Thorn estaba dispuesto a discutir con Vuilleumier, y sin embargo ella había accedido a su pretensión con sorprendente facilidad. No es que contemplara la perspectiva de zambullirse en el corazón de la actividad de los inhibidores alrededor de Roc con algo que no fuera una profunda preocupación, le explicó, pero quería que él comprendiera que estaba siendo totalmente sincera respecto a la amenaza. Y si el único modo de convencerlo de ello era dejar que viera las cosas en primer plano, entonces tendría que cumplir sus deseos.
—Pero no te equivoques, Thorn, esto es peligroso. Nos adentramos en un territorio inexplorado.
—Yo diría que nunca hemos estado del todo a salvo, inquisidora. Nos podrían haber atacado en cualquier momento. Por ejemplo, llevamos horas dentro del alcance de unas posibles armas, aunque fueran humanas. ¿No es así?
La nave con cabeza de serpiente se sumergió en la zona exterior de la atmósfera del gigante gaseoso. La trayectoria los llevaría cerca del punto de impacto de uno de los tubos extrudidos, a solo mil kilómetros de la caótica espiral de aire torturado que rodeaba la zona de colisión, con forma de ojo. Sus sensores no lograron ver nada bajo aquella confusión, solo la difusa sugerencia de que el tubo seguía descendiendo en las profundidades de Roc, sin verse dañado por el impacto.
—Nos las estamos viendo con maquinaria alienígena, Thorn. Con una psicología mecánica alienígena, si lo prefieres así. Es cierto que todavía no nos han atacado, ni han mostrado el menor interés por nuestras actividades. Ni siquiera se han molestado en arrasar la vida de la superficie de Resurgam. Pero eso no significa que no exista un límite que podemos traspasar inadvertidamente si no vamos con sumo cuidado.
—¿Y crees que esto podría constituir una acción poco cuidadosa?
—Me preocupa, pero si es lo que hace falta para…
—Esto involucra más que simplemente convencerme, inquisidora.
—¿Tienes que seguir llamándome así?
—Lo siento.
Vuilleumier hizo unos ajustes en los controles. Thorn oyó un crujido orquestado cuando el casco de la nave cambió de forma para una óptima inserción transatmosférica. Prácticamente todo lo que podían ver del exterior era el gigantesco Roc.
—No tienes por qué dirigirte a mí siempre de ese modo.
—¿Vuilleumier, entonces?
—Mi nombre de pila es Ana. Me siento mucho más cómoda con él, Thorn. Tal vez yo tampoco deba llamarte Thorn.
—Thorn servirá. Es un nombre al que ya me he acostumbrado, me da la impresión de que encaja bien conmigo. Y no me gustaría ayudar en exceso a la Casa Inquisitorial en sus investigaciones, ¿no te parece?
—Sabemos exactamente quién eres. Ya has visto el dossier.
—Sí. Pero tengo la clara impresión de que estás muy poco dispuesta a usarlo en mi contra, ¿no es así?
—Nos eres de utilidad.
—No me refería en absoluto a eso.
Durante varios minutos, prosiguieron su descenso hacia Roc sin hablar. Solo un chirrido ocasional o una advertencia verbal de la consola interrumpía el silencio. La nave no mostraba ningún entusiasmo por lo que le pedían, y no dejó de ofrecer sugerencias sobre lo que sería mejor hacer.
—Creo que para ellos somos como insectos —dijo por fin Vuilleumier—. Han venido hasta aquí para aniquilarnos, como especialistas en control de plagas. No van a molestarse en matarnos a uno o dos; saben que no supondrá ninguna diferencia y que no merece la pena inquietarse. Incluso si los incomodamos, no estoy convencida de que provocásemos la respuesta que estamos esperando. Se limitarán a seguir haciendo su trabajo, de manera lenta y metódica, a sabiendas de que a la larga será más que suficiente.
—Entonces por ahora estamos a salvo, ¿no es eso?
—Es solo una teoría, Thorn, no me siento muy inclinada a apostar mi vida a que es acertada. Pero está claro que no comprendemos todo lo que están haciendo. Tiene que existir un objetivo superior para toda esta actividad. Ha de haber una razón, no puede tratarse solo de aniquilar la vida porque sí. Y aunque así fuera, aunque no se tratara más que de máquinas de matar carentes de inteligencia, habría maneras más eficientes de conseguirlo.
—Entonces, ¿qué crees tú?
—Solo que no deberíamos contar con que nuestra interpretación de los datos sea la correcta, del mismo modo que un insecto no comprende los programas de control de plagas. —Tras decir eso, apretó los dientes y pulsó con la mano un mando—. Muy bien, agárrate. Aquí es donde empiezan los baches.
Un par de párpados acorazados descendieron sobre las ventanillas, tapando la visión. Casi de inmediato, Thorn notó que la nave retumbaba del modo que hacían los coches cuando dejaban una carretera suave y llegaban a la tierra. Y él tenía peso. Era una débil presión que lo empujaba contra el asiento, pero no dejaría de crecer y crecer.
—¿Quién eres en realidad, Ana?
—Ya sabes quién soy. Ya hemos hablado de eso.
—Pero no a mi entera satisfacción. Pasa algo curioso con esa nave, ¿no es verdad? No puedo señalar qué exactamente, pero en todo el tiempo que he estado a bordo, he tenido la sensación de que la otra mujer, Irina, y tú estabais conteniendo la respiración. Era como si no vierais el momento de sacarme de allí.
—Tienes mucho trabajo que hacer en Resurgam, y cuanto antes empieces, mejor. Para empezar, Irina no estaba de acuerdo con que subieras a bordo. Hubiese preferido que te quedaras en el planeta, preparando la fase preliminar de la operación de evacuación.
—Unos pocos días no supondrán gran diferencia. No, decididamente no es eso. Había algo más. Estabais escondiendo algo, o confiabais en que no me fijara en algo. No puedo deducir qué era con exactitud.
—Tienes que confiar en nosotras, Thorn.
—Me lo ponéis difícil, Ana.
—¿Qué más podemos hacer? Te hemos enseñado la nave, ¿no es cierto? Has visto que existe de verdad. Tiene la capacidad suficiente para evacuar el planeta. Hasta te hemos enseñado el hangar de lanzaderas.
—Sí —dijo él—. Pero lo que me hace dudar es todo lo que no me habéis enseñado.
El ruido sordo había aumentado. Era como si la nave se deslizara por un tobogán en una pendiente helada y golpeara de tanto en tanto con una piedra enterrada. El casco crujió y se reconfiguró una y otra vez, esforzándose por suavizar la transición. Thorn se sintió emocionado y asustado al mismo tiempo. Hasta entonces, solo había entrado en la atmósfera de un planeta en una ocasión, cuando sus padres lo trajeron de niño a Resurgam. En aquella ocasión estaba congelado e inconsciente, y no conservaba más recuerdos de aquello que de su nacimiento en Ciudad Abismo.
—No te lo hemos mostrado todo porque no podemos garantizar que la nave sea segura —dijo Vuilleumier—. No sabemos qué clase de trampas pudo dejar Volyova.
—Pero si ni siquiera me habéis dejado verla desde el exterior, Ana.
—No resultaba conveniente. Nuestra aproximación…
—No guarda ninguna relación con eso. Algo sucede con esa nave que no podéis permitir que vea, ¿no es eso?
—¿Por qué me lo preguntas ahora, Thorn?
Él sonrió.
—He pensado que la gravedad de la situación te ayudaría a concentrarte.
Vuilleumier no respondió.
En ese momento, el desplazamiento se suavizó. El armazón crujió y cambió de forma una última vez. Vuilleumier esperó unos minutos más y después alzó los párpados acorazados. Thorn guiñó los ojos para protegerse de la repentina intrusión de luz diurna. Estaban dentro de la atmósfera de Roc.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella—. Nuestro peso se ha duplicado respecto al que teníamos al subir a la nave.
—Lo soportaré. —Se encontraba bien, siempre que no tuviera que desplazarse—. ¿A qué profundidad nos has traído?
—No mucha. La presión es aproximadamente de media atmósfera. Espera… —En ese momento frunció el ceño ante algo que aparecía en una de las pantallas, y tecleó en los controles inferiores para que la imagen se desplazara a través de las bandas de color pastel. Thorn vio una silueta simplificada de la nave en la que se encontraban, rodeada de círculos concéntricos crecientes. Sospechó que se trataba de algún tipo de radar, y él también se fijó en una pequeña mancha de luz que parpadeaba y desaparecía en el límite del indicador. Ana pulsó otro control y los círculos concéntricos se ampliaron, con lo que la mancha quedó más cerca. Estaba ahí… desaparecía… volvía a estar.
—¿Qué es eso? —preguntó Thorn.
—No lo sé. El radar pasivo indica que hay algo siguiéndonos, a unos treinta mil kilómetros a popa. No vi nada durante la aproximación. Es pequeño y no parece que se acerque, pero no me gusta.
—¿Podría ser un error, un fallo que esté cometiendo la nave?
—No estoy segura. Supongo que el radar podría confundirse y obtener un falso eco del vórtice de nuestra estela. Podríamos pasar a un barrido activo centrado en esa zona, pero bajo ningún concepto quiero provocar una respuesta si no es necesario. Sugiero que nos alejemos de aquí mientras podamos. Soy una firme creyente en lo importante que es hacer caso de las advertencias.
Thorn tocó la consola.
—¿Y cómo sé que no has preparado tú misma la aparición de esa cosa?
Ella se rió con la carcajada repentina y nerviosa de una persona pillada por completo desprevenida.
—No lo he hecho, créeme.
Thorn asintió, comprendiendo que le decía la verdad o, como poco, que mentía realmente bien.
—Puede que no. Pero aun así quiero que nos dirijas hacia el lugar de impacto, Ana. No voy a marcharme hasta que vea lo que sucede aquí.
—¿Hablas en serio?
Esperó a que le diera una respuesta, pero Thorn la miró sin inmutarse.
—De acuerdo —accedió al fin Vuilleumier—. Nos acercaremos lo suficiente como para que puedas ver las cosas por ti mismo. Pero no más que eso. Y si ese objeto de ahí atrás da la menor muestra de acercarse, salimos de aquí. ¿Te queda claro?
—Por supuesto —dijo él con suavidad—. ¿Qué te crees que soy, un suicida?
Vuilleumier trazó la aproximación. El punto de impacto se movía a treinta kilómetros por segundo respecto a la atmósfera de Roc, y su velocidad venía determinada por el movimiento orbital de la luna que estaba extrudiendo el tubo. Se aproximaron desde atrás y aumentaron la velocidad. Su sombra caía sobre el punto de impacto. El casco volvió a contorsionarse para poder adaptarse al creciente número de Mach. Durante todo ese tiempo, la mancha del radar pasivo colgó tras de ellos, ganando y perdiendo claridad. A veces desaparecía del todo, pero en ningún momento se desplazaba respecto a su posición.
—Me siento menos pesado —dijo Thorn.
—Lógico. Casi volvemos a estar en órbita. Si fuésemos mucho más rápido, tendría que aplicar empuje para mantenernos abajo.
En la estela del impacto, la atmósfera estaba revuelta y llena de turbulencias, y extrañas reacciones químicas manchaban las capas de nubes con tonos rojos y bermellones teñidos de hollín. Los rayos relampagueaban de un horizonte a otro, se arqueaban en el cielo como inquietos puentes plateados al equilibrarse las oscilaciones de los diferenciales de carga. Los furiosos torbellinos giraban como derviches. Los múltiples sensores pasivos de la nave apuntaban hacia el frente, buscando a tientas una trayectoria entre lo peor de las tormentas.
—Todavía no distingo el tubo —dijo Thorn.
—Y no lo harás, no hasta que estemos mucho más cerca. Solo tiene trece kilómetros de ancho, y dudo que pudiéramos ver a más de cien kilómetros en cualquier dirección, aunque no hubiera tormenta.
—¿Tienes alguna idea de lo que están haciendo?
—Ojalá la tuviera.
—Obviamente, se trata de ingeniería planetaria. Han desgajado tres mundos solo para esto, Ana. Tiene que ser algo importante.
Continuaron aproximándose y el trayecto se hizo más agitado. Vuilleumier modificó su altitud unas decenas de kilómetros arriba y abajo, hasta que decidió no arriesgarse a seguir usando el radar Doppler. A partir de ese momento mantuvo una altitud fija, y la nave se sacudió y se bamboleó a través de torbellinos y muros de presión. Las alarmas se disparaban minuto sí y minuto no, y de vez en cuando Vuilleumier perjuraba y tecleaba una rápida secuencia de comandos en el panel de control. El aire que los rodeaba se hacía a cada instante más opaco. Unas imponentes nubes negras se hinchaban y crecían vertiginosamente, se contorsionaban adoptando un inquietante aspecto de vísceras. Nubarrones más grandes que ciudades enteras pasaban veloces y en un instante habían desaparecido. Por delante de ellos, el aire palpitaba y centelleaba con continuas descargas eléctricas, cegadoras ramas blancas bifurcadas y oscilantes cortinas de color azul celeste. Volaban directos a un pequeño trozo del infierno.
—Ahora no parece tan buena idea, ¿eh? —comentó Vuilleumier.
—No importa —dijo Thorn—. Mantennos en este rumbo. La mancha no se ha acercado más, ¿verdad? Puede que solo fuera un reflejo de nuestra estela. —Mientras hablaba, algo atrajo la atención de Vuilleumier hacia la consola. Una alarma comenzó a armar jaleo: un coro de voces multilingües que gritaban incomprensibles mensajes de aviso.
—El sensor de masas dice que hay algo delante, a setenta y tantos kilómetros de distancia —explicó ella—. Algo alargado, creo. La geometría del campo es inversa, con una atenuación según la inversa de erre. Tiene que ser nuestro chico.
—¿Cuánto falta para que lo veamos?
—Estaremos allí en cinco minutos. Estoy frenando nuestra velocidad de aproximación. Agárrate.
Thorn se precipitó hacia delante, contra el cinturón de su asiento, cuando Vuilleumier cortó en seco la velocidad. Contó cinco minutos y luego otros cinco. La mancha en la esfera del radar pasivo mantuvo su posición relativa y frenó a la vez que ellos. Curiosamente, el avance se hizo más suave. Las nubes comenzaron a aclarar y la salvaje actividad eléctrica pasó a ser poco más que un constante fondo estroboscópico a cada lado de la nave. En todo aquello había una terrible sensación de irrealidad.
—La presión del aire está descendiendo —anunció Vuilleumier—. Me parece que debe de haber una estela de baja presión detrás del tubo. Este se desliza supersónicamente a través de la atmósfera, así que el aire no puede correr para cerrar el hueco de inmediato. Estamos dentro del cono de Mach del tubo, como si voláramos justo por detrás de una aeronave supersónica.
—Suena como si supieras de lo que estás hablando… para ser una inquisidora.
—He tenido que aprender, Thorn. Y he tenido una buena maestra.
—¿Irina? —preguntó él, divertido.
—Formamos un buen equipo. Pero no siempre ha sido así. —Entonces miró hacia delante y señaló—. Mira, veo algo, creo. Probemos a hacer un zoom y después volvamos al espacio cagando leches.
Sobre la pantalla de la consola principal apareció una imagen del tubo. Se hundía en la atmósfera proveniente de las alturas, inclinado unos cuarenta o cuarenta y cinco grados respecto a la horizontal. Era una resplandeciente línea plateada contra el fondo color pizarra de la atmósfera, como el embudo de un tornado. Podían divisar unos ochenta kilómetros de su extensión. Arriba y abajo se desvanecía en la bruma o entre agitadas nubes. El tubo no daba sensación de movimiento, a pesar de que se hundía en las profundidades a un ritmo de un kilómetro cada cuatro segundos. Parecía estar flotando, incluso inmóvil.
—No hay señales de alguna otra cosa —dijo Thorn—. No sé muy bien qué es lo que esperaba, pero pensé que habría algo más. Puede que se encuentre más al fondo. ¿Puedes llevarnos hacia delante?
—Tendremos que atravesar el límite transónico. Será mucho más agitado que todo lo que hemos visto hasta el momento.
—¿Podremos aguantarlo?
—Podemos intentarlo. —Vuilleumier hizo una mueca y volvió a operar los controles. El aire delante del tubo estaba totalmente sereno y quieto, ajeno por completo a la onda de choque que se acercaba a toda velocidad. Incluso el paso anterior del tubo, durante la órbita previa de la luna, quedaba miles de kilómetros a un lado de su trayectoria actual. El aire situado justo por delante del conducto estaba comprimido en una capa fluida de unos pocos centímetros de grosor que formaba una onda de choque en forma de uve en cada punto a lo largo de la longitud del tubo. No había forma de adelantar al tubo sin atravesar esa ala de aire comprimido y recalentado hasta un extremo increíble, a no ser que Vuilleumier aceptase dar un rodeo de muchos miles de kilómetros.
Pasaron a un lado del conducto, que brillaba con un tono rojo cereza a lo largo del eje de avance, prueba de las energías de fricción que disipaba a su paso. Pero no había signos de que la maquinaria alienígena sufriera daño alguno.
—La están impulsando hacia abajo —dijo Thorn—, pero allí no hay nada. Solo un montón de gas.
—No todo el rato —informó Vuilleumier—. El gas se convierte en hidrógeno líquido unos cientos de kilómetros más abajo. Y más allá hay hidrógeno metálico. Y en algún lugar por debajo de todo eso hay un núcleo rocoso.
—Ana, si quisieran despedazar un planeta como este para llegar a esa materia rocosa, ¿tienes alguna idea de cómo se dispondrían a hacerlo?
—No lo sé. Pero puede que estemos a punto de descubrirlo.
Golpearon el límite transónico. Durante un instante, Thorn pensó que la nave iba a partirse, que finalmente le habían exigido demasiado. El casco ya había crujido antes y en esos momentos, durante un instante, lo oyó gritar de verdad. La consola llameó en rojo, parpadeó y se apagó. Durante unos terribles segundos todo estuvo en silencio. Entonces asomaron al otro lado, flotando en aire calmo. La consola volvió indecisa a la vida y un coro de voces admonitorias comenzó a chillar desde las paredes.
—Hemos logrado pasar —dijo Vuilleumier—. Pero no abusemos de la suerte.
—Estoy de acuerdo. Pero ya que hemos llegado tan lejos… bueno, sería una bobada no mirar un poco más abajo, ¿verdad?
—No.
—Si queréis que os ayude, tengo que saber en qué me estoy metiendo.
—La nave no podrá soportarlo.
Thorn sonrió.
—Acaba de resistir mucha más mierda de la que dijiste que podría soportar. Deja de ser tan pesimista.
La representante demarquista entró en la sala de espera blanca y lo miró. Detrás de ella permanecían tres policías de Ferrisville, los mismos a los que se había rendido en la terminal de embarques, junto a cuatro soldados demarquistas. Estos últimos habían entregado sus armas de fuego, pero lograban seguir pareciendo ominosos con sus ígneas armaduras rojas de energía. Clavain se sintió viejo y frágil, y sabía que estaba por completo a merced de sus nuevos anfitriones.
—Soy Sandra Voi —dijo la mujer—. Y usted debe de ser Nevil Clavain. ¿Por qué ha hecho que me llamen, Clavain?
—Estoy en proceso de desertar.
—No me refiero a eso. ¿Por qué yo en particular? Según los agentes de la convención, preguntó específicamente por mí.
—Pensé que usted me concedería un juicio imparcial, Sandra. Verá, hace tiempo conocí a uno de sus parientes. ¿Qué hubiera sido, su bisabuela? En estos tiempos ya me cuesta seguir las generaciones.
La mujer adelantó la otra silla blanca y se sentó en ella, frente a Clavain. Los demarquistas fingían que su sistema político convertía los rangos en un concepto superado. En vez de capitanes tenían navegantes, en lugar de generales tenían especialistas en planificación estratégica. Como era natural, tales especializaciones requerían identificadores visuales, pero Voi hubiese fruncido el ceño ante cualquier sugerencia de que las numerosas barras y franjas de color sobre el pecho de su túnica indicaban exactamente lo mismo que un anticuado estatus militar.
—No ha habido otra Sandra Voi, en cuatrocientos años —dijo.
—Lo sé. La última murió en Marte, durante un esfuerzo por negociar la paz con los combinados.
—Eso es ya historia antigua.
—Lo que no significa que deje de ser cierto. Voi y yo éramos miembros de la misma misión para mantener la paz. Yo me pasé a los combinados poco después de que ella muriera, y desde entonces estoy en su bando.
Los ojos de la nueva Sandra Voi se vidriaron unos momentos. Los implantes de Clavain detectaron el correteo de tráfico de datos dentro y fuera de su cráneo. Clavain estaba impresionado. Desde la plaga, pocos demarquistas se atrevían a adentrarse en el terreno de la mejora neuronal.
—Nuestros registros no concuerdan.
Clavain arqueó una ceja.
—¿No?
—No. Nuestro espionaje indica que Clavain no vivió más de siglo y medio tras su deserción. No es posible que seáis la misma persona.
—Abandoné el espacio humano en una expedición interestelar y no he regresado hasta hace poco. Por eso últimamente no hay muchos registros sobre mí. ¿Pero acaso importa? La convención ya ha verificado que soy un combinado.
—Podría tratarse de una trampa. ¿Por qué ibas a querer desertar?
De nuevo lo había sorprendido.
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—Puede que hayas prestado demasiada atención a nuestros periódicos. Si es así, tengo noticias importantes para ti: tu bando está a punto de ganar la guerra. La deserción aislada de una araña no va a suponer ya ninguna diferencia.
—Nunca pensé que lo hiciera —dijo Clavain.
—¿Entonces?
—No deserto por eso.
Descendieron más y más, siempre por delante de la onda de choque transónica de la maquinaria inhibidora. La mancha de la pantalla del radar pasivo, esa cosa que los seguía a una distancia de treinta mil kilómetros, seguía presente. A veces perdía claridad y luego la recobraba, pero nunca los abandonaba por completo. La luz del día cada vez se oscurecía más, hasta que el cielo en lo alto apenas fue una pizca más claro que las indiferentes profundidades negras de debajo. Ana Khouri apagó la iluminación de la cabina de la nave, con la esperanza de que así el exterior pareciera más brillante, pero la mejora fue insignificante. La única fuente de luz era la cuchilla de color rojo cereza de la cuña frontal del tubo, e incluso esa era más apagada que antes. Ahora el tubo solo se movía a veinticinco kilómetros por segundo respecto a la atmósfera. Su descenso era allí más empinado, y caía casi en picado hacia las zonas de transición donde la atmósfera se espesaba hasta formar hidrógeno líquido.
Ana se estremeció cuando se disparó otra alarma de presión.
—No podemos bajar mucho más. Te lo estoy diciendo en serio. Nos aplastará, ya hay cincuenta atmósferas en el exterior y esa cosa sigue pegada a nuestra cola.
—Solo un poquito más cerca, Ana. ¿Podemos alcanzar la zona de transición?
—No —dijo ella con énfasis—, no con esta nave. Toma aire para volar. Se ahogará en el hidrógeno líquido, y en ese momento caeremos y seremos aplastados por una implosión del casco. No es un bonito modo de morir, Thorn.
—Pero al tubo no parece afectarle la presión, ¿no? Probablemente descienda mucho más. ¿Cuánto crees que han depositado ya? Un kilómetro cada cuatro segundos, ¿no era eso? Viene a ser algo menos de mil kilómetros a la hora. A estas alturas ya debe de haber suficiente para dar la vuelta al planeta unas cuantas veces.
—No sabemos si es eso lo que está sucediendo.
—No, pero podemos hacer una suposición a partir de la información de que disponemos. ¿Sabes en qué no dejo de pensar, Ana?
—Seguro que vas a contármelo.
—En un bobinado. Como en un motor eléctrico. Pero podría equivocarme, por supuesto. —Thorn le sonrió.
De pronto se movió. Ella no se lo esperaba y por un momento, pese a su entrenamiento como soldado, se quedó paralizada de la sorpresa. Él se levantó del asiento y se arrojó sobre ella a través de la cabina. Tenía algo de peso, ya que se desplazaban a una velocidad mucho menor de la orbital, pero pese a todo pudo llegar hasta ella con facilidad, con movimientos fluidos y planeados de antemano. Suavemente, la apartó del puesto del piloto. Ella se resistió, pero Thorn era mucho más fuerte y sabía lo bastante como para rechazar sus movimientos defensivos. Ana no había olvidado su adiestramiento, pero la técnica no daba tanta ventaja, en especial contra un oponente de idéntica habilidad.
—Tranquila, Ana, tranquila. No voy a hacerte ningún daño.
Antes de comprender lo que estaba sucediendo, Thorn ya la había empujado al asiento del pasajero. La obligó a apoyarse sobre las manos y entonces arrastró con fuerza la red anticolisión sobre su pecho. Le preguntó si podía respirar y luego la cerró con más fuerza. Ella se debatió, pero la red se contraía muy ceñida y la retenía contra la silla.
—Thorn… —dijo.
Pero él se colocó en el asiento del piloto.
—A ver, ¿cómo vamos a jugar a esto? ¿Me vas a contar todo lo que quiero saber, o tendré que aplicar alguna persuasión adicional?
Operó los controles. La nave dio bandazos y sonaron las alarmas.
—Thorn…
—Lo siento. Parecía más fácil cuando te miraba hacerlo. Puede que sea más complicado de lo que se desprende a simple vista, ¿eh?
—No puedes volar con esta cosa.
—Pues no se me está dando nada mal, ¿no crees? Ahora… ¿para qué sirve esto? Veamos… —Se produjo otra reacción violenta de la nave y resonaron nuevas alarmas. Pero, aunque con lentitud, la nave había comenzado a obedecer sus órdenes. Khouri vio que parpadeaba el indicador del horizonte artificial. Estaban ladeándose. Thorn ejecutaba un brusco viraje a estribor.
—Ochenta grados… —leyó—. Noventa… cien…
—Thorn, no. Nos estás llevando directos de vuelta a la onda de choque.
—Esa viene a ser la idea. ¿Crees que el casco aguantará? Me ha dado la impresión de que considerabas que ya estaba soportando bastante tensión. Bueno, supongo que estamos a punto de descubrirlo, ¿no?
—Thorn, sea lo que sea lo que planeas…
—No planeo nada, Ana. Solo trato de ponernos en una situación de peligro real e inminente. ¿Es que no estaba ya lo bastante claro?
Ana volvió a tratar de liberarse luchando, pero era inútil. Thorn había sido muy listo. No era de extrañar que el cabronazo hubiese esquivado durante tanto tiempo al Gobierno. Tenía que admirarlo por ello, aunque fuese a regañadientes.
—No lo lograremos —dijo.
—No, es posible que no. Y me temo que mi pericia de vuelo no ayudará gran cosa. Lo cual lo simplifica aún más. Respuestas, eso es lo que quiero.
—Te lo he contado todo…
—En realidad no me has contado nada. Quiero saber quién eres. ¿Sabes cuándo empecé a albergar sospechas?
—No —dijo ella. Thorn no haría nada hasta que le respondiera.
—Fue la voz de Irina. Verás, estaba seguro de que ya la había oído antes. Bueno, pues al final lo recordé. En la alocución que hizo Ilia Volyova a Resurgam, poco antes de que comenzara a reventar colonias de la superficie. Fue hace mucho, pero las viejas heridas tardan mucho en cerrar. Ahí hay una similitud más que familiar, me parece a mí.
—Te equivocas de medio a medio, Thorn.
—¿De veras? En tal caso, ¿estás dispuesta a ilustrarme?
Sonaron nuevas alarmas. Thorn había bajado la velocidad, pero seguían avanzando a varios kilómetros por segundo hacia la onda de choque. Ana deseó que solo fuese su imaginación, pero creyó ver el filo de rojo cereza dirigiéndose hacia ellos en la oscuridad.
—¿Ana…? —volvió a preguntar él, con una voz alegre que era todo dulzura.
—Maldito seas, Thorn.
—Ah, eso me suena a progreso.
—Para, da media vuelta.
—En un instante. En cuanto oiga de ti las palabras mágicas. Una confesión, eso es todo lo que pido.
Ella inspiró profundamente. Así que en esas estaban, la ruina de todos sus lentos y acompasados planes. Habían apostado por Thorn y este había demostrado ser más listo que ellas. Deberían haberlo visto venir, y tanto que sí. Y Volyova, maldita fuera, tenía razón. Había sido un error dejar que Thorn se acercara siquiera a la Nostalgia por el Infinito. Tendrían que haber encontrado otro modo de convencerlo. Volyova debería haber ignorado las protestas de Khouri…
—Pronuncia las palabras, Ana.
—¡De acuerdo, de acuerdo, maldita sea! Ella es la triunviro. Te contamos toda una sarta de putas mentiras desde el primer momento. ¿Contento?
Thorn no respondió de inmediato. Para alivio de Ana, aprovechó ese tiempo para virar la nave. La aceleración la aplastó aún más contra el asiento, conforme Thorn aplicaba potencia para sacar distancia a la onda de choque. Y entre la negrura surgió a toda velocidad en su persecución una lívida línea roja, como el filo sanguinolento de la espada del verdugo. Ana la vio hincharse hasta que la panorámica posterior solo era un muro escarlata tan brillante como el metal fundido. Las alarmas de colisión chillaron como locas y las voces de advertencia multilingües convergieron en un único coro aterrado. Entonces un telón de cielo comenzó a cerrarse a cada lado de la línea roja, como dos cortinas de color gris hierro. El hilo comenzó a menguar en anchura y quedó por detrás de ellos.
—Creo que lo hemos conseguido —anunció Thorn.
—En realidad, me parece que no.
—¿Cómo?
Ella hizo un gesto en dirección a la pantalla del radar. No había rastro de la mancha que había estado detrás de ellos desde que entraron en la atmósfera de Roc, pero una multitud de señales de radar aparecían por todas partes. Había al menos doce nuevos objetos, y no tenían nada de la cualidad difusa del eco inicial. Se acercaban a varios kilómetros por segundo y estaba claro que convergían sobre la nave de Khouri.
—Creo que acabamos de provocar una respuesta —dijo, y su voz le sonó mucho más calmada de lo que ella misma se esperaba—. Parece que, después de todo, sí había un límite. Y acabamos de traspasarlo.
—Nos sacaré de aquí lo más rápidamente posible.
—¿Y crees que supondrá la más mínima diferencia? Estarán aquí en unos diez segundos. Tengo la impresión de que ya tienes la prueba que buscabas, Thorn. O estás a punto de tenerla. Disfruta del momento, porque puede que no dure mucho.
Él la miró con lo que ella interpretó como serena admiración.
—Ya has estado así antes, ¿verdad?
—¿Así cómo, Thorn?
—Al borde de la muerte. No significa mucho para ti.
—Preferiría estar en cualquier otra parte, no me malinterpretes.
Las formas que se cernían sobre ellos habían superado el último círculo concéntrico de la pantalla. Se encontraban ya a pocos kilómetros de la nave y frenaban al aproximarse. Khouri sabía que ya no causaría daño alguno dirigir los sensores activos contra las cosas que se acercaban. Ya habían delatado su posición y no iban a perder nada por ver más de cerca los objetos que convergían sobre ellos. Se aproximaban por todas partes y, aunque todavía quedaban enormes huecos entre ellos, hubiese sido por completo inútil tratar de escapar. Un minuto antes, las cosas no aparecían por ningún lado, así que obviamente eran capaces de deslizarse por la atmósfera como si esta no existiera. Thorn había situado a la nave en un empinado ascenso y, aunque ella hubiese hecho justo lo mismo, sabía que no iba a servir de nada. Se habían acercado demasiado al corazón de la amenaza y ahora iban a pagar cara su curiosidad, lo mismo que le había pasado a Sylveste tantos años atrás.
Los retornos del radar activo resultaban confusos por culpa de las formas cambiantes de las máquinas que se aproximaban. Los sensores de masa detectaban señales fantasma en el límite de sensibilidad, apenas discernibles del trasfondo provocado por el propio campo de Roc. Pero la evidencia visual era inequívoca. Unas formas oscuras y diferenciadas nadaban por la atmósfera hacia la nave. Y nadar era la palabra adecuada, comprendió Khouri, porque era exactamente lo que parecía: un movimiento complejo y fluido, una ondulación arrastrante, como los pulpos al desplazarse por el agua. Las máquinas eran tan veloces como su nave y estaban formadas por muchos millones de elementos de menor tamaño, una incansable danza deslizante de cubos negros a muchos niveles. Casi no se podía ver ningún detalle, aparte de la absoluta negrura cambiante de las siluetas, pero de vez en cuando una luz azul o malva titilaba dentro de las masas compactas, marcando el relieve de uno u otro apéndice. Nubes de formas negras más pequeñas asistían a cada ensamblaje principal y, cuando estos se acercaban entre sí, lanzaban prolongaciones de unos a otros, líneas umbilicales de máquinas hijas que fluían entre uno y otro extremo. Oleadas de masa latían entre los núcleos principales y, ocasionalmente, una de las primarias se fisionaba o se unía a su vecina. Los rayos púrpura continuaban oscilando entre las impenetrables siluetas y a veces formaban una concha geométrica alrededor de la nave de Khouri, antes de volver a reducirse a esquemas que parecían mucho más aleatorios. A pesar de todo, a pesar de la convicción de que iba a morir, la aproximación resultaba fascinante. Y también repulsiva. Simplemente contemplar a las máquinas inhibidoras provocaba una sensación de terribles náuseas, porque estaban viendo algo que demostraba de forma clara no haber sido nunca creado por una inteligencia humana. Era pasmoso y extraño el modo en que se movían las máquinas, y en su subconsciente supo que Volyova y ella habían subestimado terriblemente al enemigo, si tal cosa era posible. Todavía no habían visto nada.
Las máquinas estaban ya a solo cien metros de su nave. Formaron una concha negra que se cerraba, que fluía para rodear a su presa. El cielo se obstruía a su alrededor, y ya solo resultaba visible entre los filamentos tentaculares que intercambiaban las máquinas. Silueteados por violentos arcos y salpicaduras de luz, láminas que temblaban y baratijas que bailaban con la energía del plasma que contenían, Khouri vio gruesos troncos de maquinaria, cambiante que tanteaban hacia el interior, de forma obscena y voraz. El escape de la nave seguía escupiendo por detrás, pero las máquinas parecían ignorarlo, pues atravesaba limpiamente el caparazón.
—Thorn.
—Lo siento —dijo él, con lo que sonaba a genuino arrepentimiento—. Solo era que tenía que saberlo. Siempre me ha gustado forzar las cosas.
—En realidad no te culpo. Puede que yo hubiese hecho lo mismo, si las tornas estuvieran cambiadas.
—Eso significa que los dos hemos sido estúpidos, Ana. No es una justificación.
El casco resonó, y luego volvió a hacerlo. La chillona alarma cambió de tono. Ya no advertía de un inminente colapso por presión ni asfixia, sino que indicaba que el casco estaba sufriendo daños, perforado desde el exterior. Se oía un repugnante ruido de arañazos metálicos, como uñas que se arrastraran sobre las planchas, y el ancho extremo avaricioso de un tronco de maquinaria inhibidora se derramó por las ventanas de la cabina. El borde circular del tronco bullía con un mosaico viviente de pequeños cubitos negros del tamaño de un pulgar, y su movimiento rotatorio resultaba extrañamente hipnótico. Khouri trató de alcanzar los controles que cerraban las ventanas, pensando que eso podría suponer uno o dos segundos de diferencia.
El casco crujió. Más tentáculos negros se pegaron a él. Una a una, las pantallas de los sensores comenzaron a apagarse o a brillar con estática.
—Ya podrían habernos matado… —dijo Thorn.
—Podrían, pero creo que quieren saber cómo somos.
Hubo otro ruido, el que ella se estaba temiendo. Era el chirrido del metal al despedazarse. Cuando la presión en el interior de la nave descendió se le taponaron los oídos, y se imaginó que moriría en uno o dos segundos. Fallecer en una despresurización no era la más agradable de las muertes, pero supuso que era preferible a ser asfixiada por la maquinaria inhibidora. ¿Qué harían las tanteadoras formas negras cuando llegaran hasta ella? ¿La desmantelarían igual que estaban destripando la nave? Pero justo cuando formulaba ese pensamiento consolador, la sensación de descenso en la presión cesó y comprendió que, si se había producido una fractura en el casco, había sido breve.
—Ana —dijo Thorn—. Mira.
La puerta del mamparo que conducía al puente de vuelo era un muro de tinta china en movimiento, como un maremoto congelado y hecho de pura oscuridad. Khouri notó la brisa de ese constante movimiento afanoso, como si un millar de silenciosos abanicos se agitaran adelante y atrás. De vez en cuando, un pulso de color rosa o púrpura latía en las tinieblas, proporcionando un aterrador atisbo de sus profundidades saturadas de máquinas. Percibió una vacilación. Las máquinas habían penetrado profundamente en la nave y debían de saber que habían alcanzado su delicado núcleo orgánico.
Algo empezó a emerger del muro. Comenzó con una ampolla con forma de cúpula, tan ancha de lado a lado como el muslo de Khouri, y luego se extendió y adoptó la forma de una rama de árbol, al tiempo que sondeaba el interior de la cabina. Su extremo era un nudo romo como la extremidad de un moho mucilaginoso, pero se agitaba de un lado a otro como si olisqueara el aire. Una difusa bruma de minúsculas máquinas negras hacía difícil fijarse en sus bordes. El proceso tuvo lugar en silencio, salvo por los ocasionales chasquidos o chisporroteos en la lejanía. El nudo creció a partir del muro hasta que tuvo un metro de largo, y se situó equidistante de Khouri y Thorn. Durante un momento dejó de extenderse y se balanceó a un lado y luego al otro. Khouri vio una cosa negra del tamaño de una moscarda que revoloteaba junto a su ceja y que a continuación volvía a desaparecer en la masa principal del tronco. Entonces, con espantosa fatalidad, el tronco se bifurcó y retomó su extrusión. Los extremos divididos formaron una horquilla: uno apuntaba a Khouri y el otro se dirigía hacia Thorn. Creció mediante rezumantes oleadas de cubos que palpitaban a lo largo de su extensión, y que se hinchaban o se contraían antes de fijarse en sus posiciones definitivas.
—Thorn —dijo Khouri—, escúchame. Podemos destruir la nave.
Él asintió brevemente.
—¿Qué debo hacer?
—Suéltame y yo me encargaré. No aceptará de ti la orden de autodestruirse.
Thorn trató de moverse, pero apenas había avanzado un centímetro antes de que el tentáculo negro lanzara como un látigo otro apéndice para retenerlo. Lo hizo con cuidado (estaba claro que la maquinaria seguía sin desear hacerles daño de forma accidental), pero Thorn quedó inmovilizado.
—Buen intento —dijo Khouri. Las puntas se encontraban a solo un par de centímetros de ella. Se habían bifurcado varias veces durante su aproximación final, así que ahora una mano negra de numerosos dedos se alzaba ante su rostro, con las falanges (o apéndices) listos para zambullirse en sus ojos, boca, nariz y orejas, o incluso a través de la piel y los huesos. Los dedos se subdividían a su vez en púas negras sucesivamente más pequeñas, que se desvanecían en una bruma como bronquios de color negro o grisáceo.
El tronco se retiró unos centímetros. Khouri cerró los ojos, pensando que la maquinaria se disponía a golpear. Entonces sintió un agudo pinchazo muy frío tras los párpados, una punzada tan rápida y localizada que apenas provocó dolor alguno. Un instante después notó lo mismo en algún punto del interior del canal auditivo y, un momento más tarde (aunque ya no tenía una idea precisa de a qué ritmo transcurría realmente el tiempo), la maquinaria inhibidora alcanzó su cerebro. Hubo un torrente de impresiones; sentimientos e imágenes confusos que se precipitaban en rápida sucesión de forma aleatoria, seguidos de la sensación de que estaba siendo desenredada e inspeccionada como una larga cinta magnética. Quería gritar, o dar, al menos, alguna respuesta humana reconocible, pero estaba inmovilizada por completo. Incluso sus pensamientos se habían congelado, obstaculizados por la intrusiva presencia de las máquinas negras. Aquella masa similar a la brea se había arrastrado hasta ocupar cada porción de su ser, hasta que casi no quedó espacio para la entidad que antaño se había considerado a sí misma Ana Khouri. Pero pese a todo, subsistió lo suficiente para percibir que, incluso cuando la máquina se abría paso a la fuerza por su interior, se trataba de un flujo de datos bidireccional. Al tiempo que la máquina establecía fuentes de comunicación en su cráneo, fue levemente consciente de su asfixiante y negra vastedad, que se extendía más allá de su cabeza, retrocedía por el tronco, recorría la nave y se adentraba en el cúmulo de máquinas que rodeaba a esta.
Incluso percibió a Thorn, conectado a la misma red de recopilación de datos. Sus pensamientos, pues de eso se trataba, eran perfecto reflejo de los suyos. Estaba paralizado y comprimido, incapaz de gritar o siquiera de imaginar la liberación que supondría gritar. Ana trató de alcanzarlo, para que al menos supiera que ella seguía allí presente y que alguien más en el universo comprendía lo que estaba soportando. Y al tiempo notó que Thorn hacía lo mismo, así que juntaron sus dedos a través del espacio neuronal, como dos amantes que se ahogan en tinta. El proceso de análisis proseguía y la negrura se filtraba por las zonas más antiguas de su mente. Era la peor experiencia de toda su vida, peor que cualquier tortura o simulación de tortura que hubiera soportado en Borde del Firmamento. Era peor que todo lo que le hubiera hecho la Mademoiselle, y el único alivio descansaba en el hecho de que apenas era vagamente consciente de su propia identidad. Cuando incluso eso desapareciera, quedaría libre.
Y entonces algo cambió. En el confín de lo que sentía a través de los canales de recopilación de datos, en la periferia de la nube que englobaba su nave, surgía una alteración. Thorn también la percibió, y Ana notó una patética llamita de esperanza que llegaba hasta ella mediante la bifurcación. Pero no había nada por lo que sentirse esperanzado. Solo estaban detectando la reagrupación de las máquinas, listas para la siguiente fase del proceso de asfixia.
Se equivocaba.
Notó una tercera mente que se adentraba en sus pensamientos, muy distinta a la de Thorn. Esta mente era cristalina y serena, y sus pensamientos no se veían ahogados por el opresivo lazo negro de la maquinaria. Ana percibió curiosidad y no poca vacilación, y aunque también notó miedo, no se trataba del terror extremo que Thorn irradiaba. Aquel temor solo era una forma extrema de precaución. Y al mismo tiempo recobró parte de su propio yo, como si la negra presa se hubiese aflojado.
La tercera mente se acercó a las suyas, vadeando, y Ana comprendió (con tanta sorpresa como era capaz de albergar) que era una inteligencia que ella ya conocía. Nunca se la había encontrado antes a ese nivel, pero la fuerza de su personalidad era tan penetrante que destacaba como una fanfarria de trompeta tocando un estribillo familiar. Era la mente de un hombre, la mente de un hombre que nunca había concedido mucho margen a la duda ni a la humildad, que jamás había cedido gran cosa frente a la compasión por los problemas ajenos. Y, al mismo tiempo, detectó un minúsculo brillo de remordimiento y algo que hasta podría interpretarse como preocupación. Pero al aproximarse a esa conclusión, la mente retrocedió de un chasquido y volvió a esconderse, y Ana notó la fuerte estela de su retirada.
Ana chilló, literalmente, porque ya era capaz de mover de nuevo su cuerpo. En ese instante el tronco se quebró y se hizo pedazos con un agudo tintineo. Cuando abrió los ojos, se vio rodeada de una nube de cubos negros que se empujaban y tropezaban desorganizados. El muro azabache al otro lado del mamparo estaba quebrándose. Observó que los cubos trataban de unirse entre sí y en ocasiones formaban acumulaciones negras de mayor tamaño, que solo duraban uno o dos segundos antes de volver a deshacerse. Thorn ya no estaba inmovilizado en su asiento. Avanzó y apartó a un lado a los cubos negros hasta que pudo liberar a Khouri de la red.
—¿Tienes alguna idea sobre lo que acaba de suceder? —preguntó, pronunciando con dificultad las palabras.
—En realidad, sí —dijo ella—, pero no estoy muy segura de creérmelo.
—Explícamelo, Ana.
—Mira, Thorn. Mira fuera.
Él siguió su mirada. Más allá de la nave, la masa negra que los rodeaba estaba sufriendo de la misma incapacidad para cohesionarse que los cubos del interior. Se abrían huecos a cielo abierto, que se cerraban y volvían a asomar por todas partes. Y Ana comprendió que también había algo más ahí fuera. Estaba dentro de la rugosa concha negra que envolvía a la nave, pero no pertenecía a ella y, al moverse (puesto que parecía estar orbitando la nave, trazando círculos en perezosas curvas abiertas), las masas negras coaguladas se apartaban ágiles de su camino. Era complicado discernir la forma del objeto, pero la impresión que Khouri recordó después era la de un giroscopio de color gris plomizo en rotación, una cosa aproximadamente esférica hecha de muchas capas que giraban a la vez. En su centro, o enterrado en un punto próximo, había una fuente parpadeante de luz de color rojo oscuro, como un jaspe. El objeto (que también le traía a la mente la imagen de una canica en rotación) tenía quizá un metro de diámetro, pero como su periferia se hinchaba y retrocedía con cada rotación, era difícil de precisar. Todo lo que Khouri sabía y podía asegurar era que el objeto no estaba ahí antes, y que la maquinaria inhibidora parecía tenerle una extraña aprensión.
—Está abriendo una ventana para nosotros —exclamó Thorn, sorprendido—. Mira. Nos ofrece un medio de escape.
Khouri lo apartó del puesto del piloto.
—Entonces aprovechémoslo —dijo. Se escabulleron del enjambre de máquinas inhibidoras y se alejaron en arco hacia el espacio. Khouri observó en el radar la concha que iba quedando atrás; temía que asfixiara a esa canica roja en rotación y volviera a partir en pos de ellos. Pero pudieron huir. Más tarde, algo veloz y rápido surgió por detrás, con la misma señal de radar insegura que habían visto antes. Pero el objeto se limitó a pasar raudo a su lado con una aceleración temible, rumbo al espacio interplanetario. Khouri observó cómo desaparecía de su alcance en la dirección aproximada de Hades, la estrella de neutrones de los confines del sistema.
Pero eso ya se lo esperaba.
¿De dónde provenía la gran tarea? ¿Qué la había provocado? Los inhibidores no tenían acceso a esos datos. Lo único que estaba claro era que el deber de llevar a cabo la obra les correspondía a ellos y solo a ellos, y que se trataba de la actividad individual más importante que había iniciado un organismo inteligente en toda la historia de la galaxia, quizás hasta en la historia del propio universo.
La naturaleza de la obra era la sencillez personificada. No se podía permitir que la vida inteligente se extendiera por la galaxia. Era posible tolerarla, e incluso alentarla, cuando se limitaba a mundos solitarios o incluso a sistemas solares individuales.
Pero no debía infectar la galaxia.
Pese a ello, no resultaba aceptable extinguir simplemente toda vida. Eso hubiera sido factible en un sentido tecnológico para cualquier cultura galáctica madura, en especial una que dispusiera de la galaxia básicamente para ella sola. Se podían prender hipernovas artificiales en los semilleros estelares, estallidos esterilizadores un millón de veces más eficaces que las supernovas. Se podía conducir a algunas estrellas hasta que cayeran por el horizonte de sucesos del agujero negro supermasivo que dormitaba en el centro de la galaxia, de modo que ese trastorno alimentara una ola purificadora de rayos gamma. O se podía empujar a las estrellas binarias de neutrones a colisionar mediante delicadas manipulaciones de la constante gravitacional de la región. Se podían enviar hordas de máquinas autorreplicantes para que redujeran los planetas a escombros en cada sistema solar de la galaxia; en un millón de años, todos los viejos mundos rocosos de la galaxia estarían pulverizados. Una intervención profiláctica sobre los discos protoplanetarios a partir de los cuales se fusionaban los mundos podría haber evitado la formación de nuevos planetas viables. La galaxia se hubiese ahogado en el polvo de sus propias almas muertas, brillando al rojo a lo largo de megapársecs.
Se podría hacer todo eso.
Pero el objetivo no era extinguir la vida, sino mantenerla bajo control. La vida en sí, a pesar del aparente despilfarro que suponía, era sagrada para los inhibidores. De hecho, si existían era para su preservación absoluta, en especial de la vida inteligente.
Pero no se podía permitir que se extendiera.
Su metodología, mejorada a lo largo de millones de años, era simple. Había demasiados soles viables como para vigilarlos continuamente, demasiados mundos donde la vida elemental podía asomar a la inteligencia de pronto y por sí misma. Así que habían establecido redes de desencadenantes, artefactos desconcertantes repartidos por la faz de la galaxia. Estaban colocados de tal modo que era probable que una cultura emergente se topara con uno de ellos antes o después. Asimismo, no estaban diseñados para atraer de modo inadvertido a las culturas hasta el espacio. Debían ser tentadores, pero no demasiado.
Los inhibidores aguardaban entre las estrellas, atentos a la señal de que uno de sus relucientes cachivaches había atraído a una nueva especie.
Y entonces, rápidos y despiadados, convergían sobre el epicentro del nuevo brote.
La lanzadera militar en la que había llegado Voi estaba atracada fuera, sujeta a la parte inferior del Carrusel Nueva Copenhague mediante presas magnéticas. Clavain fue conducido a bordo y le dijeron dónde debía sentarse. Colocaron un casco negro sobre su cabeza, con solo una minúscula ventana de observación por la parte delantera. Estaba diseñado para bloquear las señales neuronales y evitar que interfiriera con la maquinaria ambiental. Esa precaución no lo sorprendió en absoluto. Para ellos era potencialmente valioso (a pesar de los comentarios previos de Voi en sentido contrario, cualquier tipo de desertor podía suponer alguna diferencia, incluso en una fase tan avanzada de la guerra), pero, como araña, podía causar también considerables daños.
La nave militar desatracó y partió del Carrusel Nueva Copenhague. Las ventanillas del casco acorazado estaban fijadas de modo pintoresco. A través del vidrio de quince centímetros de grosor, arañado y raspado, Clavain vio un trío de esbeltos vehículos policiales que los seguían de cerca como peces piloto.
Clavain hizo un gesto en dirección a las naves.
—Se toman esto en serio.
—Nos escoltarán hasta abandonar el espacio aéreo de la convención —dijo Voi—. Es el procedimiento habitual. Mantenemos muy buenas relaciones con la convención, Clavain.
—¿Dónde me lleváis? ¿Directamente al cuartel general demarquista?
—No digas bobadas. Te conduciremos a un lugar bonito y seguro, y sobre todo bien apartado. Hay un pequeño campamento demarquista al otro lado del Ojo de Marco… pero, por supuesto, ya lo conoces todo sobre nuestras operaciones.
Clavain asintió.
—Pero no los procedimientos informativos exactos. ¿Habéis tenido muchos casos como este?
La otra persona presente era un demarquista, también de alta graduación, al que Voi había presentado como Giles Perotet. Tenía la costumbre de estirar sin cesar los dedos de sus guantes, uno detrás de otro y una mano después de la otra.
—Dos o tres cada década —dijo—. Ciertamente, tú eres el primero desde hace bastante. No esperes un tratamiento de alfombra roja, Clavain. Es posible que nuestras perspectivas se vean influidas por el hecho de que ocho de los once desertores anteriores resultaron ser espías de las arañas. Los matamos a todos, pero no antes de que pudieran hacerse con valiosos secretos.
—No estoy aquí para eso. No tendría mucho sentido, ¿verdad? La guerra ya es nuestra, en cualquier caso.
—Así que has venido para regodearte, ¿no es así? —preguntó Voi.
—No. He venido para contaros algo que situará la guerra en una perspectiva por completo distinta.
La hilaridad cruzó brevemente el rostro de la demarquista.
—Tendría que tratarse de un truco.
—¿Todavía dispone la demarquía de una abrazadora lumínica?
Perotet y Voi intercambiaron miradas de asombro.
—¿Tú qué crees, Clavain? —replicó el hombre.
Clavain no respondió en varios minutos. Por la ventana vio cómo disminuía el Carrusel Nueva Copenhague, y el enorme arco del borde reveló no ser más que una sección de una rueda sin radios. La propia corona fue haciéndose cada vez más pequeña hasta casi perderse contra el trasfondo de los demás hábitats y carruseles que formaban el Cinturón Oxidado.
—Nuestro espionaje asegura que no la tenéis —dijo Clavain—, pero podría equivocarse, o poseer información incompleta. Si la demarquía tuviera que poner sus manos sobre una abrazadora lumínica con muy poco preaviso, ¿creéis que podría?
—¿De qué va esto, Clavain? —preguntó Voi.
—Responded a mi pregunta.
El rostro de Voi enrojeció ante su insolencia, pero contuvo bien su enfado. Su voz permaneció serena, casi formal.
—Sabes que siempre hay modos y maneras. Solo depende del grado de desesperación.
—Creo que deberíais empezar a hacer planes. Necesitaréis una nave estelar; más de una, si podéis lograrlo. Y tropas y armas.
—No estamos lo que se dice en posición de malgastar recursos, Clavain —dijo Perotet, quitándose por completo un guante. Sus manos eran blancas como la leche y de huesos muy finos.
—¿Por qué no? ¿Porque perderéis la guerra? Vais a perderla de todos modos. Simplemente ha de suceder un poco antes de lo que esperabais.
Perotet volvió a ponerse el guante.
—¿Por qué, Clavain?
—Ganar esta guerra ya no es la preocupación principal del Nido Madre. Otro asunto ha tomado prioridad. Siguen realizando los movimientos que le darán la victoria porque no quieren que ni vosotros ni nadie más sospeche la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Voi.
—No conozco todos los detalles. Tuve que elegir entre quedarme para descubrir más cosas o desertar mientras tuviera la ocasión. No fue una decisión fácil, y no dispuse de mucho tiempo para reflexionar sobre ello.
—Entonces cuéntanos lo que sabes —dijo Perotet—. Nosotros decidiremos si la información merece una investigación adicional. De un modo u otro acabaremos por descubrir lo que sabes, como ya comprenderás. Tenemos dragas, igual que tu bando. Puede que no sean tan rápidas, ni tampoco tan seguras…, pero ya nos valen. No pierdes nada por contarnos algo ahora.
—Os contaré todo lo que sé. Pero carece de valor si no actuáis al respecto. —Clavain notó que la nave militar ajustaba su curso. Se dirigían a la única luna de gran tamaño de Yellowstone, el Ojo de Marco, que orbitaba justo más allá del límite jurisdiccional de la Convención de Ferrisville.
—Adelante —dijo Perotet.
—El Nido Madre ha identificado una amenaza externa, una que nos atañe a todos. Hay alienígenas ahí fuera, seres similares a máquinas que erradican la aparición de las inteligencias tecnológicas. Por eso la galaxia está tan vacía: ellos la mantienen despejada. Y me temo que somos los siguientes en la lista.
—A mí me suena a simple conjetura —dijo Voi.
—No. Algunas de nuestras misiones en el espacio profundo ya se han encontrado con ellos. Son tan reales como tú y yo, y te juro que se están acercando.
—Hasta ahora nos las hemos arreglado bien —intervino Perotet.
—Algo que hemos hecho los ha alertado. Puede que nunca sepamos con precisión de qué se trata. Lo único que importa es que la amenaza es auténtica y que los combinados son totalmente conscientes de ella. Y no creen poder derrotarla. —Siguió contándoles prácticamente la misma historia que ya había relatado a Xavier y Antoinette sobre la evacuación del Nido Madre y la búsqueda para recuperar las armas perdidas.
—En cuanto a esas armas imaginarias —comentó Voi—, ¿se supone que debemos creer que supondrían una diferencia práctica contra alienígenas hostiles?
—Supongo que, si no se consideraran de valor, mi gente no estaría ansiosa.
—¿Y dónde entramos nosotros?
—Me gustaría que vosotros recuperarais las armas antes. Por eso necesitaréis una nave estelar. Podrías dejar atrás unas pocas armas para la flota del éxodo de Skade, pero más allá de eso… —Clavain se encogió de hombros—. Creo que estarán mejor bajo control de la humanidad ortodoxa.
—Eres todo un chaquetero —dijo Voi con admiración.
—He intentado no convertirlo en una profesión.
La nave dio bandazos. No había habido ninguna señal de advertencia hasta ese momento, pero Clavain había volado en naves de sobra para reconocer la diferencia entre una maniobra programada y otra desesperada.
Algo iba mal. Pudo verlo al instante en los gestos de Voi y Perotet: toda compostura se esfumó de sus rostros. La expresión de Voi se convirtió en una máscara y su garganta temblaba como si estuviera embarcada en una comunicación subvocal con el capitán de la nave. Perotet fue hasta la ventanilla, asegurándose de tener al menos una extremidad sujeta a un agarradero.
La lanzadera volvió a dar sacudidas. Una dura luz azul iluminó la cabina. Perotet apartó la mirada, entrecerrando los ojos para protegerse del resplandor.
—¿Qué sucede? —preguntó Clavain.
—Nos atacan. —El hombre sonaba fascinado y consternado al mismo tiempo—. Alguien acaba de cargarse una de las naves de escolta de Ferrisville.
—Esta lanzadera parece poco blindada —dijo Clavain—. Si alguien nos atacara, ¿no deberíamos estar ya muertos?
Otro destello. La lanzadera se bamboleó y guiñó. El casco vibró al incrementarse la potencia del motor. El capitán estaba aplicando una maniobra evasiva.
—Ya van dos —dijo Voi, desde el otro lado de la cabina.
—¿Os importaría soltarme de esta silla? —pidió Clavain.
—Veo algo que se aproxima a nosotros —gritó Perotet—. Parece otra nave, o puede que dos. Sin marcas. Parecen civiles, pero es imposible. A no ser que…
—¿Banshees? —sugirió Clavain.
No parecieron oírlo.
—También hay algo a este lado —dijo Voi—. El navegante tampoco sabe lo que está sucediendo. —Posó su atención sobre Clavain—. ¿Podría llegar tu bando tan cerca de Yellowstone?
—Desean recuperarme a toda costa —explicó Clavain—. Supongo que todo es posible. Pero esto atenta contra todas las normas de la guerra.
—Aun así, podrían ser arañas —dijo Voi—. Si lo que cuentas es cierto, entonces las reglas de la guerra ya no se aplican.
—¿Podéis contraatacar? —preguntó Clavain.
—No aquí. Nuestras armas están pacificadas electrónicamente dentro del espacio aéreo de la convención. —Perotet se desenganchó de un cinturón y correteó hasta otro situado en la pared opuesta—. El otro escolta está dañado, debe de haber recibido un impacto parcial. Suelta combustible y ha perdido el control de navegación. Se distancia de nosotros. Voi, ¿cuánto queda para que volvamos a la zona de guerra?
Los ojos de la demarquista volvieron a vidriarse. Era como si se quedara momentáneamente aturdida.
—Cuatro minutos hasta la frontera, entonces las armas se despacificarán.
—No disponéis de cuatro minutos —dijo Clavain—. ¿Por casualidad hay un traje espacial a bordo de esta cosa?
Voi lo miró extrañada.
—Pues claro, ¿por qué?
—Porque resulta evidente que es a mí a quien buscan. No tiene sentido que muramos todos, ¿verdad?
Le mostraron el armario de los trajes. Eran de diseño demarquista, todos con estrías de metal de color rojo plateado y, aunque no eran ni más ni menos avanzados técnicamente que los trajes de los combinados, todo funcionaba de modo distinto. Clavain no podría haberse puesto el traje sin la ayuda de Voi y Perotet. Tras cerrar y asegurar el casco, el borde de la visera se encendió con una decena de indicadores de estado que no le resultaban familiares, trazas que se arrastraban por la pantalla e histogramas cambiantes marcados con acrónimos que para él no significaban nada. De forma periódica, una discreta y educada voz femenina susurraba algo a su oído. La mayoría de las trazas eran más verdes que rojas, lo que Clavain interpretó como una buena señal.
—Sigo pensando que esto debe de ser una trampa —dijo Voi—. Algo que habías planeado desde el principio. Pretendías subir a bordo de nuestra nave y que después te rescataran. Quizá nos has hecho algo o has plantado algo…
—Todo lo que os he contado es cierto —insistió Clavain—. No sé quién es esa gente de ahí fuera y tampoco sé qué quieren de mí. Podrían ser combinados pero, si lo son, su llegada no es algo que tuviera previsto.
—Ojalá pudiera creerte.
—Admiraba a Sandra Voi, y confiaba en que el hecho de haberla conocido pudiera ayudarme al presentarte mi caso. He sido totalmente sincero en eso.
—Si son combinados… ¿te matarán?
—No lo sé. Me parece que ya podrían haberlo hecho, si fuera ese su objetivo. No creo que Skade os hubiera perdonado la vida, pero quizá la juzgo mal. Si es que se trata de Skade… —Clavain arrastró los pies hasta la cámara estanca—. Mejor será que me vaya. Espero que os dejen en paz cuando vean que estoy fuera.
—Estás asustado, ¿verdad?
Clavain sonrió.
—¿Tan evidente resulta?
—Eso me empuja a pensar que podrías no estar mintiendo. La información que nos has dado…
—En serio, deberíais actuar al respecto.
Se introdujo en la esclusa y Voi hizo el resto. Las trazas de la visera registraron el paso al vacío. Clavain oyó cómo el traje crujía y chasqueaba de manera poco familiar mientras se ajustaba al espacio. La puerta exterior se alzó sobre pesados pistones. No pudo ver nada, salvo un rectángulo de oscuridad. Ni estrellas ni planetas. Tampoco el Cinturón Oxidado, ni siquiera las naves de los piratas.
Siempre hacía falta valor para dejarse caer de una nave espacial, y mucho más si se carecía de todo medio para regresar. Clavain calculó que ese sencillo paso y el impulso que debía darse se contaban entre las dos o tres cosas más difíciles que había tenido que hacer en toda su vida.
Pero había que hacerlo.
Estaba fuera. Se giró lentamente y la lanzadera demarquista entró en su campo de visión mientras pasaba a su lado. No mostraba daños, salvo una o dos marcas de quemaduras superficiales en el casco, donde había sido golpeado por fragmentos al rojo de las naves de escolta. Al sexto o séptimo giro, los motores palpitaron y la lanzadera comenzó a incrementar la distancia con Clavain. Eso era bueno. No tenía sentido sacrificarse si Voi no sacaba provecho de ello.
Aguardó. Transcurrieron quizá unos cuatro minutos antes de que distinguiera las otras naves. Era evidente que se habían distanciado tras el ataque. Eran tres, como pensaban Voi y Perotet.
Los cascos eran negros y habían dibujado encima con neón: calaveras, ojos y dientes de tiburón. De vez en cuando, una apertura de propulsión escupía un pulso de gas direccional y el destello permitía distinguir más detalles, perfilaba las esbeltas curvas de las superficies transatmosféricas y las ánimas con capucha de las armas retráctiles o de los ganchos articulados. Las armas se podían desmontar y así las naves adoptarían un aspecto bastante inocente. Elegantes juguetes de niños ricos, pero nada por lo que uno apostaría contra escoltas armados de la convención.
Uno de los tres banshees se separó de la formación y se cernió enorme sobre él. En la panza de su casco se abrió, como un iris, una cámara estanca iluminada con un resplandor amarillo. De allí salieron dos figuras, negras como el mismo espacio. Fueron a chorro hacia Clavain y frenaron con destreza cuando estaban a punto de chocar contra él. Sus trajes espaciales seguían la misma filosofía que las naves: eran de origen civil, pero mejorados con coraza y armamento. No hicieron el menor esfuerzo por comunicarse con él mediante el canal del traje; todo lo que oyó mientras lo capturaban y lo conducían a bordo de la nave negra fue la repetitiva y dulce voz de la subpersona de su traje.
En la cámara estanca de la panza había el espacio justo para los tres. Clavain buscó alguna señal en los trajes de sus captores, pero incluso desde muy cerca eran totalmente negros. Las viseras de los cascos estaban tintadas en grado sumo, así que todo lo que discernió fueron ocasionales destellos de los ojos.
Los indicadores de estatus volvieron a cambiar al registrar el retorno de la presión atmosférica. La puerta interior se abrió, también como un iris, y se vio empujado en dirección al cuerpo principal de la siniestra nave. La pareja en traje espacial lo siguió. Cuando estuvieron dentro, sus cascos se soltaron solos y volaron en dirección a los puntos de almacenaje. Quienes lo habían llevado a bordo eran dos hombres que bien podían ser gemelos, idénticos hasta en la nariz rota de cada rostro. Uno de ellos tenía un aro dorado que le atravesaba una ceja, mientras que el otro lo llevaba en el lóbulo de la oreja. Los dos eran calvos, salvo por una línea extraordinariamente estrecha de pelo teñido de verde que bisecaba sus cráneos de la sien a la nuca. Llevaban gafas de cristal anaranjado que les rodeaban la cabeza. En ninguno de los dos aparecía el menor rastro de una boca.
El que tenía el anillo en la ceja indicó a Clavain mediante señas que él también debía quitarse el casco. Clavain negó con la cabeza, pues no estaba dispuesto a hacer algo así hasta asegurarse de que se encontraba rodeado de aire respirable. El hombre se encogió de hombros y echó mano de algo sujeto a la pared. Era un hacha de brillante color amarillo.
Clavain alzó el brazo y comenzó a luchar con el pestillo de seguridad de su traje demarquista. No lograba encontrar el mecanismo para soltarlo. Tras un instante, el hombre de la oreja perforada sacudió la cabeza y apartó a un lado la mano de Clavain. Accionó el pestillo y la suave voz que sonaba en el oído de Clavain se hizo más estridente, más insistente. La mayoría de los indicadores parpadearon en rojo.
El casco se soltó con un soplo de aire. A Clavain se le taponaron los oídos. La presión dentro de aquella nave negra no cumplía ni de lejos el estándar demarquista. Respiró un aire frío y sus pulmones tuvieron que hacer un esfuerzo.
—¿Quién…, quiénes sois? —preguntó, cuando tuvo la energía necesaria para hablar.
El hombre del párpado perforado volvió a colocar el hacha amarilla en la pared y a continuación se pasó un dedo por la garganta. Entonces otra voz, que Clavain no logró reconocer, dijo:
—Hola.
Clavain miró a su alrededor. La tercera persona también llevaba traje espacial, aunque mucho menos voluminoso e incómodo que los que usaban sus compañeros. A pesar de su volumen, la mujer lograba seguir pareciendo delgada y enjuta. Se sostuvo en el aire en medio del marco de la puerta de un mamparo, donde aguardaba serena con la cabeza ligeramente ladeada. Quizá era un efecto de la luz sobre su rostro, pero Clavain creyó ver unas líneas fantasmales de negro desvaído sobre su piel blanca e inmaculada.
—Confío en que los Gemelos Parlanchines lo hayan tratado bien, señor Clavain.
—¿Quién eres? —repitió Clavain.
—Soy Zebra. No es mi nombre auténtico, por supuesto; ese no lo necesita.
—¿Quién eres, Zebra? ¿Por qué habéis hecho esto?
—Porque nos lo ordenaron. ¿Qué esperaba si no?
—No esperaba nada. Trataba… —Se detuvo y esperó hasta recuperar el aliento—. Trataba de desertar.
—Lo sabemos.
—¿Quiénes?
—Muy pronto lo descubrirá. Acompáñeme, señor Clavain. Gemelos, sujetaos y preparaos para alta potencia. La convención se aglomerará como un enjambre de moscas para cuando regresemos a Yellowstone. Va ser un interesante viaje a casa.
—No valgo tanto como para justificar la muerte de personas inocentes.
—Nadie ha muerto, señor Clavain. Los dos escoltas de la convención que fueron destruidos eran remotos, esclavos del tercero. Alcanzamos a este último, pero su piloto no habrá sufrido heridas. Y, eso es palpable, hemos evitado dañar la lanzadera de los zombis. Me pregunto si lo obligaron a salir al espacio.
Clavain la siguió hacia delante, a través del mamparo, hasta alcanzar una zona que servía de cubierta de vuelo. Por lo que Clavain pudo ver, solo había otra persona a bordo, un hombre de aspecto marchito amarrado al puesto del piloto. No llevaba traje y sus viejas manos, moteadas por la edad, agarraban los mandos como ramitas prensiles.
—¿Tú qué crees? —preguntó Clavain.
—Es posible que lo hicieran, pero creo más probable que usted eligiera marchar.
—Ya no importa, ¿verdad? Me tenéis.
El anciano echó un vistazo a Clavain sin mostrar apenas interés.
—¿Inserción normal, Zebra, o tomamos el largo camino a casa?
—Sigue el corredor habitual, Manoukhian, pero estate listo para desviarte. No quiero volver a enfrentarme a la convención.
Manoukhian, si es que ese era en realidad su nombre, asintió y aplicó presión a los mandos de control de asas marfileñas.
—Haz que el invitado se amarre, Zebra. Y tú también.
La mujer a rayas asintió.
—Gemelos, ayudadme a proteger al señor Clavain.
Los dos hombres trasladaron a Clavain, todavía dentro del traje, hasta un sofá de aceleración anatómico. Él les dejó hacer, estaba demasiado débil como para ofrecer más que una resistencia testimonial. Su mente sondeó el entorno cibernético próximo de la nave espacial y, aunque sus implantes detectaron parte del tráfico de datos que atravesaba las redes de control, no había nada en lo que pudiera influir. Las personas también quedaban fuera de su alcance. Ni siquiera creía que alguno de ellos llevara implantes.
—¿Sois los banshees? —preguntó.
—En cierto modo, pero no del todo. Los banshees son un puñado de piratas sanguinarios. Nosotros hacemos las cosas con un poco más de elegancia. Sin embargo, su existencia nos proporciona la cobertura que precisamos para nuestras actividades. ¿Y usted? —Las franjas de su rostro se fruncieron al sonreír—. ¿Es realmente Nevil Clavain, el Carnicero de Tarsis?
—No oirás eso de mi boca.
—Es lo que les contó a los demarquistas. Y a esos chicos de Copenhague. Tenemos espías por todas partes, como verá. No hay mucho que escape a nuestra atención.
—No puedo demostrar que soy Clavain. Pero, ¿por qué debería intentarlo?
—Creo que sí lo es —afirmó Zebra—. Vaya, espero que lo sea. Menudo chasco si fuese un impostor. A mi jefe no le haría nada de gracia.
—¿Tu jefe?
—El hombre con el que estamos camino de reunimos —dijo Zebra.