La inquisidora aflojó los cinturones de su asiento y dibujó una ventanilla en el opaco material del casco de la lanzadera de la triunviro. El casco, obediente, le abrió un rectángulo transparente que ofreció a la inquisidora su primera escena de Resurgam desde el espacio en quince años.
Había cambiado mucho, incluso en ese espacio relativamente breve de tiempo planetario. Las nubes, que antes eran franjas vaporosas de humedad a gran altitud, ahora se hinchaban en densas masas cremosas, obligadas a seguir patrones espirales por el artista ciego que era la fuerza de Coriolis. La luz del sol se reflejaba en su dirección desde las superficies esmaltadas de lagos y mares en miniatura. Había extensiones de verde y dorado con bordes nítidos, que cosían el planeta en agrupaciones geométricas cuyo hilo eran los canales de irrigación de color azul plateado, tan profundos que podían circular barcazas por ellos. También se veían los arañazos de débil color gris de las líneas slev y las autopistas. Ciudades y asentamientos eran manchas de edificios y calles entrecruzadas, que apenas se distinguían individualmente incluso cuando la inquisidora pidió a la ventana que adoptara el modo de ampliación. Cerca de los nodos de los asentamientos más viejos, como Cuvier, estaban los restos de las antiguas bóvedas de hábitat o sus anillos de cimientos. De vez en cuando veía las brillantes cuentas en movimiento de algún dirigible de transporte en lo alto de la estratosfera, o las motas mucho más pequeñas de un avión al servicio del Gobierno. Pero a aquella escala, casi todas las actividades humanas eran invisibles. Lo mismo podría estar estudiando los rasgos superficiales de un virus enormemente ampliado.
La inquisidora (que, tras años de suprimir una parte de su personalidad, comenzaba a pensar de nuevo en sí misma como Ana Khouri) no sentía ningún lazo especialmente fuerte con Resurgam, ni siquiera después de todos los años que había pasado de incógnito en su superficie. Pero lo que veía desde la órbita resultaba aleccionador. El planeta ya no era solo la colonia temporal que se encontró cuando llegó por primera vez al sistema. Era el hogar de mucha gente, todo lo que conocían. Durante el curso de sus investigaciones, había conocido a muchos de ellos y sabía que todavía quedaba buena gente en Resurgam. No se los podía culpar a todos por el Gobierno actual o por las injusticias del pasado. Al menos, se merecían la oportunidad de vivir y morir en el mundo que habían aprendido a considerar su casa. Y al decir «morir», se refería a causas naturales. Pero eso, por desgracia, ya no estaba garantizado.
La lanzadera era pequeña y rápida. La triunviro, Ilia Volyova, dormitaba en el otro asiento, con la punta de una anodina capa gris apoyada sobre su frente. Era la lanzadera que la había conducido inicialmente a Resurgam, antes de que contactara con la inquisidora. El programa de aviónica de la lanzadera sabía cómo colarse entre los barridos del radar gubernamental, pero siempre les había parecido prudente mantener al mínimo esas excursiones. Si las atrapaban, si surgía siquiera la sospecha de que un vehículo espacial estaba penetrando y abandonando de forma rutinaria la atmósfera de Resurgam, rodarían cabezas en todos los niveles del Gobierno. Y aunque la Casa Inquisitorial no estuviera implicada de forma directa, la posición de Khouri se volvería extremadamente inestable. El pasado del personal gubernamental clave estaría sujeto a un profundo y sagaz escrutinio. A pesar de las precauciones, podrían descubrir su procedencia.
El ascenso constante había hecho necesario un ritmo de aceleración poco pronunciado, pero cuando superaron la atmósfera y estuvieron fuera del rango eficaz de los barridos del radar, los motores de la lanzadera se revolucionaron hasta las tres gravedades e incrustaron a las dos en sus asientos. Khouri comenzó a sentirse mareada y comprendió, justo antes de deslizarse en la somnolencia, que la lanzadera estaba soltando en el aire un narcótico perfumado. Durmió sin sueños y se despertó con la misma leve sensación de desagrado.
Estaban en otro lugar.
—¿Cuánto tiempo hemos pasado bajo los efectos de la anestesia? —le preguntó a Volyova, que estaba fumando.
—Casi un día. Espero que la coartada que tengas planeada sea buena, Ana; vas a necesitarla cuando regreses a Cuvier.
—Les conté que tenía que ir a una zona remota para entrevistarme con un agente encubierto. No te preocupes, preparé hace mucho el trasfondo para esto. Siempre he sabido que podría tener que ausentarme durante un tiempo. —Khouri soltó su cinturón de seguridad (la lanzadera ya no aceleraba) y trató de rascarse un picor en una zona cerca de la región inferior de su espalda—. ¿Cabe la posibilidad de darse una ducha, allí donde sea que nos dirijamos?
—Eso depende. ¿Exactamente adonde crees que vamos?
—Digamos solo que tengo la horrible sensación de que ya he estado allí antes.
Volyova apagó el cigarrillo e hizo que la parte frontal del casco se volviera transparente. Se encontraban en las profundidades del espacio interplanetario, aún en la eclíptica, pero a unos buenos minutos luz de cualquier mundo. Y pese a ello, algo bloqueaba la visión del firmamento que tenían ante sí.
—Ahí está, Ana. Nuestra amiga la Nostalgia por el Infinito. Todavía está prácticamente igual que como la dejaste.
—Gracias. Ya que estás, ¿alguna otra alentadora sensiblería?
—La última vez que la miré, las duchas estaban fuera de servicio.
—¿La última vez que la miraste?
Volyova hizo una pausa y chasqueó la lengua.
—Vuelve a abrocharte, voy a llevarnos dentro.
Descendieron en picado hasta quedar muy cerca de la oscura masa deforme de la abrazadora lumínica. Khouri recordó su primera aproximación a aquella misma nave, cuando la engañaron para subir a bordo en el sistema Epsilon Eridani. En aquel entonces parecía casi normal, más o menos lo que uno esperaría de una abrazadora comercial grande y un poco antigua. La ausencia de extrañas excrecencias y protuberancias resultaba llamativa, había una marcada falta de apéndices prominentes como dagas o de torretas con recodos. El casco era más o menos suave (desgastado y erosionado aquí y allá, interrumpido en otras zonas por máquinas, vainas de sensores y dársenas), pero nada que despertase inquietud o comentarios específicos. No había hectáreas de textura como la piel de un lagarto, ni extensiones de plaquetas entrelazadas como tierra abertal, ninguna indicación de que las necesidades biológicas implícitas hubiesen hecho al fin erupción en la superficie en una orgía de transformación biomecánica.
Pero ahora, la nave no parecía en absoluto una nave. A lo que sí recordaba (si Khouri había de buscar un símil) era a un palacio de cuento de hadas que hubiera enfermado, una colección de torres, calabozos y capiteles que, perdido el brillo, habían sido corrompidos por la magia más vil. La forma básica de la nave seguía siendo evidente, pudo distinguir el casco principal y las dos nácelas de los motores que sobresalían de él, cada una de ellas mayor que el hangar de un dirigible de carga. Pero ese núcleo funcional se perdía casi por completo bajo las barrocas capas abultadas que habían arrasado la nave en fecha reciente. Diversos principios organizativos estaban en marcha, asegurándose de que las excrecencias, para las que los subsistemas de reparación y rediseño de la nave habían actuado de mediadores, mostraban una maestría enloquecida, una nauseabunda exuberancia que a la vez resultaba sobrecogedora y repelente. Había espirales como los patrones de crecimiento de los amonites. Había remolinos y nódulos como el grano de la madera enormemente ampliado. Había troncos y filamentos, y aglomeraciones como redes, erizadas espinas cual vello y apelotonadas masas ulcerosas de cristales interconectados. En algunos puntos, las estructuras principales habían sido repetidas numerosas veces en un decrescendo fractal que se evaporaba en los límites de la visión. La reptante complejidad de las transformaciones operaba a todas las escalas. Si uno fijaba la vista durante demasiado tiempo, comenzaba a ver caras o fragmentos de rostros en la yuxtaposición de corazas deformadas. Y si miraba más, acababa viendo su propio reflejo aterrado. Pero bajo todo aquello, pensó Khouri, seguía habiendo una nave.
—Bueno —dijo—. Ya veo que esta basura no ha mejorado gran cosa desde que yo no estoy.
Volyova sonrió bajo el ala de su gorro.
—Eso me anima. Tus palabras se parecen mucho menos a la inquisidora y mucho más a la vieja Ana Khouri.
—¿En serio? Una pena que haya hecho falta una puta pesadilla como esa para traerme de vuelta.
—Oh, eso no es nada —dijo Volyova con alegría—. Espera a que estemos dentro.
La lanzadera tuvo que virar bruscamente, para atravesar un hueco con forma de ojo arrugado situado entre los bultos del casco y alcanzar el muelle de atraque. Pero el interior de la bodega continuaba siendo más o menos rectangular, y los principales sistemas de servicio, que no dependían en exceso de la nanotecnología, seguían en sus puestos y resultaban reconocibles. En la cámara había estacionada toda una colección de naves intrasistema, desde gabarras de vacío, con su morro redondo, a grandes lanzaderas.
Atracaron. Aquella zona de la nave no giraba para generar gravedad, así que desembarcaron bajo condiciones de ingravidez y se impulsaron mediante los rieles de agarre. Khouri estaba más que dispuesta a permitir que Volyova fuese por delante. Las dos cargaban con linternas y máscaras de oxígeno de emergencia, y Khouri se sintió tentada de empezar a usar su reserva. El aire de la nave era terriblemente cálido y húmedo, y olía a podrido. Era como respirar los gases estomacales de otra persona. Se tapó la boca con la manga y luchó contra el impulso de vomitar.
—Ilia…
—Te acostumbrarás, no es dañino. —Sacó algo de su bolsillo—. ¿Un cigarrillo?
—¿Acaso he dicho antes que sí a alguna de esas malditas cosas?
—Siempre hay una primera vez.
Khouri esperó mientras Volyova le encendía el cigarrillo y después probó a aspirar. Era malo, pero aun así significaba una marcada mejoría respecto al aire sin filtrar de la nave.
—Desde luego, es un hábito asqueroso —dijo Volyova con una sonrisa—. Pero los tiempos repulsivos requieren costumbres repulsivas. ¿Te sientes mejor ahora?
Khouri asintió, aunque sin gran convicción.
Avanzaron por túneles parecidos a gargantas, cuyas paredes brillaban con secreciones húmedas o con diagramas cristalinos seductoramente regulares. Khouri los rozó con sus manos enguantadas. De vez en cuando reconocía algún viejo aspecto de la nave (un conducto, un mamparo o una caja de registro), pero por lo general estaban medio fusionados con su entorno o distorsionados de forma surrealista. Las superficies sólidas habían adquirido una difusa cualidad fractal y alargaban sus borrosos extremos grises en el tenue aire. La luz de sus linternas se veía reflejada por babas y ungüentos de múltiples colores, que formaban inquietos patrones de difracción. Unas gotas como amebas flotaban en el aire, siguiendo las corrientes de aire predominantes de la nave (aunque a veces, o eso parecía, también iban en contra).
Tras superar cerrojos y girar ruedas chirriantes, pudieron acceder al fin a la parte de la nave que todavía rotaba. Khouri agradeció la gravedad, aunque vino acompañada de una incomodidad imprevista. Ahora los fluidos y las secreciones tenían hacia dónde caer. Goteaban y borboteaban desde las paredes en cataratas en miniatura, que se espesaban en el suelo antes de encontrar la ruta hasta un agujero o una apertura de desagüe. Ciertas supuraciones habían formado estalactitas y estalagmitas, dientes de color ambarino y verde moco que tanteaban entre techo y suelo. Khouri hizo todo lo posible por no rozarse con ellas, pero no era tarea fácil. Se fijó en que Volyova no tenía tales escrúpulos. En cuestión de minutos, su chaqueta quedó manchada y restregada de diversas variedades de los vertidos de a bordo.
—Relájate —dijo Volyova, al notar su incomodidad—. Es perfectamente seguro. No hay nada en la nave que pueda dañarnos a ninguna de las dos. Err… te hiciste quitar aquellos implantes de artillería, ¿verdad?
—Deberías recordarlo, lo hiciste tú.
—Solo comprobaba.
—Ja. En el fondo esto te gusta, ¿no es verdad?
—He aprendido a disfrutar los placeres allí donde los encuentre, Ana. En especial en épocas de profundas crisis existenciales… —Ilia Volyova apagó la colilla del cigarrillo en las sombras y encendió otro.
Prosiguieron en silencio. Al fin alcanzaron uno de los huecos de ascensor que recorrían la nave en sentido longitudinal, como los de un rascacielos. Como la nave rotaba en vez de recurrir al empuje de los motores, era mucho más fácil desplazarse por el eje. Pero aun así, había cuatro kilómetros entre un extremo de la nave y el otro, así que merecía la pena usar los pozos siempre que fuera posible. Para sorpresa de Khouri, un coche las aguardaba en el tubo. Siguió a Volyova a su interior con cierto nerviosismo, pero el coche parecía bastante normal por dentro y aceleró con suavidad.
—¿Todavía funcionan los ascensores? —preguntó.
—Son un sistema esencial de la nave —dijo Volyova—. Recuerda, dispongo de herramientas para contener la plaga. No funcionan a la perfección, pero al menos puedo dirigir la enfermedad lejos de cualquier cosa que no deseo que se corrompa demasiado. Y, en ocasiones, el propio capitán está dispuesto a ayudar. Parece ser que las transformaciones no están por completo fuera de su control.
Al fin Volyova sacaba a colación el tema del capitán. Hasta ese momento, Khouri se había aferrado a la esperanza de que todo demostrase ser una pesadilla que ella confundía con la realidad. Pero ahí estaba. El capitán seguía vivo.
—¿Y qué pasa con los motores?
—Aún están intactos en sus funciones, por lo que yo sé. Pero solo el capitán tiene control sobre ellos.
—¿Has estado hablando con él?
—No estoy muy segura de que «hablar» sea la palabra adecuada. Quizá «comunicarse» quede mejor… pero incluso eso sería distorsionar las cosas.
El ascensor cambió de dirección y pasó de un pozo a otro. Los tubos de los elevadores eran en su mayor parte transparentes, pero el vehículo se pasó casi todo el tiempo atravesando cubiertas demasiado abarrotadas o recorriendo largas distancias entre el material sólido del casco. De vez en cuando, Khouri veía salas oscuras que pasaban rápidamente por la ventanilla. En su mayoría eran demasiado grandes como para poder ver el extremo opuesto bajo el reflejo de la débil luz del ascensor. Había cinco cámaras mayores que todas las demás, lo bastante grandes como para albergar catedrales enteras. Pensó en la que Volyova le había enseñado durante su primera visita al Infinito, la que contenía los cuarenta horrores. Ya quedaban menos de cuarenta, pero sin duda eran suficientes para marcar la diferencia. Quizá incluso contra un enemigo como los inhibidores. Siempre que pudieran persuadir al capitán.
—¿Habéis resuelto vuestras diferencias? —preguntó Khouri.
—Creo que el hecho de que no nos haya matado cuando ha tenido la ocasión responde más o menos a esa pregunta.
—¿Y no te culpa por lo que le hiciste?
Por primera vez Volyova hizo un gesto de fastidio.
—¿Lo que le hice? Ana, lo que yo «le hice» fue un acto de extrema misericordia. No lo castigué. Me limité a… plantear los hechos y después administrar la cura.
—Lo que, según algunas definiciones, fue peor que la enfermedad.
Volyova se encogió de hombros.
—Iba a morirse. Le di una nueva oportunidad de vivir.
Khouri jadeó cuando pasó a su lado una nueva cámara fantasmal, llena de fundidas formas metamórficas.
—Si llamas a esto vivir…
—Un consejo. —Volyova se inclinó hacia ella y bajó la voz—: existen muchas posibilidades de que esté oyendo esta conversación. Ten eso en cuenta, ¿vale? Sé buena chica.
Si cualquier otra persona se hubiera dirigido a ella en esos términos, en menos de dos segundos tendría que preocuparse al menos de una luxación considerable. Pero desde mucho tiempo atrás, Khouri había aprendido a hacer excepciones con Volyova.
—¿Dónde está él? ¿Sigue en el mismo nivel que antes?
—Depende de lo que consideres «él». Supongo que podrías decir que el epicentro sigue allí, sí. Pero en realidad, hoy día no tiene mucho sentido distinguir entre la nave y él.
—¿Entonces está por todas partes? ¿A nuestro alrededor?
—Todo lo ve, todo lo sabe.
—No me gusta esto, Ilia.
—Si te sirve de consuelo, dudo mucho que a él sí.
Tras numerosos retrasos, retrocesos y desvíos, el ascensor las condujo por fin al puente de la Nostalgia por el Infinito. Para gran alivio de Khouri, no parecía inminente una entrevista con el capitán.
El puente era casi igual que como lo recordaba. La sala estaba dañada y deteriorada, pero la mayor parte de los actos de vandalismo se habían cometido antes de que el capitán cambiara. Incluso alguno se debía a la propia Khouri. Al ver los cráteres de impacto fruto de las descargas de sus armas, sintió una leve y traviesa sensación de orgullo. Recordó la tensa lucha de poder que había tenido lugar a bordo de la abrazadora lumínica, cuando estaban en órbita alrededor de la estrella de neutrones Hades, en los mismos confines del sistema en que ahora se encontraban.
En algunos momentos les había ido muy justo, pero al sobrevivir se atrevieron a considerar que habían obtenido una gran victoria. Sin embargo, la llegada de las máquinas inhibidoras sugería lo contrario. Todo parecía indicar que la batalla estaba perdida antes de realizar el primer disparo. Pero, al menos, habían ganado así algo de tiempo. Ahora tenían que aprovecharlo para algo.
Khouri se acomodó en uno de los asientos que había frente a la esfera de proyección del puente. Había sido reparada después del motín y ahora mostraba una imagen en tiempo real del sistema de Resurgam. Había once planetas principales, pero también se incluían sus lunas y los asteroides y cometas de mayor tamaño, pues todos eran de potencial importancia. Se indicaban sus posiciones orbitales exactas, junto a los vectores que indicaban el movimiento (progrado o retrógrado) del cuerpo en cuestión. Unos débiles conos que irradiaban desde la abrazadora lumínica mostraban el alcance instantáneo de la cobertura de sensores a larga distancia de la nave, corregida para el tiempo que tardaba la luz en recorrer esa distancia. Volyova había repartido un puñado de zánganos de monitorización por otras órbitas para que pudieran escudriñar también los puntos ciegos y aumentar la línea de interferometría, pero los usaba con precaución.
—¿Lista para una lección sobre historia moderna? —preguntó Volyova.
—Sabes que sí, Ilia. Solo espero que esta pequeña excursión demuestre haber merecido la pena, porque, de todos modos, voy a tener que responder algunas preguntas incómodas cuando regrese a Cuvier.
—Puede que no te parezcan tan apremiantes cuando veas lo que voy a mostrarte. —Hizo que el visualizador realizara un zoom y amplió una de las lunas que giraba alrededor del segundo gigante gaseoso de mayor tamaño del sistema.
—¿Ahí es donde han acampado los inhibidores? —preguntó Khouri.
—Ahí y en otros dos mundos de tamaño comparable. Sus actividades en cada uno de ellos parecen, a rasgos generales, idénticas.
En ese momento, resultaron visibles unas formas oscuras que revoloteaban alrededor de la luna. Se amontonaban y separaban como cuervos nerviosos, y su número y forma cambiaban constantemente. En un instante se posaron en la superficie de la luna y se conectaron entre sí dando lugar a complejas formaciones. Resultaba evidente que la grabación estaba acelerada (las horas debían de estar comprimidas en segundos), puesto que las transformaciones cubrían la superficie de la luna como una veloz inundación negra. Otro zoom mostró que dichas estructuras tendían a estar formadas por subelementos cúbicos de tamaños muy diferentes. Amplios láseres bombeaban el calor de vuelta al universo mientras proseguían los furiosos cambios. Unas grotescas máquinas negras, del tamaño de montañas, cuajaban el horizonte y reducían el albedo de la luna hasta que solo el infrarrojo pudo emerger en cantidades significativas.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Khouri.
—Al principio yo tampoco lo tenía claro.
Transcurrieron una o dos semanas antes de que fuera evidente lo que estaba sucediendo. Marcadas a intervalos regulares alrededor del ecuador lunar, había aperturas volcánicas, máquinas achaparradas con las fauces abiertas que ampliaban el diámetro de la luna hacia el espacio en una centésima parte. Sin previo aviso, comenzaron a escupir material rocoso con penachos de polvo balísticos. La materia estaba caliente, pero no tanto como para fundirse. Dibujó un arco por encima de la luna y entró en órbita. Otra máquina (Volyova no se había fijado en ella hasta ese momento) giraba en la misma órbita y procesaba el polvo. Recogía, enfriaba y compactaba el penacho y, en su estela, dejaba un anillo bien distribuido de materia procesada y refinada, varias gigatoneladas en pulcros senderos. Hordas de máquinas más pequeñas se arrastraban detrás de ella como pequeños peces; succionaban la materia prerrefinada y la sometían a una purificación aún más avanzada.
—¿Qué está pasando?
—Parece que las máquinas están desmantelando la luna —respondió Volyova.
—Hasta ahí ya me lo había imaginado yo misma. Pero me parece un modo bastante lento e incómodo de hacerlo. Nosotros tenemos cabezas nucleares descortezadoras que podrían lograr lo mismo en un abrir y cerrar de ojos…
—Y en el proceso vaporizaríamos y dispersaríamos la mitad de la materia de la luna. —Volyova asintió sabiamente—. No creo que sea eso lo que pretenden. Me da la impresión de que desean obtener toda la materia, procesada y refinada con tanta eficacia como sea posible. Más, de hecho, puesto que están desmontando tres lunas. Hay mucho material volátil que no serán capaces de procesar a estado sólido, a no ser que vayan a poner en marcha una especie de alquimia a nivel industrial. Pero mis cálculos indican que, aun así, esto les proporcionará cerca de cien trillones de toneladas de materia prima.
—Eso es un buen montón de escombros.
—Cierto. Y eso nos conduce a la pregunta: ¿exactamente para qué lo necesitan?
—Me imagino que ya tienes una teoría.
Ilia Volyova sonrió.
—En esta fase no son más que conjeturas. El desmantelamiento lunar sigue en marcha, pero creo que está relativamente claro que pretenden construir algo. ¿Y sabes qué? Sospecho de forma muy seria que, sea lo que sea, puede que no vaya en nuestro mayor beneficio.
—Crees que se tratará de un arma, ¿verdad?
—Resulta obvio que a mis años ya me vuelvo predecible. Pero sí, me temo que se ve venir un arma. ¿De qué clase? Apenas comienzo a sospecharlo. Es evidente que ya podrían haber destruido Resurgam si esa fuese su intención prioritaria… y no necesitarían desmantelarlo con tanta limpieza.
—Entonces tienen otra cosa en mente.
—Eso parece.
—Tenemos que hacer algo al respecto, Ilia. Todavía contamos con el alijo. Podríamos cambiar las tornas, incluso a estas alturas.
Volyova apagó la esfera de visualización.
—Por ahora parece que no son conscientes de nuestra presencia; debemos de quedar fuera de su rango de detección a no ser que nos acerquemos a Hades. ¿Estás dispuesta a comprometer nuestra situación para usar las armas del alijo?
—Si creyera que es nuestra última esperanza, puede que lo hiciera. Y tú también.
—Lo único que digo es que no habrá marcha atrás. Tenemos que estar completamente seguras de eso. —Volyova guardó silencio durante un instante—. Y hay algo más…
—¿Sí?
Volyova bajó la voz.
—No podemos controlar el alijo, no sin su ayuda. Será necesario persuadir al capitán.
Desde luego, no se llamaban a sí mismos los inhibidores. De hecho, nunca habían encontrado motivo alguno para darse un nombre propio. Existían sencillamente para cumplir un deber de importancia trascendental, una tarea vital para la futura subsistencia de la vida inteligente en sí. No esperaban que nadie los comprendiera o que simpatizaran con ellos, así que cualquier nombre (o cualquier atisbo de justificación) resultaba por entero superfluo. Aun así, eran lejanamente conscientes de que ese era uno de los nombres que les habían dado, asignado tras las gloriosas extinciones que habían seguido a la Guerra del Amanecer. A través de una larga y tenue cadena de recuerdos, el nombre había pasado de especie en especie, mientras estas iban siendo borradas de la faz de la galaxia. Los inhibidores, los que inhiben, los que anulan la aparición de la inteligencia.
El supervisor reconoció, con ironía, que el nombre constituía realmente una descripción precisa de su trabajo. Era difícil decir con exactitud dónde y cuándo había comenzado la misión. La Guerra del Amanecer había sido el primer suceso significativo en la historia de la galaxia habitada, el choque de un millón de culturas recién emergidas. Fueron las primeras especies capaces de viajar entre las estrellas, los jugadores del principio de la partida. Al final, la Guerra del Amanecer se había desatado por un único y valioso recurso.
Había sido por el metal.
La inquisidora regresó a Resurgam.
En la Casa Inquisitorial hubo de responder algunas preguntas, pero se enfrentó a ellas con toda la indiferencia que pudo reunir. Les contó que había ido a una región remota, para recibir un informe de campo en extremo delicado de boca de un agente que se había topado con una pista excepcionalmente buena. El rastro de la triunviro, les dijo, estaba más fresco de lo que había sido en años. Para demostrarlo, reactivó ciertos informes cerrados e hizo que invitaran a algunos antiguos sospechosos a volver a la Casa Inquisitorial para proseguir las entrevistas. Para sus adentros, se sentía asqueada de lo que se veía obligada a hacer para mantener su fachada de probidad. Tuvo que detener a unos cuantos inocentes y hacerles sentir que sus vidas, o al menos su libertad, pendían de un hilo. Era un oficio detestable. Durante una época lo dulcificó asegurándose de que solo aterrorizaba a gente de la que sabía que había evitado el castigo por otros crímenes, algo que descubría tras fisgonear con pericia en los archivos de los demás departamentos gubernamentales. Funcionó durante un tiempo pero, después, hasta eso había comenzado a parecerle moralmente cuestionable.
Pero ahora era peor. Algunos miembros de la administración dudaban de ella y, para apaciguar sus reparos, tuvo que realizar sus investigaciones con eficacia y crueldad inusuales. Seguro que por Cuvier circulaban terribles rumores sobre hasta qué punto estaba dispuesta a llegar la Casa Inquisitorial. La gente había de sufrir para salvaguardar su tapadera.
Se dijo a sí misma que todo aquello era, en definitiva, por el bien colectivo, que lo hacía para salvar a Resurgam y que unas cuantas almas aterradas aquí y allá suponían un pequeño precio a pagar, comparado con la protección de todo un neta.
Estaba ante la ventana de su despacho en la Casa Inquisitorial, mirando allá abajo las calles. Observaba cómo obligaban a entrar a otro invitado en un robusto coche eléctrico de color gris. El hombre se tambaleó cuando los guardias lo metieron. Tenía la cabeza cubierta y las manos atadas a la espalda. El coche atravesaría entonces la ciudad a toda velocidad hasta alcanzar una zona residencial (para entonces ya estaría anocheciendo) y arrojarían al hombre a la cuneta, a pocas manzanas de su casa.
Le habrían aflojado los nudos, pero probablemente yaciera inmóvil sobre el suelo durante varios minutos, respirando con fuerza y jadeando al comprender que había sido liberado. Quizá una pandilla de amigos lo encontrara de camino al bar o cuando regresaran de las factorías de reparación. Al principio no lo reconocerían, porque la paliza que le habían dado le habría hinchado la cara y le costaría hablar. Pero cuando se dieran cuenta de quién era, ayudarían al pobre a regresar a su casa, mientras miraban con preocupación por si los agentes del Gobierno que lo habían soltado seguían cerca.
O tal vez el hombre lograría ponerse de pie por sus propios medios y, esforzándose por ver a través de las rendijas de sus párpados ensangrentados y amoratados, pudiera de algún modo encontrar el camino a casa. Su esposa, quizá la persona más asustada de todo Cuvier, lo estaría esperando. Cuando su marido llegara a casa, experimentaría parte de la misma mezcla de alivio y terror que él había sentido al recuperar la consciencia. Se abrazarían el uno al otro, a pesar del dolor que soportaba el hombre. Entonces ella examinaría sus heridas y las limpiaría en la medida de lo posible. No habría huesos rotos, pero haría falta una adecuada revisión médica para confirmarlo. El hombre supondría que había tenido suerte, que los agentes que le habían dado la paliza estaban cansados después de un duro día en las celdas de interrogatorios.
Más tarde, quizá, iría cojeando hasta el bar para encontrarse con sus amigos. Lo invitarían a unas copas y, en una esquina discreta, les enseñaría lo peor de sus magulladuras. Y se extendería la noticia de que se las había ganado en la Casa Inquisitorial. Sus amigos le preguntarían cómo era posible que lo consideraran sospechoso de estar relacionado con la triunviro. Él se reiría y diría que eso no detenía a la Casa Inquisitorial. Ya no. Que cualquiera del que se sospechara, aunque fuera remotamente, que había dificultado las investigaciones de la Casa se hallaba en peligro, que la persecución de los criminales había alcanzado tal intensidad que toda falta menor contra cualquier rama gubernamental podía interpretarse como un apoyo tácito a la triunviro.
Khouri observó cómo el coche se deslizaba a lo lejos y ganaba velocidad. Ya apenas lograba recordar el aspecto de aquel hombre. Tras un tiempo, todos acababan pareciendo iguales; hombres y mujeres se desdibujaban hasta conformar un aterrado conjunto homogéneo. Al día siguiente habría más.
Miró por encima de los edificios, en dirección al cielo de color morado. Se imaginó los procesos que sabía que estaban teniendo lugar más allá de la atmósfera de Resurgam. Apenas a una o dos horas luz de distancia, una enorme e implacable maquinaria alienígena estaba embarcada en la reducción de tres mundos a fino polvo metálico. Las máquinas no parecían tener prisa, ni se preocupaban por hacer las cosas dentro de una escala temporal que los seres humanos pudieran reconocer. Se dedicaban a sus asuntos con la tranquila calma de un empleado de pompas fúnebres.
Khouri recordó lo que ya sabía sobre los inhibidores, información que le habían ofrecido después de infiltrarse entre la tripulación de Volyova. Se había producido una guerra en el alba de los tiempos, una guerra que había abarcado toda la galaxia y numerosas culturas. En la desolada posguerra, una especie (o un colectivo de especies) había determinado que no se podía seguir tolerando la existencia de la vida inteligente. Habían liberado oscuras hordas de máquinas cuya única función era vigilar y esperar, atentas a las señales delatoras de las culturas emergentes capaces de viajar por el espacio. Dejaban trampas repartidas por el cosmos, brillantes chucherías diseñadas para atraer a los incautos. Las trampas servían tanto para alertar a los inhibidores de la presencia de un nuevo brote de inteligencia, como de mecanismos de sondeo psicológico que creaban un perfil de los recién llegados, que pronto serían exterminados.
Las trampas medían la destreza tecnológica de la cultura emergente y sugerían la manera en que podían tratar de contrarrestar la amenaza de los inhibidores. Por algún motivo que Khouri no comprendía y que, desde luego, nunca le habían explicado, la respuesta ante la aparición de inteligencia debía ser proporcionada.
No bastaba sencillamente con aniquilar toda la vida de la galaxia; ni siquiera de una región de esta. Tenía que haber, comprendía, un propósito más profundo en las matanzas de los inhibidores que ella aún era incapaz de aprehender, y que quizá nunca pudiera.
Y pese a todo, las máquinas no eran perfectas. Habían comenzado a fallar. No era algo que se pudiera detectar en una escala temporal inferior a unos cuantos millones de años. La mayoría de las especies no duraban tanto, así que solo veían una macabra continuidad. El único modo de observar el declive era a muy largo plazo, y no quedaba evidenciado en los registros de las culturas individuales, sino en las sutiles diferencias que había entre unos y otros. El coeficiente de inclemencia de los inhibidores seguía siendo tan elevado como siempre, pero sus métodos empezaban a resultar menos eficientes y sus tiempos de respuesta más largos. Algún profundo y sutil fallo en el diseño de las máquinas había logrado salir a la superficie. De vez en cuando, una cultura se colaba entre su red y lograba esparcirse por el espacio interestelar antes de que los inhibidores pudieran contenerla y erradicarla. Entonces la intervención resultaba más difícil y se parecía menos a una operación quirúrgica y más a una matanza.
Los amarantinos, esas criaturas como pájaros que habían vivido en Resurgam un millón de años atrás, fueron una de esas especies. El esfuerzo por eliminarlos se había prolongado, lo que permitió que muchos de ellos se refugiaran en diversos santuarios ocultos. El último acto de las máquinas asesinas había sido aniquilar la biosfera de Resurgam al desencadenar una catastrófica erupción solar. Después de aquello, Delta Pavonis había recuperado su actividad solar normal, pero solo ahora Resurgam comenzaba a albergar de nuevo vida.
Con el trabajo hecho, los inhibidores volvieron a retirarse al frío estelar. Transcurrieron novecientos noventa mil años.
Entonces llegaron los humanos, atraídos por el enigma de la desaparecida cultura amarantina. Su líder era Sylveste, el ambicioso heredero de una rica familia de Yellowstone. Para cuando Khouri, Volyova y la Nostalgia por el Infinito llegaron al sistema, Sylveste había puesto en marcha sus planes para explorar la estrella de neutrones de los confines del sistema, convencido de que Hades guardaba alguna relación con la extinción amarantina. Sylveste había coaccionado a la tripulación de la nave para que lo ayudara y usara su alijo de armas para abrirse paso por las capas de maquinaria defensiva, y por último se adentraron en el corazón de un artefacto del tamaño de una luna (lo llamaron Cerbero) que orbitaba la estrella de neutrones.
Sylveste había tenido toda la razón respecto a los amarantinos. Pero al verificar su teoría, había hecho saltar una trampa cebada por los inhibidores. En el corazón del objeto Cerbero, Sylveste había muerto en una enorme explosión de materia-antimateria.
Y al mismo tiempo, no había muerto del todo. Khouri lo sabía bien, pues se había encontrado con Sylveste y había hablado con él tras su «muerte». Por lo que ella era capaz de comprender, Sylveste y su esposa habían sido almacenados como simulaciones en la corteza de la propia estrella de neutrones. Resultó que Hades era uno de los santuarios que los amarantinos habían usado durante la persecución por parte de los inhibidores. Era una fracción de algo mucho más antiguo que los amarantinos y los propios inhibidores, un almacén trascendente de información y procesado, un enorme archivo. Los amarantinos habían encontrado el modo de entrar y lo mismo había logrado, mucho más tarde, Sylveste. Eso era todo lo que Khouri sabía y todo lo que quería saber.
Solo se había encontrado en una ocasión con el Sylveste almacenado. En los más de sesenta años transcurridos desde entonces (el tiempo que Volyova se había pasado infiltrándose cuidadosamente en la sociedad que la temía y odiaba), Khouri se había permitido olvidar que Sylveste seguía ahí fuera, que todavía estaba vivo en cierto sentido en la matriz computacional de Hades. En las raras ocasiones en que pensaba en él, acabó por preguntarse si en algún momento reflexionaba sobre las consecuencias de sus actos de aquellos años atrás, si el recuerdo de los inhibidores alguna vez lo inquietaba en los vanos sueños de su propia brillantez. Lo dudaba, pues Sylveste no le había dado la impresión de ser alguien demasiado preocupado por las consecuencias de sus propias hazañas. En cualquier caso, y teniendo en cuenta la consciencia acelerada de Sylveste (pues el tiempo transcurría con mucha rapidez en la matriz de Hades), los sucesos debían de haber quedado ya enterrados en el pasado bajo siglos de tiempo subjetivo, tan intrascendentes como las travesuras infantiles. Allí había poca cosa que pudiera afectarlo, así que, ¿qué sentido tenía preocuparse por él?
Pero eso no suponía ningún consuelo para los que seguían fuera de la matriz. Khouri y Volyova solo habían pasado fuera de sueño frigorífico veinte de aquellos sesenta y pico años, puesto que su plan de infiltración había sido necesariamente lento y por fases. Pero de esos veinte años, Khouri dudaba que hubiera pasado un solo día en el que no pensara y se preocupara por la perspectiva de los inhibidores.
Ahora, al menos, su preocupación había devenido en certeza. Ya estaban aquí; lo que tanto había temido al fin había dado comienzo.
Y pese a todo, no iba a tratarse de una matanza rápida y brutal. Estaban dando forma a algo titánico, algo que requería materias primas de tres mundos enteros. Por ahora, no era posible detectar las actividades de los inhibidores desde Resurgam, ni siquiera con los sistemas de rastreo dispuestos para descubrir a las abrazadoras lumínicas que se aproximaran. Pero Khouri dudaba que las cosas siguieran así. Antes o después, las actividades de las máquinas alienígenas superarían el límite y la ciudadanía comenzaría a atisbar extrañas apariciones en el cielo.
Con toda seguridad, se armaría un buen jaleo.
Pero para entonces, puede que ni siquiera importara.