37

Cuando Volyova tomó la decisión, sintió una oleada de fuerza que le permitió arrancarse las sondas médicas y las vías de su cuerpo y tirarlas a un lado con pícaro abandono. Conservó solo los anteojos que sustituían a sus ojos ciegos mientras hacía todo lo que podía para no pensar en la vil maquinaria que flotaba por su cráneo. Aparte de eso, se sentía bastante sana y fuerte. Sabía que era una ilusión, que pagaría más tarde por este estallido de energía y que, casi con toda seguridad, lo pagaría con su vida. Pero la perspectiva no le daba miedo, solo tenía la callada satisfacción de que quizá pudiera hacer algo con el tiempo que le quedaba. Estaba muy bien quedarse allí tirada, dirigiendo asuntos lejanos como un pontífice atado a la cama, pero no era así como tenía que ser. Ella era la triunviro Ilia Volyova y tenía que mantener ciertos estándares.

—Ilia… —comenzó Khouri cuando vio lo que estaba pasando.

—Khouri —dijo ella. Su voz seguía siendo un graznido, aunque por fin imbuido de algo parecido al viejo fuego—. Khouri…, haz esto por mí y no te pares ni una vez para cuestionarme o convencerme de lo contrario. ¿Entendido?

—Entendido… creo.

Volyova chasqueó los dedos para llamar al servidor más cercano. Este se apresuró a acercarse eludiendo los monitores médicos que no dejaban de graznar.

—Capitán…, que el servidor me ayude a llegara la zona de las naves, ¿quiere? Espero que allí me estén esperando un traje y un trasbordador.

Khouri la sujetó para que pudiera sentarse.

—Ilia, ¿qué estás planeando?

—Voy fuera; necesito hablar un momento, y muy en serio, con el arma diecisiete.

—No estás en condiciones…

Volyova la interrumpió con el gesto brusco de una mano frágil.

—Khouri, quizá tenga un cuerpo débil y flojo, pero dame ingravidez, un traje y es posible que un arma o dos, y ya verás si todavía puedo hacer algún daño. ¿Entendido?

—No te has rendido, ¿verdad?

El servidor la ayudó a poner los pies en el suelo.

—¿Rendirme, Khouri? Eso no está en mi diccionario.

Khouri también la ayudó y cogió el otro brazo de la triunviro.


Al borde del enjambre de combate, aunque todavía dentro del alcance de armas dañinas en potencia, Antoinette desconectó las pautas evasivas que había estado ejecutando y ahogó al Ave de Tormenta hasta que bajó a una gravedad. A través de las ventanillas de la nave, Antoinette veía la forma alargada de la abrazadora lumínica de la triunviro, visible a dos mil kilómetros de distancia como un diminuto arañazo de luz. La mayor parte del tiempo estaba lo bastante oscura como para que no viera absolutamente nada, pero dos o tres veces por minuto una explosión importante (una mina que detonaba, una cabeza explosiva, una unidad de algún motor o el disparador de un arma) arrojaba luz contra el casco y por un momento lo sacaba de la oscuridad, igual que un faro que se reflejara contra la punta dentada que se eleva de las profundidades de un océano sacudido por una tormenta. Pero no cabía duda de dónde estaba la nave. Las chispas de las llamas se arremolinaban a su alrededor, tan brillantes que le manchaban la retina y grababan moribundos arcos y hélices de color rosa en el telón de fondo de las estrellas; las estelas le recordaban a los palos encendidos con los que jugaban los niños durante los espectáculos de fuegos artificiales del viejo carrusel. Si se veían alfileres de luz dentro del enjambre, eso significaba que detonaban armamentos más pequeños, y muy de vez en cuando Antoinette veía la dura línea roja o verde del haz de un precursor láser sorprendido al extraer aire o propelente de una u otra de las naves. Algo distraída, maldiciendo la capacidad de su mente para concentrarse en las cosas más triviales en el momento menos oportuno, la joven se dio cuenta de que este era un detalle en el que siempre se equivocaban los holoculebrones espaciales, en los que los haces láser eran invisibles y el elemento siniestro de la invisibilidad se sumaba al drama. Pero de cerca, una batalla espacial era un asunto mucho más sucio, con nubes de gas y fragmentos de ahechaduras estallando por todas partes, listos para reflejar y dispersar cualquier arma de haces.

El enjambre estaba más atestado hacia el medio y se iba reduciendo a lo largo de decenas de kilómetros. Aunque ella estaba al borde, era consciente del objetivo tan tentador que debía de presentar el Ave de Tormenta. Las defensas de la triunviro estaban preocupadas por los elementos de ataque más cercanos, pero Antoinette sabía que no podía permitirse el lujo de contar con que eso continuase.

La voz de Xavier se oyó por el intercomunicador.

—¿Antoinette? Escorpio está listo para salir. Dice que puedes abrir la puerta de la bodega cuando quieras.

—No estamos lo bastante cerca —dijo ella.

La voz de Escorpio los interrumpió por el intercomunicador. A Antoinette ya no le costaba distinguir su voz de las de los otros cerdos.

—¿Antoinette? Ya estamos bastante cerca. Tenemos combustible suficiente para cruzar desde aquí. No hay necesidad de que arriesgues el Ave de Tormenta para acercarnos más.

—Pero cuanto más os acerque, más combustible tendréis de reserva. ¿No es cierto?

—No puedo discutir por eso. Acércanos quinientos kilómetros más, entonces. ¿Y Antoinette? Entonces sí que estaremos lo bastante cerca.

La joven magnificó la visión de la batalla, aprovechó el raudal telemétrico procedente de las muchas cámaras que se agitaban alrededor de la nave de la triunviro. Las imágenes se habían fundido sin costuras y luego se habían procesado para eliminar el movimiento, y si bien había algún pequeño problema y alguna caída de la imagen cuando se renovaba el panorama, tenía la impresión de encontrarse flotando en el espacio a solo dos o tres kilómetros de la nave en sí. Se dio cuenta de que el silencio era una de las cosas que los holoculebrones reflejaban bien, pero jamás lo terrible, lo profundamente erróneo que sería ese silencio cuando lo acompañaba una batalla de verdad. Era un vacío deplorable en el que su imaginación proyectaba gritos interminables. Y lo que no ayudaba era el modo en el que la nave de la triunviro surgía de la oscuridad en medio de destellos de luz, tan aleatorios como irregulares, que jamás se quedaban el tiempo suficiente para que ella abarcara la forma de la nave entera. Lo que vio de la pervertida arquitectura de la nave era, de todos modos, conveniente por lo inquietante.

Ahora vio algo que no había visto antes: un rectángulo de luz, como una puerta dorada abierta en algún lugar de la arrugada complejidad del casco de la Nostalgia por el Infinito. Se abrió durante solo un momento, pero fue suficiente para que algo se deslizara por la abertura y saliera. El resplandor del motor del trasbordador que había salido atrapó el escarpado borde vertebral de un contrafuerte volante, y cuando la nave giró y se orientó con estroboscópicos destellos de propulsión, la sombra negra del contrafuerte reptó por un acre del material del casco que tenía la textura escamosa de la piel de un lagarto.


¿Qué hay de los lobos, Felka?

[Todo, Clavain. Al menos todo aquello de lo que me he enterado. Todo lo que el lobo estuvo dispuesto a contarme].

Quizá no sea la imagen global, Felka. Quizá ni siquiera sea una parte de ella.

[Lo sé. Pero sigo pensando que debería contártelo].


No era solo lo de la guerra contra la inteligencia, le dijo a Clavain. Eso solo formaba parte de ello; solo un detalle en su inmenso y entrecortado programa de administración cósmica. A pesar de que todo parece demostrar lo contrario, los lobos no estaban intentando despojar por completo de inteligencia a la galaxia. Lo que estaban intentando hacer era algo parecido a cuando se poda un bosque hasta dejar solo unos cuantos árboles jóvenes, en lugar de incinerarlo o desforestarlo por completo; o como cuando se reduce un incendio a unas cuantas llamas parpadeantes que se manejan con facilidad en lugar de extinguirlo del todo.

Piensa en ello, le dijo Felka. La existencia de los lobos resolvía una adivinanza cósmica: las máquinas asesinas explicaban por qué la humanidad se encontraba casi sola en el universo; por qué la galaxia parecía falta de otras culturas inteligentes. Podría haber sido que la humanidad no fuera más que una rareza estadística en un cosmos de otro modo desolado; que la aparición de una vida inteligente capaz de utilizar herramientas fuese algo asombrosamente escaso y que el universo tuviera que tener un cierto número de millones de años antes de que se diera la contingencia de que surgiera una cultura así. Esa probabilidad perduró hasta los albores de la era espacial, cuando los exploradores humanos empezaron a examinar las ruinas de otras culturas alrededor de estrellas cercanas. Lejos de ser algo escaso, parecía que la vida tecnológica capaz de utilizar herramientas era en realidad bastante común. Pero por alguna razón, todas esas culturas se habían extinguido.

Las pruebas sugerían que los acontecimientos de esa extinción habían ocurrido a lo largo de una corta escala de tiempo en comparación con los ciclos de desarrollo evolutivo de la especie, quizá no más de unos cuantos siglos. Las extinciones también parecían ocurrir más o menos cuando la cultura intentaba realizar una expansión formal por el espacio interestelar.

En otras palabras, más o menos en el punto de desarrollo en el que la humanidad, fracturada, peleada, pero aun así una única especie en esencia, se encontraba en ese momento.

Dada esa premisa, dijo la mujer, no fue demasiado sorprendente encontrarse con la existencia de algo como los lobos, o los inhibidores, como los llamaban algunas de sus víctimas; eran casi inevitables dado el patrón de las extinciones: manadas despiadadas de máquinas asesinas que acechan entre las estrellas, esperando pacientes durante eones a que surgieran señales de una inteligencia…

Salvo que en realidad no tenía sentido, continuó Felka. Si merecía la pena eliminarla inteligencia, por la razón que fuera, ¿por qué no hacerlo en la fuente? La inteligencia surgía de la vida; la vida, salvo en huecos muy escasos y exóticos, surgía de una infusión común de elementos químicos y condiciones previas. Así que, si la inteligencia era el enemigo, ¿por qué no intervenir antes en el ciclo de desarrollo?

Se podrían haber utilizado miles de formas, sobre todo si se estaba trabajando con una escala de tiempo de miles de millones de años. Podías interferir en los procesos de formación de los propios planetas, perturbar con toda delicadeza los torbellinos de nubes de materia de crecimiento que se reunía alrededor de las estrellas jóvenes. Podrías hacer que no se formaran planetas en las órbitas adecuadas para que se produjera agua, o que solo se formaran mundos muy pesados o muy ligeros. Podrías meter los mundos en un frío interestelar o estrellarlos contra las caras turbias de sus estrellas madre.

O podrías envenenar los planetas, alterar con sutileza el caldo de elementos de sus cortezas, océanos y atmósferas para que fueran poco propicios ciertos tipos de química carbónica orgánica. O podrías asegurarte de que los planetas nunca se acomodaran en esa clase de madurez estable que permite la aparición de la vida multicelular compleja. Podrías hacer que no dejaran de estrellarse cometas contra sus cortezas de tal forma que se estremecieran y convulsionaran bajo una eternidad de bombardeos, atrapados en inviernos permanentes.

O podrías manipular sus estrellas de tal forma que los mundos se vieran rociados por llamas periódicas procedentes de masivas llamaradas coronales, o someterlos a terribles y profundas eras glaciares.

Incluso si llegabas tarde, incluso si tenías que admitir que había surgido la vida compleja y quizá incluso había logrado llegar a ser inteligente y a utilizar la tecnología, había formas.

Por supuesto que había formas.

Una única cultura decidida podía aniquilar toda la vida de la galaxia por medio de una manipulación hábil de los cadáveres estelares superdensos. Se podrían ir reuniendo las estrellas de neutrones hasta que se aniquilaran entre sí en tormentas esterilizadoras de rayos gamma. Los chorros de las estrellas binarias podían manipularse y convertirse en armas de energía dirigida: lanzallamas que alcanzarían una distancia de miles de años luz.

E incluso si eso no fuera factible, o deseable, se podía aniquilar la vida por medio de la pura fuerza bruta. Una única cultura mecánica podría dominar la galaxia entera en menos de un millón de años, y aplastar la vida orgánica hasta que dejara de existir.

Pero ellos no están aquí para eso, le dijo Felka.

¿Para qué, entonces? le preguntó él.

Hay una crisis, le dijo su compañera. Una crisis en el futuro galáctico más profundo, dentro de tres mil millones de años. Salvo que en realidad no era en absoluto «profundo».

Trece giros de la espiral galáctica, eso era todo. Antes de que los glaciares aparecieran, podrías haber caminado por una playa de la Tierra y haber cogido una roca sedimentaria que tuviera más de tres mil millones de años.

¿Trece giros de la rueda? No era nada en términos cósmicos. Ya casi lo tenían encima.

¿Qué crisis?, preguntó Clavain.

Una colisión, le dijo Felka.

Загрузка...