30

Recorrió la cámara del alijo, la atravesó como una reina inspeccionando sus tropas. Estaban presentes treinta y tres armas, no había dos iguales. Había pasado buena parte de su vida adulta estudiándolas, junto con las otras siete que ahora estaban perdidas o destruidas. Y sin embargo, en todo ese tiempo no había adquirido más que una familiaridad pasajera con la mayor parte. Había probado muy pocas de ellas de alguna forma que mereciera la pena. De hecho, de las que más sabía era de las que se habían perdido. Algunas de las armas que quedaban, estaba segura de que ni siquiera se podrían probar sin desperdiciar la única oportunidad que existía de utilizarlas. Pero no todas eran así. La parte más complicada era distinguir entre las subclases en las que se dividían, catalogarlas según su alcance, capacidad de destrucción y el número de veces que se podían utilizar. Aunque siempre había ocultado su ignorancia a sus colegas, Volyova no tenía más que una idea muy básica sobre lo que eran capaces de hacer al menos la mitad de sus armas. Pero había trabajado mucho y con gran meticulosidad para adquirir siquiera esos insuficientes conocimientos.

Basándose en lo que había aprendido durante sus años de estudio, había tomado una decisión: sabía qué armas habría que desplegar contra la maquinaria inhibidora. Liberaría ocho de ellas y conservaría veinticinco a bordo de la Nostalgia por el Infinito. Eran armas de masa baja, así que se podían desplegar por el sistema con rapidez y discreción. Sus estudios también habían sugerido que ocho tenían un alcance suficiente para atacar el lugar que ocupaban los inhibidores, pero había muchas suposiciones en sus cálculos. Volyova odiaba las suposiciones. Y estaba incluso menos segura de que fueran capaces de hacer el daño suficiente para cambiar las cosas en el trabajo de los inhibidores. Pero estaba segura de una cosa: lo que sí iban a hacer era anunciar su presencia. Si la actividad humana del sistema había estado hasta ahora en el nivel de una mosca zumbona, irritante sin llegar a ser peligrosa, ella estaba a punto de subirlo al nivel del ataque de un enjambre de mosquitos.

Aplastad esto, hijos de puta, pensó.

Pasó al lado de cada una de las ocho armas, y frenaba la mochila de propulsión el tiempo suficiente para asegurarse de que no había cambiado nada desde su última inspección. Así era. Las armas colgaban en sus soportes blindados tal y como las había dejado. Tenían un aspecto tan maligno y siniestro como siempre, no habían hecho nada inesperado.

—Estas son las ocho que voy a necesitar, capitán —dijo.

—¿Solo esas ocho?

—Por ahora servirán. No debemos poner todos los pollos en el mismo huevo, o como se diga.

—Estoy seguro de que hay algo adecuado.

—Cuando yo lo diga, necesitaré que despliegue usted cada arma, de una en una. Puede hacerlo, ¿verdad?

—Cuando dices «desplegar», Ilia…

—Solo sáquelas de la nave. Fuera de usted, quiero decir —Se corrigió; había notado que el capitán tendía ahora a referirse a sí mismo y a la nave como si fueran la misma entidad. Volyova no quería hacer nada, por pequeño que fuese, que pudiera interferir con este repentino espíritu de cooperación—. Solo al exterior —continuó—. Luego, cuando estén fuera las ocho, haremos otra comprobación de los sistemas. Lo mantendremos a usted entre ellas y los inhibidores, solo para estar seguros. No me parece que nos estén monitorizando, pero será mejor apostar sobre seguro.

—No podría estar más de acuerdo, Ilia.

—Muy bien, entonces. Empezaremos con la vieja diecisiete, ¿le parece?

—Qué sea el arma diecisiete, Ilia.

El movimiento fue repentino e inesperado. Había pasado tanto tiempo desde que cualquiera de las armas del alijo se había movido que ya se había olvidado de lo que era aquello. El soporte que sujetaba el arma comenzó a deslizarse por su rail de tal forma que la masa entera del obelisco del arma se movió sin ruido y con suavidad hacia un lado. Todo ocurría en silencio en la cámara del alijo, por supuesto, pero, no obstante, a Volyova le parecía que allí había un silencio más profundo, un silencio judicial, como el del lugar de una ejecución.

La red de raíles permitía que las armas del alijo llegaran a una cámara mucho más pequeña que se encontraba justo por debajo de la principal. Esta cámara menor tenía el tamaño suficiente para albergar el arma más grande, y había sido reconstruida a fondo con este propósito.

Volyova contempló al arma diecisiete desvanecerse en esa cámara y recordó su encuentro con la subpersona que controlaba el arma, «Diecisiete», la que le había mostrado preocupantes signos de libre albedrío y una marcada falta de respeto por la autoridad. No le cabía duda de que algo como Diecisiete existía en todas las armas. No tenía sentido preocuparse ahora por eso. Todo lo que podía hacer era esperar que el capitán y las armas continuaran haciendo lo que ella les pedía.

No tenía sentido preocuparse por ello, no. Pero sí que tenía un horrible presentimiento.

La puerta que conectaba ambas cámaras se cerró. Volyova cambió el alimentador del monitor de su traje de tal manera que se conectase con las cámaras y sensores externos, y ella pudiera observar el arma mientras surgía más allá del casco. Necesitaría unos cuantos minutos para llegar allí, pero en ese momento no tenía prisa.

Y sin embargo estaba ocurriendo algo más que inesperado. Su traje, a través de los monitores del casco, le decía que la nave estaba siendo bombardeada por un láser óptico.

La primera reacción de Volyova fue una aplastante sensación de fracaso. Al final, por la razón que fuese, había alertado a los inhibidores y había atraído su atención. Era como si la sola intención de desplegar las armas ya hubiera sido suficiente. El baño del láser debía de proceder de los barridos de sus sensores de largo alcance. Habían observado la presencia de la nave y la estaban buscando en la oscuridad.

Pero luego se dio cuenta de que las emisiones no procedían de esa parte del cielo.

Procedían del espacio interestelar.

—¿Ilia…? —Preguntó el capitán—. ¿Ocurre algo? ¿Quieres que aborte el despliegue?

—Usted lo sabía, ¿no es cierto? —dijo ella.

—¿Saber qué?

—Que alguien nos estaba disparando un láser. Frecuencia de comunicación.

—Lo siento, Ilia pero yo solo…

—No quería que yo lo supiera. Y no lo supe hasta que me conecté con esos sensores del casco para observar la salida del arma.

—Qué emisiones… Ah, espera. —Su gran voz de deidad vaciló un momento—. Espera, ya veo a lo que te refieres. No lo había notado, estaban pasando tantas cosas… Tú estás más sensibilizada con tales preocupaciones que yo, Ilia. Estos días estoy muy concentrado en mí mismo. Si esperas un momento, retrocederé un poco para determinar cuándo comenzaron las emisiones. Tengo los datos de los sensores, ya sabes…

Volyova no le creía, pero sabía que no había forma de demostrar lo contrario. Él lo controlaba todo, y fue solo al desconcentrarse un momento que ella se había enterado de la presencia del láser.

—Y bien, ¿cuánto tiempo?

—No más de un día, Ilia. Un día o así…

—¿Qué significa «o así», hijo de puta mentiroso?

—Quiero decir… cuestión de días. No más de una semana… según un cálculo conservador.

Svinoi. Cerdo mentiroso, hijo de puta. ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

—Supuse que tú ya eras consciente de la señal, Ilia. ¿No la recogiste cuando tu trasbordador se acercó a mí?

Ah, pensó ella. Así que era una señal, no solo una explosión láser sin sentido. ¿Qué más sabía el capitán?

—Por supuesto que no lo sabía. Estuve dormida hasta el último momento, y el trasbordador no estaba programado para buscar nada que no fueran transmisiones del interior del sistema. Las comunicaciones interestelares tienen un corrimiento al azul para salir de las bandas de frecuencia habituales. ¿Cuál era el corrimiento al azul, capitán?

—Modesto, Ilia: diez por ciento de la velocidad de la luz. Solo lo suficiente para sacarlo de la banda de frecuencia esperable.

Volyova hizo los cálculos. Diez por ciento de luz… Una abrazadora lumínica no podía reducir esa clase de velocidad en mucho menos de treinta días. Incluso si una nave estelar estaba irrumpiendo en el sistema, ella todavía tenía un mes antes de que llegara. No le dejaba mucho margen de maniobra, pero era mejor que averiguar que solo estaban a unos cuantos días.

—¿Capitán? La señal debe de ser una transmisión automatizada programada para repetirse, o no la habrían mantenido durante tanto tiempo. Pásemela al traje. De inmediato.

—Sí, Ilia. ¿Y las armas del alijo? ¿Quieres que abandone el despliegue?

—Sí… —empezó a decir antes de corregirse—. No. ¡No! Esto no cambia nada. Siga desplegando los putos trastos, todavía llevará horas sacar las ocho fuera. Ya oyó lo que dije antes, ¿no? Quiero que su masa los proteja de los inhibidores.

—¿Y qué pasa con la fuente de la señal, Ilia?

Si hubiera tenido esa opción, le habría dado una patada en alguna parte. Pero estaba flotando lejos de cualquier cosa que hubiera podido patear.

—Limítese a poner la puta transmisión.

Su visera se volvió opaca y oscureció la visión de la cámara del alijo. Por un momento se quedó mirando un mar blanco sin dimensiones. Luego se formó una escena, una disolución lenta que dio paso a un interior. Parecía estar de pie en el extremo de una larga habitación amueblada con austeridad; había una mesa negra entre ella y las tres personas que se encontraban al otro lado de la mesa. Esta era una cuña de pura oscuridad.

—Hola —dijo el único varón humano de los tres—. Me llamo Nevil Clavain y creo que usted tiene algo que yo quiero.

A primera vista parecía ser una simple extensión de la mesa. Sus ropas eran del mismo color negro sin brillo, solo surgían de las sombras sus manos y su cabeza. Tenía los dedos entrelazados con cuidado delante de él. Unas venas como cuerdas dibujaban espirales en los dorsos de sus manos. El cabello y la barba eran blancos, su rostro recortado por algunos sitios por grietas de una profunda oscuridad.

—Se refiere a los mecanismos que están dentro de su nave —dijo la persona que estaba sentada al lado de Clavain. Era una mujer de aspecto muy joven que llevaba una especie de uniforme negro parecido. Volyova se esforzó por reconocer el acento; le parecía que sonaba como uno de los dialectos locales de Yellowstone—. Sabemos que tiene treinta y tres. Disponemos de un mecanismo permanente que fija su huella diagnóstica, así que no piense siquiera en marcarse un farol.

—No funcionará —dijo el tercer interlocutor, que era un cerdo—. Somos muy resueltos, ¿sabe? Capturamos esta nave cuando dijeron que no se podía hacer. Incluso hemos conseguido darles a los combinados un buen puñetazo. Hemos venido desde muy lejos para conseguir lo que queremos, y no nos vamos a ir a casa con las manos vacías. —Mientras hablaba, enfatizaba sus argumentos con mandobles de la pezuña que tenía por mano.

Clavain, el primer interlocutor, se inclinó hacia delante.

—Escorpio tiene razón. Tenemos los medios técnicos para adueñarnos de nuevo de las armas. La pregunta es: ¿tendrá usted el buen sentido de entregarlas sin luchar?

Volyova tuvo la sensación de que Clavain estaba esperando a que le respondiese. La necesidad de decir algo, aunque sabía que no era un mensaje en tiempo real, era casi abrumadora. Comenzó a hablar, sabía que el traje capturaría lo que dijese y lo enviaría mediante una conexión a la nave intrusa. Pero haría falta un tiempo de descarga tremendo para la señal: tardaría tres días en salir; eso como mínimo, lo que significaba que no podría esperar una respuesta antes de una semana.

Clavain volvía a hablar.

—Pero no nos pongamos demasiado dogmáticos. Percibo que tiene dificultades en su zona. Hemos visto la actividad que hay en su sistema y comprendemos que podría ser causa de preocupación. Pero eso no cambia nuestro objetivo inmediato. Queremos que esas armas estén listas para su entrega en cuanto irrumpamos en el espacio circunestelar. Nada de trucos y nada de retrasos. No es negociable. Pero sí que podemos discutir los detalles y los beneficios de una cooperación mutua.

—No cuando estás a medio mes de distancia, entonces no puedes —susurró Volyova.

—Llegaremos en poco tiempo —dijo Clavain—. Quizás antes de lo que espera. Pero por ahora estamos fuera del alcance de una comunicación eficiente. Seguiremos transmitiendo este mensaje hasta que lleguemos. Entre tanto, y para facilitar las negociaciones, he preparado una copia de nivel beta de mí mismo. Estoy seguro de que conoce los protocolos de simulación necesarios. Si no es así, también podemos proporcionarle documentación técnica. De otro modo, puede proceder a una instalación completa e inmediata. Para cuando este mensaje haya cumplido mil ciclos, usted tendrá todos los datos que necesita para ejecutar mi nivel beta. —Clavain esbozó una sonrisa razonable y extendió las manos en un gesto abierto—. Por favor, ¿querrá considerarlo? Por supuesto, dispondremos los detalles recíprocos para su propio nivel beta, si desease enviarnos un proxy negociador. Esperamos su reacción con interés. Soy Nevil Clavain, de la Luz del Zodíaco, corto y cierro.

Ilia Volyova soltó para sí unas cuantas maldiciones.

—Por supuesto que conocemos los putos protocolos, cretino condescendiente.

El mensaje había cumplido más de mil ciclos, lo que significaba que los datos necesarios para ejecutar el nivel beta ya se habían grabado.

—¿Ha oído eso, capitán? —preguntó.

—Sí, Ilia.

—Examine a fondo el nivel beta, ¿quiere? Compruebe que no tiene ninguna sorpresa desagradable. Luego encuentre un modo de ejecutarlo.

—Incluso si contuviese algún tipo de virus militar, Ilia, dudo mucho que me hiciera daño en mi estado actual. Sería un poco como si un hombre con lepra avanzada se preocupase por una dolencia leve de la piel, o como si el capitán de un navío que se hunde se ocupase de un incidente menor de carcoma, o…

—Sí, ya veo a lo que se refiere, gracias. Pero hágalo de todos modos. Quiero hablar con Clavain. Cara a cara.

Estiró el brazo y liberó la visera justo a tiempo para ver la siguiente arma del alijo que comenzaba a arrastrarse hacia el espacio. Estaba tan furiosa que no sabía qué decir. No era solo que los recién llegados hubieran llegado de forma tan inesperada o que exigieran algo tan incómodo y concreto. Eran las molestias que el capitán parecía haberse tomado para ocultarle todo el asunto.

No sabía a qué estaba jugando el capitán, pero no le gustaba ni un pelo.


Volyova se alejó un paso del servidor.

—Comienza —dijo no sin cierto recelo.

El nivel beta se había adaptado a los protocolos habituales, compatible con todos los sistemas principales de simulación anteriores, desde mediados de la Belle Époque. También se reveló libre de cualquier virus contaminante, ya fuera deliberado o accidental. Volyova seguía sin confiar en él, así que se pasó otro medio día verificando que la simulación no había conseguido, de una forma increíblemente artera, infiltrarse y modificar sus filtros contra los virus. Al parecer no lo había hecho, pero aun así ella hizo todo lo que pudo para asegurarse de que estaba tan aislado de la red de control de la nave como fuera posible.

El capitán, por supuesto, estaba en lo cierto, por completo: ahora él era la nave, en todos los aspectos. Lo que atacaba a la nave, lo atacaba a él. Y dado que él se había convertido en la nave gracias a que se había adueñado de él una plaga alienígena superadaptada, no parecía demasiado probable que algo con un simple origen humano pudiera penetrar en sus sistemas a cuestas de otra cosa. Ya había irrumpido en él un invasor experto que lo había corrompido.

El servidor se movió de forma brusca. Se alejó un paso y estuvo a punto de caerse antes de estabilizarse. Unas cámaras duales miraron en diferentes direcciones y luego se pusieron de golpe en modo binocular y la enfocaron. Unos iris mecánicos se abrieron y cerraron con un movimiento rápido. La máquina dio otro paso, esta vez hacia ella.

Volyova alzó una mano.

—Alto.

Había instalado el nivel beta en una de las pocas máquinas de la nave que tenía una forma del todo androide. El servidor era un montaje básico de varias partes; una obra abierta, alta y flaca. No se sentía amenazada en su presencia, o por lo menos no era una sensación racional de amenaza, ya que físicamente era más fuerte y robusta que la máquina.

—Háblame —le dijo—. ¿Estás bien instalado?

La laringe de la máquina zumbó como una mosca atrapada.

—Soy una simulación de nivel beta de Nevil Clavain.

—Bien. ¿Quién soy yo?

—No lo sé. No se ha presentado.

—Soy la triunviro Ilia Volyova —dijo ella—. Esta es mi nave, Nostalgia por el Infinito. Te he instalado en uno de nuestros servidores de mecánica general. Es una máquina frágil, deliberadamente frágil, así que no intentes hacer ninguna tontería. Estás programado para autodestruirte, pero aunque no fuera ese el caso, podría destrozarte con los dedos.

—Lo último que se me ocurriría es hacer una sandez, triunviro. O Ilia. ¿Cómo quieres que te llame?

—Señora. Este es mi territorio.

No pareció haberla oído.

—¿Has dispuesto que se transmita tu propio nivel beta a la Luz del Zodíaco, Ilia?

—¿Y a ti que te importa?

—Siento curiosidad, eso es todo. Habría una agradable simetría si los dos estuviésemos representados por nuestros respectivos niveles beta, ¿no te parece?

—No confío en los niveles beta. Y tampoco le veo el sentido.

El servidor de Clavain miró a su alrededor, sus ojos duales chasqueaban y zumbaban. Volyova lo había activado en una parte relativamente normal de la nave. Las transformaciones del capitán eran muy leves aquí, pero suponía que ella ya se había acostumbrado a que la rodeara un entorno que seguía siendo bastante extraño según los criterios habituales. Unos arcos de materia de la plaga endurecidos y relucientes se extendían por la cámara como costillas de ballena. Estaban resbaladizos por las secreciones químicas. Sus pies, metidos en botas, chapoteaban por milímetros de aguas residuales negras y malolientes.

—¿Estabas diciendo…? —le indicó a la máquina.

Esta la volvió a mirar de golpe.

—Utilizar niveles beta tiene mucho sentido, Ilia. Nuestras dos naves se hallan fuera del alcance de comunicación efectivo en estos momentos, pero se están acercando. Los niveles beta pueden acelerar todo el proceso de negociación, establecer las reglas básicas, si quieres. Cuando las naves estén más cerca, los betas pueden descargar sus experiencias. Nuestros progenitores de carne y hueso pueden revisar lo que se ha discutido y tomar las decisiones adecuadas con mucha más rapidez de lo que sería posible de otro modo.

—Lo que dices parece plausible, pero a todo lo que yo me estoy dirigiendo es a un juego de respuestas algorítmicas: un modelo predecible de cómo respondería el Clavain auténtico en una situación parecida.

El servidor se obligó a encogerse de hombros.

—¿Y lo que quieres decir es…?

—No tengo ninguna garantía de que así sería como respondería el verdadero Clavain si se encontrara aquí.

—Ah, esa vieja falacia. Te pareces a Galiana. El hecho es que el verdadero Clavain podría responder de forma diferente a varios casos en los que le presentaran los mismos estímulos. Así que no pierdes nada por tratar con un nivel beta. —La máquina levantó uno de los brazos del esqueleto y la miró a través de los huecos que quedaban entre los puntales y los cables del brazo—. ¿Pero sí que te das cuenta de que esto no va a ayudar mucho?

—¿Disculpa?

—Ponerme en un cuerpo como este, algo tan obviamente mecánico. Y esta voz… No soy yo, no soy yo en absoluto. Has visto la transmisión. Esto no me hace justicia, ¿verdad? De hecho, ceceo un poco. Incluso lo exagero a veces. Supongo que se podría decir que forma parte de mi personaje.

—Ya te he dicho…

—Lo que yo sugiero es lo siguiente, Ilia. Permite que la máquina tenga acceso a tus implantes, ¿quieres?, de tal forma que pueda esbozar un fantasma perceptivo en tu campo visual y auditivo.

Volyova sintió que se ponía a la defensiva, era extraño.

—Yo no tengo implantes, Clavain.

La voz zumbona parecía asombrada.

—Pero eres ultra.

—Sí, pero también soy brezgatnik. Jamás he tenido implantes, ni siquiera antes de la plaga.

—Creí que entendía a los ultras —dijo el nivel beta de Clavain con tono pensativo—. Me sorprendes, lo admito. Pero debes de tener algún modo de ver la información proyectada, de eso estoy seguro. ¿Y cuando un holograma no funciona?

—Tengo anteojos —admitió ella.

—Vete a buscarlos. Te harán la vida mucho más fácil, te lo aseguro.

No le gustaba que el nivel beta le dijera lo que tenía que hacer, pero estaba preparada para admitir que su sugerencia tenía sentido. Hizo que otro servidor le trajera los anteojos y un auricular. Se colocó el conjunto y luego permitió que el nivel beta modificara lo que ella veía a través de los anteojos. El robot larguirucho quedó eliminado de su campo visual, sustituido por una imagen de Clavain, muy parecido a cómo lo había visto durante la transmisión. La ilusión no era perfecta, lo que resultaba un útil recordatorio de que no estaba tratando con un ser humano de carne y hueso. Pero en general era una gran mejora con respecto al servidor.

—Eso es —le dijo la verdadera voz de Clavain al oído—. Ahora ya podemos hacer negocios. Ya te lo he preguntado pero, ¿querrás plantearte la posibilidad de enviar un nivel beta de ti misma a la Luz del Zodíaco?

La había puesto en un aprieto. No quería admitir que no tenía esa prestación; eso sí que la habría hecho parecer extraña.

—Lo pensaré. Entre tanto, Clavain, vamos a terminar con esta pequeña charla, ¿quieres? —Volyova sonrió—. Me has sorprendido en mitad de algo.

La imagen de Clavain le devolvió la sonrisa.

—Nada demasiado grave, espero.

Mientras se ocupaba del servidor, Volyova continuaba con la operación para desplegar las armas del alijo. Le había dicho al capitán que no quería que diera a conocer su presencia mientras el servidor estaba conectado, así que el único medio que tenía de hablar con ella era a través del mismo auricular. El, por su parte, era capaz de leer las comunicaciones subvocales de ella.

—No quiero que Clavain se entere de nada más de lo que debe —le había dicho al capitán—. Sobre todo acerca de usted y lo que le ha pasado a la nave.

—¿Por qué iba a enterarse Clavain de nada? Si el nivel beta descubre algo que no queramos, nos limitaremos a matarlo.

—Clavain hará preguntas después.

—Si es que hay un después —había dicho el capitán.

—¿Y eso qué significa?

—Significa… que no tenemos intención de negociar, ¿verdad?

Ilia escoltó al servidor por la nave hasta el puente, hizo todo lo que pudo por escoger una ruta que la llevara por las partes menos extrañas del interior. Observó que el nivel beta asimilaba su entorno, era obvio que era consciente de que algo extraño le había ocurrido a la nave. Sin embargo, no le hizo ninguna pregunta directa relacionada con las transformaciones de la plaga. Era, para ser francos, una batalla perdida en cualquier caso. La nave que se acercaba pronto tendría la resolución necesaria para vislumbrar la Nostalgia en sí, y entonces se enteraría de las barrocas transformaciones externas.

—Ilia —dijo la voz de Clavain—. No nos andemos por las ramas. Queremos los treinta y tres objetos que están ahora en tu posesión, y los queremos con todas nuestras fuerzas. ¿Admites saber de qué objetos estamos hablando?

—Creo que no sería muy plausible que lo negara.

—Bien. —La imagen de Clavain asintió con gesto enfático—. Eso es un progreso. Al menos ya tenemos claro que los objetos existen.

Volyova se encogió de hombros.

—Entonces, si no vamos a andarnos por las ramas, ¿por qué no los llamamos por su nombre? Son armas, Clavain. Tú lo sabes, yo lo sé. Ellos lo saben, con toda probabilidad.

La mujer se quitó los anteojos por un momento. El servidor de Clavain se paseó por la sala, sus movimientos eran casi humanos, pero no del todo fluidos. Se volvió a colocar los anteojos y la imagen superpuesta se movió con las mismas zancadas de marioneta.

—Ya me caes mejor, Ilia. Sí, son armas. Armas muy antiguas, de un origen bastante oscuro.

—No me vengas con chorradas, Clavain. Si sabes lo de las armas, es probable que sepas tan bien como yo quién las hizo, es posible que incluso más. Bueno, te diré lo que yo supongo: creo que las fabricaron los combinados. ¿Qué me dices a eso?

—Templado, lo admito.

—¿Templado?

—Caliente. Muy caliente, en realidad.

—Empieza a decirme ya de qué coño va todo esto, Clavain. Si son armas combinadas, ¿cómo es que acabáis de averiguar su existencia?

—Emiten señales indicadoras, Ilia. Las buscamos.

—Pero no sois combinados.

—No… —Clavain admitió ese punto con un amplio gesto del brazo bien sincronizado con el servidor—. Pero seré honesto contigo, aunque solo sea porque quizás ayude a que las negociaciones se inclinen en mi favor. Es cierto que los combinados quieren recuperar esas armas. Y también se dirigen hacia aquí. De hecho, hay toda una flota de navíos combinados bien armados justo detrás de la Luz del Zodíaco.

Volyova recordó lo que el cerdo, Escorpio, había dicho sobre que la tripulación de Clavain les había dado un buen puñetazo a las arañas.

—¿Por qué me cuentas esto? —le dijo.

—Te alarma, ya lo veo. No te culpo por ello. Yo también estaría alarmado. —La imagen se rascó la barba—. Por eso deberías plantearte la idea de negociar conmigo antes. Déjame quitarte las armas de encima. Ya me enfrentaré yo a los combinados.

—¿Por qué crees que tendrías más suerte que yo, Clavain?

—Por un par de razones, Ilia. Una, ya he sido más listo que ellos en un par de ocasiones. Dos, y quizá más pertinente, hasta hace muy poco yo también lo era.

El capitán le susurró al oído a Volyova:

—He hecho una comprobación, Ilia. Había un Nevil Clavain con conexiones entre los combinados.

Volyova se dirigió a Clavain.

—¿Y crees que eso iba a importar mucho, Clavain?

El hombre asintió.

—Los combinados no son vengativos. Te dejarán en paz si no tienes nada que ofrecerles. Pero si todavía tienes las armas, te destrozarán.

—Hay un pequeño fallo en tu razonamiento —dijo Volyova—. Si yo tuviera las armas, ¿no sería yo la que haría los destrozos?

Clavain le guiñó un ojo.

—Así que sabes utilizarlas a la perfección, ¿eh?

—Tengo algo de experiencia.

—No, no la tienes. Apenas has encendido los puñeteros trastos, Ilia. Si las hubieras utilizado, las habríamos detectado hace siglos. No sobreestimes tu familiaridad con tecnologías que apenas conoces. Podría ser tu perdición.

—Eso lo juzgaré yo, ¿no te parece?

Clavain (y tenía que dejar de pensar en aquella cosa como si fuera Clavain) se volvió a rascar la barba.

—No tenía intención de ofenderte. Pero las armas son peligrosas. Soy bastante sincero cuando te sugiero que me las entregues ahora y dejes que sea yo el que se preocupe por ellas.

—¿Y si digo que no?

—Entonces haremos lo que hemos prometido: las cogeremos por la fuerza.

—Mira hacia arriba, Clavain, ¿quieres? Quiero enseñarte una cosa. Antes mencionaste que sabías algo, pero quiero que estés completamente seguro de los hechos.

Había programado la pantalla esférica para que cobrara vida en ese momento y se llenara con una ampliación del mundo desmantelado. La nube de materia estaba cuajada y rasgada, salpicada por densos nódulos de materia que se disgregaba. Pero el objeto parecido a una trompeta que crecía en su núcleo era diez veces más grande que cualquier otra estructura, y parecía haber terminado de formarse por completo. Aunque para sus sensores era difícil ver con cierta claridad a través de las megatoneladas de materia que todavía se encontraba en su línea de visión, había una sugerencia de una complejidad inmensa, un acrecentamiento pasmoso de detalles similares al encaje, desde una escala situada a muchos cientos de kilómetros de distancia hasta el límite de su resolución de visualización. La maquinaría tenía un aspecto orgánico, musculoso, nudoso e hinchado de cartílagos, músculos y nódulos glandulares. No se parecía a nada que la imaginación humana hubiera podido diseñar. E incluso entonces se estaban añadiendo capas de materia a la titánica máquina: podía ver las corrientes de densidad en los que todavía tenían lugar los flujos de masa. Pero era preocupante, el objeto parecía ya casi terminado.

—¿Habías visto, todo eso con anterioridad, Clavain? —le preguntó.

—Un poco. No con tanta claridad como ahora.

—¿Y qué te pareció?

—¿Por qué no me dices primero lo que te parece a ti, Ilia?

La mujer entrecerró los ojos.

—Yo llegué a la conclusión obvia, Clavain. Vi que las máquinas destrozaban tres mundos pequeños antes de trasladarse a este. Son alienígenas. Los atrajo hasta aquí algo que hizo Dan Sylveste.

—Sí. Nosotros supusimos que tuvo algo que ver con eso. También sabemos lo de las máquinas, al menos teníamos sospechas de que existían.

—¿Y quiénes son esos «nosotros», si se puede saber? —preguntó ella.

—Me refiero a los combinados. Hace muy poco que deserté. —Clavain hizo una pausa antes de continuar—. Hace unos cuantos siglos lanzamos expediciones al espacio interestelar profundo, mucho más lejos de lo que lo había logrado cualquier otra facción humana. Esas expediciones se encontraron con las máquinas. Les dimos el nombre en clave de lobos, pero creo que podemos asumir que en esencia estamos viendo las mismas entidades.

—No se dan ningún nombre —dijo Volyova—. Pero nosotros las llamamos los inhibidores. Es el nombre que se ganaron durante sus buenos tiempos.

—¿Te has enterado de todo eso a través de la observación?

—No —dijo Volyova—. No de esa forma.

Le estaba diciendo demasiado, pensó. Pero Clavain era tan persuasivo que casi no podía evitarlo. Antes de mucho tiempo, si no tenía cuidado, le habría contado todo lo que había ocurrido alrededor de Hades: que a Khouri le habían contado un destello de la oscura historia prehumana de la galaxia, capítulos interminables de extinciones y guerras que se remontaban a los albores de la vida sensible en sí…

Había cosas que estaba preparada para discutir con Clavain y había cosas que prefería guardarse para sí, por ahora.

—Eres una mujer misteriosa, Ilia Volyova.

—También soy una mujer con muchas cosas que hacer, Clavain. —Hizo que la esfera enfocara la floreciente máquina—. Los inhibidores están construyendo un arma. Tengo fuertes sospechas de que se utilizará para desencadenar algún tipo de acontecimiento estelar catastrófico. Dispararon una llamarada para aniquilar a los amarantinos, pero creo que esto será diferente, mucho más grande, y es probable que más terminal. Y yo no puedo permitir que ocurra, así de simple. Hay doscientas mil personas en Resurgam, y morirán todos si se utiliza esa arma.

—Lo comprendo, créeme.

—Entonces entenderás que no pienso entregar ningún arma, ni ahora ni en ningún momento del futuro.

Por primera vez Clavain pareció exasperarse. Se pasó una mano por la mata de pelo y lo erizó hasta convertirlo en un desastre de escarpias desiguales y blancas.

—Dame las armas y yo me ocuparé de que se utilicen contra los lobos. ¿Qué problema hay con eso?

—Ninguno —dijo ella con tono alegre—. Salvo que no te creo. Y si estas armas son tan potentes como tú dices, no estoy segura de querer entregárselas a ningún otro grupo. Después de todo, las hemos cuidado nosotros durante cuatro siglos. No sufrieron ningún daño. Yo diría que eso nos da una imagen bastante buena, ¿no crees? Hemos sido guardianes responsables. Sería un desprecio por nuestra parte dejar que cualquier panda de granujas le ponga las manos encima ahora, ¿no crees? —Sonrió—. Sobre todo ahora que admites que vosotros no sois los legítimos propietarios, Clavain.

—Te arrepentirás de enfrentarte a los combinados, Ilia.

—Mmm. Por lo menos me estaré enfrentando a una facción legítima.

Clavain se apretó los dedos de la mano derecha contra la frente, como alguien que luchara contra una migraña.

—No, de eso nada. No en el sentido que crees. Ellos solo quieren las armas para poder escabullirse al espacio profundo con ellas.

—Y supongo que tú tienes un uso inmensamente más magnánimo en mente…

Clavain asintió.

—Así es, de hecho. Quiero ponerlas de nuevo en manos de la raza humana. Demarquistas, ultras, el ejército de Escorpio… Me da igual quién se haga cargo, siempre que me convenzan de que harán lo correcto con ellas.

—¿Qué es…?

—Luchar contra los lobos. Se están acercando. Los combinados lo sabían, y lo que está pasando aquí lo demuestra. Los próximos siglos van a ser muy interesantes, Ilia.

—¿Interesantes? —repitió ella.

—Sí. Pero no como nosotros quisiéramos.


Volyova apagó de momento el nivel beta. La imagen de Clavain se hizo pedazos y las motas se desvanecieron y dejaron solo la forma esquelética del servidor en su lugar. La transición ponía una nota bastante discordante: había tenido la sensación palpable de estar en su presencia.

—¿Ilia? —Era el capitán—. Ya estamos listos. La última arma del alijo está fuera del casco.

Ella se quitó el auricular y habló con normalidad.

—Bien. ¿Algo de lo que informar?

—Nada importante. Cinco de las armas se desplegaron sin incidentes. Respecto a las tres restantes, noté una anomalía transitoria con el arnés de propulsión del arma seis y un fallo intermitente con los subsistemas de guía de las armas catorce y veintitrés. Ninguna se ha repetido desde su despliegue.

La mujer encendió un cigarrillo y fumó una cuarta parte antes de contestar.

—A mí no me parece que eso se pueda calificar de «nada importante».

—Estoy seguro de que los fallos no volverán a ocurrir —bramó la voz del capitán—. El entorno electromagnético de la cámara del alijo es muy diferente del entorno que hay más allá del casco. Es probable que la transición causara alguna confusión, eso es todo. Las armas volverán a la normalidad ahora que están fuera.

—Prepare un trasbordador, por favor.

—¿Disculpa?

—Ya me ha oído. Voy a salir para comprobar las armas. —Volyova dio unas patadas al suelo a la espera de la respuesta del capitán.

—No es necesario, Ilia. Yo puedo monitorizar el bienestar de las armas a la perfección.

—Usted quizá pueda controlarlas, capitán. Pero no las conoce tan bien como yo.

—Ilia…

—No voy a necesitar un trasbordador grande. Incluso me plantearía coger un traje, pero no puedo fumar en uno de esos trastos.

El suspiro del capitán fue como el derrumbamiento de un edificio lejano.

—Muy bien, Ilia. Te prepararé un trasbordador. Tendrás cuidado, ¿verdad? Puedes mantenerte en el lado de la nave que los inhibidores no pueden ver, si tienes cuidado.

—Están muy lejos de notar nuestra presencia. Eso no va a cambiar en los próximos cinco minutos.

—Pero comprendes mi preocupación.

¿De verdad se preocupaba el capitán por ella? No estaba muy segura de creerlo. De acuerdo, quizá se sintiera un poco solo aquí fuera, y ella era su única posibilidad de tener compañía humana. Pero también era la mujer que había expuesto su crimen y lo había castigado con su transformación. Lo que sentía por ella tenía que ser más bien complicado.

Se había terminado una buena parte del cigarrillo. En un impulso insertó la colilla en la cabeza de cables del servidor, encajándola entre dos finas varillas de metal. La punta ardió con un color naranja apagado.

—Un hábito asqueroso —dijo Ilia Volyova.


Cogió el trasbordador de dos plazas que Khouri y Thorn habían utilizado para explorar las obras de los inhibidores alrededor del antiguo gigante gaseoso. El capitán ya había calentado la nave y la había colocado ante una cámara estanca. La nave había sufrido algún daño menor durante el encuentro con la maquinaria de los inhibidores dentro de la atmósfera de Roc, pero la mayor parte había sido fácil de reparar con las existencias de componentes que tenían. Los defectos que restaban no evitaban, desde luego, que se utilizara el trasbordador para un trabajo de corto alcance como este.

Se acomodó en el asiento de mando y probó la pantalla de aviónica. El capitán había hecho un gran trabajo: hasta los tanques de combustible estaban a rebosar, aunque no se iba a llevar la nave a más de unos metros de distancia.

Pero había algo que la inquietaba, una sensación que no terminaba de concretar.

Sacó fuera el trasbordador, atravesó las puertas blindadas hasta que alcanzó el espacio desnudo. Salió cerca de la apertura mucho más grande por la que habían surgido las armas del alijo. Las armas en sí se habían desvanecido al otro lado de la curva montañosa del casco de la gran nave, fuera de la línea de visión de los inhibidores. Volyova siguió el mismo camino, contempló cómo caía bajo el marcado horizonte del casco la masa nebulosa del planeta triturado.

Aparecieron ante ella las ocho armas del alijo: acechaban como monstruos. Eran todas diferentes, pero estaba claro que les habían dado forma los mismos intelectos rectores. Siempre había sospechado que los constructores habían sido los combinados, pero resultaba inquietante que Clavain se lo confirmara. No veía razón para que hubiese mentido. ¿Pero para qué habían creado los combinados unas herramientas tan atroces? Solo podía haber sido porque en algún momento tenían intención de utilizarlas. Volyova se preguntó si el objetivo deseado había sido la humanidad.

Alrededor de cada arma había un arnés de vigas al que estaban acoplados cohetes de dirección y subsistemas para apuntar, así como un pequeño número de armas defensivas, solo para proteger las armas en sí. Los arneses eran capaces de moverlas y, en principio, podrían haberlas colocado en cualquier parte del sistema, pero eran demasiado lentos para lo que ella requería. Por ello, en los últimos tiempos Volyova había sujetado sesenta y cuatro cohetes remolcadores a los arneses, ocho por pieza, colocados en las esquinas opuestas de los armazones de cada arma. Harían falta menos de treinta días para trasladar las ocho al otro lado del sistema.

Apuntó el trasbordador hacia el grupo de armas. Estas, al sentir su acercamiento, cambiaron de posición. Ilia se deslizó entre ellas, luego se ladeó, dibujó un círculo y frenó un poco, quería examinar las armas concretas con las que el capitán le había dicho que había tenido dificultades. Resúmenes diagnósticos, escuetos pero eficientes, se desplegaron en el brazalete de la muñeca. Solicitó la información de cada dispositivo y prestó una atención meticulosa a lo que vio. Algo iba mal.

O más bien, nada iba mal. No parecía que le pasara nada a ninguna de las armas.

Sintió otra vez esa sensación enojadiza de que pasaba algo, la sensación de que la habían manipulado para que hiciera algo que solo parecía haber sido idea suya. Las armas estaban perfectamente; de hecho, no había ninguna prueba de que hubiera habido fallo alguno, transitorio o de otro tipo. Pero eso solo podía significar que el capitán le había mentido: que le había hablado de problemas donde no existía ninguno.

Se calmó. Ojalá no hubiera aceptado su palabra, tendría que haberlo comprobado en persona antes de abandonar la nave.

—Capitán… —dijo con tono vacilante.

—¿Sí, Ilia?

—Capitán, estoy recibiendo unas lecturas muy raras. Todas las armas parecen estar bien, no hay ningún problema.

—Estoy bastante seguro de que fueron errores transitorios, Ilia.

—¿De veras?

—Sí. —Pero no parecía muy convencido—. Sí, Ilia, bastante seguro. ¿Por qué habría informado de ellos si no fuera así?

—No lo sé. ¿Quizá porque quería que yo saliera de la nave por alguna razón?

—¿Por qué habría querido hacer eso, Ilia? —Parecía ofendido, pero no tanto como a ella le hubiera gustado.

—No lo sé. Pero tengo la horrible sensación de que estoy a punto de averiguarlo.

Contempló una de las armas del alijo, la treinta y uno, el arma de fuerza quintaesencial, que se separaba del grupo. Se deslizaba de lado, sus reactores de dirección soltaban chispas brillantes y el suave movimiento desmentía la enorme masa de maquinaria que se estaba cambiando de posición sin apenas esfuerzo. Volyova examinó su brazalete. Los giroscopios giraban y cambiaban el centro de gravedad del arnés. Con un movimiento pesado, como un gran dedo de hierro que se moviera para señalar al acusado, la enorme arma elegía su objetivo.

Estaba dándose la vuelta hacia la Nostalgia por el Infinito.

Con retraso, como una estúpida, maldiciéndose, Ilia Volyova comprendió a la perfección lo que estaba pasando.

El capitán estaba intentando suicidarse.

Debería haberlo visto venir. Su salida del estado catatónico solo había sido un truco. Durante todo ese tiempo debió de tener en mente acabar con su vida, poner fin para siempre el estado extremo de sufrimiento en el que se encontraba. Y ella le había proporcionado el medio ideal. Le había rogado que le permitiera utilizar las armas del alijo y él la había complacido. Con demasiada facilidad, comprendía ahora.

—Capitán…

—Lo siento, Ilia, pero tengo que hacerlo.

—No. No es así. No hay que hacer nada.

—Tú no lo entiendes. Sé que quieres entenderlo y sé que crees que lo entiendes, pero no puedes saber lo que es esto.

—Capitán… escúcheme. Podemos hablar de ello. Sea lo que sea a lo que cree que no puede enfrentarse, podemos hablarlo.

El arma estaba dejando poco a poco de rotar; su cañón, parecido a una flor, ya casi apuntaba al oscurecido casco de la abrazadora lumínica.

—Hace ya mucho que pasó el momento de hablarlo, Ilia.

—Encontraremos una forma —dijo ella desesperada, pues ni siquiera podía creerlo—. Encontraremos una forma para que vuelva a ser lo que era: humano otra vez.

—No seas absurda, Ilia. No puedes deshacer aquello en lo que me he convertido.

—Entonces encontraremos un modo de hacerlo tolerable…, de terminar con el dolor o la incomodidad en la que se encuentra. Encontraremos una forma de mejorarlo. Podemos hacerlo, capitán. No hay nada que usted y yo no podamos lograr si nos concentramos los dos.

—Dije que no lo entendías y tenía razón. ¿No te das cuenta, Ilia? No se trata de aquello en lo que me he convertido, ni de lo que era. Se trata de lo que hice. Se trata de aquello con lo que ya no puedo seguir viviendo.

El arma se detuvo. Apuntaba ahora directamente al casco.

—Mató a un hombre —dijo Volyova—. Asesinó a un hombre y se apoderó de su cuerpo. Lo sé. Fue un crimen, capitán, un crimen terrible. Sajaki no se merecía lo que usted le hizo. ¿Pero es que no lo entiende? Ya se ha pagado por ese crimen. Sajaki murió dos veces: una vez con su mente en su propio cuerpo y una vez con la de usted. Ese fue el castigo, y Dios sabe que él sufrió por ello. No hay necesidad de expiar nada más, capitán. Ya se ha hecho. Usted también ha sufrido bastante. Cualquiera consideraría que lo que le ha pasado ya es justicia suficiente. Usted ha pagado por eso mil veces.

—Todavía recuerdo lo que le hice.

—Pues claro que sí. Pero eso no significa que ahora tenga que infligirse esto. —Volyova le echó un vistazo al brazalete. Observó que el arma se estaba conectando. En un momento estaría lista para su uso.

—Debo hacerlo. No es ningún capricho, compréndelo. He planeado este momento durante mucho más tiempo del que tú puedes concebir. A lo largo de todas nuestras conversaciones, siempre fue mi intención acabar con mi vida.

—Podría haberlo hecho mientras yo estaba en Resurgam. ¿Por qué ahora?

—¿Por qué ahora? —La mujer oyó lo que casi podría haber sido una carcajada. Era una risa horrenda, macabra, si ese era el caso—. ¿No es obvio, Ilia? ¿De qué sirve un acto de justicia si no hay un testigo que vea cómo se ejecuta?

El brazalete la informó de que el arma estaba lista para atacar.

—¿Quería que yo viera cómo ocurría esto?

—Pues claro. Siempre has sido especial, Ilia. Mi mejor amiga; la única que me hablaba cuando estaba enfermo. La única que lo entendía.

—También lo convertí yo en lo que es.

—Era necesario. No te culpo por ello, de verdad que no.

—Por favor, no haga esto. Estará haciéndole daño a algo más que a sí mismo. —Sabía que tenía que hacerlo bien, que lo que dijese ahora podría ser crucial—. Capitán, lo necesitamos. Necesitamos las armas que lleva y necesitamos que nos ayude a evacuar Resurgam. Si se mata ahora, estará matando a doscientas mil personas. Estará cometiendo un crimen mucho mayor que el que cree que necesita expiar.

—Pero eso solo sería un pecado por omisión, Ilia.

—Capitán, se lo ruego… No lo haga.

—Aparta tu trasbordador, Ilia. No quiero que te haga daño lo que está a punto de pasar. Esa jamás fue mi intención. Yo solo quería un testigo, alguien que lo entendiese.

—¡Ya lo entiendo! ¿No es suficiente?

—No, Ilia.

El haz que surgió de su cañón era invisible hasta que tocó el casco. Luego, en medio de una galerna que se escapaba y blindaje ionizado, se reveló parpadeante un rayo de un metro de grosor de fuerza destructiva quintaesencial que segaba como una guadaña y mascaba inexorable la nave. Esta, el arma treinta y uno, no era una de las herramientas más devastadoras del arsenal, pero tenía un alcance inmenso. Por eso la había elegido para utilizarla en el ataque contra los inhibidores. El haz de quintaesencia atravesó la nave como un fantasma y surgió con una galerna semejante por el otro lado. La nave comenzó a seguir el surco, a carcomer toda la longitud del casco.

—Capitán…

Volvió a oír su voz.

—Lo siento, Ilia… Ya no puedo parar.

Parecía sufrir. Cosa que no era tan sorprendente, pensó. Sus terminaciones nerviosas alcanzaban cada parte de la Nostalgia por el Infinito. Estaba sintiendo cómo lo rebanaba el haz, y el dolor que sentía era tan agónico como si ella hubiera empezado a cortarse un brazo con una sierra. Una vez más, Volyova lo comprendió. Tenía que ser mucho más que un simple suicidio limpio y rápido. Eso no sería compensación suficiente por su crimen. Tenía que ser algo lento, prolongado, insoportable. Una ejecución marcial, con un testigo diligente que comprendería y recordaría lo que se había infligido.

El haz había abierto un surco de cien metros en el casco. El capitán perdía aire y fluidos al paso del haz.

—Pare —dijo ella—. ¡Por favor, por el amor de Dios, pare!

—Déjame terminar con esto, Ilia. Por favor, perdóname.

—No. No voy a permitirlo.

Volyova no se dio tiempo para pensar lo que había que hacer. Si se lo hubiera dado, dudaba que hubiera tenido el valor de actuar. Jamás se había considerado una persona valiente, y desde luego no alguien dado a sacrificarse.

Ilia Volyova dirigió el trasbordador hacia el haz y se colocó entre el arma y el tajo letal que estaba acuchillando la Nostalgia por el Infinito.

—¡No! —oyó que exclamaba el capitán.

Pero ya era demasiado tarde. Él no podía desconectar el arma en menos de un segundo, ni desviarla lo bastante deprisa como para sacarla a ella de la línea de fuego. El trasbordador chocó en ángulo oblicuo con el haz. No había apuntado bien y el borde luminoso borró por completo el lado derecho del trasbordador. Blindaje, aislamiento, refuerzo internos, membrana de presurización, todo desapareció como un soplo en un instante de aniquilación cruel. Volyova tuvo un momento para darse cuenta de que no le había acertado al centro justo del rayo, y un instante para darse cuenta de que en realidad no importaba: de todos modos iba a morir.

Se le nubló la vista. Sintió un frío repentino y sobrecogedor en la laringe, como si alguien le hubiera vertido helio líquido por la garganta. Intentó coger aire y el frío le atravesó los pulmones. Tuvo una horrenda sensación de solidez granítica en el pecho. Sus órganos internos se estaban congelando de golpe.

Abrió la boca para pronunciar unas últimas palabras. Parecía lo más apropiado.

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