Cuando se encontraron a salvo, lejos de la atmósfera, y la canica de cornalina roja se hubo desvanecido del extremo de alcance del radar de la nave, Khouri se armó de valor para coger uno de los cubos negros que habían quedado allí cuando se fragmentó la masa principal de la maquinaria inhibidora. El cubo estaba espantosamente frío al tacto, y cuando lo soltó dejó atrás dos finas películas de piel desprendida en las caras opuestas del cubo, como huellas dactilares rosadas. Las puntas de sus dedos estaban ahora lisas y en carne viva. Por un momento, la mujer pensó que la piel desprendida quedaría adherida a los lados negros y lisos, pero después de unos segundos las dos láminas de piel se cayeron de modo espontáneo y formaron unas delicadas escamas traslúcidas, como las alas desechadas de un insecto. Los lados negros y fríos del cubo seguían siendo tan despiadados, oscuros e impecables como antes, pero notó que el cubo se estaba encogiendo, una contracción tan extraña e inesperada que su mente interpretó que el cubo se estaba alejando a una distancia imposible. A su alrededor, los otros cubos se hacían eco de la contracción y su tamaño fue disminuyendo a menos de la mitad con cada segundo que pasaba.
En menos de un minuto, en la cabina no quedaba nada salvo unas películas de cenizas de un color gris negruzco. Khouri sintió incluso que la ceniza se le acumulaba en el rabillo del ojo, como un ataque repentino de polvo somnífero, y recordó entonces que los cubos se le habían metido en la cabeza antes de que llegara la canica.
—Bueno, ya has conseguido la demostración que querías —le dijo a Thorn—. ¿Mereció la pena, solo para dejarlo claro?
—Tenía que saberlo. Pero cómo iba a saber yo lo que iba a pasar.
Khouri se frotó las manos para recuperar la circulación allí donde se le habían quedado entumecidas. Era un placer salir de las cinchas de restricción en las que la había metido Thorn, que se disculpó por ello sin excesiva convicción. Khouri tuvo que admitir que jamás habría confesado la verdad sin una coacción tan extrema.
—Y por cierto, ¿qué fue lo que pasó? —añadió Thorn.
—No lo sé. Por lo menos no todo. Provocamos una respuesta, y estoy bastante segura de que hemos estado a punto de morir, o al menos de que nos tragara esa maquinaria.
—Lo sé, yo también tuve esa sensación.
Se miraron, conscientes de que el período de unión que habían experimentado en la red de reunión de datos de los inhibidores les había permitido alcanzar un nivel de intimidad que ninguno de los dos se esperaba. Habían compartido muy poco aparte del miedo, pero a Thorn al menos le había demostrado que el miedo de la mujer era tan intenso como el suyo, en todos los aspectos, y que el ataque de los inhibidores no lo había organizado ella en su honor. Pero había habido algo más que el miedo, ¿no? Había habido preocupación por el bienestar del otro. Y al llegar la tercera mente, también había habido algo muy parecido al remordimiento.
—Thorn… ¿Tú sentiste la otra mente? —preguntó Khouri.
—Sentí algo. Algo que no eras tú y algo que no era la maquinaria.
—Sé quién era —dijo ella; sabía que ya era muy tarde para mentiras y maniobras de evasión y que había que contarle a Thorn tanto de la verdad como ella comprendiese—. Por lo menos creí reconocerlo. Esa mente era la de Sylveste.
—¿Dan Sylveste? —preguntó él con cautela.
—Lo conocí, Thorn. Ni muy bien ni durante mucho tiempo, pero lo suficiente para reconocerlo de nuevo. Y sé lo que le ocurrió.
—Comienza por el principio, Ana.
La mujer se frotó el polvillo del borde del ojo con la esperanza de que la maquinaria estuviera inerte de verdad, y no solo durmiendo. Thorn tenía razón. Su admisión había sido la primera grieta en una fachada de otro modo perfecta. Pero ya no se podía deshacer la grieta. Seguiría extendiéndose y alargando unos dedos que lo romperían todo. Todo lo que ella podía ofrecer ahora era una minimización de los daños.
—Te equivocas en todo lo que crees saber sobre la triunviro. No es la tirana maníaca que cree el populacho. El Gobierno labró esa imagen. Necesitaba un demonio, una figura a la que se pudiera odiar. Si el pueblo no hubiera podido odiar a la triunviro, habría dirigido su ira, su frustración, contra el propio Gobierno. Y eso no podía permitirse.
—Asesinó un asentamiento completo.
—No… —De repente se sentía muy cansada—. No. Eso no fue lo que ocurrió. Ella solo hizo que lo pareciera, ¿no lo entiendes? En realidad no murió nadie.
—Y tú estás muy segura de eso, ¿no?
—Estuve allí.
El casco crujió y volvió a reconfigurarse. En poco tiempo estarían fuera de la influencia electromagnética del gigante gaseoso. Los procesos de los inhibidores continuaron imperturbables: la lenta colocación de los tubos subatmosféricos, la construcción del gran arco orbital. Lo que acababa de ocurrir dentro de Roc no cambiaba nada del proyecto más ambicioso.
—Cuéntamelo, Ana. Si es así como te llamas en realidad, ¿o es otra capa de falsedades que tengo que despegar?
—Ese es mi nombre —dijo ella—. Pero no Vuilleumier. Eso fue una tapadera. Era el nombre de algún colono. Creamos una historia para mí, el pasado necesario que me permitiría infiltrarme en el Gobierno. Mi verdadero nombre es Khouri. Y sí, formé parte de la tripulación de la triunviro. Llegué aquí a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Vinimos a buscar a Sylveste.
Thorn se cruzó de brazos.
—Bueno, por fin estamos llegando a algún sitio.
—La tripulación buscaba a Sylveste, nada más. No había resentimiento alguno contra la colonia. Utilizaron una información errónea para haceros pensar que estaban más dispuestos a utilizar la fuerza de lo que era el caso en realidad. Pero Sylveste nos engañó. Necesitaba encontrar una forma de explorar la estrella de neutrones y lo que orbitaba a su alrededor, el par Cerbero/Hades. Convenció a los ultras para que lo ayudaran con su nave.
—¿Y después? ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué volvisteis las dos a Resurgam si teníais una nave estelar para vosotras solas?
—Hubo problemas en la nave, como bien supusiste. Unos problemas graves de la hostia.
—¿Un motín?
Khouri se mordió el labio y asintió.
—Tres de nosotras, supongo, nos volvimos contra el resto. Ilia, yo y la mujer de Sylveste, Pascale. No queríamos que Sylveste explorara el par de Hades.
—¿Pascale? ¿Quieres decir como en Pascale Girardieau?
Khouri recordó que la mujer de Sylveste había sido la hija de uno de los políticos más poderosos de la colonia: el hombre cuyo régimen había tomado el poder después de que se destituyera a Sylveste por sus creencias.
—No la conocí tan bien. Ahora está muerta. Bueno, algo así.
—¿Algo así?
—Esto no va a ser fácil, Thorn. Tendrás que aceptar lo que te diga, ¿entiendes? Por muy descabellado o improbable que parezca. Aunque dado lo que acaba de pasar, tengo la sensación de que vas a estar más receptivo que antes.
Él se llevó un dedo a los labios.
—Ponme a prueba.
—Sylveste y su mujer entraron en Hades.
—Te refieres al otro objeto, seguro. ¿Cerbero?
—No —dijo ella con decisión—. Me refiero a Hades. Entraron en la estrella de neutrones, aunque resultó ser mucho más que una simple estrella de neutrones. En realidad, ni siquiera es una estrella de neutrones; es más una especie de ordenador gigante, abandonado por alienígenas.
Él se encogió de hombros.
—Como bien dices, tampoco es como si hoy no hubiera visto unas cuantas cosas raras. ¿Y? ¿Qué pasó luego?
—Sylveste y su mujer están dentro del ordenador, ejecutándose como programas. Como niveles alfa, supongo. —Khouri levantó un dedo para anticiparse al comentario de él—. Lo sé, Thorn, porque yo también di un paseo por allí dentro. Me encontré con Sylveste después de que lo hubieran introducido en Hades. A Pascale también. De hecho, es muy probable que allí dentro también haya una copia mía. Pero yo, este yo, no se quedó. Volví aquí fuera, al universo de verdad, y no he vuelto desde entonces. De hecho, no tengo intención de volver jamás. No hay forma fácil de entrar en Hades, no a menos que te plantees la opción de morir destrozado por tensiones de marea gravitatoria.
—¿Pero tú crees que la mente que encontramos era la de Sylveste?
—No lo sé —dijo ella con un suspiro—. Sylveste lleva varios siglos subjetivos dentro de Hades, Thorn; es posible que eones subjetivos. Lo que nos pasó a todos hace sesenta años debe de ser para él un recuerdo lejano y borroso de los albores del tiempo. Ha tenido tiempo para evolucionar más allá de todo lo que podamos imaginarnos. Y es inmortal, puesto que nada de lo que haya en Hades tiene que morir. No me imagino cómo actuaría ahora, ni si reconoceríamos siquiera su mente. Pero te juro que a mí me pareció Sylveste. Quizá fue capaz de recrearse como solía ser, solo para que yo supiera qué era lo que nos había salvado.
—¿Se interesaría por nosotros?
—Hasta ahora nunca había dado señal de ello. Claro que tampoco han ocurrido tantas cosas en el mundo exterior desde que fue introducido en Hades. Pero ahora, de repente, han llegado los inhibidores y han comenzado a cargarse este lugar. Debe de seguir llegando información al interior de Hades, aunque solo sea cuando se trata de una emergencia. Pero piensa en ello, Thorn. Aquí abajo hay mucha mierda, y grave. Podría incluso afectar a Sylveste. No podemos saberlo, pero tampoco podemos decir con seguridad que no sea cierto.
—Entonces, ¿qué era esa cosa?
—Un mensajero, supongo. Un trozo de Hades, enviado para reunir información. Y Sylveste envió una copia de sí mismo junto con él. El mensajero se enteró de lo que pudo, trajinó un poco por la maquinaria, nos vigiló y luego volvió a Hades. Es de suponer que cuando llegue allí se volverá a fusionar con la matriz. Quizá nunca estuvo desconectado del todo, podría haber habido un filamento de materia nuclear de solo un quark de anchura que se estirase desde la canica hasta el filo del sistema, y nunca nos habríamos enterado.
—Vuelve atrás un momento. ¿Qué pasó cuando dejaste Hades? ¿Ilia fue contigo?
—No. Ella nunca se introdujo en la matriz. Pero sobrevivió y volvimos a encontrarnos en la órbita alrededor de Hades, dentro de la Nostalgia por el Infinito. Lo más lógico habría sido alejarse de ese sistema, alejarse mucho, pero era imposible. La nave estaba, bueno, no exactamente dañada, pero sí cambiada. Había sufrido una especie de episodio psicótico. No quería tener nada más que ver con el universo externo. Lo único que conseguimos fue llevarla de vuelta al sistema interno, a menos de una unidad astronómica de Resurgam.
—Hmm. —Thorn se había apoyado la mejilla en un nudillo—. Esto va mejorando, desde luego. Lo extraño es que, de hecho, creo que podrías estar contando la verdad. Si fueras a mentir, al menos se te habría ocurrido algo que tuviera sentido.
—Tiene sentido, ya lo verás.
Khouri le contó el resto mientras Thorn la escuchaba en silencio y con paciencia, asintiendo de vez en cuando y pidiéndole que clarificara ciertos aspectos de su historia. Ella le dijo que todo lo que ya le habían contado sobre los inhibidores era verdad, por lo menos por lo que ellas sabían, y que la amenaza era tan real como habían afirmado.
—De eso creo que ya me has convencido —dijo Thorn.
—Fue Sylveste el que los atrajo, a menos que ya estuvieran de camino. Por eso quizá todavía se sienta en la obligación de ayudarnos, o al menos por eso siente algún interés pasajero por el universo externo. Pensamos que lo que rodeaba a Hades era una especie de disparador. Sylveste sabía que corría un riesgo al hacerlo, pero no le importaba. —Khouri frunció el ceño al sentir una oleada de ira—. Puto científico arrogante… Se suponía que yo tenía que matarlo, ya sabes. Para empezar, para eso estaba yo en la nave.
—Otra deliciosa complicación. —Thorn asintió con gesto de aprobación—. ¿Quién te envió?
—Una mujer de Ciudad Abismo. Se hacía llamar la Mademoiselle. Sylveste y ella se conocían desde hacía años. Ella sabía lo que él se traía entre manos y que había que detenerlo. Ese era mi trabajo. El problema fue que la jodí.
—No pareces de las que cometen asesinatos a sangre fría.
—No me conoces, Thorn. En absoluto.
—Todavía no, quizá. —El hombre le dedicó una detenida mirada hasta que, con cierta reticencia, la mujer desvió la suya. Era un hombre por el que se sentía atraída, y sabía que era un hombre que creía en algo. Era fuerte y valiente, lo había visto con sus propios ojos en la Casa Inquisitorial. Y era cierto, aunque no quisiera admitirlo, que ella había maquinado esta situación con la vaga idea de cómo podría acabar, desde el momento en que había insistido en que se llevara a Thorn a bordo. Pero no había forma de escapar de una única y dolorosa verdad que seguía definiendo su vida, incluso después de todo lo que había pasado: era una mujer casada.
Thorn añadió:
—Pero siempre hay tiempo, como se suele decir.
—Thorn…
—Sigue hablando, Ana. Sigue hablando. —Thorn hablaba en voz muy baja—. Quiero oírlo todo.
Más tarde, una vez que pusieron un minuto luz entre ellos y el gigante gaseoso, el panel comunicó que entraba una transmisión de haz estrecho enviada desde la Nostalgia por el Infinito. Ilia debía de haber rastreado la nave de Khouri con sensores de profundidad, a la espera de que hubiera una separación angular suficiente entre ella y las máquinas de los inhibidores. Incluso con los zánganos repetidores, le inquietaba muchísimo comprometer su posición.
—Ya veo que volvéis a casa —dijo; había un intenso desagrado grabado en cada palabra—. Veo también que os acercasteis mucho más al corazón de su actividad de lo que habíamos acordado. Eso no está bien. Nada bien.
—No parece muy contenta —susurró Thorn.
—Lo que hicisteis fue excepcionalmente peligroso. Solo espero que os hayáis enterado de algo a cambio de vuestros esfuerzos. Exijo que volváis a toda prisa a la nave estelar. No debemos demorar a Thorn y alejarlo de su urgente trabajo en Resurgam… ni a la inquisidora de sus obligaciones en Cuvier. Tendré más que decir sobre este asunto cuando regreséis. —Hizo una pausa antes de añadir—: Irina corta y cierra.
—Todavía no sabe que yo lo sé —dijo Thorn.
—Será mejor que se lo diga.
—Esa no me parece una idea muy inteligente, Ana.
Ella lo miró.
—¿No?
—Todavía no. No sabemos cómo se lo tomaría. Quizá sea mejor que actuemos como si yo todavía pensara…, etcétera. —Dibujó una espiral con el índice—. ¿No te parece?
—Una vez le oculté una cosa a Ilia. Fue un grave error.
—Esta vez me tendrás a mí de tu parte. Podemos comunicárselo poco a poco una vez que estemos sanos y salvos a bordo de la nave.
—Espero que tengas razón.
Thorn entrecerró los ojos con expresión juguetona.
—Al final todo saldrá bien, te lo prometo. Lo único que tienes que hacer es confiar en mí. No es tan difícil, ¿verdad? Después de todo, no es más de lo que tú me pediste a mí.
—El problema era que estábamos mintiendo.
Thorn le tocó el brazo, un contacto que podría haber parecido accidental si no lo hubiera prolongado durante varios taimados segundos.
—Tendremos que dejar eso atrás, ¿no crees?
Khouri extendió el brazo y le quitó con delicadeza la mano, que se cerró con suavidad alrededor de la suya; por un momento los dos se quedaron inmóviles. La mujer era consciente de cada bocanada de aire que aspiraba. Miró a Thorn, sabía muy bien lo que deseaba y sabía que él deseaba lo mismo.
—No puedo hacerlo, Thorn.
—¿Por qué no? —Hablaba como si no hubiera ninguna objeción válida que ella pudiera hacer.
—Porque… —Se desprendió de la mano de él—. Por lo que todavía soy. Por una promesa que le hice a alguien.
—¿A quién? —preguntó Thorn.
—A mi marido.
—Lo siento. No pensé ni por un momento que pudieras estar casada. —El hombre se recostó en su asiento, poniendo así una repentina distancia entre ambos—. No pretendo con ello insultarte. Es solo que un minuto eres la inquisidora, al siguiente eres una ultra. Y ninguna de esas cosas encaja muy bien con la concepción que yo tenía de una mujer casada.
Ella levantó una mano.
—No importa.
—¿Y quién es él, si no te importa que te lo pregunte?
—No es tan sencillo, Thorn. Ojalá lo fuera, de verdad.
—Cuéntamelo, por favor. Quiero saberlo, en serio. —El hombre hizo una pausa, quizá leía algo en la expresión de Khouri—. ¿Tu marido está muerto, Ana?
—Tampoco es tan sencillo. Mi marido era soldado. Yo también lo era, antes. Los dos éramos soldados en Borde del Firmamento, en las guerras peninsulares. Estoy segura de que has oído hablar de nuestra pintoresca disputa civil. —No esperó a que él le respondiera—. Luchábamos juntos. Nos hirieron y transportaron inconscientes a la órbita. Pero algo salió mal. A mí me identificaron mal, me pusieron mal las etiquetas, me metieron en la nave hospital equivocada. Sigo sin saber todos los detalles. Terminaron metiéndome a bordo de una nave más grande que iba a salir del sistema. Una abrazadora lumínica. Para cuando se descubrió el error yo ya estaba alrededor de Épsilon Eridani, en Yellowstone.
—¿Y tu marido?
—Sigo sin saberlo. En aquel momento me hicieron creer que él se había quedado atrás, alrededor de Borde del Firmamento. Treinta, cuarenta años, Thorn, eso es lo que habría tenido que esperar incluso si yo me las hubiera arreglado para meterme en una nave que volviera de inmediato.
—¿Qué clase de terapias de longevidad teníais en Borde del Firmamento?
—Ninguna en absoluto.
—Así que había muchas posibilidades de que tu marido hubiera muerto para cuando volvieras…
—Era soldado. La esperanza de vida en un batallón congelado y descongelado ya era más que escasa. Y además, no había ninguna nave que hiciera el viaje de vuelta. —Khouri se frotó los ojos y suspiró—. Eso fue lo que me dijeron que le pasó. Pero todavía no lo sé con certeza. Podría haber venido conmigo en la misma nave; todo lo demás podría haber sido una mentira.
Thorn asintió.
—Así que tu marido podría seguir vivo, pero en el sistema Yellowstone.
—Sí, suponiendo que llegara allí y suponiendo que no regresara en la siguiente nave que saliera del sistema. Pero incluso en ese caso sería un anciano. Yo me pasé mucho tiempo congelada en Ciudad Abismo antes de venir aquí. Y desde entonces todavía he pasado congelada más tiempo, mientras Ilia y yo esperábamos a los lobos.
Thorn se quedó callado un minuto.
—Así que estás casada con un hombre al que todavía amas, pero al que es muy probable que no vuelvas a ver jamás…
—Ahora entiendes por qué para mí no es fácil —dijo ella.
—Lo entiendo —respondió Thorn en voz baja con algo parecido a un profundo respeto en su tono—. Lo entiendo y lo siento. —Luego le acarició la mano de nuevo—. Pero quizá sea hora de dejar atrás el pasado, Ana. Todos tenemos que hacerlo algún día.
Llevó mucho menos tiempo llegar a Yellowstone de lo que Clavain había esperado. Se preguntó si Zebra lo había drogado o si el fino aire frío de la cabina había hecho que se quedara inconsciente sin casi darse cuenta, pero no parecía haber ninguna brecha en la secuencia de sus pensamientos. El tiempo había pasado muy rápido, así de sencillo. Tres o cuatro veces Manoukhian y Zebra habían hablado en voz baja y con tonos urgentes entre ellos, y poco después Clavain había sentido que la nave cambiaba de vector, era de suponer que para evitar otro enfrentamiento con la Convención. Pero no había habido ninguna sensación tangible de pánico.
Tenía la impresión de que Zebra y Manoukhian consideraban que se debía evitar otro enfrentamiento más por un sentido del decoro o la pulcritud que por una cuestión pragmática de supervivencia. Otra cosa no serían, pero profesionales sí.
La nave giró por encima del Cinturón Oxidado, evitándolo en muchos miles de kilómetros, y luego se acercó en espiral a las capas de nubes de Yellowstone. El planeta se hinchó y llenó cada ventanilla del campo de visión de Clavain. Una piel de gases ionizados de neón rosa fue rodeando la nave a medida que esta surcaba la atmósfera. Clavain sintió que volvía a tener gravedad después de horas de ingravidez. Era, se recordó, la primera gravedad real que había sentido desde hacía años.
—¿Ha visitado Ciudad Abismo con anterioridad, señor Clavain? —le preguntó Zebra cuando la negra nave terminó de insertarse en la atmósfera.
—Una o dos veces —dijo él—. Últimamente no. ¿He de suponer que es allí a donde vamos?
—Sí, pero no puedo decirle el lugar con exactitud. Tendrá que averiguarlo por sí mismo. Manoukhian, ¿puedes mantenerlo estable durante el próximo minuto, aproximadamente?
—Tómate tu tiempo, Zeb.
La mujer se soltó del sillón de aceleración y se inclinó sobre Clavain. Las rayas parecían zonas de pigmentación diferente en lugar de tatuajes o pintura corporal. Zebra abrió con un gesto práctico una taquilla y extrajo sin prisas una caja de color azul metálico del tamaño de un botiquín. La abrió y vaciló con el dedo sobre el contenido, como alguien que dudara sobre una caja de bombones. Luego sacó un mecanismo hipodérmico.
—Voy a dormirlo, señor Clavain. Mientras esté inconsciente le haré unas pruebas neurológicas, solo para verificar que es usted de verdad un combinado. No lo despertaré hasta que hayamos llegado a nuestro destino.
—No es necesario.
—Ya, pero es que sí lo es. Mi jefe se muestra muy protector con sus secretos. Querrá decidir lo que usted ha de saber. —Zebra se inclinó sobre él—. Puedo meterle esto en el cuello, creo, sin sacarlo de ese traje.
Clavain comprendió que no tenía sentido discutir. Cerró los ojos y sintió la punta fina de la hipodérmica pellizcarle la piel. Zebra era buena, de eso no cabía duda. Sintió una segunda oleada de frío cuando la droga chocó contra su torrente sanguíneo.
—Que quiere su jefe de mí —pregunto él.
—No creo que lo sepa todavía, la verdad —dijo Zebra—. Solo siente curiosidad. No puede culparlo por ello, ¿verdad?
Clavain ya había dispuesto que sus implantes neutralizaran el agente que Zebra le había inyectado. Quizá hubiera una ligera pérdida de claridad cuando las medichinas filtraran su sangre (quizá incluso perdiera el conocimiento durante un breve período de tiempo), pero no duraría mucho. Las medichinas combinadas funcionaban bien contra cualquier…
Estaba sentado y erguido en un elegante sillón moldeado con rollos de tosco hierro negro. El sillón estaba anclado a algo tremendamente sólido y antiguo. Se hallaba en suelo planetario, no en la nave de Zebra. El mármol gris azulado que había debajo del sillón tenía unos ribetes fabulosos, vetas y espirales como los flujos de gas de alguna nebulosa interestelar, tan llamativos como imposibles.
—Buenas tardes, señor Clavain. ¿Cómo se encuentra en estos momentos?
Esta vez no era la voz de Zebra. Unas pisadas cruzaron el mármol sin ruido ni prisa. Clavain levantó la cabeza y asimiló un poco más de lo que lo rodeaba.
Lo habían traído a lo que parecía ser un inmenso invernadero o jardín interior. Entre columnas de mármol negro veteado había ventanas divididas por delicados parteluces que se elevaban decenas de metros antes de curvarse para cruzarse sobre su cabeza. Láminas de espalderas trepaban casi hasta la cima de la estructura, enredadas con parras de un vivido color verde. Entre las espalderas había muchas macetas grandes o montículos de tierra que albergaban demasiados tipos de plantas para que Clavain las pudiera identificar, aparte de unos cuantos naranjos y lo que creyó que era una especie de eucalipto. Algo parecido a un sauce se cernía sobre su asiento. El follaje que colgaba de él formaba una fina cortina verde que era lo que bloqueaba su visión en un buen número de direcciones. Escalas y escaleras de caracol proporcionaban acceso a las pasarelas aéreas que se extendían y rodeaban el invernadero. En alguna parte, fuera del campo de visión de Clavain, el agua se filtraba de forma constante, como si manara de una fuente en miniatura. El aire era fresco y limpio más que frío y fino.
El hombre que había hablado se colocó delante de él sin ruido. Era tan alto como Clavain y vestía unas ropas oscuras parecidas a las de él (lo habían despojado de su traje espacial), aunque ahí terminaba todo parecido. La edad fisiológica aparente del hombre era dos o tres décadas inferior a la de Clavain, su lustroso cabello negro peinado hacia atrás apenas estaba salpicado de gris. Era musculoso, pero no hasta el punto de parecer ridículo. Vestía unos pantalones estrechos negros y una túnica negra que le llegaba a la rodilla, ceñida por encima de la cintura. Llevaba los pies y el pecho desnudos; se encontraba ante Clavain con los brazos cruzados y lo miraba desde arriba, con una expresión a medio camino entre la diversión y una ligera desilusión.
—Le he preguntado… —comenzó de nuevo el hombre.
—Es obvio que me ha examinado —dijo Clavain—. ¿Qué más puedo decirle que no sepa ya?
—Parece disgustado. —El hombre hablaba canasiano, pero con un rastro de rigidez.
—No sé quién es usted ni lo que quiere, pero no tiene ni idea del daño que ha hecho.
—¿Daño? —preguntó el hombre.
—Estaba en pleno proceso de deserción para unirme a los demarquistas. Pero por supuesto, usted ya sabe todo eso, ¿no es cierto?
—No sé muy bien cuánto le contó Zebra —dijo el hombre—. Es cierto que sabemos algo sobre usted, pero no tanto como nos gustaría. Para eso está usted aquí, es nuestro invitado.
—¿Invitado? —bufó Clavain.
—Bueno, eso quizá sea forzar un poco la definición habitual del término, lo admito. Pero no quiero que se considere usted nuestro prisionero. No lo es. Ni tampoco es nuestro rehén. Es muy posible que decidamos liberarlo en breve. ¿Qué daño se habrá hecho entonces?
—Dígame quién es usted —dijo Clavain.
—Lo haré dentro de un momento. Pero antes, ¿por qué no me acompaña? Creo que descubrirá que la vista es muy gratificante. Zebra me ha dicho que esta no es su primera visita a Ciudad Abismo, pero no estoy seguro de que la haya visto desde una perspectiva así. —El hombre se inclinó y le ofreció a Clavain la mano—. Venga, por favor. Le aseguró que responderé a todas sus preguntas.
—¿A todas?
—A la mayor parte.
Clavain se levantó del sillón de hierro con cierto esfuerzo y la ayuda del hombre. Se dio cuenta de que todavía estaba un poco débil ahora que tenía que ponerse en pie solo, pero era capaz de andar sin dificultad, con los pies desnudos fríos sobre el mármol. Recordó que se había quitado los zapatos antes de meterse en el traje espacial demarquista.
El hombre lo llevó a una de las escaleras de caracol.
—¿Puede arreglárselas, señor Clavain? Merece la pena. Abajo las ventanas están un poco polvorientas.
Clavain siguió al hombre por la desvencijada escalera de caracol hasta que llegaron a una de las pasarelas aéreas. Serpentearon entre enrejados hasta que Clavain perdió todo el sentido de la orientación. Desde la atalaya de su asiento solo había sido consciente de unas formas borrosas que había más allá de las ventanas y de una pálida luz de color ocre que lo teñía todo con su fulgor melancólico, pero ahora distinguía el panorama con más claridad. El hombre lo acompañó a la balaustrada.
—Contémplela, señor Clavain: Ciudad Abismo. Un lugar que he llegado a conocer y, si bien no a amar en realidad, quizá no a detestarlo con el mismo fervor apostólico que cuando llegué aquí.
—¿Usted no es de aquí? —preguntó Clavain.
—No. Al igual que usted, he viajado por todas partes.
La ciudad se alejaba reptando en todas direcciones, enconándose en medio de una lejana calima urbana. No había más de dos decenas de edificios más altos que aquel en el que se encontraban, aunque algunos de ellos eran mucho más altos, inmersos en la nube que los cubría de tal modo que sus cimas eran invisibles. Clavain vio la línea oscura y lejana de la muralla que los rodeaba cerniéndose sobre la calima, a muchas decenas de kilómetros de distancia. Ciudad Abismo estaba construida dentro de una caldera que contenía un agujero abierto en la corteza de Yellowstone. La ciudad rodeaba el gran abismo indigesto, se tambaleaba sobre su borde, lanzaba tomas que se aferraban como garras a sus profundidades. Las estructuras se apoyaban unas sobre otras, hombro con hombro, entrelazadas y fundidas en formas delirantes y extrañas. El aire estaba infestado de tráfico aéreo, una masa en cambio constante que hacía que el ojo tuviera que luchar para concentrarse. Parecía casi imposible que hubiera que hacer tantos viajes en un momento concreto, tantos recados y gestiones vitales. Pero Ciudad Abismo era inmensa. El tráfico aéreo representaba una porción microscópica de la verdadera actividad humana que tenía lugar bajo las agujas y las torres, incluso en tiempo de guerra.
En otro tiempo había sido diferente. La ciudad había visto más o menos tres fases. La más larga había sido la Belle Époque, cuando los demarquistas y sus familias presidenciales habían ostentado el poder absoluto. Por aquel entonces la ciudad se sofocaba bajo las dieciocho cúpulas fusionadas de la Red Mosquito. Toda la energía y química que la ciudad necesitaba se sacaba del abismo en sí. Dentro de las cúpulas, los demarquistas habían llevado su dominio de la materia y la información a su conclusión lógica. Sus experimentos con la longevidad les habían dado la inmortalidad biológica, mientras que las descargas regulares de los patrones neuronales a los ordenadores habían hecho que hasta la muerte violenta no fuera más que una simple molestia. Su pericia con lo que algunos de ellos todavía llamaban de una forma bastante pintoresca «nanotecnología» les había permitido remodelar sus entornos y sus cuerpos casi a voluntad. Se habían convertido en seres proteicos, un pueblo para el que la calma de cualquier tipo era aborrecible.
La segunda fase de la ciudad había llegado solo un siglo antes, con la aparición de la plaga de fusión. La plaga había sido muy democrática, atacaba a las personas con el mismo entusiasmo con el que atacaba a los edificios. Con cierto retraso, los demarquistas se dieron cuenta de que su edén había albergado siempre una serpiente especialmente despiadada. Hasta entonces los cambios habían sido controlados, pero la plaga se los arrebató al control humano. En pocos meses la ciudad se transformó por completo. Solo existían unos pocos enclaves herméticos en los que las personas todavía podían andar con máquinas en sus cuerpos. Los edificios se contorsionaban y adoptaban formas burlonas que recordaban a los demarquistas lo que habían perdido. La tecnología sufrió una grave crisis y volvió a un estado casi preindustrial. Las facciones depredadoras acechaban en las profundidades sin ley de la ciudad.
La edad de las tinieblas de Ciudad Abismo duró casi cuarenta años.
Era tema de discusión si el tercer estado de la ciudad ya había terminado o continuaba bajo una administración diferente. En el período inmediatamente posterior a la plaga, los demarquistas perdieron la mayor parte de sus anteriores fuentes de riqueza y los ultras se llevaron sus negocios a otro sitio. Unas cuantas familias de clase alta continuaron luchando y siempre había bolsas de estabilidad financiera en el Cinturón Oxidado, pero Ciudad Abismo estaba lista para sufrir un golpe de estado económico. Los combinados, confinados hasta entonces a unos cuantos nichos remotos de todo el sistema, vieron que era su momento.
No fue una invasión en el sentido habitual del término. Su número era demasiado escaso y militarmente hablando eran demasiado débiles. Tampoco tenían ningún deseo de convertir al pueblo a su modo de pensar. En lugar de eso, se dedicaron a comprar la ciudad trozo a trozo y la reconstruyeron y transformaron en algo nuevo y reluciente. Derribaron las dieciocho cúpulas fusionadas. En el abismo instalaron un inmenso artilugio de maquinaria bioenergética llamado Lilly, que había aumentado en gran medida la eficacia de la conversión química de los gases nativos del abismo. Ahora la ciudad vivía inmersa en una bolsa de cálido aire respirable sostenido por las lentas exhalaciones de Lilly. Los combinados derribaron muchas de las estructuras deformadas y las sustituyeron por elegantes torres semejantes a cuchillas, que llegaban muy por encima de la bolsa de aire respirable y que se giraban como las velas de un yate para minimizar el perfil que ofrecían al viento. Se volvieron a introducir en el medioambiente formas más resistentes de nanotecnología. Las medichinas combinadas permitían que se volvieran a aplicar las terapias de longevidad. Los ultras olisquearon la prosperidad y de nuevo hicieron de Yellowstone una escala clave en sus itinerarios comerciales. Alrededor de Yellowstone, la repoblación del Cinturón Oxidado se desarrolló a toda prisa.
Debería haber sido una nueva edad dorada.
Pero los demarquistas, los antiguos amos de la ciudad, jamás se adaptaron al papel de viejas glorias de la historia. Les sentaba mal su estatus reducido. Durante siglos ellos habían sido los únicos aliados de los combinados, pero todo eso estaba a punto de terminar. Irían a la guerra para recuperar lo que habían perdido.
—¿Ve usted el abismo, señor Clavain? —Su anfitrión señaló una oscura mancha elíptica, casi perdida más allá de una profusión de agujas y torres—. Dicen que Lilly se está muriendo. Los combinados ya no están aquí para mantenerla con vida, los desterraron. La calidad del aire ya no es lo que era. Se especula incluso con que habrá que volver a construir cúpulas sobre la ciudad. Pero quizá los combinados puedan volver pronto a ocupar lo que una vez fue suyo, ¿eh?
—Sería difícil llegar a otra conclusión —dijo Clavain.
—Debo admitir que a mí me da igual quién venza. Me ganaba bien la vida antes de que llegaran los combinados y he seguido haciéndolo en su ausencia. No conocí la ciudad bajo los demarquistas, pero no me cabe duda que hubiera encontrado una forma de sobrevivir.
—¿Quién es usted?
—Dónde estamos sería una pregunta más apropiada. Mire hacia abajo, señor Clavain.
Clavain bajó la cabeza. El edificio en el que se encontraba era alto, eso al menos era obvio por el elevado panorama que tenía, pero la verdad es que no había comprendido del todo lo alto que era. Era como si se encontrara cerca de la cima de una montaña inmensamente alta y escarpada, y al bajar la vista viese picos y lomas subsidiarias muchos miles de metros más abajo, que ya de por sí se elevaban sobre la mayor parte de los edificios circundantes. El tráfico aéreo más alto estaba mucho más abajo; de hecho, Clavain vio que parte del tráfico fluía por el edificio en sí y se zambullía a través de inmensos arcos y portales. Por debajo había otras capas de tráfico, luego una bruma que parecía una parrilla de carreteras elevadas y luego más espacio todavía, y por fin una sugerencia borrosa de gradas de parques y lagos, tan abajo que parecían marcas desvaídas de dos dimensiones sobre un mapa.
El edificio era negro y monumental en su arquitectura. No pudo adivinar su verdadera forma, pero tuvo la sensación de que si lo hubiera visto desde alguna otra parte de Ciudad Abismo le habría parecido algo negro, muerto y un poco amenazador, como un árbol solitario alcanzado por un rayo.
—De acuerdo —dijo Clavain—. Una vista muy bonita. ¿Dónde estamos?
—Cháteau des Corbeaux, señor Clavain. La Mansión de los Cuervos. Confío en que recuerda el nombre.
Clavain asintió.
—Skade vino aquí.
El hombre asintió.
—Según tengo entendido.
—Entonces usted tuvo algo que ver con lo que le ocurrió, ¿es eso?
—No, señor Clavain, no lo tuve. Pero mi predecesora, la última persona que habitó este edificio, desde luego que lo tuvo. —El hombre se dio la vuelta y le ofreció a Clavain la mano derecha—. Me llamo H, señor Clavain. Por lo menos ese es el nombre con el que en estos momentos prefiero hacer negocios. ¿Hacemos negocios?
Antes de que Clavain pudiera responder, H le había cogido la mano y se la había apretado. Clavain retiró la mano, perplejo. Notó que había un diminuto punto rojo en la palma de su mano, como si fuese sangre.
H lo llevó abajo, de vuelta al suelo de mármol. Pasaron al lado de la fuente que Clavain había oído antes y que consistía en una serpiente dorada sin ojos que vomitaba un chorro constante de agua; luego bajaron por otro largo tramo de escaleras de mármol para llegar al piso que estaba justo debajo.
—¿Qué sabe usted de Skade? —preguntó Clavain. No confiaba en H, pero no veía qué daño podía haber en hacer unas cuantas preguntas.
—No tanto como me gustaría —dijo H—. Pero le contaré de lo que me he enterado, dentro de ciertos límites. Enviaron a Skade a Ciudad Abismo en una operación de espionaje para los combinados, una operación que concernía a este edificio. Correcto, ¿no?
—Dígamelo usted.
—Vamos, señor Clavain. Como pronto descubrirá, tenemos mucho más en común de lo que podría imaginarse. No es necesario ponerse a la defensiva.
A Clavain le apetecía reírse.
—Dudo que usted y yo tengamos demasiadas cosas en común, H.
—¿No?
—Soy un hombre de cuatrocientos años que es probable que haya visto más guerras que amaneceres ha visto usted.
Los ojos de H se arrugaron divertidos.
—¿De veras?
—Mi perspectiva de las cosas va a ser algo diferente de la suya, solo un poquito.
—No me cabe la menor duda. ¿Quiere seguirme, señor Clavain? Me gustaría mostrarle a la anterior inquilina.
H lo llevó por pasillos negros de techos altos y solo iluminados por las ventanas más estrechas posibles. Clavain observó que H caminaba con una levísima cojera, provocada por un mínimo desequilibrio de longitud entre una pierna y la otra que conseguía superar la mayor parte del tiempo. Parecía disponer de todo el colosal edificio para él solo, o al menos de aquella porción del mismo, que tenía el tamaño de una mansión; aunque quizá fuera una ilusión alimentada por la pura inmensidad del edificio. Clavain ya había presentido que H controlaba una organización que tenía cierta influencia.
—Comience por el principio —dijo Clavain—. ¿Cómo se mezcló usted en el asunto de Skade?
—Compartíamos intereses, como supongo que diría usted. Llevo un siglo en Yellowstone, señor Clavain. Durante ese tiempo he cultivado ciertos intereses, obsesiones, casi podría llamarlos.
—¿Por ejemplo?
—La redención es una de ellas. Tengo lo que usted podría denominar, siendo caritativo, un pasado accidentado. En mis tiempos hice algunas cosas bastante desagradables. Claro que, ¿quién no las ha hecho? —Se detuvieron ante una entrada arqueada enmarcada en mármol negro. H hizo que se abriera la puerta y acompañó a Clavain al interior de una habitación sin ventanas que tenía el ambiente quieto y espectral de una cripta.
—¿Por qué le iba a interesar la redención?
—Para absolverme, por supuesto. Para compensar un poco. En la época actual, incluso teniendo en cuenta las dificultades de estos tiempos, uno puede vivir una vida excesivamente larga. En tiempos pasados, un crimen abominable lo marcaba a uno de por vida, o al menos durante los bíblicos setenta años. Pero ahora podemos vivir durante siglos. ¿Debería una vida tan larga verse mancillada por una sola acción poco meritoria?
—Usted dijo que había hecho más de una cosa desagradable.
—Como así ha sido. Le he puesto mi nombre a muchas obras viles. —Se acercó a una caja de metal vertical soldada con tosquedad que estaba en medio de la sala—. Pero de lo que se trata es de lo siguiente: no veo por qué habría que encerrar a mi yo actual en unas pautas de comportamiento determinadas solo por algo que hizo mi yo mucho más joven. Dudo que haya un solo átomo de mi cuerpo que hayamos compartido los dos, y muy pocos recuerdos.
—Un pasado criminal no le da una perspectiva moral única.
—No, es cierto. Pero hay una cosa que se llama el libre albedrío. No hay necesidad de que seamos marionetas de nuestro pasado. —H hizo una pausa y tocó la caja. Clavain se dio cuenta de que tenía las dimensiones y proporciones generales de un palanquín, la clase de máquina que todavía usaban los herméticos para viajar.
H cogió aliento antes de volver a hablar.
—Hace un siglo asumí lo que había hecho, señor Clavain. Pero había que pagar un precio por esa reconciliación. Juré enderezar ciertos entuertos, muchos de los cuales concernían de forma directa a Ciudad Abismo. Eran unos votos difíciles, y yo no soy de los que se toman ese tipo de cosas a la ligera. Por desgracia, fracasé en el más importante de todos.
—¿Que era?
—Dentro de un momento, señor Clavain. Antes quiero que vea lo que ha sido de ella.
—¿Ella?
—La Mademoiselle. Era la mujer que vivía aquí antes que yo, la mujer que ocupaba este edificio en el momento de la misión de Skade. —H deslizó hacia un lado un panel negro situado a la altura de la cabeza, revelando así una diminuta ventana oscura engastada en el costado de la caja.
—¿Cuál era su verdadero nombre? —preguntó Clavain.
—En realidad no lo sé —le dijo H—. Manoukhian quizá sepa un poco más sobre ella, creo; estuvo un tiempo a su servicio, antes de que su lealtad cambiara de dueño. Pero nunca le extraje la verdad y es demasiado útil, por no decir frágil, para arriesgarlo bajo una draga.
—Entonces, ¿qué es lo que sabe de ella?
—Solo que durante muchos años fue una influencia muy poderosa en Ciudad Abismo sin que nadie se diera cuenta de ello. Era la dictadora perfecta. Ejercía tal dominio que nadie se daba cuenta de que era su esclavo. Su riqueza, calculada según los índices habituales, era casi nula. No poseía nada en el sentido habitual del término. Sin embargo, tenía redes de coacción que le permitían lograr todo lo que quería sin ruido, de forma invisible. Cuando las personas actuaban por lo que ellos pensaban que era puro interés personal, con frecuencia estaban siguiendo el guión oculto de la Mademoiselle.
—Hace que parezca una bruja.
—Oh, no creo que hubiera nada sobrenatural en su influencia. Era solo que ella veía los flujos de información con una claridad de la que la mayor parte de las personas carece. Podía ver el punto preciso donde era necesario aplicar la presión, el punto en el que la mariposa tenía que agitar las alas para provocar una tormenta a medio mundo de distancia. Ese era su don, señor Clavain. Una comprensión instintiva de los sistemas caóticos tal y como se aplican a la dinámica psicosocial humana. Mire, eche un vistazo.
Clavain dio un paso hacia la diminuta ventana abierta en la caja.
Había una mujer dentro. Parecía haber sido embalsamada y estaba sentada, erguida, dentro de la caja. Tenía las manos cruzadas con esmero en el regazo y sujetaba un abanico abierto de papel de una delicadeza traslúcida. Lucía un vestido de brocado y cuello alto que a Clavain le pareció que había pasado de moda un siglo atrás. Tenía una frente alta y suave, el cabello oscuro peinado hacia atrás en severos surcos. Desde donde Clavain se encontraba era imposible saber si tenía los ojos cerrados de verdad o si solo estaba mirando el abanico. Rielaba, como si fuera un espejismo.
—¿Qué le pasó? —preguntó Clavain.
—Está muerta, hasta donde yo entiendo el término. Lleva muerta más de treinta años, pero no ha cambiado en absoluto desde el momento de su muerte. No ha sufrido ningún deterioro y no hay prueba alguna de los habituales procesos mórbidos. Y sin embargo no puede haber un vacío ahí dentro, o no podría respirar.
—No lo entiendo. ¿Se murió dentro de esa cosa?
—Era su palanquín, señor Clavain. Estaba dentro cuando la maté.
—¿La mató usted?
H cerró la plaquita y oscureció la ventana.
—Utilicé un tipo de arma diseñada por asesinos de la Cubierta con el propósito concreto de asesinar a los herméticos. Lo llaman criticón. Sujeta un mecanismo al costado del palanquín que penetra en la armadura sin dejar de mantener a la perfección la integridad hermética. Puede haber cosas desagradables dentro de los palanquines, ya sabe, sobre todo cuando sus ocupantes sospechan que pueden ser objeto de intentos de asesinato. Gas nervioso específico para un sujeto, ese tipo de cosas.
—Continúe —dijo Clavain.
—Cuando el criticón llega al interior inyecta una bala que se detona con la fuerza suficiente para matar a cualquier organismo que haya en el interior, pero no tanto como para hacer pedazos la ventana o cualquier otro punto débil. Empleamos algo similar contra las dotaciones de los tanques de Borde del Firmamento, así que yo estaba algo familiarizado con los principios involucrados.
—Si el criticón funcionó —dijo el otro—, no debería haber ningún cuerpo dentro.
—Muy cierto, señor Clavain, no debería haberlo. Créame, lo sé, he visto lo que pasa cuando estas cosas funcionan de verdad.
—Pero usted la mató.
—Le hice algo; qué, no estoy del todo seguro. No pude examinar el palanquín hasta varias horas después de que el criticón hiciera su trabajo, ya que también teníamos que ocuparnos de los aliados de la Mademoiselle. Cuando por fin miré por la ventana no esperaba ver nada salvo la habitual mancha roja y chorreante al otro lado del cristal. Pero su cuerpo estaba casi intacto. Había heridas, heridas bastante evidentes que en circunstancias normales habrían sido fatales por sí solas, pero a lo largo de los días siguientes las vi curarse. La ropa también, el daño se deshizo solo. Desde entonces ha permanecido así. Más de treinta años, señor Clavain.
—No es posible.
—¿Notó que parecía que veía el cuerpo como si lo contemplara a través de una capa de agua en movimiento? ¿El modo en que rielaba y se combaba? No era ninguna ilusión óptica. Ahí dentro hay algo con ella. Me pregunto cuánto de lo que vemos fue alguna vez humano.
—Habla como si esa mujer fuese una especie de alienígena.
—Creo que había algo alienígena en ella. Aparte de eso, preferiría no especular.
H salió con Clavain de la habitación. Este se arriesgó a lanzar una última mirada al palanquín, una mirada que lo dejó frío. Era obvio que H lo guardaba allí porque no se podía hacer nada más con él. No se podía destruir el cadáver y en otras manos podría ser incluso peligroso. Así que permanecía ahí, sepultada en el edificio que había habitado en otro tiempo.
—Tengo que preguntarle… —comenzó Clavain.
—¿Por qué la mató?
Su anfitrión cerró la puerta tras ellos. Hubo una sensación palpable de alivio. Clavain tuvo la nítida impresión de que a H no le entusiasmaban demasiado las visitas a la Mademoiselle.
—La maté, señor Clavain, por una razón muy sencilla y muy obvia: porque tenía algo que yo quería.
—¿Y qué era?
—No estoy seguro del todo. Pero creo que era lo mismo que perseguía Skade.