23

Clavain y H volvieron a coger el veloz ascensor de hierro para dejar los niveles del sótano del Cháteau. Mientras subían, Clavain se dedicó a rumiar lo que su anfitrión le había mostrado y contado. En cualquier otra circunstancia, la historia sobre Sukhoi y Mercier habría puesto a prueba su credulidad. Pero la aparente sinceridad de H y el ambiente de pánico que se respiraba en la habitación vacía había puesto difícil desechar sin más todo aquel asunto. Era mucho más reconfortante pensar que H solo le había contado la historia para jugar con su mente y por esa razón Clavain decidió, de momento, optar por la posibilidad menos reconfortante, igual que había hecho H cuando había investigado las afirmaciones de Sukhoi.

Clavain sabía por experiencia que era la posibilidad menos reconfortante la que por lo general terminaba siendo la correcta. Así era como funcionaba el universo.

No hablaron mucho durante el ascenso. Él seguía convencido de que tenía que huir de H y continuar con su deserción. Pero de igual forma, lo que H le había revelado hasta ahora le había obligado a aceptar que lo que comprendía de aquel tema estaba lejos de ser todo lo que había.

Skade no solo trabajaba con sus propios fines en mente, o incluso con los fines de una cábala de combinados anónimos: había muchas probabilidades de que estuviera trabajando para la Mademoiselle, que siempre había deseado influir en el Nido Madre. Y la misma Mademoiselle era una desconocida, una figura que se apartaba mucho de la experiencia de Clavain. Y sin embargo, al igual que H, era evidente que había sentido un profundo interés por la larva alienígena y su tecnología, suficiente como para traer la criatura al Cháteau y aprender a comunicarse con ella. La mujer estaba muerta, cierto, pero quizá Skade se había convertido en una agente tan voluntariosa que muy bien se podría pensar ahora en Skade y la Mademoiselle como entes inseparables.

Clavain no sabía a qué se había imaginado que se estaba enfrentando, pero era más grande, y se remontaba mucho más atrás, de lo que jamás se había imaginado.

Pero eso no cambia nada, pensó. Lo más importante seguía siendo la adquisición de las armas de clase infernal. Quienquiera que dirigiera a Skade, quería esas armas más que cualquier otra cosa.

Así que soy yo el que las tiene que conseguir.

El ascensor se detuvo con un traqueteo. H abrió la puerta enrejada y llevó a Clavain por otra serie de pasillos de mármol hasta que llegaron a lo que parecía una habitación de hotel absurdamente espaciosa. Un techo bajo, atestado de adornos de yeso, retrocedía en segundo plano, y se habían colocado varios muebles y ornamentos por uno u otro sitio, como objetos en una instalación artística: la cuña negra e inclinada de un piano de cola; un reloj de pie en el medio de la habitación, como si lo hubieran sorprendido en pleno paseo de pared a pared; varias columnas negras que sostenían unos bustos de alabastro oscuro, un par de sofás con patas talladas y tapizados de terciopelo de color escarlata oscuro, y tres sillones dorados tan grandes como tronos.

Dos de los tres sillones estaban ocupados. En uno se sentaba un cerdo vestido como H, con una sencilla túnica negra y pantalones. Clavain frunció el ceño al darse cuenta (aunque no podía estar del todo seguro) de que era Escorpio, el prisionero que había visto por última vez en el Nido Madre. En el otro se sentaba Xavier, el joven mecánico que Clavain había conocido en el Carrusel Nueva Copenhague. La extraña yuxtaposición le provocó a Clavain un dolor de cabeza cuando intentó construir algún escenario plausible para que los dos terminaran juntos, allí.

—¿Son necesarias las presentaciones? —preguntó H—. No creo, pero solo por si acaso, señor Clavain, quiero que conozca a Escorpio y a Xavier Liu. —Saludó primero a Xavier—. ¿Cómo se encuentra ahora?

—Estoy bien —dijo Xavier.

—El señor Liu sufrió un fallo cardíaco. Lo atacaron con un arma paralizadora a bordo de la nave espacial de Antoinette Bax, el Ave de Tormenta. El voltaje programado habría derribado a una hamadríade, por no hablar ya de un ser humano.

—¿Lo atacaron? —dijo Clavain, que tenía la sensación de que lo más cortés era decir algo.

—Un agente de la Convención de Ferrisville. Oh, no se preocupe, el individuo implicado no volverá a hacerlo. Ni eso ni mucho más, la verdad.

—¿Lo ha matado? —preguntó Xavier.

—No como tal, no. —H se volvió hacia Clavain—. Xavier tiene suerte de estar vivo, pero se pondrá bien.

—¿Y Antoinette? —preguntó Clavain.

—Ella también se pondrá bien. Unos cuantos cortes y magulladuras, nada demasiado grave. Estará aquí dentro de un momento.

Clavain se sentó en el sillón amarillo vacío, enfrente de Escorpio.

—No pretendo entender por qué Xavier y Antoinette están aquí. Pero tú…

—Es una larga historia —dijo Escorpio.

—Yo no me voy a ninguna parte. ¿Por qué no comenzar desde el principio? ¿No deberías estar detenido?

H dijo:

—Las cosas se han complicado, señor Clavain. Tengo entendido que los combinados han traído a Escorpio al sistema interno con la intención de entregárselo a las autoridades.

Xavier miró al cerdo sin dar crédito a lo que veía.

—Creí que H estaba de broma cuando antes te llamó Escorpio. Pero no era así, ¿verdad? Joder. Eres tú, al que llevan todo este tiempo intentando pillar. ¡La puta!

—Su reputación lo precede —le dijo H al cerdo.

—¿Qué cojones estabas haciendo en el Carrusel Nueva Copenhague? —preguntó Xavier mientras volvía a acomodarse en el sillón. Parecía inquietarle encontrarse en el mismo edificio que Escorpio, por no hablar ya de en la misma habitación.

—Iba a por él —dijo Escorpio señalando a Clavain con un gesto.

Ahora le tocó el turno de sorprenderse a Clavain.

—¿A por mi?

—Me ofrecieron un trato, las arañas. Dijeron que me dejarían ir, que no me entregarían si las ayudaba a rastrearte cuando les diste esquinazo. No iba a decir que no, ¿verdad?

—Le proporcionaron a Escorpio una documentación creíble —indicó H—, suficiente para que no lo arrestaran nada más verlo. Creo que eran sinceros cuando le prometieron que lo dejarían marchar si los ayudaba a llevarlo a usted de vuelta al redil.

—Pero sigo sin…

—Escorpio y su compañero, otro combinado, siguieron el rastro que usted dejó, señor Clavain. Como es natural, ese rastro los llevó hasta Antoinette Bax. Así fue como Xavier se vio envuelto en todo este desgraciado asunto. Hubo una lucha y se produjeron algunos daños en el carrusel. La Convención ya le tenía el ojo echado a Antoinette, así que no les llevó demasiado tiempo alcanzar su nave. Las lesiones que se produjeron, incluidas las de Escorpio, tuvieron lugar cuando el proxy de la Convención entró en el Ave de Tormenta.

Clavain frunció el ceño.

—Pero eso no explica cómo terminaron… Ah, espere. Usted los estaba siguiendo, ¿no es cierto?

H asintió con lo que a Clavain le pareció un rastro de orgullo.

—Esperaba que los combinados enviaran a alguien tras usted. Sentía curiosidad, así que había decidido traerlos aquí también para poder determinar qué papel representaban en todo este curioso asunto. Mis naves estaban esperando alrededor de Copenhague, buscando cualquier cosa extraña y, sobre todo, cualquier cosa extraña referida a Antoinette Bax. Solo siento que no interviniéramos antes, quizá se habría derramado un poco menos de sangre.

Clavain se dio la vuelta al oír el sonido de un tictac metronómico que se iba acercando. Era una mujer con tacones de aguja. Un enorme manto negro aleteaba tras ella, como si caminara en medio de su galera privada. Clavain la reconoció.

—¡Ah, Zebra! —dijo H con una sonrisa.

Zebra se acercó a él y luego lo envolvió entre sus brazos. Se besaron más como amantes que como amigos.

—¿Estás segura de que no necesitas descansar un poco? —Preguntó H—. Dos trabajos tan seguidos en un solo día…

—Estoy bien, y también los Gemelos Parlanchines.

—¿Has… mmm… has hecho los arreglos necesarios para el empleado de la Convención?

—Nos hemos ocupado de él, sí. ¿Quieres verlo?

—Imagino que podría divertir a mis invitados. ¿Por qué no? —H se encogió de hombros, como si todo lo que se discutiera fuera si debían tomar el té ahora o más tarde.

—Iré a buscarlo —dijo Zebra. Se dio la vuelta y se alejó taconeando.

Se acercó otro par de pisadas. Clavain se corrigió. Eran en realidad dos pares de pisadas, pero caminaban con una sincronía casi perfecta. Eran los dos enormes hombres sin boca, que colocaron una silla de ruedas entre los sofás. Antoinette estaba sentada en la silla, con aspecto cansado, pero viva. Tenía muy vendadas las manos y los antebrazos.

—Clavain… —empezó a decir.

—Estoy bien —dijo él—. Y me alegro de ver que tú también estás bien. Siento que tuvierais problemas por mi culpa. Sinceramente, esperaba que cuando yo me fuera tú no tuvieras que saber nada más de este tema.

—La vida nunca es tan sencilla, ¿verdad? —dijo Antoinette.

—Supongo que no. Pero lo siento de todos modos. Si puedo compensarlo, lo haré.

Antoinette miró a Xavier.

—¿Tú estás bien? Esa chica dijo que sí, pero no sabía si creerla.

—Estoy bien —le dijo Xavier—. Fresco como una lechuga. Pero al parecer ninguno de los dos tenía la energía necesaria para levantarse de la silla.

—No creí que lo consiguiera —dijo Antoinette—. Estaba intentando poner en marcha tu corazón, pero no tenía fuerza. Sentía que me estaba quedando inconsciente, así que lo intenté por última vez. Supongo que funcionó.

—Lo cierto es que no —dijo H—. Se desmayó. Usted hizo todo lo que pudo, pero también había perdido mucha sangre.

—¿Entonces, quién…?

H señaló a Escorpio con un gesto.

—Aquí, nuestro amigo el cerdo, salvó a Xavier. ¿No es cierto?

El cerdo gruñó.

—No fue nada.

Antoinette dijo:

—Quizá no para usted, señor Rosa. Pero para Xavier la cosa cambió, y mucho. Supongo que debería darle las gracias.

—Tampoco se moleste. Puedo vivir sin su gratitud.

—Aun así lo diré: gracias.

Escorpio la miró y luego gruñó algo ininteligible antes de desviar los ojos.

—¿Y qué pasa con la nave? —dijo Clavain interrumpiendo el incómodo silencio que siguió—. ¿La nave está bien?

Antoinette miró a H.

—Supongo que no, ¿verdad?

—De hecho está bien. En cuanto Xavier recobró la conciencia, Zebra le pidió que ordenara al Ave de Tormenta que volara con el piloto automático a unas coordenadas que le proporcionamos nosotros. Tenemos unas instalaciones seguras en el Cinturón Oxidado, vitales para algunas de nuestras otras operaciones. La nave está intacta y a salvo. Tiene mi palabra, Antoinette.

—¿Cuándo podré volver a verla?

—Pronto —dijo H—. Pero en cuanto al momento exacto, prefiero no decirlo.

—¿Entonces estoy prisionera? —preguntó Antoinette.

—No exactamente. Todos ustedes son mis invitados. Pero preferiría que no se fueran hasta que hayamos tenido la oportunidad de hablar. El señor Clavain quizá tenga su propia opinión sobre este asunto, es posible que justificada, pero creo que es justo decir que algunos de ustedes me lo deben por salvarles la vida. —Levantó una mano para atajar cualquier objeción antes de que ninguno tuviera la oportunidad de hablar—. No quiero decir que considere que alguno de ustedes está en deuda conmigo. Me limito a pedirles que me concedan un poco de su tiempo. Nos guste o no —y los miró a todos uno por uno—, todos somos jugadores en algo más grande de lo que ninguno podemos llegar a entender. Jugadores reticentes, quizá, pero así han sido siempre las cosas. Al desertar, el señor Clavain ha precipitado algo trascendental. Creo que no tenemos más opción que seguir los acontecimientos hasta el final. Para interpretar, si quieren, los papeles que se nos ha dado de antemano. Eso nos incluye a todos, incluso a Escorpio.

Hubo un chirrido acompañado de unos cuantos taconeos metronómicos más. Había regresado Zebra. Delante de ella empujaba un cilindro metálico recto del tamaño de una gran urna de té. Estaba tan bruñido que lanzaba grandes destellos y le brotaban todo tipo de tuberías y avíos. Iba colocado en el cojín de una silla de ruedas parecida a la que había traído a Antoinette.

Clavain notó que el cilindro se mecía un poco de lado a lado, como si tuviera algo dentro que estuviera intentando escapar.

—Tráelo aquí —dijo H haciéndole un gesto a Zebra para que lo adelantara.

La joven empujó el cilindro y lo colocó entre los dos. El aparato seguía tambaleándose. H se inclinó y le dio unos golpecitos suaves con los nudillos.

—Eh, hola —dijo levantando la voz—. Que bien que haya venido. Me pregunto si sabe dónde están o lo que le ha pasado.

El cilindro se tambaleó cada vez más agitado.

—Permítanme que se lo explique —les dijo H a sus invitados—. Lo que tenemos aquí es el sistema de soporte vital de un cúter de la Convención. El piloto de un cúter nunca abandona su nave espacial durante el tiempo que dura su servicio, que pueden ser muchos años. Para reducir la masa, la mayor parte de su cuerpo se separa de forma quirúrgica y se conserva en frío en el cuartel general de la Convención. No le hacen falta los miembros porque puede dirigir un proxy mediante un interfaz neuronal. Tampoco necesita muchas otras cosas. Se extraen todas, se etiquetan y se guardan.

El cilindro se agitaba hacia delante y hacia atrás.

Zebra estiró la mano y lo sujetó para que no cayera.

—¡Eh! —dijo.

—Dentro de este cilindro —dijo H— está el piloto del cúter responsable de las últimas desavenencias ocurridas a bordo de la nave especial de la señorita Bax. Eres un tipo muy desagradable, ¿eh? Qué divertido debe de ser, aterrorizar a tripulaciones inocentes que no han hecho nada más que violar unas cuantas viejas leyes. Qué risa.

—No es la primera vez que hacemos negocios —dijo Antoinette.

—Bueno, me temo que, esta vez, nuestro invitado quizás haya ido demasiado lejos —dijo H—. ¿No es cierto, compañero? Fue muy sencillo separar tu núcleo de soporte vital del resto de la nave. Espero que no fuera demasiado incómodo para ti, aunque me imagino que el dolor no debió de ser poco cuando te desconectaron del sistema nervioso de tu nave. Quiero disculparme por ello, porque de verdad que la tortura no es lo mío.

El cilindro se quedó de repente muy quieto, como si escuchase.

—Pero tampoco puedo dejarte sin castigo, ¿verdad? Soy un hombre muy moralista, ya sabes. Mis propios crímenes han agudizado mi sentido de la ética hasta un nivel casi sin precedentes. —Se inclinó sobre el cilindro hasta que sus labios estuvieron a punto de besar el metal—. Escucha con cuidado porque no quiero que te quede ninguna duda sobre lo que te va a pasar.

El cilindro se meció un poco.

—Sé lo que tengo que hacer para mantenerte con vida. Un poco de energía por aquí, unos cuantos nutrientes por allá, no hay que ser un genio. Imagino que puedes existir en esta lata durante décadas, siempre que no deje de darte agua y comida. Y eso es exactamente lo que voy a hacer, hasta el momento en que mueras. —Miró a Zebra y asintió—. Creo que eso será todo, ¿no te parece?

—¿Lo pongo en la misma habitación que los demás, H?

—Creo que eso será lo mejor. —Le dedicó una sonrisa radiante a sus invitados y luego contempló con una obvia mirada de cariño a Zebra, que se llevaba al prisionero en la silla.

Cuando la joven ya no pudo oírlo, Clavain dijo:

—Es usted un hombre cruel, H.

—No soy cruel —dijo—. No en el sentido al que usted se refiere. Pero la crueldad es una herramienta muy útil con solo saber reconocer el momento preciso en el que se debe usar.

—Ese cabrón se lo tenía merecido —dijo Antoinette—. Lo siento, Clavain, pero no voy a perder el sueño por ese hijo de puta. Nos habría matado a todos si no hubiera sido por H.

Clavain todavía tenía frío, como si acabara de atravesarlo uno de los fantasmas de los que habían hablado unos minutos antes.

—¿Y la otra víctima? —preguntó con repentina urgencia—. El otro combinado. ¿Era Skade?

—No, no era Skade. Un hombre esta vez. Estaba herido, pero no hay razón para pensar que no se recuperará por completo.

—¿Podría verlo?

—En breve, señor Clavain. Todavía no he terminado con él. Deseo asegurarme del todo de que no puede causarme ningún daño antes de hacerle recuperar la conciencia.

—Mintió, entonces —dijo Antoinette—. El cabrón nos dijo que no le quedaba ningún implante en la cabeza.

Clavain se volvió hacia ella.

—Los habrá mantenido mientras le siguieron siendo útiles, y se los habrá extraído del cuerpo solo cuando estuviera a punto de pasar por algún tipo de control de seguridad. A los implantes no les lleva mucho tiempo desmantelarse solos, unos cuantos minutos y lo único que te queda son unos cuantos rastros en la sangre y en la orina.

—Tenga cuidado —dijo Escorpio—. Hay que tener un cuidado extremo.

—¿Alguna razón especial por la que debería tenerlo? —preguntó H.

El cerdo se adelantó en el sillón.

—Pues sí. Las arañas me pusieron algo en la cabeza, algo conectado con sus implantes. Como una pequeña válvula o algo, alrededor de una vena o arteria. El muere, yo muero, así de sencillo.

—Mmm. —H se había llevado un dedo a los labios—. ¿Y tiene usted la certeza absoluta?

—Ya me he desmayado una vez, cuando intenté estrangularlo.

—Toda una amistad lo que tenían ustedes dos, ¿eh?

—Matrimonio de conveniencia, colega. Y él lo sabía. Por eso tenía que amarrarme con algo.

—Bueno, es posible que en algún momento hubiera habido algo —dijo H—. Pero los hemos examinado a todos. No tiene ningún implante, Escorpio. Si había algo en su cabeza, se lo extrajo antes de que llegara a nosotros.

Escorpio se quedó con la boca abierta, con una expresión de lo más humana de asombro e intensa indignación.

—No… El muy cabrón no ha podido…

—Es muy probable, Escorpio, que usted hubiera podido irse andando tranquilamente en cualquier momento, y no habría habido nada en absoluto que él pudiera haber hecho para detenerlo.

—Es lo que me dijo mi padre —dijo Antoinette—. No se puede confiar en las arañas, Escorpio. Jamás.

—Como si hiciera falta decírmelo.

—Fue a ti al que engañaron, Escorpio, no a mí.

El cerdo le lanzó una mirada de desprecio pero se quedó callado. Quizá, pensó Clavain, sabía que no podía decir nada que no empeorara su posición.

—Escorpio —dijo H, que había recuperado la seriedad—. Hablaba en serio cuando dije que no es usted mi prisionero. No siento una admiración especial por las cosas que ha hecho. Pero yo también he hecho cosas terribles, y sé que a veces hay razones que los demás no ven. Usted salvó a Antoinette y por ello tiene mi gratitud y, sospecho, la gratitud de mis otros invitados.

—Vaya al grano —gruñó Escorpio.

—Voy a respetar el acuerdo al que llegaron los combinados con usted. Le dejaré marchar, en libertad, para que se pueda reunir con sus compañeros en la ciudad. Tiene usted mi palabra.

Escorpio se levantó del sillón con un esfuerzo notable.

—Entonces yo me largo de aquí.

—Espere. —H no había levantado la voz, pero hubo algo en su tono que inmovilizó al cerdo. Era como si todo lo ocurrido hasta ahora hubiera sido un simple cumplido y H por fin revelara su verdadera naturaleza: no era un hombre con el que se pudiese jugar cuando el tema que se trataba era grave.

Escorpio volvió a relajarse en su asiento y preguntó en voz baja:

—¿Qué?

—Escúchenme, y escúchenme bien. —H miró a su alrededor, tenía la expresión solemne de un juez—. Todos ustedes. No lo diré más de una vez.

Hubo un silencio. Hasta los Gemelos Parlanchines parecían haber caído en un estado más profundo de mutismo.

H se acercó al piano de cola y tocó seis notas tristes antes de bajar la tapa de golpe.

—He dicho que vivimos tiempos de gran trascendencia. Los últimos tiempos, quizá. No cabe duda de que se está cerrando un gran capítulo en la historia de los asuntos humanos. Nuestros pequeños pleitos, nuestros delicados mundos, nuestras facciones infantiles, nuestras cómicas guerritas, están a punto de verse eclipsados. Somos niños que entran tropezando en una galaxia de adultos, adultos de una edad inmensa y un poder todavía más inmenso. La mujer que vivió en este edificio era, según creo, un conducto para alguna de estas fuerzas alienígenas. No sé cómo o por qué. Pero creo que a través de ella estas fuerzas han extendido su alcance y han penetrado entre los combinados. Solo puedo conjeturar que ha sido porque se acercan tiempos desesperados.

Clavain quería hacer alguna objeción. Quería discutir. Pero todo lo que había descubierto por sí mismo y todo lo que H le había mostrado hacía que negarlo fuera más difícil. H tenía razón en su hipótesis, y lo único que él podía hacer era asentir en silencio y pensar que ojalá que fuera de otra manera.

H seguía hablando:

—Y sin embargo, y eso es lo que me aterroriza, hasta los combinados parecen asustados. El señor Clavain es un hombre honrado. —H asintió, como si su aseveración necesitase que la confirmasen—. Sí, lo sé todo sobre usted, señor Clavain. He estudiado su carrera y a veces he deseado poder seguir la línea que usted ha escogido. No ha sido un camino fácil, ¿verdad? Lo ha llevado entre ideologías, entre mundos, casi entre especies. Y durante todo ese tiempo, usted jamás ha seguido nada tan voluble como su corazón, nada tan carente de sentido como una bandera. Solo su fría valoración de lo que, en un momento dado, se debe hacer.

—He sido traidor y espía —dijo Clavain—. He matado inocentes por razones militares. Por mi causa, muchos niños se han quedado huérfanos. Si eso es honor, puede quedárselo.

—Ha habido peores tiranos que usted, señor Clavain, se lo digo yo. Pero lo único que digo es lo siguiente: estos tiempos lo han llevado a hacer lo impensable. Se ha vuelto contra los combinados después de cuatrocientos años, nada menos. No porque crea que los demarquistas tienen razón sino porque ha presentido cómo se ha envenenado su propio bando. Y se ha dado cuenta, quizá sin ni siquiera verlo con claridad, que lo que está en juego es algo más grande que cualquier facción, más grande que cualquier ideología. Es la existencia continuada de la especie humana.

—¿Cómo iba a saberlo usted? —preguntó Clavain.

—Por lo que ya les ha dicho usted a sus amigos, señor Clavain. Se mostró bastante locuaz en el Carrusel Nueva Copenhague, cuando imaginó que nadie más estaría escuchando. Pero yo tengo oídos en todas partes. Y puedo dragar recuerdos, como su propio pueblo. Todos ustedes han pasado por mi enfermería. ¿Se imaginaban que no me rebajaría a hacer un poco de fisgoneo neuronal cuando hay tanto en juego? Por supuesto que sí.

Se volvió de nuevo hacia Escorpio, la fuerza de su mirada hizo que el cerdo se apartara un poco más sin abandonar el sillón.

—Lo que va a pasar es lo siguiente: voy a hacer todo lo que pueda para ayudar al señor Clavain a completar su misión.

—¿A desertar? —preguntó Escorpio.

—No —dijo H sacudiendo la cabeza—. ¿De qué serviría eso? A los demarquistas no les queda ni una simple nave estelar, no en este sistema. El gesto del señor Clavain se desperdiciaría. Y lo que es peor, una vez que volviera a manos demarquistas, dudo que ni siquiera mi influencia fuera capaz de liberarlo de nuevo. No. Tenemos que pensar más allá, en el tema en sí: por qué quería desertar el señor Clavain. —Le hizo un gesto a Clavain con la cabeza, como un apuntador—. Vamos, cuéntenos. Será un placer oírlo de sus labios, después de todo lo que yo he dicho.

—Usted lo sabe, ¿verdad?

—¿Lo de las armas? Sí.

Clavain asintió. No sabía si sentirse derrotado o victorioso. No podía hacer nada más que hablar.

—Quería convencer a los demarquistas para que organizaran una operación para recuperar las armas de clase infernal antes de que Skade pudiera ponerles las manos encima. Pero H tiene razón, ni siquiera tienen una nave estelar. Era una locura, un gesto inútil para hacerme sentir que estaba intentando algo. —Sintió que se deslizaba sobre él un cansancio largo tiempo pospuesto y que arrojaba una oscura sombra de abatimiento—. Eso era todo. El absurdo gesto final de un viejo. —Miró a su alrededor, a los otros invitados. Tenía la sensación de que les debía una especie de disculpa—. Lo siento, os he metido a todos en esto, y ha sido en vano.

H se colocó detrás del sillón y puso las dos manos en los hombros de Clavain.

—No lo sienta tanto, señor Clavain.

—Es cierto, ¿no? No hay nada que podamos hacer.

—Usted habló con los demarquistas —dijo H—. ¿Qué dijeron cuando abordó el tema de una nave?

Clavain recordó su conversación con Perotet y Voi.

—Me dijeron que no tenían ninguna.

—¿Y?

Clavain se rió sin gracia.

—Que podían echar mano de una, si de verdad la necesitaban.

—Y es probable que pudieran —dijo H—. ¿Pero qué ganaría usted con eso? Son débiles y están agotados, son corruptos y están cansados de batallas. Que busquen una nave, yo no pienso detenerlos. Después de todo, no importa quién recupere esas armas, siempre que no sean los combinados. Es solo que yo creo que hay otra persona que podría tener más posibilidades de conseguirlo de verdad. Sobre todo alguien que tiene acceso a parte de la misma tecnología que posee ahora su bando.

—¿Y quién sería esa persona? —preguntó Antoinette, pero ya debía de tener alguna idea.

Clavain miró a su anfitrión.

—Pero usted tampoco tiene una nave.

—No —dijo H—. No la tengo. Pero al igual que los demarquistas, quizá sepa dónde encontrar una. Hay suficientes naves ultras en este sistema como para que no sea imposible robar una, si tenemos la voluntad necesaria. De hecho, ya he elaborado medidas de emergencia para tomar una abrazadora lumínica, si surgiera en algún momento la necesidad.

—Necesitaría un pequeño ejército para tomar una de sus naves —dijo Clavain.

—Sí —dijo H como si fuera la primera vez que se le había ocurrido—. Sí, es muy probable. —Luego se volvió hacia el cerdo—. ¿No es cierto, Escorpio?


Escorpio escuchó con atención lo que H tenía que decir sobre el delicado asunto de robar una abrazadora lumínica. La audacia de la acción que estaba proponiendo era asombrosa pero, como señaló H, no era la primera vez que el ejército de cerdos realizaba delitos audaces, si bien no de esa magnitud. Habían tomado el control de zonas enteras del Mantillo y les habían arrebatado el poder a los que todavía llamaban irónicamente las autoridades. Habían puesto en ridículo los intentos de la Convención de Ferrisville de extender la ley marcial por los rincones más oscuros de la ciudad; y a modo de respuesta los cerdos y sus aliados habían establecido enclaves sin ley por todo el Cinturón Oxidado. Estas burbujas de criminalidad controlada se habían eliminado de los mapas, así de simple, las habían tratado como si nunca se hubieran recuperado de la plaga de fusión. Pero eso no los hizo menos reales, ni negó el hecho de que con frecuencia eran entornos más armoniosos que los habitáis que estaban a cargo de la administración legal de Ferrisville.

H mencionó también que las actividades de cerdos y banshees se habían extendido por todo el sistema, y los utilizó para ilustrar su teoría de que los cerdos ya tenían toda la pericia y recursos necesarios para robar una abrazadora lumínica. Lo que quedaba era una simple cuestión de organización y de encontrar el momento oportuno. Se tendría que seleccionar una nave con una antelación considerable, y tendría que ser el objetivo ideal. No podía contemplarse la perspectiva de un fracaso, ni siquiera un fracaso que les costase a los cerdos poco en términos de vidas o recursos. En el instante en que los ultras sospechasen que se estaba intentando poseer una de sus valiosas naves, reforzarían su seguridad a gran escala, o bien abandonarían el sistema en masa. No, el ataque tendría que ser rápido y tendría que triunfar a la primera.

H le dijo a Escorpio que ya había realizado un buen número de simulaciones de estrategias de robo, y que había llegado a la conclusión de que el mejor momento era cuando la abrazadora lumínica ya estaba en fase de partida. Sus estudios habían demostrado que era entonces cuando los ultras eran más vulnerables y cuando más probable era que descuidaran sus medidas de seguridad habituales. Sería incluso mejor seleccionar una nave a la que no le hubiera ido muy bien en los habituales intercambios comerciales, ya que estas eran las naves que tenían más probabilidades de haber vendido algunos de sus sistemas de defensa o blindaje como garantía subsidiaria. Ese era el tipo de trato que los ultras se guardaban para sí, pero H ya había colocado espías en los encaminadores que atestaban los estacionamientos y había interceptado y filtrado los diálogos comerciales de los ultras. Le mostró a Escorpio las últimas transcripciones, pasó de largo las resmas de argot comercial y destacó los tratos lucrativos. En el proceso, atrajo la atención de Escorpio hacia una nave que ya estaba en el espacio de Yellowstone y a la que no le había ido bien en las últimas rondas.

—A la nave en sí no le pasa nada —dijo H bajando la voz y adoptando un tono confidencial—. Técnicamente sana, o al menos nada que no se pudiera arreglar de camino a Delta Pavonis. Creo que esa podría ser la nuestra, Escorpio. —Hizo una pausa—. Incluso he tenido unas palabras con Lasher… ¿Tu segundo? Es consciente de mis intenciones y le he pedido que reúna un pelotón de asalto para la operación, unos cuantos cientos de los mejores. No tienen por qué ser cerdos, aunque sospecho que muchos de ellos lo serán.

—Espere, espere —Escorpio levantó el torpe muñón que tenía por mano—. Ha dicho Lasher. ¿Cómo cojones conoce a Lasher?

H parecía más divertido que irritado.

—Esta es mi ciudad, Escorpio. Conozco a todos y todo lo que hay en ella.

—Pero Lasher…

—Te sigue siendo tan encarnizadamente leal como siempre, sí. Soy consciente de eso y no he intentado volverlo contra ti. Era admirador tuyo antes de convertirse en tu segundo, ¿no es cierto?

—No sabe una mierda de Lasher.

—Sé lo suficiente, sé que se mataría si usted diese la orden. Y como ya le he dicho, no hice ningún esfuerzo por conseguir lo contrario. Yo… anticipé su consentimiento, Escorpio. Eso es todo. Anticipé que usted aceptaría mi petición y haría lo que le pido. Le dije a Lasher que usted ya le había ordenado que reuniera el ejército, y que yo solo estaba transmitiendo la orden. Así que me tomé la libertad. Lo admito. Como ya he insinuado, estos no son tiempos para hombres que dudan. Y nosotros no somos hombres que duden, ¿verdad?

—No…

—Ese es el espíritu. —Le dio una palmada en el hombro con un gesto de bulliciosa camaradería—. La nave es la Hijo de Eldritch, de la aureola comercial de las Industrias Macro Hektor. ¿Cree que usted y Lasher pueden capturarla, Escorpio? ¿O me he dirigido a los cerdos equivocados?

—Que lo jodan, H.

El hombre sonrió radiante.

—Lo tomaré como un sí.

—No he terminado. Yo elijo a mi equipo. No solo a Lasher sino a todos los que yo diga. No importa en qué sitio del Mantillo estén, no importa en qué mierda estén metidos ni la mierda que hayan hecho, usted me los consigue. ¿Entendido?

—Haré lo que pueda. Tengo mis límites.

—Bien. Y cuando haya terminado, cuando haya puesto a disposición de Clavain una nave…

—Viajará en esa misma nave. Verá, no hay otra forma. ¿De verdad pensó que podría volver a fundirse en la sociedad Stoner? Puede salir de aquí ahora mismo, con todas mis bendiciones, pero no pienso darle mi protección. Y por muy leal que sea Lasher, la Convención ha olido la sangre. No hay razón para que se quede atrás, al igual que no hay razón para que Antoinette y Xavier se queden aquí. Como ellos, si es inteligente, se irá con Clavain.

—Está hablando de abandonar Ciudad Abismo.

—Todos debemos tomar decisiones en la vida, Escorpio. No siempre son fáciles. No las que cuentan, en cualquier caso. —H agitó la mano con gesto despectivo—. No tiene que ser para siempre. Usted no nació aquí, como tampoco nací yo. La ciudad seguirá aquí dentro de cien o doscientos años. Quizá no tenga el mismo aspecto que ahora pero, ¿qué importa? Puede que sea mejor, o peor. Sería cosa suya encontrar su lugar en ella. Por supuesto, quizá para entonces no desee volver.

Escorpio volvió a mirar las líneas de argot comercial que rodaban ante sus ojos.

—¿Y esa nave… la que ha descubierto…?

—¿Sí?

—Si la tomara y se la diera a Clavain, y luego decidiera quedarme a bordo… Hay algo en lo que insistiría.

H se encogió de hombros.

—Una o dos exigencias por su parte no serían excesivas. ¿Qué es lo que quiere?

—Ponerle nombre. Se convierte en la Luz del Zodíaco. Y no es negociable.

H lo miró con un interés frío y distante.

—Estoy seguro de que Clavain no pondría objeciones. ¿Pero por qué ese nombre? ¿Significa algo para usted?

Escorpio dejó la pregunta sin respuesta.


Después, mucho después, cuando supo que la nave se había ido, que la habían capturado, que habían expulsado a su tripulación y habían salido disparados del sistema rumbo a la estrella Delta Pavonis, alrededor de la cual orbitaba un mundo del que él apenas había oído hablar llamado Resurgam, H salió a uno de los balcones situados en el nivel medio del Cháteau des Corbeaux. Una brisa cálida le pegó el borde de la túnica a los pantalones. Respiró hondo varias veces, saboreó los aromas a ungüentos y especias de ese aire. Allí el edificio todavía estaba dentro de la burbuja de atmósfera respirable que vomitaba el abismo por medio del enfermo Lilly, el inmenso mecanismo de bioingeniería que los combinados habían instalado durante su breve y feliz inquilinato. Era de noche, y por algún extraño alineamiento de ánimo personal y condiciones ópticas exteriores se encontró con que Ciudad Abismo era de una belleza extraordinaria, esa belleza que todas las ciudades humanas tienen la obligación de mostrar en algún punto de su vida. La había visto sufrir tantos cambios… Pero no eran nada comparados con los cambios que había vivido él.

Está hecho, pensó.

Ahora que la nave ya iba de camino, ahora que había ayudado a Clavain en su misión, por fin había hecho la buena obra más grande e incontrovertible de su vida. No era, supuso, un desagravio adecuado para todo lo que había realizado en el pasado, para todas las crueldades que había infligido, para todas las amabilidades que había omitido. Ni siquiera era suficiente para expiar su fracaso a la hora de rescatar a la larva atormentada antes de que la Mademoiselle lo venciera por la mano. Pero era mejor que nada.

Cualquier cosa era mejor que nada.

El balcón se extendía por un costado negro del edificio, bordeado solo por el más bajo de los muros. Caminó hasta el borde. La brisa cálida (no muy distinta de la exhalación constante de un animal) ganaba fuerza, hasta que en realidad dejó de ser una brisa. Mucho más abajo, tanto que los kilómetros mareaban, la ciudad se abría en chorros enmarañados de luz, como el cielo sobre su ciudad natal después de uno de los reñidos combates aéreos que recordaba de su juventud.

Había jurado que cuando por fin alcanzara la expiación, cuando al fin encontrase una obra que pudiera contrarrestar algunos de sus pecados, terminaría con su vida. Mejor terminar con las cuentas sin saldar del todo que arriesgarse a cometer algo todavía peor en el futuro. El poder para hacer el mal todavía anidaba en su interior, lo sabía; yacía enterrado en lo más profundo y llevaba muchos años sin surgir, pero aún estaba allí, tenso, acurrucado, esperando, como una hamadríade. El riesgo era demasiado grande.

Miró abajo, intentaba imaginarse lo que se sentiría. Todo se acabaría en un momento, salvo por la lenta y elegante interpretación de la gravedad y la masa. Se habría convertido en poco más que un ejercicio de balística. Se acabaría la capacidad de sentir dolor; se acabaría el ansia de redención.

La voz de una mujer rompió la noche.

—¡No, H!

No volvió la vista, se limitó a permanecer en el borde. La hipnótica ciudad seguía tirando de él.

La joven cruzó el balcón. Sus zapatos repicaban sobre el suelo. H sintió que los brazos de ella se deslizaban por su cintura. Con dulzura, con gesto cariñoso, ella lo apartó del borde.

—No —le susurró—. No es así como acaba. Aquí no, ahora no.

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