Una vez que se acercó quinientos kilómetros más a la batalla, Antoinette dejó el puente desatendido, confiando en que la nave se cuidara sola durante tres o cuatro minutos mientras ella se despedía de Escorpio y su escuadrón. Para cuando llegó a la enorme bodega despresurizada donde aguardaban los cerdos, la puerta exterior ya se había abierto y se había lanzado el primero de los tres trasbordadores. La joven vio la chispa azul de su llama de escape girar hacia el resplandeciente nido de luz que era el núcleo de la batalla. Dos triciclos salieron de inmediato tras él y luego se tiró del segundo trasbordador, empujado por los achaparrados arietes hidráulicos que normalmente se utilizaban para mover los voluminosos palés de carga.
Escorpio ya se estaba sujetando a su triciclo, situado al lado del tercer trasbordador. Dado que los triciclos que había a bordo del Ave de Tormenta no habían tenido que hacer todo el viaje desde la Luz del Zodíaco, transportaban mucho más blindaje y armamento que las otras unidades. La armadura de Escorpio era una insultante combinación de colores luminosos y parches brillantes. El armazón de su triciclo era casi imposible de distinguir bajo las capas de armadura y los rebordes y cañones de las armas de proyectiles y de haces. Xavier lo estaba ayudando con las últimas comprobaciones de sistemas y acababa de desconectar un compad del puerto de diagnóstico que había bajo la silla del triciclo. Le hizo una señal con los pulgares alzados y palmeó la armadura de Escorpio.
—Al parecer ya estás listo —dijo Antoinette a través del canal general de comunicaciones de su traje.
—No tenías que arriesgar tu nave —dijo Escorpio—. Pero dado que lo has hecho, haré que el combustible extra sirva para algo.
—No te envidio, Escorpio. Sé que ya has perdido unos cuantos de tus soldados.
—Son nuestros soldados, Antoinette, no solo míos. —Hizo que en el tablero de control de su triciclo se iluminaran las pantallas, las esferas luminosas y las cuadrículas de objetivos, mientras que un poco más allá salió el segundo trasbordador de la bodega cuando los arietes de carga lo empujaron al espacio. El encendido de su motor pintó un duro resplandor azul en la armadura de Escorpio.
—Escucha —le dijo—. Hay algo que deberías valorar. Si supieras cuál es la esperanza de vida de un cerdo en el Mantillo, nada de lo que ha pasado hoy te parecería tan trágico. La mayor parte de mi ejército habría muerto hace años si no se hubieran unido a la cruzada de Clavain. Yo creo que le deben más ellos a Clavain que al revés.
—Eso no significa que debieran morir hoy.
—Y la mayor parte de ellos no lo hará. Clavain siempre supo que tendríamos que aceptar algunas pérdidas, y mis cerdos también lo sabían. Jamás conquistamos una manzana de Ciudad Abismo sin derramar un poco de sangre de cerdo. Pero la mayor parte conseguiremos volver, y lo haremos con las armas. Ya estamos ganando, Antoinette. Una vez que Clavain utilizó el código de pacificación, la guerra de Volyova se terminó. —Escorpio se bajó la visera antidestellos con un guantelete rechoncho—. Ahora ni siquiera estamos librando una guerra. Esto no es más que una operación de limpieza.
—¿Aun así puedo desearte buena suerte?
—Puedes desearme lo que tú quieras, joder. No va a importar. Si importara, eso significaría que no me he preparado lo bastante bien.
—Buena suerte, Escorpio. Buena suerte para ti y todo tu ejército.
Estaban empujando el tercer trasbordador hacia el punto de salida. La joven lo vio partir junto con los triciclos restantes, junto con Escorpio, y luego le dijo a su nave que sellara la entrada y se alejara de la batalla.
Volyova llegó ilesa al arma diecisiete. Aunque la batalla por su nave continuaba bramando a su alrededor, era evidente que Clavain se estaba tomando muchas molestias para asegurarse de que sus premios permanecían intactos. Antes de partir, la mujer estudió las pautas de ataque de sus triciclos, trasbordadores y corbetas, y llegó a la conclusión de que su nave podría llegar al arma diecisiete con solo un quince por ciento de posibilidades de que le dispararan. Por lo común las probabilidades le habrían parecido inaceptablemente bajas, pero ahora, un tanto horrorizada, descubrió que las consideraba bastante favorables.
El arma diecisiete era la única de las cinco que no había vuelto a meter en la seguridad y aislamiento de la Nostalgia por el Infinito. Estacionó el trasbordador a su lado, amarrado lo bastante cerca para que no hubiera posibilidad de atacar el trasbordador sin dañar el arma. Luego despresurizó la cabina entera: no le apetecía pasar por el agotador lío de realizar los ciclos de la cámara estanca. El motor del traje la ayudó a moverse, dándole una falsa sensación de fuerza y vitalidad. Pero quizá no todo debía achacarse al traje.
Volyova se aupó a la esclusa abierta del trasbordador y durante un momento se quedó a medio camino entre la nave y el amenazante costado del arma diecisiete. Se sentía muy vulnerable, pero el espectáculo de la batalla era hipnótico. Mirara donde mirara, lo único que veía eran naves veloces, las chispas bailarinas de las llamas del escape y las breves flores de bordes azules de las explosiones nucleares y de materia-antimateria. En su radio crujían las interferencias constantes. El sensor de radiación de su traje trinaba y se salía de la escala. Desconectó ambos, prefería la paz y el silencio.
Volyova había estacionado el trasbordador justo sobre la trampilla del costado del arma diecisiete. Tenía los dedos torpes cuando introdujo las órdenes en los gruesos tachones del brazalete de su traje, pero trabajó con lentitud y no cometió errores. Dada la orden de cierre que Clavain le había transmitido al arma, Ilia no esperaba que se obedeciera ninguna de sus órdenes.
Pero la trampilla se deslizó y se abrió, y el interior vomitó una luz verde y enfermiza.
—Gracias —dijo Ilia Volyova a nadie en particular.
La mujer se hundió de cabeza en el pozo verde. Todo indicio de la guerra se desvaneció como un mal sueño. Sobre ella, Volyova solo podía ver la esclusa del vientre blindado de su trasbordador y todo lo que distinguía a su alrededor era la maquinaría interior del arma, bañada en el mismo e insípido fulgor verde.
Llevó a cabo el mismo procedimiento que ya había realizado antes. A cada paso esperaba un fracaso, pero también sabía que no tenía nada en absoluto que perder. Los generadores de miedo de la máquina seguían disparando a toda velocidad, pero esta vez la ansiedad le pareció tranquilizadora más que inquietante. Significaba que las funciones críticas del arma seguían activas y que Clavain solo había atontado más que asesinado al arma diecisiete. Jamás se había planteado en serio lo contrario, pero siempre había habido un rastro de duda en su mente. ¿Y si el propio Clavain no había entendido bien el código?
Pero el arma no estaba muerta, solo dormida.
Y entonces ocurrió, tal y como había pasado la primera vez. La escotilla se cerró de golpe, el interior del arma comenzó a girar de una forma alarmante e Ilia sintió que se acercaba algo, una malevolencia incalificable que se precipitaba hacia ella. Se preparó. Saber que a lo único que se estaba enfrentando era a una sofisticada subpersona no hacía que la experiencia fuese menos inquietante.
Allí estaba. La presencia rezumó tras ella, una sombra que siempre planeaba justo al borde de su visión periférica. Una vez más se quedó paralizada, y como antes, el miedo fue diez veces peor que lo que acababa de experimentar.
[No hay descanso para los malvados, ¿eh, Ilia?].
Volyova recordó que el arma podía leer sus pensamientos.
Pensé que podía pasarme por aquí para ver cómo te iba. No te importa, ¿verdad?
[Entonces, ¿eso es todo? ¿Una visita de cumplido?].
Bueno, en realidad es un poco más que eso.
[Ya decía yo. Tú solo vienes cuando quieres algo, ¿no?].
No es que tú te molestes mucho para hacerme sentir bienvenida, Diecisiete.
[¿Qué, la parálisis impuesta y la sensación de terror progresivo? ¿Quieres decir que no te gusta?].
No me parece que tuviera que gustarme, Diecisiete.
La mujer detectó una levísima insinuación de enfurruñamiento en la respuesta del arma.
[Quizá].
Diecisiete… Hay un asunto del que tenemos que hablar, si no te importa…
[Yo no me voy a ningún sitio. Y tú tampoco].
No. Supongo que no. ¿Eres consciente de la dificultad, Diecisiete? ¿Del código que no te permite disparar?
Entonces el enfurruñamiento, si eso es lo que había sido, pasó a ser algo más parecido a la indignación.
[¿Cómo podría no saberlo?].
Solo era una comprobación, eso es todo. En cuanto a ese código, Diecisiete…
[¿Sí?].
Supongo que no hay ninguna posibilidad de que hagas caso omiso de él, ¿verdad?
[¿Hacer caso omiso del código?].
Algo así, sí. Ya que tienes un cierto grado de libre albedrío y todo eso, pensé que podría merecer la pena plantearlo como, digamos, cuestión por debatir, aunque solo sea eso. Por supuesto, sé que no es muy razonable esperar que seas capaz de algo así…
[¿No muy razonable, Ilia?].
Bueno, seguro que tienes tus limitaciones. Y si, como dice Clavain, este código está provocando una interrupción del sistema en el nivel básico… bueno, no puedo esperar que hagas mucho sobre el tema, ¿no?
[¿Qué iba a saber Clavain?].
Bastante más que tú o yo, sospecho…
[No seas tonta, Ilia].
Entonces, ¿podría ser posible…?
Hubo una pausa antes de que el arma se dignara contestar. Volyova pensó por un momento que quizá lo había conseguido. Incluso el grado de miedo se redujo y se convirtió en poco más que un intenso chillido de histeria.
Pero entonces el arma grabó la respuesta en su cabeza.
[Sé lo que estás intentando hacer, Ilia].
¿Sí?
[Y no va a funcionar. No te imaginarás en serio que soy tan manipulable, ¿verdad? Así de dócil. Así de ridículo e infantil].
No lo sé. Creí detectar por un momento un rastro de mí misma en ti, Diecisiete. Eso fue todo.
[Te estás muriendo, ¿verdad?].
Eso la escandalizó.
¿Cómo ibas a saberlo tú?
[Yo puedo saber mucho más sobre ti que tú sobre mí, Ilia].
Me estoy muriendo, sí. ¿Qué importancia tiene eso? Tú solo eres una máquina, Diecisiete. No entiendes lo que es.
[No voy a ayudarte].
¿No?
[No puedo. Tienes razón. El código está en el nivel básico. No hay nada que yo pueda hacer].
¿Y toda esa charla sobre el libre albedrío?
La parálisis terminó en un instante, sin previo aviso. El miedo permaneció, pero no era tan extremo como había sido antes. Y a su alrededor el arma volvía a cambiar de posición, la puerta que daba al espacio se abría sobre ella y revelaba el vientre del trasbordador.
[No era nada. Solo palabras].
Entonces me voy. Adiós Diecisiete. Tengo la sensación de que no volveremos a hablar.
Volyova alcanzó el trasbordador. Acababa de meterse por la cámara estanca a la cabina sin aire cuando vio algo fuera. Con un movimiento pesado, como la enorme aguja de una brújula buscando el norte, el arma del alijo estaba volviendo a apuntar sin ayuda de nadie mientras las chispas saltaban de los nódulos propulsores del arnés del arma. Volyova siguió el largo eje del arma en busca de un punto de referencia, cualquier cosa en la esfera de la batalla que le dijera a dónde apuntaba el arma diecisiete. Pero el panorama era demasiado confuso y no había tiempo para pedir una imagen táctica en el panel del trasbordador.
El arma frenó y se detuvo de golpe. A la mujer le pareció ahora la manecilla de hierro de un reloj titánico listo para dar la hora.
Y luego, una línea de fulgor ardiente rasgó la mandíbula del arma y se internó en el espacio.
Diecisiete estaba disparando.
Ocurre dentro de tres mil millones de años, le dijo su amiga.
Chocan dos galaxias: la nuestra y su vecina espiral más cercana, la galaxia de Andrómeda. En este momento las galaxias están a más de dos millones de años luz de distancia, pero surcan el cielo hacia la otra con un impulso imparable, decididas a provocar una destrucción cósmica.
Clavain le preguntó qué pasaría cuando las galaxias se encontraran, y la mujer le explicó que había dos escenarios, dos futuros posibles.
En uno, los lobos (los inhibidores o, para ser más precisos, sus remotos descendientes mecánicos) han conseguido que la vida se abra paso a través de la crisis y se han asegurado de que la inteligencia surja por el otro lado, donde se podría permitir que floreciese y se expandiese sin estorbos. No era posible evitar la colisión, dijo Felka. Ni siquiera una cultura mecánica superorganizada y extendida por toda la galaxia tenía los recursos necesarios para evitar que ocurriera. Pero se podía gestionar; se podían evitar los peores efectos.
Ocurriría a muchos niveles. Los lobos sabían de varías técnicas para mover sistemas solares en teros, de tal modo que podían sacarlos de allí y ponerlos a salvo. Los métodos no se habían empleado en la historia galáctica reciente, pero la mayor parte habían sido intentados y puestos a prueba en el pasado, durante emergencias locales o inmensos programas de segregación cultural. Se podía sujetar alrededor del vientre de una estrella una maquinaria sencilla que requeriría la demolición de solo uno o dos mundos por sistema. La atmósfera de la estrella se apretaría y flexionaría hasta provocar campos magnéticos ondulados, convenciendo a la materia para que saliera volando de la superficie. Lo que había en la estrella se podía manipular, podían obligarla a volaren solo una dirección, con lo que actuaría como un enorme tubo de escape de cohete. Había que hacerlo con delicadeza, de tal modo que la estrella siguiese ardiendo de una forma estable y de tal modo también que los planetas restantes no se cayeran de sus órbitas cuando la estrella empezase a moverse. Hacía falta mucho tiempo, pero eso no solía ser problema: en circunstancias normales se les avisaba con decenas de millones de años de antelación, antes de que hubiera que mover un sistema.
También había otras técnicas: se podía envolver parte de una estrella en una concha de espejos, de tal modo que la presión de su propia radiación transmitía un impulso. Unos métodos menos probados o menos fiables implicaban una manipulación a gran escala de la inercia. Estas técnicas eran las más sencillas cuando funcionaban bien, pero se habían producido accidentes alarmantes cuando iban mal, catástrofes en las que sistemas enteros se habían visto expulsados de la galaxia casi a la velocidad de la luz, lanzados al espacio intergaláctico sin esperanza de regresar.
Los lobos habían aprendido que los enfoques más antiguos y lentos eran, con frecuencia, mejores que los trucos de moda.
La gran obra abarcaba algo más que el simple movimiento de unas estrellas, por supuesto. Incluso si las dos galaxias solo se rozaban en lugar de precipitarse de cabeza una contra la otra, todavía habría fuegos artificiales incandescentes cuando las paredes de gas y polvo chocaran entre sí. Cuando las ondas de choque rebotaran por las galaxias, se activarían furiosos ciclos nuevos de nacimiento estelar. Una generación de estrellas calientes supermasivas viviría y moriría en un abrir y cerrar de ojos cósmico, y moriría en ciclos igual de convulsos de supernovas. Aunque las estrellas individuales y sus sistemas solares podrían pasar por el acontecimiento sin sufrir daño alguno, enormes extensiones de la galaxia seguirían quedando esterilizadas por estas catastróficas explosiones. Sería un millón de veces peor si la colisión fuera frontal, por supuesto, pero seguía siendo algo que había que con tener y minimizar. Durante otro millar de millones de años, las máquinas trabajarían para suprimir no la aparición de la vida, sino la creación de estrellas calientes. Las que se hubieran filtrado por la red serían acompañadas al límite del espacio por la maquinaria capaz de mover las estrellas, de tal modo que sus explosiones finales no amenazasen las culturas recién nacidas.
La gran obra todavía tardaría en terminarse.
Pero ese era solo uno de los futuros. Había otro, dijo Felka. Era el futuro en el que la inteligencia se deslizaba por la red aquí y ahora, el futuro en el que los inhibidores perdían el control de la galaxia.
En ese futuro, dijo la mujer, la época del gran florecimiento era inminente en términos cósmicos; ocurriría dentro de los próximos millones de años. En apenas un momento, la galaxia desbordaría de vida, se convertiría en un oasis atestado, repleto de inteligencia. Sería una época de maravillas y milagros.
Y sin embargo, estaba condenado.
La inteligencia orgánica, dijo Felka, no podía lograr la organización necesaria para abrirse paso por la colisión. La cooperación de la especie no era posible a esa escala, así de simple. A menos que hubiera un genocidio, que una especie aniquilase a todas las demás, las culturas galácticas nunca se unirían lo suficiente para implicarse en un programa tan prolongado y masivo como era la operación para evitar la colisión. No era que no vieran que había que hacer algo, sino que cada especie tendría su propia estrategia, su propia solución preferida al problema. Habría disputas por la política tan violentas como la Guerra del Amanecer. Demasiadas manos en la rueda cósmica, dijo Felka.
La colisión ocurriría y los resultados, a causa de la colisión y las guerras que la acompañarían, serían absolutamente catastróficos. La vida en la Vía Láctea no terminaría de inmediato: unas cuantas llamas parpadeantes de sapiencia seguirían luchando durante otro par de miles de millones de años, pero a causa de las medidas que habían tomado para sobrevivir en un primer momento serían a su vez poco más que máquinas. Jamás volvería a surgir nada parecido a las sociedades anteriores a la colisión.
Casi en cuanto comprendió que el arma estaba disparando, el haz se apagó y dejó el arma diecisiete igual que la había encontrado ella. Según los cálculos de Volyova, el arma se había liberado del control de Clavain durante medio segundo, quizá. Podría haber sido incluso menos que eso.
Encendió la radio con gesto torpe. La voz de Khouri se oyó de inmediato.
—¿Ilia…? ¿Ilia…? ¿Me…?
—Te oigo, Khouri. ¿Pasa algo?
—No pasa nada, Ilia. Es solo que al parecer has conseguido lo que saliste a hacer. El arma del alijo ha hecho caer un impacto directo en la Luz del Zodíaco.
Volyova cerró los ojos y saboreó el momento, se preguntó por qué le parecía una victoria mucho menor de lo que se había imaginado.
—¿Un impacto directo?
—Sí.
—No puede ser. No vi el destello cuando estallaron los motores combinados.
—He dicho que fue un impacto directo. No he dicho que fuese un impacto letal.
Para entonces, Volyova había conseguido abrir en el panel del trasbordador una instantánea de largo alcance de la Luz del Zodíaco. La transmitió a la visera de su casco y estudió los daños con una fascinación maravillada. El haz había rebanado el casco de la nave de Clavain como si fuera un cuchillo partiendo pan, y le había recortado quizá una tercera parte de su longitud. La proa con su morro de aguja, en la que relucían las facetas talladas de un trozo de hielo bordado con diamantes, se estaba desprendiendo del resto del casco con un movimiento lento y espantoso, como una torre que se cayera. La herida que el haz había abierto seguía brillando con un tono lívido de color rojo, y había explosiones a ambos lados del casco partido. Era lo más hermoso y acongojante que había visto en bastante tiempo. Era una pena que no lo estuviera viendo con sus propios ojos.
Fue entonces cuando el trasbordador se sacudió hacia un lado. Volyova se dio un golpe contra una pared porque no había tenido tiempo para volver a sujetarse al asiento de control. ¿Qué había ocurrido? ¿El arma había ajustado su puntería y le había dado un empujón a su trasbordador en el proceso? Se sujetó y dirigió los anteojos a la ventanilla, pero el arma tenía la misma orientación que había tenido cuando dejó de disparar. El trasbordador volvió a sacudirse hacia un lado y esta vez Volyova sintió, a través del tejido transmisor de sus guantes, el roce agudo del metal contra el metal. Era como si otra nave estuviera rozando la suya, la sensación era la misma.
Llegó a esta conclusión solo un momento antes de que la primera figura entrara por la puerta todavía abierta de la cámara estanca. Ilia se maldijo por no cerrar la cámara tras ella, pero le había inspirado una falsa sensación de seguridad el hecho de llevar puesto el traje. Debería haber pensado en intrusos más que en sus propias necesidades vitales. Ese era justo el tipo de errores que jamás habría cometido si se hubiera encontrado bien, pero suponía que podía permitirse uno o dos fallos a estas alturas del juego. Después de todo, había asestado algo parecido a un movimiento ganador contra la nave de Clavain. El casco roto se alejaba flotando, arrastrando tras él intrincadas hebras de entrañas mecánicas.
—¿Triunviro? —La figura estaba hablando, su voz le entraba como un zumbido por el casco. Volyova estudió la armadura del intruso, observó la barroca ornamentación y las deslumbrantes yuxtaposiciones de pintura luminosa y superficie espejada.
—Tiene usted el placer —le dijo ella.
La figura le apuntaba con un arma de cañón ancho. Detrás, dos especímenes más, ataviados con armaduras parecidas, se habían apretado en la cabina. El primero se levantó de un tirón una visera antidestellos negra; a través del grueso y oscuro cristal del casco de él, la triunviro percibió la anatomía facial, no del todo humana, de un hipercerdo.
—Me llamo Escorpio —le informó el cerdo—, y estoy aquí para aceptar su rendición, triunviro.
Ella lanzó una risita sorprendida.
—¿Mi rendición?
—Sí, triunviro.
—¿Ha mirado por la ventanilla últimamente, Escorpio? Creo que debería, de verdad.
Hubo una pausa mientras los intrusos se consultaban entre sí. Volyova percibió el momento justo en que comprendían lo que acababa de pasar. Hubo una mínima bajada del cañón del arma, una chispa de vacilación en los ojos de Escorpio.
—Sigue siendo nuestra prisionera —dijo el cerdo, pero con un tono mucho menos convencido que antes.
Volyova sonrió con gesto indulgente.
—Bueno, eso es muy interesante. ¿Dónde cree que deberíamos llevar a cabo las formalidades? ¿En su nave o en la mía?
¿Y eso es todo? ¿Esa es la alternativa que me dan? ¿Que incluso si ganamos, incluso si vencemos a los lobos, no significará una mierda a largo plazo? ¿Que lo mejor que podemos hacer en interés de la conservación de la vida en sí, si adoptamos una perspectiva a largo plazo, es acurrucamos y morir ahora? ¿Que lo que deberíamos estar haciendo es rendirnos a les lobos, no prepararnos para luchar contra ellos?
[No lo sé, Clavain].
Podría ser mentira. Podría ser propaganda que te enseñó el lobo, retórica para justificarse. Quizá no hay ninguna causa superior. Quizá todo lo que están haciendo en realidad es aniquilar la inteligencia sin más razón, solo porque eso es lo que hacen. E incluso si lo que te mostraron es cierto, eso no hace que esté bien, en absoluto. La causa quizá sea justa, Felka, pero la historia está plagada de atrocidades cometidas en nombre de la justicia. Te lo digo yo. No puedes excusar el asesinato de miles de millones de individuos inteligentes por un remoto sueño utópico, poco importa cuál sea la alternativa.
[Pero es que sabes con toda precisión cuál es la alternativa, Clavain. La extinción absoluta].
Sí, O eso dicen. Pero, ¿y si no es así de sencillo? Y si lo que te contaron es cierto, entonces la presencia de los lobos ha influido en toda la historia futura de la galaxia. Jamás sabremos lo que habría pasado si no hubieran surgido los lobos para acompañar la vida a través de la crisis. El experimento ha cambiado. Y ahora hay un nuevo factor: la propia debilidad de los lobos, el hecho de que están fracasando poco a poco. Quizá nunca quisieron ser tan brutales, Felka, ¿te has planteado eso? ¿Que en otro tiempo quizá fueran más pastores y menos cazadores furtivos? Quizá ese que fue el primer fracaso, hace ya tanto tiempo que nadie lo recuerda. Los lobos continuaron siguiendo las reglas que les habían ordenado imponer, pero cada vez con menos inteligencia. Cada vez con menos piedad. Lo que comenzó como una suave contención se convirtió en genocidio. Lo que comenzó como autoridad se convirtió en tiranía, una tiranía que se perpetúa e impone sola. Piénsalo, Felka. Quizás haya una causa superior para lo que están haciendo, pero eso no lo convierte en correcto.
[Yo solo sé lo que me mostró. Elegir no es mi trabajo, Clavain. No es mi trabajo mostrarte lo que deberías hacer. Solo pensé que habría que decírtelo].
Lo sé. Y no te culpo por ello.
[¿Qué vas a hacer, Clavain?].
El hombre pensó en el cruel equilibrio de las cosas: la perspectiva de luchas cósmicas (batallas que durante milenios vibran por la faz de la galaxia), comparada con la perspectiva infinitamente más magnífica del silencio cósmico. Pensó en mundos y lunas que no cesan de girar, sus días incontables, sus estaciones que nadie recuerda. Pensó en estrellas que viven y mueren sin la presencia de observadores inteligentes, ardiendo en medio de una oscuridad sin sentido hasta el final del propio tiempo, ni un solo pensamiento consciente que alterase la calma helada, de aquí a la eternidad. Quizá las máquinas todavía acechasen en esas cósmicas estepas, y en cierto sentido quizá continuasen procesando e interpretando los datos, pero no habría reconocimiento, no habría amor, dolor, pérdida, dolor, solo análisis, hasta que el último chispazo de energía se desvaneciera del último circuito y dejara un último algoritmo detenido y a medio ejecutar.
Su actitud era completamente antropomórfica, por supuesto. Todo este drama concernía solo al grupo de galaxias local. Ahí fuera (no solo a decenas, sino a cientos de millones de años luz de distancia) había otros grupos parecidos, racimos de una o dos decenas de galaxias vinculadas en medio de la oscuridad por una gravedad mutua. Demasiado lejos para imaginarse que las pudieran alcanzar, pero allí estaban de todos modos. Su silencio era ominoso, pero eso no significaba que estuvieran necesariamente desprovistas de inteligencia. Quizás habían aprendido el valor del silencio. La grandiosa historia de la vida en la Vía Láctea (en todo el grupo local) quizá solo fuera una hebra de algo cuya inmensidad nos hace humildes. Quizá, después de todo, en realidad no importaba lo que había pasado aquí. Tras ejecutar a ciegas las instrucciones que les habían dado en el remoto pasado galáctico, los lobos quizá estrangulasen ahora la existencia, o es posible que conservaran una hebra de la misma para que sobreviviera a la crisis más grave. O quizá no importaba ninguno de los dos resultados, no tenía más importancia que un puñado de extinciones locales en una sola isla comparadas con el rico y tumultuoso flujo y reflujo de la vida en un mundo entero.
O quizá importaba más que nada.
Clavain lo vio todo con una claridad repentina que lo dejó sin aliento: lo único que importaba era el aquí y el ahora. Lo único que importaba era la supervivencia. La inteligencia que se inclinaba y aceptaba su propia extinción (poco importaba cuáles fueran los argumentos a largo plazo, poco importaba lo buena que fuera la causa mayor) no era la clase de inteligencia que a él le interesaba conservar.
Y tampoco era la clase que a él le interesaba servir. Como todas las decisiones difíciles que había tenido que tomar, el corazón del problema era de una sencillez infantil: podía ceder las armas y aceptar su complicidad en la inminente extinción de la humanidad, mientras sabía que había cumplido con su parte para defender el destino último de la vida inteligente. O podía coger las armas ahora (o tantas armas como pudiera poner las manos encima) y plantarse de algún modo contra la tiranía.
Quizá no tuviera sentido. Quizá solo fuera posponer lo inevitable. Pero si ese era el caso, ¿qué daño se hacía con probar?
[Clavain…].
Sintió una calma inmensa y ardiente. Todo estaba ya claro. Estaba a punto de decirle a Felka que había tomado una decisión, que iba a coger las armas y plantarse, y a la mierda con la historia futura. Era Nevil Clavain y no se había rendido en su vida.
Pero de repente hubo otra cosa que mereció su atención inmediata. La Luz del Zodíaco había sido alcanzada. La gran nave se estaba partiendo en dos.