35

Volyova contempló cómo cinco de las trece armas restantes del alijo asumían sus posiciones de ataque más allá de la Nostalgia por el Infinito. Sus iconos de colores flotaban sobre su cama como esos juguetitos que se utilizaban para divertir a los recién nacidos en sus cunas. Volyova levantó una mano y atravesó la fantasmal representación, empujó los iconos para ajustar las posiciones de las armas en relación con su nave, utilizando el casco para camuflarlas siempre que era posible. Los iconos se movían con obstinación, reflejaban los perezosos movimientos que en tiempo real hacían las propias armas.

—¿Vas a utilizarlas de inmediato? —preguntó Khouri.

Volyova miró a la mujer.

—No. Todavía no. No hasta que me obligue. No quiero que los inhibidores sepan que hay más armas en el alijo que las veinte que ya conocen.

—Al final tendrás que utilizarlas.

—A menos que Clavain entre en razón y se dé cuenta de que es imposible que gane. Quizá lo haga. No es demasiado tarde.

—Pero no sabemos nada sobre el tipo de armas que tiene él —dijo Khouri—. ¿Y si tiene algo igual de potente?

—En ese caso dará completamente igual, Khouri. Él quiere algo de mí, ¿entiendes? Yo no quiero nada de él. Eso me da una ventaja clara sobre Clavain.

—No…

Volyova suspiró, decepcionada por tener que explicarlo con todas las letras.

—El golpe que nos va a dar tiene que ser quirúrgico. No puede arriesgarse a dañar las armas que tanto quiere. En términos más crudos, no le robas a alguien tirándole un descortezador encima. Pero yo no tengo tantas reservas. Clavain no tiene nada que yo quiera.

Bueno, admitió Volyova para sí, casi nada. Sentía una vaga curiosidad por lo que fuera que le había permitido decelerar de una forma tan brutal. Incluso si no era nada tan exótico como la tecnología de supresión de la inercia… Pero no. No era nada que ella necesitara con desesperación. Eso significaba que ella podía utilizar toda la fuerza de su arsenal contra él. Podría borrarlo de la existencia, y lo único que perdería ella sería algo que ni siquiera estaba segura de que existiese.

Pero había algo que todavía la inquietaba. Seguro que Clavain podía ver eso por sí mismo, ¿no? Sobre todo si estaba tratando con ese Clavain, el verdadero Carnicero de Tarsis. Ese hombre no habría vivido cuatrocientos o más años de historia humana llenos de peligros cometiendo errores tan sencillos y trágicos.

¿Y si Clavain sabía algo que ella desconocía?

La triunviro movió los dedos por la proyección, reconfigurando con gesto nervioso sus piezas y preguntándose cuál de ellas debería usar primero, pensando también que, dadas las limitaciones de Clavain, sería más interesante dejar que la batalla se intensificara en lugar de eliminar su nave principal al instante.

—¿Alguna noticia de Thorn? —preguntó.

—Está en ruta, viene de Resurgam con otros dos mil pasajeros.

—¿Y sabe lo de nuestra pequeña dificultad con Clavain?

—Le dije que nos estábamos acercando a Resurgam. Pensé que no tenía sentido preocuparle más.

—No —dijo Volyova, de acuerdo con ella por una vez—. Esas personas están a salvo en el espacio, por lo menos tanto como lo estarían en Resurgam. Al menos, una vez que estén fuera del planeta tienen alguna esperanza de sobrevivir. No muy grande, pero…

—¿Estás segura de que no vas a utilizar las armas del alijo?

—Las voy a utilizar, Khouri, pero ni un momento antes de que tenga que hacerlo. ¿Has oído alguna vez la expresión «el blanco de sus ojos»? Quizá no; es ese tipo de cosas que solo un soldado podría saber.

—He olvidado más sobre mis días de soldado de lo que sabrás jamás, Ilia.

—Tú solo confía en mí. ¿Es tanto pedir?



Veintidós minutos después comenzó la batalla. La salva inicial de Clavain fue casi insultante por lo inadecuada. Volyova había detectado las huellas de los lanzacañones de aceleración, ondas de energía electromagnética diseñadas para lanzar de golpe, y a una velocidad de hasta dos mil kilómetros por segundo, una bala pequeña y densa. A las balas les llevaría una hora alcanzarla desde sus puntos de lanzamiento situados cerca de la Luz del Zodíaco. Al límite de su resolución, la triunviro podía distinguir las formas cruciformes básicas de los lanzacañones en sí, y luego contemplar el ritmo de explosiones secuenciadas de materia-antimateria que impulsaban las balas para que alcanzaran su velocidad terminal, engullendo los cañones de aceleración en el proceso. Clavain no tenía suficientes cañones de aceleración para saturar el volumen inmediato de espacio que rodeaba su nave, así que podía evitar que la alcanzaran con solo asegurarse de que mantenía (más bien el capitán que ella) a la Nostalgia por el Infinito en un patrón constante de movimiento aleatorio, y que nunca entraba en el volumen de espacio donde había estado una hora antes, que era hacia donde se habría apuntado la bala del cañón de aceleración que se acercaba.

Al principio, eso fue exactamente lo que pasó. Ni siquiera tuvo que pedírselo al capitán, que estaba al tanto de la misma información táctica que Volyova y parecía capaz de llegar a las mismas conclusiones. La mujer sintió los guiños y las cabezadas de la nave, como si su cama flotara sobre una balsa en un mar un poco picado, cuando la Nostalgia por el Infinito se movía y cambiaba con los impulsos cortos y atronadores de los muchos propulsores que salpicaban el casco y mantenían la posición.

Pero ella podía hacerlo mejor.

Con las disposiciones de largo alcance de los cañones de aceleración y las huellas de lanzamiento electromagnéticas, Volyova podía determinar la dirección precisa en la que se había apuntado una bala concreta. Había un margen de error pero no era grande, y a Volyova le divertía permanecer exactamente donde estaba hasta el último momento y luego mover la nave. Hizo simulacros en la pantalla táctica y le mostró al capitán el punto de impacto proyectado de cada nuevo lanzamiento de balas; le complació ver que el capitán revisaba su estrategia. A ella le gustaba más así. Era mucho más elegante, se aprovechaba mejor el combustible y esperaba que Clavain no se perdiera la lección.

Quería que él fuera más listo, para que ella pudiera serlo más todavía.


Clavain contempló cómo se disparaba y lanzaba el último de sus cañones de aceleración, que se destruyó en medio de una cascada de explosiones rápidas y brillantes.

Había pasado una hora desde que había dado comienzo al ataque, y lo cierto es que jamás había esperado hacer algo más que ocupar el tiempo de la triunviro, desviar la atención de la mujer de los otros elementos de su ataque. Si una de las balas hubiese alcanzado la nave, el impacto le habría asestado alrededor de una kilotonelada de energía cinética, suficiente para inutilizar la abrazadora lumínica, quizá incluso para desgarrarla, pero no lo suficiente para destruirla por completo. Todavía quedaba una oportunidad de triunfo, cuatro balas estaban aún de camino, pero la triunviro ya había dado todo tipo de indicaciones de que podía enfrentarse a esta amenaza concreta. Clavain no sentía demasiados remordimientos, era más una sensación de quedo alivio por haber dejado atrás la etapa de negociaciones y haber entrado en la arena muchísimo más honesta de una auténtica batalla. Sospechaba que la triunviro sentía algo parecido.

Felka y Remontoire flotaban a su lado en la cúpula de observación, que se había desacoplado de la parte giratoria de la nave. Ahora que la Luz del Zodíaco había ido frenando hasta detenerse al borde del volumen de batalla, ya no necesitaban los exoesqueletos, y Clavain se sentía extrañamente vulnerable sin el suyo.

—¿Desilusionado, Clavain? —preguntó Remontoire.

—No. De hecho, me tranquiliza. Si hay algo que parece demasiado fácil empiezo a buscar la trampa.

Remontoire asintió.

—No es tonta, eso seguro, poco importa lo que le haya hecho a su nave. Entiendo que sigues sin creerte esa historia sobre un intento de evacuación…

—Ahora hay más razones para creerla de las que había antes —dijo Felka—. ¿No es cierto, Clavain? Hemos visto transbordadores moviéndose entre la superficie y la órbita.

—Eso es todo lo que hemos visto —dijo Clavain.

—Y una nave más grande moviéndose entre la órbita y la abrazadora lumínica —continuó la joven—. ¿Qué más pruebas necesitamos de que es sincera?

—Eso no indica necesariamente un programa de evacuación —dijo Clavain con los dientes apretados—. Podrían ser muchas cosas.

—Entonces dale el beneficio de la duda —dijo Felka.

Clavain se volvió hacia ella. Rebosaba furia, pero esperaba que no se le notara.

—La decisión es suya. Es ella la que tiene las armas. Son todo lo que quiero.

—Las armas no van a marcar ninguna diferencia a largo plazo.

Esta vez Clavain no intentó ocultar su ira.

—¿Qué coño se supone que significa eso?

—Solo lo que he dicho. Lo sé, Clavain. Sé que todo lo que está pasando aquí, todo lo que significa tanto para ti, para nosotros, a la larga no significa nada en absoluto.

—Y esa perla de sabiduría la sacaste del lobo, ¿no?

—Sabes que me traje parte de él de la nave de Skade.

—Sí —dijo él—. Y eso significa que tengo muchas razones más para no hacer caso de nada de lo que digas, Felka.

La mujer se elevó hacia un lado de la cúpula y desapareció por el agujero de salida, de vuelta al cuerpo principal de la nave. Clavain abrió la boca para llamarla, para decir algo a modo de disculpa. No salió nada.

—¿Clavain?

Este miró a Remontoire.

—¿Qué, Rem?

—Los primeros misiles hiperrápidos llegarán dentro de un minuto.


Antoinette vio pasar como un rayo a su lado la primera oleada de misiles hiperrápidos, que adelantaron al Ave de Tormenta con una velocidad diferencial de casi mil kilómetros por segundo. Se habían desplegado cuatro misiles, y aunque pasaron alrededor de su nave por los cuatro lados, convergieron por delante un instante después y las llamas de sus tubos de escape se encontraron como líneas en un esbozo de perspectiva.

Dos minutos después pasó otra oleada por estribor, y una tercera se deslizó por babor, mucho más lejos, tres minutos después.

—La hostia —susurró la joven—. No estamos jugando a la guerra, ¿verdad?

—¿Asustada? —le preguntó Xavier, hundido en el asiento al lado de ella.

—Más que asustada. —Ya había vuelto al cuerpo principal del Ave de Tormenta para inspeccionar el escuadrón de asalto ferozmente armado que transportaba en la bodega de carga de su nave—. Pero eso es bueno. Papá siempre decía…

—Ya puedes tener miedo si no tienes miedo. Ya. —Xavier asintió—. Era uno de sus…

—De hecho…

Los dos se quedaron mirando el panel.

—¿Qué, nave? —preguntó Antoinette.

—En realidad eso era mío. Pero a tu padre le gustó lo suficiente como para robármelo. Lo tomé como un cumplido.

—Así que fue Lyle Merrick el que dijo en realidad… —comenzó Xavier.

—Sí.

—No jodas —dijo Antoinette.

—No jodo, señorita.


La última oleada de balas estaba todavía de camino cuando Clavain pasó al siguiente nivel de ataque contra Volyova. Una vez más, el factor sorpresa no existía. Pero casi nunca lo había en la guerra espacial, donde los lugares para ocultarse y las oportunidades para camuflarse eran tan infrecuentes como escasos. Podías planear, elaborar estrategias y esperar que el enemigo no advirtiese las trampas obvias o sutiles enterradas en la ubicación de tus fuerzas, pero en cualquier otro aspecto, la guerra en el espacio era un juego de total transparencia. Era una guerra entre enemigos que podían asumir con toda seguridad que el otro era omnisciente. Como en una partida de ajedrez, con frecuencia se podía adivinar el resultado en unos cuantos movimientos, sobre todo si los adversarios no estaban muy igualados.

Volyova rastreó las trayectorias de los misiles hiperrápidos a medida que cruzaban veloces el espacio que separaba su nave de los lanzamisiles desplegados por la Luz del Zodíaco. Aceleraban a cien gravedades y sostenían la propulsión durante cuarenta minutos antes de convertirse en puros misiles balísticos. Luego se movían a poco menos del uno por ciento de la velocidad de la luz, unos objetivos formidables, pero seguían estando dentro de las posibilidades de las defensas autónomas del casco de la Nostalgia por el Infinito. Cualquier nave estelar tenía que ser capaz de rastrear y destruir objetos rápidos como parte normal de los procedimientos para evitar una colisión, así que Volyova apenas tuvo que actualizar las salvaguardas existentes para conseguir armas de gran alcance.

Era una cuestión de números. Cada misil ocupaba una cierta fracción de las armas del casco que tenía disponibles, y siempre había una pequeña posibilidad estadística de que llegaran demasiados misiles al mismo tiempo para que ella (o el capitán, que era el que en realidad estaba defendiendo la nave) se enfrentaran a ellos.

Pero eso no pasó. Volyova realizó un análisis del despliegue de misiles y llegó a la conclusión de que Clavain no estaba intentando darle. Estaba dentro de su capacidad lograrlo, tenía cierto control sobre los misiles hasta que estos dejaban de acelerar, lo suficiente como para corregir su trayectoria respecto a cualquier pequeño cambio en la posición de la Nostalgia. Y un impacto directo de un hiperrápido, incluso de uno que llevara una cabeza explosiva de fogueo, hubiera eliminado la nave entera en un instante. Sin embargo, todos los misiles estaban en trayectorias que en realidad tenían muy pocas posibilidades de acertarle a su nave. Pasaban a su lado a toda velocidad y les sobraban decenas de kilómetros, mientras que más o menos uno de cada veinte pasaba a detonar un poco más cerca de Resurgam. Las huellas de las explosiones sugerían pequeños estallidos de materia-antimateria, o bien restos de combustible o cabezas nucleares del tamaño de alfileres. Los otros diecinueve misiles eran en realidad de fogueo.

Una explosión cercana desde luego que dañaría la Nostalgia, pensó. Las cinco armas del alijo desplegadas eran lo bastante robustas como para no tener que preocuparse por ellas, pero si había cerca una explosión de materia-antimateria, muy bien podía dejar incapacitado el armamento del casco y dejarla totalmente expuesta a un asalto más concertado. No es que ella fuera a dejar que ocurriera eso, pero tendría que emplear una buena fracción de sus recursos para evitarlo. Y lo más molesto era que la mayor parte de los misiles que tenía que destruir en realidad no suponían ninguna amenaza real, ni estaban en trayectorias de interceptación ni estaban armados.

No llegó tan lejos como para felicitar a Clavain. Todo lo que este había hecho era adoptar un enfoque de ataque por saturación de manual, inmovilizando sus defensas con una amenaza de baja probabilidad y graves consecuencias. El plan no era ni astuto ni original, pero era, más o menos, exactamente lo mismo que habría hecho ella en las mismas circunstancias. Tendría que reconocerle eso, al menos: desde luego no la había desilusionado.

Volyova decidió darle una última oportunidad antes de terminar con la diversión.

—¿Clavain? —le preguntó. Emitía por la misma frecuencia que ya había utilizado para su ultimátum—. Clavain, ¿me estás escuchando?

Pasaron veinte segundos y luego oyó su voz.

—Te escucho, triunviro. He de suponer que esto no es un ofrecimiento de rendición, ¿verdad?

—Te estoy ofreciendo una oportunidad, Clavain, antes de que termine con todo esto. Una oportunidad para que te vayas de aquí y luches otro día, contra un adversario más entusiasta.

La triunviro esperó a que la respuesta de su enemigo se arrastrara hasta ella. El retraso podía ser artificial, pero casi con toda seguridad significaba que él seguía a bordo de la Luz del Zodíaco.

—¿Por qué ibas a darme cuartelillo, triunviro?

—No eres mal hombre, Clavain. Solo estás… confundido. Crees que necesitas las armas más que yo, pero te equivocas, no es cierto. No te lo tendré en cuenta. Todavía no se ha hecho ningún daño irreparable. Que tus fuerzas den la vuelta y lo llamaremos un malentendido.

—Hablas como alguien que cree que lleva todas las de ganar, Ilia. Yo no estaría tan seguro en tu lugar.

—Tengo las armas, Clavain. —Volyova se encontró esbozando una sonrisa y frunciendo el ceño al mismo tiempo—. Eso cambia mucho las cosas, ¿no te parece?

—Lo siento, Ilia, pero yo creo que un ultimátum es suficiente para cualquiera, ¿tú no?

—Eres un necio, Clavain. Lo triste es que nunca sabrás hasta qué punto.

El hombre no respondió.

—¿Y bien, Ilia? —preguntó Khouri.

—Le he dado al muy hijo de puta su oportunidad. Ya es hora de dejar de jugar. —La triunviro alzó la voz—. ¿Capitán? ¿Me oye? Quiero que me dé el control absoluto del arma diecisiete del alijo. ¿Está dispuesto a hacerlo?

No hubo respuesta. El momento se prolongó. Sentía un cosquilleo en la nuca debido a la ansiedad. Si el capitán no estaba dispuesto a permitirle utilizar las cinco armas desplegadas, entonces todos sus planes se derrumbaban y Clavain parecería de repente mucho menos necio que un minuto antes.

Entonces notó el sutil cambio que se operó en el estado del icono del arma, cambio que significaba que ahora tenía control militar absoluto del arma diecisiete del alijo.

—Gracias, capitán —dijo Volyova con dulzura. Luego se dirigió al arma—: Hola, Diecisiete. Es un placer volver a hacer negocios contigo.

Metió la mano en la proyección y pellizcó entre los dedos el icono flotante del arma. Una vez más el icono respondió con pereza, reflejaba el peso muerto del arma al sacarla de la sombra de sensores del casco de la Nostalgia. Con el movimiento se iba alineando, apuntando con su largo eje asesino hacia el lejano objetivo, aunque en realidad no tan lejano, de la Luz del Zodíaco. En cualquier momento dado, el conocimiento que tenía Volyova de la posición de la nave de Clavain se había quedado anticuado por veinte segundos, pero eso no era más que una molestia menor. En el improbable caso de que se moviera de repente, ella todavía tenía garantizada la pieza. Barrería el volumen de posible ocupación de él con el arma, y con eso sabía que tenía la certeza de acertarle en algún punto. Lo sabría cuando ocurriese, la detonación de los motores combinados de su nave iluminaría el sistema entero. Si había algo que tenía garantías de suscitar el interés de Tos inhibidores, sería eso.

Con todo, tenía que hacerlo.

Pero Volyova tembló en el momento de la ejecución. Aquello no estaba bien; era demasiado definitivo, demasiado repentino; demasiado (y eso la sorprendió) poco deportivo. Sentía que le debía una última oportunidad de retirarse, que debería ofrecerle una última advertencia, algo desesperadamente urgente. Después de todo, el hombre había venido desde muy lejos. Y estaba claro que se había imaginado que tenía la oportunidad de conseguir las armas.

Clavain, Clavain, pensó para sí. No debería haber sido así…

Pero así era y no había más que hacer.

Le dio un golpecito al icono, como un bebé que pincha su juguete.

—Adiós —susurró Volyova.

El momento pasó. Los índices y símbolos de estado que había al lado del icono del arma del alijo cambiaron, lo que significaba una alteración profunda en la condición del arma. La triunviro miró la imagen en tiempo real de la nave de Clavain y contó mentalmente los veinte segundos que tendrían que pasar antes de que la nave quedara destrozada por el haz del arma diecisiete. El arma abriría una herida del tamaño de un cañón en la nave de Clavain, eso suponiendo que no provocase una detonación inmediata y letal de los motores combinados.

Después de diez segundos, Clavain todavía no se había movido. Volyova supo entonces que había apuntado bien, que el impacto sería preciso y devastador. Clavain no sabría nada de su propia muerte, nada del olvido que se acercaba.

La triunviro esperó a que pasaran los diez segundos restantes, anticipando la amarga sensación de triunfo que acompañaría a la victoria.

Transcurrió el tiempo. Ilia se estremeció con un gesto involuntario para defenderse del fulgor inminente, como una niña que esperase los fuegos artificiales más grandes y mejores.

Los veinte segundos se convirtieron en veintiuno…, los veintiuno en veinticinco…, treinta. Pasó medio minuto. Luego un minuto.

La nave de Clavain permanecía a la vista.

No había ocurrido nada.

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