Su avión privado podría haber acortado enormemente el viaje a Solnhofen, pero la inquisidora decidió realizar el tramo final del trayecto en transporte de superficie, y para ello hizo que el aparato la dejara en la comunidad de tamaño razonable más cercana a su destino.
El lugar se llamaba Audubon, una extensión de depósitos, chozas y cúpulas atravesada por raíles de slev, tuberías de carga y autopistas. Desde el perímetro, los dedos, como esbeltas filigranas que eran los mástiles de amarraje de los dirigibles, horadaban el cielo del norte, de color gris pizarra. Pero aquel día no había zepelines amarrados, ni señal alguna de que los hubiera habido recientemente.
El aeroplano la dejó en una franja de suelo de hormigón que discurría entre dos depósitos, sucia y llena de surcos. La inquisidora la atravesó con rapidez. Sus botas dejaron marcas en las matas de césped adaptado a Resurgam que asomaban aquí y allá entre el hormigón. Con cierto temor, observó cómo el avión volvía a tomar altura en dirección a Cuvier, listo para servir a otros funcionarios del Gobierno hasta que ella solicitara que la recogiera para regresar.
—Entra y sal rápido —murmuró para sí.
Algunos trabajadores ocupados en sus propios asuntos ya la habían visto, pero tan lejos de Cuvier las actividades de la Inquisición no eran objeto de gran especulación. La mayoría de la gente supondría acertadamente que pertenecía al Gobierno, pese a que llevaba ropa de paisano, pero les costaría más adivinar que estaba siguiendo la pista a un criminal de guerra. Lo mismo podía ser agente de policía o inspectora de alguna de las numerosas ramas burocráticas del Gobierno, que había ido hasta allí para verificar que nadie se estuviera apropiando de los fondos. Si hubiese llegado con ayudantes armados (un servidor o un escuadrón de guardias), sin duda su aparición hubiese provocado más comentarios. Pero, tal como iba, casi todo el mundo trató de no mirarla a los ojos y pudo llegar a la cantina sin incidentes.
Vestía de oscuro, con prendas poco llamativas cubiertas por una larga capa como las que la gente solía usar un tiempo atrás, cuando las tormentas cuchilla eran más habituales, con una bolsita plegada bajo la barbilla para llevar la mascarilla de respiración. Unos guantes negros completaban su atuendo, y llevaba unos pocos objetos personales en una pequeña mochila. Su pelo lucía un lustroso corte a tazón. De vez en cuando tenía que apartarse el flequillo de los ojos, pero servía para esconder de manera eficaz un transmisor de radio con auricular y micrófono en la garganta, cuyo único objetivo era llamar al avión. Llevaba una pequeña pistola bóser de fabricación ultra, asistida por un sistema de puntería que llevaba en el ojo como una lente de contacto. Pero solo cargaba con el arma para sentirse más segura; no pensaba usarla.
La cantina era un edificio de dos plantas que colgaba sobre la ruta principal hacia Solnhofen. Transportes de carga de ruedas enormes con forma de globo circulaban con estruendo en ambos sentidos. Pasaban a intervalos irregulares, cargando tras sus altos lomos contenedores estriados, apilados como fruta demasiado madura. Los conductores se sentaban dentro de vainas presurizadas, montadas cerca de la parte frontal de las máquinas y articuladas mediante un brazo con dos bisagras, para poder bajar a nivel de suelo o subir más alto y poder alcanzar una de las puertas de acceso elevadas de la cantina. Lo habitual era usar tres o cuatro transportes que avanzaban pesadamente en modo automático tras una plataforma tripulada. Nadie se fiaba de que las máquinas pudieran cubrir el trayecto sin ninguna supervisión.
La desvaída decoración de la cantina lucía un permanente aspecto grasiento, que hizo que la inquisidora tuviera ganas de dejarse los guantes puestos. Se dirigió a un grupo de conductores sentados alrededor de una mesa, que rezongaban sobre sus condiciones laborales. Sobre la mesa había aperitivos y café a medio tomar. Un periódico mal impreso contenía el último retrato robot del terrorista Thorn, junto a una lista de sus crímenes más recientes contra los ciudadanos. Una mancha de café con forma de anillo rodeaba como un aura la cabeza de Thorn.
La inquisidora contempló a los conductores durante lo que parecieron varios minutos, hasta que uno de ellos se dignó mirarla y asentir.
—Me llamo Vuilleumier —dijo—. Necesito que me lleven a Solnhofen.
—¿Vuilleumier? —repitió uno de los conductores—. ¿Igual que…? ¿Cómo se escribe?
—Saca tus propias conclusiones. No es un apellido tan inusual en Resurgam.
El camionero tosió.
—Solnhofen —dijo dubitativo, como si fuera un sitio del que apenas había oído hablar.
—Sí, Solnhofen. Es un pequeño asentamiento situado justo en esa carretera. De hecho, es el primero con el que uno se topa si va en esa dirección durante más de cinco minutos. Quién sabe, quizás hasta hayáis pasado por ahí una o dos veces.
—Solnhofen pilla bastante apartado de mi ruta, preciosa.
—¿En serio? Resulta gracioso. Tenía la impresión de que la ruta, como tú la llamas, consistía básicamente en una línea recta que pasaba justo por en medio de Solnhofen. Es difícil imaginar que algo pueda quedar «apartado» de eso, a no ser que abandonemos por completo la idea de seguir la carretera. —Sacó algo de dinero y estaba a punto de dejarlo sobre la mesa salpicada de comida, pero lo pensó mejor. Se limitó a agitarlo delante de los camioneros; los billetes crujieron en su mano recubierta de cuero—. He aquí mi oferta: la mitad de esto ahora mismo para cualquier conductor que me prometa un viaje a Solnhofen, un cuarto adicional si partimos en menos de treinta minutos, y el resto si llegamos a Solnhofen antes de que amanezca.
—Yo podría llevarla —dijo uno de los camioneros—. Pero es complicado en esta época del año. Creo que…
—La oferta no es negociable. —Había tomado la decisión de no tratar de congraciarse con ellos. Desde antes de dar un paso en la cantina, ya sabía que no les iba a caer bien. Podían oler al Gobierno a más de un kilómetro de distancia y ninguno de ellos, incentivos financieros aparte, quería realmente compartir cabina con ella durante todo el trayecto hasta Solnhofen. Lo cierto es que no podía culparlos. Los agentes gubernamentales de todo rango lograban que las personas normales sintieran escalofríos.
De no ser ella la inquisidora, tendría pánico de sí misma.
Pero el dinero hacía maravillas, y en menos de veinte minutos se sentaba en la cabina elevada de un transportista mientras las luces de Audubon se perdían en el ocaso. El camión solo llevaba un contenedor, y la combinación de carga ligera y el efecto amortiguador de las ruedas, del tamaño de una casa, proporcionaban a su movimiento unos bandazos soporíferos. La cabina estaba silenciosa y bien caldeada, y el camionero prefería poner música a embarcarse con ella en una conversación sin sentido. Durante los primeros minutos, ella lo observó mientras conducía y se fijó en que el vehículo solo necesitaba de vez en cuando la intervención humana para seguir la carretera. Sin duda podría funcionar sin supervisión alguna, de no ser por las normas de los sindicatos locales. Muy esporádicamente, otro camión o una cadena de vehículos se cruzaba con ellos en la noche, pero en su mayor parte el trayecto fue como viajar en una oscuridad despoblada e interminable.
La inquisidora llevaba en su regazo el periódico con el artículo sobre Thorn y lo leyó varias veces, cada vez más cansada, con la mirada dando traspiés sobre los mismos pesados párrafos. El artículo presentaba al movimiento de Thorn como una banda de violentos terroristas, obsesionados con derribar el Gobierno sin otro objeto que sumergir a la colonia en la anarquía. Solo mencionaba de pasada que la meta confesa de Thorn era encontrar un modo de evacuar Resurgam, usando para ello la nave de la triunviro. Pero la inquisidora ya había estudiado las suficientes declaraciones de Thorn como para conocer su postura sobre el tema. Desde los días de Sylveste, los sucesivos gobiernos habían acallado cualquier insinuación de que la colonia pudiera no ser segura, y que corría el peligro de sufrir la misma extinción que había aniquilado a los amarantinos casi un millón de años atrás. A lo largo del tiempo, y sobre todo en los siniestros y desesperados años que habían sucedido al colapso del régimen de Girardieau, la idea de que la colonia podía quedar destruida por algún repentino episodio cataclísmico había sido discretamente apartada del debate público. Mencionar siquiera a los amarantinos (y mucho menos lo que les sucedió) era la clase de cosas que hacían que a uno lo calificaran de busca problemas. Pero Thorn estaba en lo cierto. Puede que el peligro no fuera inminente, pero desde luego no había desaparecido.
Era cierto que Thorn atentaba contra objetivos gubernamentales, pero por lo general los ataques eran quirúrgicos y calculados, con el mínimo número de víctimas civiles. En ocasiones se hacían para publicitar su movimiento, pero lo más habitual era que su propósito fuese robar propiedades o fondos del Gobierno. Derribar la administración era una parte forzosa del plan de Thorn, pero no el objetivo principal.
Thorn creía que la nave de la triunviro seguía en el sistema, y pensaba que el Gobierno sabía dónde estaba y cómo llegar hasta ella. Su movimiento aseguraba que el ejecutivo disponía de dos lanzaderas operativas, con capacidad para realizar repetidos vuelos entre Resurgam y la Nostalgia por el Infinito.
Por lo tanto, el plan de Thorn era bastante simple. Primero localizaría las lanzaderas, algo que, según él mismo, estaba a punto de lograr. Después derribaría al Gobierno, o al menos lo debilitaría lo bastante como para poder capturar las lanzaderas. Después correspondería a la gente llegar hasta el punto de éxodo acordado, donde las lanzaderas cubrirían los viajes de ida y vuelta desde la superficie hasta la órbita. Cabía presuponer que la parte final consistía en derribar por completo el régimen existente, pero Thorn había afirmado repetidas veces que deseaba alcanzar su objetivo con tan poco derramamiento de sangre como fuese posible.
De todo eso, poca cosa se dejaba entrever en el artículo, aprobado por el Gobierno. Se quitaba importancia a las intenciones de Thorn, y lograba que la idea de una amenaza contra Resurgam pareciera un tanto ridícula. Thorn era presentado como un egoísta desquiciado, mientras se exageraba enormemente el número de víctimas civiles relacionadas con sus actividades.
La inquisidora estudió el retrato. No conocía personalmente a Thorn, pero sabía mucho sobre él. La imagen solo guardaba un remoto parecido con la verdadera persona, pero pese a ello Amenazas Internas había aceptado su verosimilitud. Se alegró por ello.
—Yo que usted no perdería el tiempo con esa porquería —dijo el conductor, cuando ella acababa de adormilarse pensativa—. Ese cabrón está muerto.
Vuilleumier parpadeó, alerta de pronto.
—¿Cómo?
—Thorn. —El camionero golpeó con uno de sus gruesos dedos el periódico que ella tenía abierto sobre las rodillas—. El del dibujo.
La inquisidora se preguntó si el conductor había guardado silencio de forma deliberada hasta que ella se había quedado dormida, si se trataba de un jueguecito que se traía con sus pasajeros para entretenerse durante el viaje.
—Que yo sepa, Thorn no está muerto —respondió—. Es decir, no he leído nada en los periódicos ni ha salido nada en las noticias que diga eso…
—El Gobierno le pegó un tiro. No se había puesto el apelativo de Thorn porque sí, ya se imagina*.
—¿Cómo han podido pegarle un tiro si ni siquiera saben dónde está?
—Pero sí que lo saben, ahí está la cosa. Sencillamente, todavía no quieren que nos enteremos de que está muerto.
—¿Quiénes?
—El Gobierno, preciosa. Mantente al día.
Sospechó que estaba burlándose de ella. Debía de haber adivinado que trabajaba para el Gobierno, pero también podía imaginarse que no tenía tiempo de informar de pequeños episodios de pensamiento díscolo.
—Y si le han disparado —dijo—, ¿por qué no lo anuncian? Miles de personas creen que Thorn va a conducirlos a la Tierra Prometida.
—Sí, pero solo hay una cosa peor que un héroe: un mártir. Habría muchos más problemas si se extendiera la noticia de que en realidad está muerto.
Ella se encogió de hombros y plegó el periódico.
—Bueno, en realidad no estoy segura de que haya existido siquiera. Tal vez al Gobierno le convenía crear un personaje ficticio que concentrara las esperanzas, solo para poder tomar medidas más drásticas contra la población. ¿No se habrá creído realmente todas esas historias, verdad?
—¿Eso de que iba a encontrar un modo de sacarnos de Resurgam? Qué va. Aunque imagino que sería bonito si sucediera. Para empezar, nos libraríamos de todos los quejicas.
—¿De veras es esa su actitud? ¿Que los únicos que quieren marcharse de Resurgam son los quejicas?
—Lo siento, preciosa, no sé de qué lado de la valla está usted. Pero a algunos en el fondo nos gusta este planeta. Sin ánimo de ofender.
—Faltaría más. —Entonces se reclinó en el asiento y se colocó el periódico doblado sobre los ojos, para que le sirviera de máscara. Decidió que si el camionero tampoco comprendía ese mensaje, habría que darlo por imposible.
Por suerte, lo captó.
En esa ocasión, el adormecimiento la condujo al sueño profundo. Soñó con el pasado, recuerdos que regresaban ahora que la voz de la agente Cuatro los había despertado. En realidad, nunca había sido capaz de dejar de pensar por completo en Cuatro, pero durante todo ese tiempo había conseguido no concebirla como una persona. Era demasiado doloroso. Recordar a Cuatro suponía pensar en su propia llegada a Resurgam, y eso a su vez implicaba rememorar su otra vida, que, comparada con la deprimente realidad del presente, aparecía como un cuento imposible y lejano.
Pero la voz de Cuatro era como una puerta al pasado. Ahora había ciertas cosas que no podían ignorarse.
¿Por qué demonios la llamaba justo en ese momento?
Se despertó cuando el ritmo del vehículo se alteró. El camionero lo estaba estacionando en una bodega de descarga.
—¿Ya hemos llegado?
—Esto es Solnhofen. No es lo que se dice una gran ciudad con sus luces cegadoras, pero es donde usted quería ir.
Por un hueco en las tablillas de la pared del depósito, pudo ver un cielo del color de la sangre anémica. El amanecer, o casi.
—Vamos un pelín tarde —comentó.
—Llegamos a Solnhofen hará cuarto de hora, preciosa. Pero dormía como un tronco y no quise despertarla.
—Muy amable por su parte. —A regañadientes, le entregó el resto de la paga prometida.
Remontoire observó cómo los últimos miembros del Consejo Cerrado tomaban asiento en las gradas dispuestas en torno a la superficie interior de la cámara privada. Algunos de los más ancianos aún eran capaces de llegar por sí mismos hasta sus sillas, pero la mayoría tenía que ser ayudada por sirvientes, exoesqueletos u oscuras nubes de zánganos del tamaño de un dedo pulgar. Algunos se encontraban tan próximos al final de su vida física que ya casi habían abandonado por completo su cuerpo, y no eran más que una cabeza anclada a prótesis de movilidad aracnoides. Uno o dos eran cerebros enormemente hinchados, tan llenos de maquinaria que ya no cabían en ningún cráneo, así que flotaban dentro de cúpulas transparentes llenas de fluidos y repletas de palpitante maquinaria de soporte vital. Eran los combinados más extremistas y, en su estado, la mayor parte de su actividad consciente se había dispersado por la red distribuida del pensamiento combinado global. Conservaban su cerebro por pura costumbre, como una familia reacia a demoler su vieja mansión en ruinas, a pesar de que casi nunca estaba en ella.
Remontoire tanteaba los pensamientos de cada recién llegado. Había gente en aquella sala que él creía muerta desde hacía tiempo, individuos que no habían asistido a ninguna de las sesiones del Consejo Cerrado en las que él había participado.
Era por el tema de Clavain. Él los había sacado a todos de su retiro.
Remontoire notó la repentina presencia de Skade en cuanto esta entró en la sala privada. Había aparecido por una balconada de forma anular situada a media altura, en la pared de la sala esférica. La cámara era opaca a toda transmisión neuronal; los de dentro podían comunicarse libremente entre sí, pero estaban aislados por completo de las demás mentes del Nido Madre. Eso permitía que el Consejo Cerrado celebrara sus sesiones y se expresara con más libertad que a través de los canales neuronales restringidos habituales.
Remontoire dio forma a un pensamiento y le asignó una alta prioridad, de modo que de inmediato superó las oleadas de cuchicheos y consiguió la atención general.
¿Está enterado Clavain de esta reunión?
Skade intervino con brusquedad para dirigirse a él.
[¿Por qué debería saberlo, Remontoire?].
Este se encogió de hombros.
¿Acaso no es de él de quien venimos a hablar, a sus espaldas?
Skade sonrió amablemente.
[Si Clavain consintiera en unirse a nosotros, no habría necesidad de hablar de él a sus espaldas, ¿verdad? El problema es suyo, no mío].
Remontoire se puso en pie, ahora que todos lo miraban o al menos dirigían en su dirección alguna especie de aparato sensorial.
¿Quién ha dicho que sea un problema, Skade? A lo que me opongo es a las intenciones que se ocultan tras esta reunión.
[¿Intenciones ocultas? Solo deseamos lo mejor para Clavain, Remontoire. Como amigo suyo, confiaba en que ya te hubieras dado cuenta de eso].
Remontoire miró a su alrededor. No había rastro de Felka, cosa que no le sorprendió lo más mínimo. Tenía perfecto derecho a estar presente, pero dudaba que apareciera incluida en la lista de invitados de Skade.
Soy su amigo, lo reconozco. Me ha salvado la vida numerosas veces, pero aunque no lo hubiera hecho… bueno, Clavain y yo hemos superado juntos problemas más que suficientes. Si eso significa que no tengo una visión objetiva sobre el asunto, que así sea. Pero te diré algo. Remontoire pasó la mirada por la sala, asintiendo cuando se encontraba con los ojos o sensores de alguien. A todos vosotros, a los que necesitan que se lo recuerde a pesar de lo que a Skade le gustaría que pensarais, Clavain no nos debe nada. Sin él, ninguno de nosotros estaría aquí. Ha sido para nosotros tan importante como Galiana, y no lo digo a la ligera. La conocí antes que cualquiera de esta sala.
Skade asintió.
[Remontoire está en lo cierto, desde luego, pero os habréis fijado en su uso del tiempo pretérito. Todas las grandes hazañas de Clavain quedan en el pasado… en el pasado lejano. No niego que desde su regreso del espacio profundo ha continuado sirviéndonos bien. Pero eso hemos hecho todos. Clavain no ha hecho ni más ni menos que cualquier combinado importante. ¿Pero no esperamos de él más que eso?].
¿Más que qué, Skade?
[Más que su agotadora devoción a la simple soldadesca, que constantemente lo sitúa en peligro].
Remontoire comprendió que, tanto si le gustaba como si no, se había convertido en el abogado de Clavain. Sintió un leve desprecio por los demás miembros del consejo. Sabía que muchos también le debían la vida a Clavain, y lo hubieran admitido bajo otras circunstancias. Pero Skade los tenía intimidados.
A él le tocaba hablar en nombre de su amigo.
Alguien tiene que patrullar la frontera.
[Sí. Pero disponemos de individuos más jóvenes, más rápidos y, seamos francos, más prescindibles que pueden hacer precisamente eso. Necesitamos la experiencia de Clavain aquí dentro, en el Nido Madre, donde podamos sacarle partido. No me creo que se aferré a la zona fronteriza por alguna clase de sentido del deber hacia el nido. Lo hace por puro egoísmo. Pretende jugar a ser uno de los nuestros, estar en el bando ganador sin aceptar todas las consecuencias de lo que significa ser combinado. Eso indica autocomplacencia, individualismo, todo aquello que es contrario a nuestra conducta. Incluso comienza a asemejar deslealtad].
¿Deslealtad? Nadie ha demostrado más lealtad a la facción combinada que Nevil Clavain. Tal vez algunos necesitéis repasar la historia.
Una de las cabezas sin cuerpo se arrastró sobre sus patas de araña hasta el respaldo de un asiento.
[Estoy de acuerdo con Remontoire: Clavain no nos debe nada. Ha demostrado su valía más de un millar de veces. Si quiere permanecer apartado del Consejo, está en su derecho].
Al otro lado del auditorio se iluminó un cerebro. Sus luces palpitaban sincronizadas con sus patrones verbales.
[Sí, nadie lo duda. Pero también es cierto que Clavain tiene la obligación moral de unirse a nosotros. No puede seguir malgastando su talento fuera del consejo]. El cerebro hizo una pausa, mientras las bombas de fluidos borbotaban y latían. La masa abultada de tejido neuronal se hinchó y se contrajo durante varios ciclos letárgicos, como un aterrador ovillo de lana. [No puedo apoyar la retórica incendiaria de Skade, pero no hay vuelta de hoja a la verdad esencial de sus palabras. El continuo rechazo de Clavain a unirse a nosotros equivale a deslealtad].
Oh, cállate, interpuso Remontoire. Si ha de guiarse por tu ejemplo, no me extraña que Clavain tenga dudas…
[¡Qué insulto!], resopló el cerebro.
Pero Remontoire detectó una oleada de regocijo reprimido ante su pulla. Era evidente que el cerebro hinchado no era todo lo universalmente respetado que le gustaría imaginarse. Al notar que era su momento, Remontoire se inclinó hacia delante, con las manos apretadas con fuerza en la barandilla de la balconada.
¿De qué va esto, Skade? ¿Por qué ahora, después de tantos años en los que el Consejo Cerrado se las ha valido sin él?
[¿Qué quieres decir con eso de «por qué ahora»?].
Te pregunto qué es lo que ha precipitado este movimiento. Se está tramando algo, ¿no es cierto?
La cresta de Skade se tiñó de granate. Apretaba la mandíbula con fuerza. Dio un paso atrás y arqueó la columna como un gato acorralado.
Remontoire siguió presionando.
Primero tenemos un relanzamiento del programa de construcción de naves estelares, un siglo después de que dejáramos de fabricarlas por razones tan secretas que ni siquiera el Consejo Cerrado tiene permiso para conocerlas. Después nos encontramos con un prototipo repleto de maquinaria oculta de origen y propósito desconocidos, cuya naturaleza, una vez más, no se puede revelar al Consejo Cerrado. Y también tenemos una flota de naves similares que se están ensamblando en un cometa no muy lejos de aquí… pero de nuevo, eso es todo lo que se nos permite saber. Ciertamente, creo que el Sanctasanctórum podría querer explicar algo al respecto…
[Ten mucho cuidado, Remontoire].
¿Por qué? ¿Es que podría ser culpable de conjeturar de forma inocente?
Otro combinado, un hombre con una cresta un tanto similar a la de Skade, se puso en pie vacilante. Remontoire lo conocía bien y estaba seguro de que no era miembro del Sanctasanctórum.
[Remontoire tiene razón. Algo está sucediendo, y Clavain solo es parte de ello. El cese del programa de construcción de naves, las extrañas circunstancias que rodearon el regreso de Galiana, la nueva flota, los preocupantes rumores que oigo sobre las armas de clase infernal… todo eso guarda relación entre sí. La guerra actual no es más que una distracción, y el Sanctasanctórum lo sabe. Quizá el verdadero cuadro sea sencillamente demasiado preocupante para que nosotros, meros miembros del Consejo Cerrado, podamos asimilarlo. En cuyo caso, al igual que Remontoire, me permitiré ciertas especulaciones y veremos adonde me conducen].
El hombre miró fijamente a Skade antes de proseguir.
[Existe otro rumor, Skade, concerniente a algo llamado el Exordio. Seguro que no necesito recordarte que esa fue la contraseña que Galiana dio a su última serie de experimentos en Marte… los que juró que jamás repetiría].
Puede que Remontoire solo lo imaginara, pero creyó ver un cambio de color que barría la cresta de Skade ante la mera mención de esa palabra.
¿Qué pasa con el Exordio?, preguntó.
El hombre devolvió su atención a Remontoire.
[No lo sé, pero puedo imaginármelo. Galiana nunca quiso que se prosiguieran esos experimentos. Los resultados fueron útiles, muy útiles, pero a la vez aterradores en extremo. Mas cuando Galiana estuvo lejos del Nido Madre, embarcada en su expedición interestelar, ¿qué impedía al Sanctasanctórum reanudar el Exordio? Ella nunca tendría por qué haberse enterado].
Aquel nombre en clave significaba algo para Remontoire, estaba seguro de haberlo escuchado antes. Pero si se refería a los experimentos que Galiana había realizado en Marte, eso habría tenido lugar hacía más de cuatrocientos años. Haría falta una delicada arqueología mnemónica para excavar los estratos de recuerdos superpuestos, en especial si el tema en cuestión ya estaba rodeado de secretismo.
Parecía más sencillo preguntar.
¿Qué era el Exordio?
—Yo te diré lo que era, Remontoire.
El sonido de una auténtica voz humana que atravesaba el silencio de la cámara resultó tan chocante como un grito. Remontoire siguió el sonido hasta ver a la persona que había hablado, que estaba sentada sola cerca de uno de los puntos de acceso. Era Felka: debía de haber llegado después de que empezase la reunión.
Skade arrojó un furioso pensamiento a su cabeza.
[¿Quién la ha invitado?].
—He sido yo —dijo Remontoire con suavidad, hablando también en voz alta a beneficio de Felka—. Suponía que no era muy probable que tú lo hicieras y, ya que el tema a discutir resultaba ser Clavain… parecía lo correcto.
—Lo es —aseguró Felka. Remontoire vio que algo se movía en su mano y comprendió que se había traído un ratón a la cámara privada—. ¿No te parece, Skade?
Esta resopló.
[No hay necesidad de hablar en voz alta, se tarda demasiado. Felka puede oír nuestros pensamientos tan bien como cualquier otro].
—Pero si vosotros tuvierais que escuchar mis pensamientos, probablemente os volveríais locos —dijo Felka. El modo en que sonreía resultaba aún más aterrador, pensó Remontoire, porque lo que decía era acaso cierto—. Así que antes de arriesgarnos a ello… —Bajó la mirada. El ratón se perseguía la cola alrededor de su mano.
[No tienes derecho a estar aquí].
—Sí que lo tengo, Skade. Si no fuese reconocida como miembro del Consejo Cerrado, la cámara privada no me habría dejado pasar. Y si no fuese miembro del Consejo Cerrado, difícilmente estaría en disposición de hablar del Exordio, ¿no te parece?
El hombre que primero había mencionado ese nombre en clave habló en voz alta, con un tono agudo y tembloroso:
—Así que mi suposición era correcta, ¿verdad, Skade?
[No hagáis caso de lo que diga Felka. No sabe nada sobre el programa].
—Entonces puedo decir lo que quiera, creo yo, porque carecerá de importancia. El Exordio era un experimento, Remontoire, un intento de alcanzar la unificación entre la consciencia y la superposición cuántica. Tuvo lugar en Marte, eso puedes verificarlo tú mismo. Pero Galiana obtuvo mucho más de lo que esperaba. Abrevió los experimentos, temerosa de lo que había despertado. Y ese debería ser el final de la historia. —Felka miró directamente a Skade, desafiante—. Pero no lo es, ¿verdad? Los experimentos volvieron a comenzar hace casi un siglo. Fue un mensaje del Exordio el que nos llevó a dejar de fabricar naves.
—¿Un mensaje? —dijo Remontoire, perplejo.
—Del futuro —dijo Felka, como si fuera algo evidente desde el primer momento.
—No hablas en serio.
—Hablo totalmente en serio, Remontoire. Bien que lo sé… yo tomé parte en uno de los experimentos.
Los pensamientos de Skade barrieron la sala como una guadaña.
[Estamos aquí para discutir sobre Clavain, no de esto].
Felka continuó hablando con calma. Ella era, comprendió Remontoire, la única persona de la cámara aparte de él mismo que ni se inmutaba por Skade. La cabeza de Felka había soportado ya terrores peores que los que Skade pudiera imaginar.
—Pero no podemos hablar de lo uno sin mencionar lo otro, Skade. Los experimentos han proseguido, ¿no es cierto? Y guardan relación con lo que sucede ahora. El Sanctasanctórum se ha enterado de algo, y preferiría que el resto de nosotros no supiéramos nada al respecto.
Skade volvió a apretar la mandíbula.
[El Sanctasanctórum ha identificado una crisis que se avecina].
—¿Qué tipo de crisis? —preguntó Felka.
[Una muy mala].
Felka asintió sabiamente y se apartó de delante de los ojos una hebra de lacio pelo negro.
—¿Y el papel de Clavain en todo esto…? ¿Dónde encaja él?
El dolor de Skade era casi tangible. Sus pensamientos llegaban en paquetes recortados, como si, entre sus murmullos, esperara que un orador silencioso le ofreciera una guía.
[Necesitamos que Clavain nos ayude. La crisis puede ser… atenuada… con la ayuda de Clavain].
—¿Y, de modo más preciso, qué clase de ayuda tienes en mente? —insistió Felka.
Una pequeña vena palpitó en la ceja de Skade. Oleadas de colores chirriantes se perseguían en su cresta, como los dibujos de las alas de una libélula.
[Hace mucho tiempo, perdimos ciertos objetos importantes. Ahora sabemos exactamente dónde se encuentran. Queremos que Clavain nos ayude a recuperarlos].
—Y esos «objetos» —dijo Felka— no serán por casualidad armas, ¿verdad?
La inquisidora se despidió del camionero que la había llevado hasta Solnhofen. Había dormido lo menos cinco o seis horas seguidas durante el trayecto, lo que había ofrecido al conductor oportunidades de sobra para desvalijar sus pertenencias o dejarla abandonada en mitad de la nada. Pero todo estaba intacto, incluida su pistola. El camionero le había dejado hasta el recorte de periódico donde se hablaba de Thorn.
Solnhofen en sí era tan mísera y escuálida como ella había sospechado. Solo necesitó vagar por el centro durante unos pocos minutos para encontrar lo que se hacía pasar por el corazón del asentamiento: una pista de estacionamiento hecha de tierra y rodeada por dos albergues de aspecto desaliñado, un par de anodinos edificios administrativos y un variopinto surtido de locales para emborracharse. Detrás de ese centro se cernían las descomunales naves de reparación que eran el eje de la existencia de Solnhofen. Lejos, al norte, unas enormes máquinas de terraformación se esforzaban por acelerar la transformación de la atmósfera de Resurgam en algo que de verdad fuera respirable por los humanos. Esas refinerías atmosféricas habían funcionado perfectamente durante varias décadas, pero ahora se hacían viejas y poco fiables. Mantenerlas operativas suponía una importante carga sobre la economía centralizada del planeta. Comunidades como Solnhofen se ganaban la vida de manera precaria gracias al sector servicios y proporcionando personal para los camiones de terraformación, pero el trabajo era duro e implacable, y precisaba (exigía) trabajadores de una pasta especial.
La inquisidora lo recordó al entrar en el albergue. Había esperado que estuviera tranquilo a esas horas del día, pero cuando abrió la puerta de un empujón, fue como sumarse a una fiesta que acababa de dejar atrás su punto álgido. Había música, gritos y risas, carcajadas duras y bulliciosas que le recordaron a los barracones de Borde del Firmamento. Algunos bebedores ya habían perdido el conocimiento y se desparramaban sobre sus jarras como estudiantes que esconden sus deberes. El aire estaba cuajado de sustancias que le escocían los ojos. Apretó los dientes por culpa del ruido y maldijo en silencio. No era de extrañar que Cuatro eligiera un antro como aquel. Recordó cuándo se conocieron. Fue en un bar de un carrusel en órbita de Yellowstone, probablemente el peor cuchitril en que había entrado en toda su vida. Cuatro tenía muchas habilidades, pero escoger lugares de reunión saludables no era una de ellas.
Por suerte, nadie había reparado en la llegada de la inquisidora. Se abrió paso entre unos cuantos cuerpos semicomatosos hasta llegar a lo que servía de barra: un agujero perforado en la pared, rodeado de ladrillos harapientos. Una hosca mujer hacía pasar las bebidas por el agujero como raciones para los presos, y agarraba el dinero y los vasos sucios con una velocidad casi inmoral.
—Póngame un café —dijo la inquisidora.
—No tenemos café.
—Entonces deme la cosa más parecida a un puto café.
—No debería hablar así.
—Hablo como me sale de los ovarios, sobre todo hasta tomar un café. —Se inclinó sobre el borde de plástico de la escotilla de servicio—. Puedes darme uno, ¿a que sí? Vamos, ni que estuviera pidiendo la luna.
—¿Es del Gobierno?
—No, solo tengo sed. Y estoy un poco irritable. Es por la mañana, ya ve, y no me acaban de gustar las mañanas.
Una mano se apoyó en su hombro. Vuilleumier se giró bruscamente, y sus propios dedos fueron de manera instintiva en busca de la empuñadura de su pistola bóser.
—¿Sigues causando problemas, Ana? —dijo la mujer que tenía a su espalda.
La inquisidora parpadeó. Tras partir de Cuvier había ensayado muchas veces aquel instante, pero seguía pareciendo irreal y melodramático. Entonces la triunviro Ilia Volyova asintió en dirección a la mujer que habría detrás de la escotilla.
—Es amiga mía. Quiere un café, así que te sugiero que le des uno.
La camarera entrecerró los ojos al verla, después gruñó algo y se esfumó. Reapareció unos momentos después, con una taza de algo que tenía pinta de acabar de ser extraído del rodamiento del eje central de un transporte de carga terrestre.
—Tómatelo, Ana —dijo—. Es de lo mejor que hay. La inquisidora cogió el café, aunque la mano le temblaba débilmente.
—No deberías llamarme así —susurró.
Volyova la condujo hacia una mesa.
—¿Llamarte cómo?
—Ana.
—Pero es tu nombre.
—No, ya no lo es. Aquí no. Ahora no.
La mesa que había localizado Volyova estaba encajada en un rincón, medio tapada por varios embalajes de cerveza apilados. Volyova pasó su manga por la superficie, lanzando los restos al suelo, y después se sentó. Colocó los codos sobre el borde de la mesa y cruzó los dedos por debajo de la barbilla.
—No creo que tengamos que preocuparnos de que alguien te reconozca, Ana. Nadie me ha echado más que un vistazo, y eso que, con la posible excepción de Thorn, soy la persona más buscada del planeta.
La inquisidora, que anteriormente se llamaba Ana Khouri, probó a dar un sorbo a esa pócima como melaza que pretendía pasar por café.
—Has contado con la ventaja de una diestra labor de desinformación, Ilia… —Se detuvo y miró a su alrededor, comprendiendo mientras lo hacía lo sospechosa y teatral que debía de parecer—. ¿Puedo llamarte Ilia?
—Ese es el nombre que uso. Pero mejor que por ahora dejes a un lado lo de Volyova. No tiene sentido abusar de nuestra suerte.
—Ninguno en absoluto. Imagino que debería decir… —De nuevo miró alrededor. No podía evitarlo—. Es bueno volver a verte, Ilia. Mentiría si dijera lo contrario.
—Yo también te he echado de menos. Es curioso pensar que empezásemos casi matándonos la una a la otra. Aunque eso es ya agua pasada, por supuesto.
—Comenzaba a preocuparme. Llevas tanto tiempo sin contactar…
—Tenía buenos motivos para no llamar la atención, ¿no crees?
—Supongo que sí.
Durante varios minutos, ninguna de las dos dijo nada. Khouri, que poco a poco volvía a reconocerse a sí misma en ese nombre, se encontró recordando los comienzos del audaz juego que ambas se llevaban entre manos. Lo habían diseñado por sí solas, sorprendiéndose la una a la otra con su valor e ingenio. Juntas habían constituido una pareja llena de recursos. Pero para alcanzar la máxima eficacia, comprendieron que tenían que trabajar solas.
Khouri rompió el silencio, incapaz de esperar más.
—¿De qué se trata, Ilia? ¿Buenas o malas noticias?
—Conociendo mi historial, ¿tú qué crees?
—¿Una punzada repentina en la noche? Malas noticias. Muy malas, seguro.
—Has dado en el clavo.
—Es por los inhibidores, ¿verdad?
—Lamento ser tan predecible, pero tienes razón.
—¿Están aquí?
—Eso creo. —Volyova bajó entonces la voz—. En todo caso, está sucediendo algo. Lo he visto con mis propios ojos.
—Cuéntamelo.
La voz de Volyova se tornó aún más débil, si eso era posible. Khouri tuvo que estirarse para poder oírla.
—Máquinas, Ana, enormes máquinas negras. Han entrado en el sistema. Pero no las vi llegar. Simplemente estaban… aquí.
Khouri ya había tanteado fugazmente las mentes de esas máquinas, y había sentido su terrible frío depredador recogido en antiguas grabaciones. Eran como el cerebro de los animales que van en manada, antiguos y pacientes, atraídos a la oscuridad. Sus mentes eran un laberinto de inteligencia instintiva y devoradora, totalmente desprovistas de la carga de la simpatía o las emociones. Se aullaban las unas a las otras a través de las silenciosas estepas de la galaxia, convocándose en gran número cuando el olor sangriento de los seres vivos volvía a inquietar su letargo invernal.
—Dios mío.
—No podemos decir que no lo esperáramos, Ana. Desde el momento en que Sylveste comenzó a trastear con cosas que no conocía, solo era cuestión de saber cuándo y dónde.
Khouri miró fijamente a su amiga y se preguntó por qué la temperatura de la sala parecía haber descendido diez o quince grados. La temida y odiada triunviro parecía ahora pequeña y algo mugrienta, casi una vagabunda. El pelo de Volyova era una mata cada vez más cana y corta, por encima de un rostro redondo de ojos duros que traicionaba sus lejanos orígenes mongoles. Como heraldo del juicio final, no parecía muy convincente.
—Estoy aterrada, Ilia.
—Y creo que tienes excelentes motivos para estarlo. Pero trata de no exteriorizarlo, ¿vale? Todavía no queremos meter miedo a los lugareños.
—¿Qué podemos hacer?
—¿Contra los inhibidores? —Volyova miró al infinito a través de su vaso y frunció ligeramente el ceño, como si fuera la primera vez que se planteaba en serio la cuestión—. No lo sé. Los amarantinos no tuvieron demasiado éxito en ese apartado.
—Nosotros no somos pájaros que no pueden volar.
—No, somos humanos… el azote de la galaxia, o algo así. No lo sé, Ana, de verdad que no. Si solo se tratara de ti y de mí, y lográramos persuadirá la nave, al capitán, para que saliera de su concha, podríamos al menos considerar la posibilidad de huir. Incluso podríamos plantearnos usar las armas, si eso sirviera de algo.
Khouri se estremeció.
—Pero aunque lo hiciéramos, aunque lográsemos escapar, eso no ayudaría gran cosa a Resurgam, ¿no crees?
—No. Y no sé por lo que a ti respecta, Ana, pero mi conciencia ya no está demasiado limpia.
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Eso es lo más curioso. Los inhibidores ya podrían haber destruido Resurgam, si eso es todo lo que pretenden. Hasta con nuestra tecnología se puede lograr algo así, por lo que dudo mucho que les supusiera ninguna dificultad.
—Entonces puede que, al fin y al cabo, no hayan venido a matarnos.
Volyova volvió a alzar su bebida.
—O quizá…, solo quizá…, sí.
En el corazón hirviente de las máquinas negras, unos procesadores que no eran en sí inteligentes determinaron que había que despertar a la consciencia una mente supervisora.
La decisión no se tomó a la ligera. La mayor parte de las operaciones de limpieza se lograban llevar a cabo sin evocar el fantasma de eso mismo que las máquinas habían sido creadas para eliminar. Pero ese sistema resultaba problemático. Los registros mostraban que se había realizado allí una limpieza previa, apenas cuatro coma cinco milésimas partes de una rotación galáctica antes. El hecho de que las máquinas hubiesen vuelto a ser activadas demostraba claramente que era necesario tomar medidas adicionales.
La tarea del supervisor consistía en enfrentarse a las características específicas de esa infestación en particular. No había dos limpiezas iguales, y era un hecho lamentable, pero indiscutible, que el mejor modo de aniquilar la inteligencia era mediante una dosis opuesta de inteligencia. Pero cuando la limpieza concluyera, cuando el brote actual fuese rastreado hasta su origen y todas sus esporas desinfectadas (lo que podía llevar otras dos milésimas de rotación galáctica, medio millón de años más), el supervisor perdería su inteligencia y su conciencia de sí mismo se estacionaría hasta que fuese de nuevo necesaria.
Lo cual podía no volver a ocurrir nunca.
El supervisor nunca ponía en tela de juicio su trabajo, solo sabía que actuaba por el bien último de la vida inteligente. No le preocupaba en absoluto que la crisis que trataba de impedir con su actuación, la crisis que se convertiría en un desastre cósmico inimaginable si se permitía que se extendiera la vida inteligente, aguardaba más de trece giros (tres mil millones de años) en el futuro.
No le importaba.
El tiempo no significaba nada para los inhibidores.