– Pues claro que sí. Ya sabes que te quiero, pero también tenemos que ser sinceros el uno con el otro. Algún día tendríamos que dejarnos, de todos modos. Y, si tú no puedes quedarte aquí conmigo ahora, tal vez éste sea el instante de hacerlo. Lo único que sé es que no puedo abandonar a estos niños, como no pude abandonar a Annabelle hace años o tú no pudiste dejar a Sean.

La alusión al hermano menor al que tanto amaba fue casi un golpe físico para Charles.

– Lo siento, no quería herirte -añadió Audrey al ver su mueca de dolor-. Lo que ocurre es que… Nada cambiará entre nosotros, te lo aseguro. Sólo que yo me quedaré algún tiempo aquí mientras tú regresas a casa.

No había querido separarse de él en Venecia y Estambul, y ahora no tenía más remedio que hacerlo. Le pareció que estaba viviendo una prueba semejante a la de la muerte de sus padres, el cuidado de Annabelle o la atención a su abuelo.

– ¿Y si yo ahora me casara contigo, Audrey? -preguntó Charles mientras la chica le miraba asombrada.

– ¿Lo dices en serio?

– Si con ello consiguiera sacarte de aquí, sí.

– Ésa no es una buena razón para casarse, Charles -contestó Audrey conmovida y confusa ante la proposición.

– Pero es que, además, te quiero.

– Y yo a ti también. Bien lo sabes. Pero, después de Harbin, ¿qué ocurrirá? No puedo dejar solo a mi abuelo por tiempo indefinido.

– Pues parece que eso ahora no te es demasiado difícil -dijo Charles, ofendido.

– Ésta es una situación provisional. Más tarde regresaré a casa. ¿Y si tú te trasladaras a vivir a San Francisco?

Charles lanzó un suspiro y se miró las manos, reflexionando un instante antes de darle una respuesta sincera.

– Tú sabes que no puedo hacer eso. Con el trabajo que yo hago, no puedo quedarme quieto en un sitio. Viajo por todo el mundo diez meses al año. Tú tendrías que acompañarme. De lo contrario, sería absurdo que nos casáramos, ¿no crees?

Sin embargo, lo más importante era el amor que ambos se profesaban el uno al otro. Era la primera vez que tropezaban con un obstáculo y no sabían cómo resolver la situación.

– ¿Podrás perdonarme alguna vez si me quedo aquí? -preguntó Audrey. Le temblaba la voz.

– La pregunta tendría que ser más bien, ¿podré perdonármelo yo? No puedo dejarte aquí sola en Manchuria, Aud. ¡Es imposible] -gritó Charles, descargando un puñetazo sobre la mesa-. ¿Es que no lo comprendes? Te quiero. No pienso abandonarte aquí, pero tampoco puedo quedarme para siempre. Tengo un contrato y tres plazos de entrega. Eso es muy importante para mí.

– Y lo de aquí también es muy serio para estos niños, Charlie. Estamos hablando nada menos que de sus vidas. ¿Y si vienen los bandidos y los matan?

– Los bandidos no matan a los huérfanos. Sin embargo, ambos sabían que eso no siempre era cierto. Por lo menos, en China.

– También los japoneses podrían causarles daño. Aquí todo es posible. Por consiguiente, si no puedes quedarte, me tendrás que dejar aquí. Charlie, ¿no entiendes que ésa es una opción que yo hago libremente? Soy una persona adulta. Tengo derecho a tomar mis decisiones, tal como hice en Venecia cuando subí al tren contigo, o como hice en Estambul cuando decidí acompañarte a China. Ésa es otra opción, como la que haré cuando decida regresar a casa junto al abuelo. Tengo que seguir mi propio destino. Y quisiera… -Audrey apartó el rostro y se echó a llorar-. Y quisiera que mi destino fuera el mismo que el tuyo. Pero, en estos momentos, me parece imposible. Tienes que dejarme aquí, Charlie. Por el bien de estos niños. -Después, Audrey añadió algo que conmovió profundamente a su amante-. ¿Y si uno de estos niños fuera hijo nuestro? ¿Y si alguien pudiera salvar a nuestro hijo y no lo hiciera? La sola idea de compartir un hijo les hizo sentirse más unidos que nunca.

– Si tuviéramos un hijo, no querría que nunca más te apartaras de mi lado. -De repente, Charles la miró muy serio-. ¿Hay alguna posibilidad de que eso ocurra? -preguntó.

No había vuelto a pensar en ello desde Estambul, pero Audrey sabía calcular los períodos peligrosos y le avisaba. Ninguno de los dos quería un hijo no planificado. Sin embargo, la forma de hablar de Audrey le trajo la idea a la mente y no por primera vez.

– No -contestó la muchacha, sacudiendo la cabeza-, no lo creo. Pero piensa en ello, piensa en estos niños como si fueran nuestros hijos. ¿Podrías volver a respetarme si los abandonara?

Charles esbozó una sonrisa ante aquella muestra de idealismo. Audrey no entendía el Oriente. Y tal vez fuera mejor.

– Estamos en China, Audrey. Casi todos estos niños fueron abandonados o vendidos por sus padres a cambio de un saco de arroz. Prefieren venderlos o dejarlos morir antes que alimentarlos.

Audrey movió la cabeza como si quisiera negar la veracidad

de las palabras de Charles.

– No puedo permitir que eso ocurra.

– Y yo no puedo quedarme. ¿Qué vamos a hacer?

– Regresa a Londres, Charles, tal como lo teníamos previsto. Yo me quedaré aquí un poco más, hasta que vengan las monjas. Después, regresaré a casa vía Shangai y Yokohama. Con un poco de suerte, cuando vuelva a casa, tú podrás venir a visitarme a San Francisco.

– Para ti todo es muy fácil. ¿Y si te ocurriera algo? Charles no podía soportar aquella idea.

– No me ocurrirá nada. Déjame en las manos de Dios.

Era el primer comentario de carácter religioso que la joven le hacía, y Charles se conmovió. Pero la última vez que lo hizo con su hermano Sean a quien tanto amaba…

– Yo no soy tan confiado como tú.

– Pues tendrás que serlo -replicó Audrey muy tranquila.

– ¿Y tu familia? ¿No crees que ya tendrías que volver a casa? Charles echaba mano de todo cuanto podía, pero nada daba resultado.

– Con un poco de suerte, podré regresar a casa a finales de año. Si las monjas vienen en noviembre, yo podría estar en casa antes de Navidad.

– Estás loca, Audrey, no eres razonable -dijo Charles-. Esto es China, no Nueva York. Aquí, nada se desarrolla según el programa previsto. Ya te lo dije, estas monjas pueden tardar meses en venir.

– No puedo evitarlo, Charlie -dijo Audrey con los ojos llenos de lágrimas; estaba cansada de discutir con su amante -. No podría hacer otra cosa.

Y de repente, se arrojó en los brazos de Charles, sollozando.

– Audrey, por favor, yo te quiero… -dijo él; y era cierto, pero no podía quedarse a su lado. Tenía que volver a su trabajo y a sus responsabilidades. Aquello había llegado demasiado lejos y ahora Charles no sabía cómo resolver el dilema. Sin embargo, temía dejarla sola en Harbin-. Por favor, cariño, procura ser más sensata, regresa a casa conmigo.

– No puedo -dijo Audrey con determinación.

– Entonces, ¿lo dices en serio?

Sí, lo decía en serio. No habría forma de disuadirla. Había decidido quedarse allí.

Charles se quedó con ella toda una semana e hizo cuanto pudo para convencerla, pero la joven estaba totalmente entregada al cuidado de aquellos niños e incluso se había inventado un sistema para atenderles con más eficacia. Ling Hwei y Shin Yu la ayudaban mucho y Charles tuvo que quedarse más de una vez vigilando a media docena de huérfanos mientras ella ordeñaba la vaca, preparaba la comida o salía con los demás para que les diera un poco el aire y jugaran en la nieve, protegidos por sus gorros de piel de cabra y sus botitas forradas de piel. Las monjas incluso les habían hecho mitones de punto.

Mientras la contemplaba, Charles pensó que jamás la había visto tan feliz. Estaba acostumbrada a cuidar de los demás y no temía las responsabilidades. La admiraba por eso, todo en ella le gustaba y temía el día en que tuviera que dejarla.

La última noche que pasaron juntos fue inolvidable. Audrey atrancó la puerta del dormitorio con una silla y ambos hicieron el amor hasta el amanecer en medio de la gélida atmósfera de la pequeña estancia. Al final, se abrazaron llorando. Charles no quería dejarla y ella no quería que él se fuera, pero cada uno hacía lo que tenía que hacer. Charles tenía que terminar su trabajo y Audrey tenía que quedarse para atender a los huérfanos. La decisión era dolorosa para ambos, pero no tenían más remedio que cumplirla por mucho que lo lamentaran. Audrey estaba más triste que asustada ante la partida de Charles. Dejó a los niños al cuidado de Ling Hwei y acompañó a su amante a la estación. Permaneció de pie a su lado, enfundada en las extrañas prendas que había comprado en Pekín, y Charles la miró con los ojos llenos de lágrimas sin poder hablar mientras el tren entraba lentamente en la estación. Se dirigía a Pekín y después a Tsingtao donde él tomaría un barco para regresar a Shangai e iniciar el largo viaje de regreso a Occidente. Se besaron por última vez y Charles sintió el aliento de Audrey en el rostro mientras ella pronunciaba su nombre y le miraba sonriendo. Parecía increíble que tuvieran que separarse.

– Te quiero, Charles. Siempre te querré. -Audrey lloraba a mares y apenas podía hablar-. Nos veremos pronto.

De repente, la promesa se le antojó vacía de significado.

Charles sintió los latidos del corazón de su amante a través de la chaqueta que llevaba puesta. No podía dejarla allí, le era imposible hacerlo. Una pareja de guardias armados japoneses patrullaba por la estación.

– ¿Quieres venir conmigo, Audrey? -le preguntó él por última vez-. En tal caso, tomaría el siguiente tren.

Pero Audrey denegó con la cabeza y cerró los ojos, afligida. Se preguntó de repente si volvería a verle. Tenía la sensación de que jamás regresaría a su mundo.

– Saluda a Violet y James de mi parte.

Charles no pudo contestar, porque se le había hecho un enorme nudo en la garganta. Se limitó a estrecharla en sus brazos hasta que el jefe de la estación anunció la partida del tren con su característico sonsonete. Por un instante, se mira- ron aterrados, recordando la ternura que les había unido durante varios meses. Audrey no podía soportar la idea de verle partir. Sin embargo, no podía abandonar a aquellos niños y, aunque no se lo dijo a Charles, estaba segura en su fuero interno de que, si los chiquillos se habían cruzado en su camino, por alguna razón tenía que ser. En aquel momento, la ignoraba, pero, aun así, no podía abandonarles. Por ellos, tan pequeños y desvalidos, estaba dispuesta a renunciar al hombre que tanto amaba. Se le partió el corazón de pena cuando Charles corrió hacia el tren en marcha y permaneció de pie en la portezuela, extendiendo el brazo hacia ella. Hubiera deseado levantar a Audrey en vilo y llevársela sin equipaje ni nada; pero ella permaneció inmóvil con lágrimas en los ojos, agitando una mano mientras él se asomaba hacia el exterior y agitaba lentamente un brazo, llorando también sin poder contenerse.

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