Lo sacaron tiritando del útero abierto de la arqueta. Se sentía como un hombre al que acabaran de rescatar cuando estaba a punto de ahogarse en invierno. Los rostros de las personas que lo rodeaban se fueron haciendo más nítidos, pero no reconoció ninguno de inmediato. Alguien le echó una manta térmica acolchada sobre el estrecho armazón de los hombros. Lo miraron sin decir nada, suponiendo que no estaba de humor para conversar y preferiría orientarse por sus propios medios.
Clavain se sentó al borde de la arqueta durante varios minutos hasta que tuvo fuerzas suficientes en las piernas para cruzar cojeando la cámara. Tropezó en el último momento, pero consiguió darle cierta elegancia a la caída, como si hubiera sido su intención apoyarse de repente en el marco blindado del ojo de buey. Miró por el cristal. No veía nada salvo oscuridad, con su propio y espantoso reflejo rondando en primer plano. Era extraño, pero parecía carecer de ojos, sus cuencas estaban repletas de sombras que eran del color negro y preciso del vacío de fondo. Sintió una violenta sacudida de déjà vu, la sensación de que ya había estado allí contemplando esa misma máscara. Tiró del hilo del recuerdo y lo regañó hasta que corrió libre y recordó una misión diplomática de última hora, un trasbordador que caía hacia el Marte ocupado, un enfrentamiento inminente con una vieja enemiga y amiga llamada Galiana…, y recordó que incluso entonces, hace cuatrocientos años (aunque ahora eran más, pensó) ya se había sentido demasiado viejo para el mundo, demasiado viejo para el papel que le habían obligado a asumir. Si hubiera sabido lo que le aguardaba entonces, se habría echado a reír o se habría vuelto loco. Le había parecido el final de su vida, y sin embargo solo había sido un momento de su comienzo, apenas separable de su infancia en sus recuerdos.
Se volvió para observar a las personas que lo habían hecho volver en sí y luego miró al techo.
—Bajad las luces —dijo alguien.
Desapareció su reflejo. Ahora veía algo más que la negrura. Era un enjambre de estrellas, apiñadas en un hemisferio del cielo. Rojos, azules, dorados y blancos glaciales. Algunas brillaban más que otras, aunque no vio ninguna constelación conocida. Pero el agrupamiento de estrellas, metidas todas en una parte del cielo, solo significaba una cosa. Seguían moviéndose de forma relativa, todavía rozaban la velocidad de la luz.
Se volvió hacia el pequeño tropel.
—¿Ha tenido lugar la batalla?
Una mujer pálida de cabello oscuro habló en nombre del grupo.
—Sí, Clavain. —Hablaba con calidez, pero no con la seguridad absoluta que Clavain había esperado—. Sí, se acabó. Nos enfrentamos al trío de naves combinadas, destruimos una y dañamos las otras dos.
—¿Solo dañadas?
—Las simulaciones no acertaron del todo —dijo la mujer. Se colocó al lado de Clavain y le metió un vaso de líquido marrón bajo la nariz. Él contempló su cara y su pelo. Había algo conocido en el modo en que lo llevaba, algo que despertó antiguos recuerdos que ya había removido su reflejo en el ojo de buey—. Toma, bebe esto. Medichinas tonificadoras del arsenal de Ilia. Te sentarán muy bien.
Clavain cogió el vaso de manos de la mujer y olisqueó el caldo. Olía a chocolate cuando él esperaba té. Lo inclinó y tragó un poco.
—Gracias —dijo—. ¿Te importa si te pregunto tu nombre?
—En absoluto —dijo la mujer—. Soy Felka. Te aseguro que me conoces bastante bien.
Levantó la cabeza, la miró y se encogió de hombros.
—Me suenas…
—Bébetelo todo. Creo que lo necesitas.
Recuperó la memoria a trozos, como una ciudad que se recupera de un corte de electricidad: manzana por manzana, pero al azar, los servicios públicos tartamudeaban y parpadeaban antes de reanudar el servicio normal. Incluso cuando se sentía bien llegaban más terapias con medichinas, cada una de las cuales trataba zonas concretas de la función cerebral, cada una de las cuales se administraba en dosis ajustadas con más cuidado que la anterior, mientras Clavain hacía muecas y cooperaba con un mínimo de buen talante. Cuando terminó, no quería ver ni un dedal más de chocolate en toda su vida.
Después de varias horas consideraron que, neurológicamente hablando, estaba sano. Todavía había cosas que no recordaba con gran precisión pero le dijeron que eso entraba dentro de los márgenes de error de la amnesia habitual que acompañaba a la evasión del sueño frigorífico, y que no indicaba ningún fallo adverso. Le dieron un tabardo con un biomonitor ligero, le asignaron un servidor de bronce alto y delgaducho y le dijeron que era libre de moverse por donde quisiera.
—¿No debería preguntar por qué me habéis despertado? —dijo.
—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Escorpio, que parecía ser el que estaba al cargo—. No hay ninguna prisa inmediata, Clavain.
—¿Pero he de suponer que hay una decisión que tomar?
Escorpio miró a uno de los otros líderes, la mujer que se llamaba Antoinette Bax. Tenía los ojos grandes y la nariz pecosa, y Clavain tenía la sensación de que había recuerdos de ella que todavía no había desenterrado. La mujer asintió, de forma casi imperceptible.
—No te habríamos despertado solo por las vistas —dijo Escorpio—. Son una mierda, incluso con las luces apagadas.
En algún lugar del corazón del inmenso navío había un lugar que parecía pertenecer a una parte muy diferente del universo. Era un claro, un lugar de hierba, árboles y cielos azules sintéticos. Había aves holográficas en el aire: loros, búceros y otros que saltaban de árbol en árbol como cometas de brillantes colores primarios, y había una cascada a lo lejos que parecía sospechosamente real, envuelta en una bruma arremolinada de un color azul talco, allí donde se vaciaba en un pequeño lago oscuro.
Felka escoltó a Clavain hasta un proscenio plano de hierba fresca y reluciente. La mujer llevaba un vestido largo y negro, sus pies perdidos bajo el vestido negro del dobladillo. No parecía importarle arrastrarlo por la hierba cubierta de rocío. Se sentaron uno enfrente del otro, descansando en los tocones de unos árboles cuyos remates alguien había pulido hasta que alcanzaron la suavidad de un espejo. Tenían el lugar para ellos solos, salvo por los pájaros.
Clavain miró a su alrededor. Ya se sentía mucho mejor y su memoria estaba casi entera, pero no recordaba este lugar en absoluto.
—¿Has creado tú esto, Felka?
—No —dijo ella con cautela—, pero, ¿por qué lo preguntas?
—Porque me recuerda un poco al bosque que había en el corazón del Nido Madre, supongo. Donde tú tenías tu taller. Salvo que esto tiene gravedad, claro, cosa que tu taller no tenía.
—Entonces sí que te acuerdas.
Clavain se rascó el rastrojo de la barbilla. Alguien le había afeitado la barba con todo cuidado cuando estaba dormido.
—Con cuentagotas. No tanto de lo que ocurrió antes de dormirme como me gustaría.
—¿Qué es lo que recuerdas, con exactitud?
—Remontoire yéndose para ponerse en contacto con Sylveste. Tú casi yéndote con él y luego decidiendo no hacerlo. No mucho más. Volyova está muerta, ¿verdad?
Felka asintió.
—Evacuamos el planeta. Volyova y tú acordasteis dividiros las armas de clase infernal que quedaban. Ella cogió el Ave de Tormenta, cargó en él tantas armas como pudo y se metió con él directamente en el corazón de la máquina inhibidora.
Clavain frunció los labios y silbó en voz baja.
—¿Cambió mucho las cosas?
—En absoluto. Pero se fue armando un buen follón.
Clavain sonrió.
—No me esperaba menos de ella. ¿Y qué más?
—Khouri y Thorn, ¿te acuerdas de ellos? Se unieron a la expedición de Remontoire para ir a Hades. Tienen lanzaderas y han iniciado los sistemas autorreparadores de la Luz del Zodíaco. Todo lo que tienen que hacer es seguir proporcionándole materia prima y la nave se reparará sola. Pero llevará un tiempo, tiempo suficiente para que ellos se pongan en contacto con Sylveste, según cree Khouri.
—No sé muy bien qué pensar de lo que ha dicho, que ella ya ha estado en Hades —dijo Clavain mientras cogía briznas de hierba de la zona que rodeaba sus pies. Las aplastó y olió el residuo pulposo verde que le manchaba los dedos—. Pero la triunviro parecía pensar que era cierto.
—Lo averiguaremos antes o después —dijo Felka—. Después de entrar en contacto, por mucho tiempo que lleve eso, sacarán a la Luz del Zodíaco del sistema y seguirán nuestra trayectoria. En cuanto a nosotros, bueno, sigue siendo tu nave, Clavain, pero los asuntos diarios los lleva un Triunvirato. Los triunviros Sangre, Cruz y Escorpio, por aclamación popular. Khouri sería una de ellos, por supuesto, si no hubiera decidido quedarse allí tras la evacuación.
—Mi memoria dice que rescataron a ciento sesenta mil personas —dijo Clavain—. ¿Va muy desencaminada?
—No, así fue, más o menos. Y resulta bastante impresionante hasta que te das cuenta de que no conseguimos salvar a otros cuarenta mil…
—Fuimos nosotros lo que salió mal, ¿verdad? Si no hubiéramos intervenido…
—No, Clavain. —La voz de la mujer era admonitoria, como si él fuera un anciano que hubiera cometido una buena metedura de pata entre gente educada—. No. No debes pensar así. Mira, pasó lo siguiente, ¿entiendes? —Estaban lo bastante cerca para el pensamiento combinado. La mujer canalizó varias imágenes hacia su cabeza, retratos de la muerte de Resurgam. Clavain vio las últimas horas, cuando la máquina de los lobos (así era como ahora llamaban todos al arma de los inhibidores) abrió el agujero gravitatorio hasta el mismísimo corazón de la estrella, donde clavó una legra invisible en el centro de la energía nuclear. El túnel que había abierto era estrechísimo, no más de unos cuantos kilómetros de anchura en su punto más profundo, y aunque estaban desangrando a la estrella, el proceso no era una hemorragia descontrolada. En lugar de eso, a la materia que se fundía en el corazón nuclear se le permitió salir a chorro dibujando un fino arco disparado, una columna de fuego infernal que se iba expandiendo y enfriando y que surgía como una lanza de la superficie de la estrella a la mitad de la velocidad de la luz. Constreñida y guiada por impulsos de la misma energía gravitatoria que había penetrado en la estrella en primer lugar, la pica se dobló en una perezosa parábola que hizo que rociara el lado diurno de Resurgam. Para cuando impactó, la llama de la estrella ya medía mil kilómetros de anchura. El efecto fue catastrófico y casi instantáneo. La atmósfera desapareció hirviendo en un destello abrasador, los casquetes glaciares y las pocas zonas de agua abierta lo siguieron instantes más tarde. Árida y sin aire, la corteza se fundió bajo el haz y la pica abrió una cicatriz roja como las cerezas en la faz del planeta. Cientos de kilómetros verticales de la superficie del planeta quedaron incinerados y se precipitaron al espacio en una nube caliente de roca hervida. Las ondas de choque del impacto inicial se repartieron por todo el mundo y destruyeron toda la vida en el lado nocturno: todo ser humano, todo organismo que los humanos habían traído a Resurgam. Y sin embargo, también habrían muerto enseguida sin esa onda de choque. A las pocas horas, el lado nocturno había girado para enfrentarse al sol. La pica seguía hirviendo, el pozo de energía del corazón de la estrella apenas se había tocado. La corteza de Resurgam ardió y desapareció, y sin embargo el haz seguía comiéndose el manto del planeta.
Fueron necesarias tres semanas para convertir el planeta en carbonilla candente y humeante, su tamaño reducido a cuatro quintas partes del anterior. Luego, el haz se dirigió de un papirotazo hacia otro objetivo, otro mundo, y dio comienzo al mismo barrido asesino. La reducción de materia del corazón de la estrella terminaría desangrando Delta Pavonis y convirtiéndola en una cáscara fría de sí misma, hasta que se hubiera extraído tanta materia que la fusión se detuviera de golpe. Todavía no había ocurrido, dijo Felka (al menos no según las señales luminosas que los estaban alcanzando desde el sistema), pero cuando lo hiciera, había muchas probabilidades de que fuera un acontecimiento violento.
—Así que ya ves —dijo Felka—, de hecho, tuvimos mucha suerte al rescatar a tantos. No fue culpa nuestra que murieran más. Solo hicimos lo que debimos en aquellas circunstancias. No tiene sentido culparse por ello. Si no hubiéramos aparecido nosotros, mil cosas más podrían haber ido mal. La flota de Skade habría llegado de todos modos y ella no se habría sentido más inclinada a negociar que tú.
Clavain recordó el abominable destello de una nave estelar moribunda y recordó también la muerte definitiva de Galiana, que él había sancionado al decidir destruir la Sombra Nocturna. Incluso ahora le dolía pensar en ello.
—Skade murió, ¿verdad? Yo la maté, en el espacio interestelar. Los otros elementos de su flota actuaban de forma autónoma, incluso cuando nos enfrentamos a ellos.
—Todo era autónomo —dijo Felka con un curioso tono evasivo.
Clavain contempló un guacamayo que orbitaba de árbol en árbol.
—No me importa que me consulten sobre cuestiones estratégicas, pero no busco una posición de autoridad en esta nave. No es mía, para empezar, poco importa lo que haya podido pensar Volyova. Soy demasiado mayor para tomar el mando. Y además, ¿para qué me iba a necesitar la nave? Ya tiene su propio capitán.
Felka bajó la voz.
—¿Entonces recuerdas al capitán?
—Recuerdo lo que Volyova nos contó. No recuerdo haber hablado jamás con el capitán en sí. ¿Sigue dirigiendo las cosas, como decía Ilia que lo hacía?
La voz de su amiga siguió siendo cauta.
—Depende de lo que tú entiendas por dirigir las cosas. Su infraestructura sigue intacta, pero no ha habido señales de él como entidad consciente desde que dejamos Delta Pavonis.
—Entonces el capitán está muerto, ¿es eso?
—No, tampoco puede ser eso. Tenía los dedos metidos en demasiados aspectos de las funciones rutinarias de toda la nave, según lo que dijo Volyova. Cuando entraba en uno de sus estados catatónicos, era como si se desenchufara la nave entera. Y eso no ha ocurrido. La nave sigue cuidándose sola, sigue tirando sin ayuda, se permite hacer autorreparaciones y alguna que otra modernización.
Clavain asintió.
—¿Entonces es como si el capitán siguiera funcionando a un nivel involuntario, pero ya no hubiera ninguna entidad inteligente? ¿Como un paciente que todavía tiene función cerebral suficiente para respirar pero ya no mucha más?
—Es lo que nosotros suponemos. Aunque no podemos estar seguros del todo. A veces hay pequeños destellos de inteligencia, cosas que la nave se hace a sí misma sin preguntarle a nadie. Destellos de creatividad. Es más como si el capitán siguiera ahí, enterrado a un nivel más profundo que nunca.
—O quizá solo haya dejado tras de sí una sombra de sí mismo —dijo Clavain—. Una cáscara mecánica que se entretiene con los mismos patrones de comportamiento.
—Fuera lo que fuera, se redimió —dijo Felka—. Hizo algo terrible, pero al final también salvó ciento sesenta mil vidas.
—Y lo mismo hizo Lyle Merrick —dijo Clavain, recordando por primera vez desde su despertar el secreto que ocultaba la nave de Antoinette y el sacrificio necesario que había hecho aquel hombre—. ¿Dos redenciones por el precio de una? Supongo que es un comienzo. —Clavain cogió una astilla perdida de madera que se le había incrustado en la palma de la mano, partida del borde del tocón—. ¿Entonces qué pasó, Felka? ¿Por qué me han despertado cuando todo el mundo sabía que podría matarme?
—Te lo mostraré —le dijo ella. La mujer miró en la dirección de la cascada. Sobresaltado, porque estaba seguro de que se encontraban solos, Clavain vio una figura de pie al borde del lago, justo delante de la cascada. La bruma fluía y giraba alrededor de las extremidades de la figura.
Pero él la reconoció.
—Skade —dijo.
—Clavain —respondió ella. Pero no se acercó más. Su voz era hueca, con la acústica equivocada para aquel entorno. Clavain comprendió con una sacudida de irritación la facilidad con la que lo habían engañado: lo que se dirigía a él era una simulación.
—Es un nivel beta, ¿verdad? —Dijo dirigiéndose solo a Felka—. El maestro de obra habría conservado una memoria de Skade en bastante buen estado para poner un nivel beta a bordo de cualquiera de las otras naves.
—Es un nivel beta, sí —dijo Felka—. Pero no fue eso lo que pasó. ¿Verdad, Skade?
La figura lucía cresta y coraza. Asintió.
—Este nivel beta es una versión reciente, Clavain. Mi contrapartida física te lo transmitió durante el enfrentamiento.
—Perdona —dijo Clavain sacudiendo la cabeza—, mi memoria quizá ya no sea lo que era, pero recuerdo haber matado a tu contrapartida. Destruí la Sombra Nocturna poco después de rescatar a Felka.
—Eso es lo que tú recuerdas. Y es casi lo que ocurrió.
—No puedes haber sobrevivido, Skade. —Lo dijo con una insistencia entumecida, a pesar de la prueba que tenía ante sus ojos.
—Me salvé la cabeza, Clavain. Temía que destruyeras la Sombra Nocturna una vez que te devolviera a Felka, aunque creí que no tendrías el valor de hacerlo cuando supieras que tenía a Galiana a bordo… —Sonrió con una expresión extrañamente cercana a la admiración—. En eso me equivoqué, ¿verdad? Fuiste un adversario mucho más cruel de lo que me había imaginado, incluso después de hacerme esto a mí.
—Tenías el cuerpo de Galiana, no a Galiana. —Clavain mantuvo la calma—. Todo lo que hice fue darle la paz que debería haber tenido cuando murió hace tantos años.
—Pero en realidad eso no es lo que crees, ¿verdad? Siempre supiste que no estaba muerta de verdad, solo había llegado a un punto muerto con el lobo.
—Para eso podría estar muerta.
—Pero siempre existía la posibilidad de que se pudiera eliminar al lobo, Clavain… —La simulación suavizó la voz—. Eso era lo que creías tú también. Creías que había la posibilidad de poder recuperarla algún día.
—Hice lo que tenía que hacer —dijo él.
—Fue cruel, Clavain. Te admiro por ello. Eres más araña que cualquiera de nosotros.
El hombre se levantó del tocón y se dirigió al borde del agua hasta que estuvo a solo unos metros de Skade. Esta flotaba en la bruma, ni sólida del todo ni del todo anclada al suelo.
—Hice lo que tenía que hacer —repitió—. Es lo único que he hecho siempre. No fue crueldad, Skade. La crueldad supone que no sentí dolor al hacerlo.
—¿Y lo sentiste?
—Fue lo peor que he hecho jamás. Eliminé su amor del universo.
—Lo siento por ti, Clavain.
—¿Cómo sobreviviste, Skade?
La figura levantó una mano y se tocó el curioso cuello donde la coraza se unía a la carne.
—Después de que te fueras con Felka, me separé la cabeza y la coloqué dentro del revestimiento de una pequeña cabeza explosiva. El tejido de mi cerebro estaba protegido por las medichinas intergliales para poder soportar una deceleración rápida. La cabeza explosiva salió despedida de la Sombra Nocturna hacia atrás, hacia los otros elementos de la flota. Tú no te diste cuenta porque solo te preocupaba la perspectiva de que alguien os atacara a vosotros. La cabeza explosiva cayó por el espacio en silencio hasta que estuvo ya muy lejos de vuestra esfera de detección. Entonces activó una pulsación de localización concentrada. Se delegó un elemento de la flota para que cambiara de velocidad hasta que fuera factible una intercepción. La cabeza explosiva fue capturada y llevada a bordo de la otra nave. —Sonrió y cerró los ojos—. El difunto doctor Delmar estaba a bordo de otro navío de la flota. Por desgracia, resultó ser la nave que destruisteis vosotros. Pero antes de su muerte fue capaz de terminar la clonación de mi nuevo cuerpo. La reintegración neuronal fue sorprendentemente fácil, Clavain. Deberías probarla algún día.
Clavain casi tropezó con las palabras.
—Entonces… ¿vuelves a estar entera?
—Sí. —Lo dijo con aspereza, como si el tema fuese objeto de un pequeño arrepentimiento—. Sí, ya vuelvo a estar entera.
—Entonces, ¿por qué has decidido manifestarte de esta manera?
—Como recordatorio, Clavain, de lo que hiciste de mí. Sigo ahí fuera, ya ves. Mi nave sobrevivió al enfrentamiento. Hubo algún daño, sí, igual que tu nave sufrió daños. Pero no me he rendido. Quiero lo que nos has robado.
Clavain se volvió hacia Felka, que todavía lo observaba todo con gesto paciente desde su tocón de madera.
—¿Es eso cierto? ¿Skade sigue ahí fuera?
—No podemos saberlo con seguridad —le dijo ella—. Todo lo que sabemos es lo que nos cuenta este nivel beta. Podría estar mintiendo para intentar desestabilizarnos. Pero en ese caso, Skade debe de haber mostrado una previsión asombrosa solo para crearlo.
—¿Y las naves supervivientes?
—Por eso te despertamos, más o menos. Están ahí fuera. Ahora mismo tenemos fijadas las posiciones de sus llamas.
Y luego le dijo que tres naves combinadas habían pasado a su lado a la mitad de la velocidad de la luz respecto a la Nostalgia por el Infinito, como habían predicho las simulaciones. Se habían desplegado las armas, sus secuencias de activación coreografiadas con tanto cuidado como las explosiones individuales en una función de fuegos artificiales. Los combinados habían utilizado sobre todo haces de partículas y cañones pesados de aceleración relativa. La Nostalgia había respondido con versiones más ligeras del mismo armamento mientras desplegaba también dos de las armas rescatadas del alijo. Ambos bandos habían hecho mucho uso de señuelos y fintas, y en la fase más crítica del enfrentamiento se soportaron aceleraciones salvajes cuando las naves intentaron desviarse de los rumbos de vuelo predichos.
Ninguno de los bandos había podido reclamar la victoria para sí. Se había destruido una nave combinada y se habían provocado daños en las otras dos, pero Clavain lo consideró un fracaso casi tan grande como si no hubieran infligido daño alguno. Dos enemigos eran casi tan peligrosos como tres.
Y, sin embargo, el resultado podría haber sido mucho peor. La Nostalgia por el Infinito había sufrido algunos daños, pero no suficientes para evitar que llegara a otro sistema solar. Ninguno de los ocupantes había sufrido heridas y no se había eliminado ninguno de los sistemas críticos.
—Pero aún no podemos respirar tranquilos —le dijo Felka.
Clavain le dio la espalda a la imagen de Skade.
—¿No?
—¿Las dos naves que sobrevivieron? Están dando la vuelta. Lentas, pero seguras, están volviendo: hacen un barrido para perseguirnos.
Clavain dejó escapar una carcajada.
—Pero les llevará años luz realizar ese giro.
—No se lo llevaría si tuvieran tecnología de supresión de la inercia. Pero la maquinaria debió de dañarse durante el enfrentamiento. Lo que no significa que no puedan volver a repararla, no obstante. —La mujer miró a Skade, pero la imagen no reaccionó. Era como si se hubiera convertido en una estatua colocada al borde del agua, un elemento decorativo un poco macabro del claro.
—Si pueden, lo harán —dijo Clavain.
Felka estuvo de acuerdo.
—El Triunvirato ha hecho simulaciones. Según ciertos supuestos, siempre podemos dejar atrás las naves perseguidoras, al menos en nuestro marco de referencia, durante el tiempo que desees especificar. Lo único que tenemos que hacer es ir acercándonos poco a poco a la velocidad de la luz. Pero, a mi modo de ver, la solución no es esa.
—Al mío tampoco.
—Además, resulta que no es práctica. Necesitamos parar para hacer reparaciones, y más pronto que tarde. Por eso te hemos despertado, Clavain.
Clavain volvió a los tocones de los árboles. Se sentó en el suyo con cierto esfuerzo y un crujido de las articulaciones de la rodilla.
—Si hay que tomar una decisión, debe de haber algunas alternativas sobre la mesa. ¿Es ese el caso?
—Sí.
El anciano esperó con paciencia mientras escuchaba el siseo uniforme y tranquilizador de la cascada.
—¿Y bien?
Felka habló con un tono bajo y reverente.
—Estamos muy lejos, Clavain. Hemos dejado el sistema de Resurgam atrás, a nueve años luz, y no hay otra colonia habitada en quince años luz en ninguna dirección. Pero hay un sistema solar justo delante de nosotros. Dos estrellas frías. Es un binario amplio, pero una de las estrellas ha formado planetas en unas órbitas estables. Son planetas maduros, de al menos tres mil millones de años. Hay un mundo en la zona habitable que tiene un par de lunas pequeñas. Hay indicaciones de que tiene una atmósfera de oxígeno y montones de agua. Incluso hay bandas clorofílicas en la atmósfera.
Clavain preguntó:
—¿Terraformación humana?
—No. No hay señal de que ninguna presencia humana se haya establecido alrededor de estas estrellas. Lo que deja solo una posibilidad, creo.
—Los malabaristas de formas.
Era evidente que Felka se alegraba de que no tuviera que decirse con todas las letras.
—Siempre supimos que nos tropezaríamos con más mundos malabaristas, a medida que nos adentráramos en la galaxia. No debería sorprendernos encontrar ahora uno.
—¿Ahí delante, sin más?
—No es justo delante, pero se acerca bastante. Podemos frenar un poco y alcanzarlo. Si se parece en algo a los otros mundos malabaristas, quizá incluso haya tierra firme; suficiente para acoger unos cuantos colonos.
—¿Cuántos son unos cuantos?
Felka sonrió.
—No lo sabremos hasta que lleguemos allí, ¿no te parece?
Clavain tomó una decisión (en realidad era poco más que una bendición de la alternativa obvia) y luego volvió a dormirse. Había pocos médicos entre su tripulación, y casi ninguno de ellos había recibido una preparación formal más allá de unas cuantas descargas apresuradas de memoria. Pero Clavain se fió de ellos cuando dijeron que no se podía esperar que sobreviviese a más de uno o dos ciclos más de congelación y descongelación.
—Pero soy un anciano —les dijo él—. Si mantengo el calor, es probable que tampoco sobreviva así.
—Tendrá que decidirlo usted —le dijeron sin mucho ánimo de ayudar.
Se estaba haciendo viejo, eso era todo. Sus genes estaban anticuados y aunque se había sometido a varios programas de rejuvenecimiento después de dejar Marte, lo único que habían hecho había sido reajustar un reloj que luego se había puesto a correr otra vez. En el Nido Madre podrían haberle proporcionado otro medio siglo de juventud virtual si lo hubiera deseado…, pero él nunca había aceptado ese último rejuvenecimiento. Nunca había recuperado la voluntad de hacerlo después del extraño regreso de Galiana, y de su medio muerte más extraña todavía.
Ni siquiera sabía si se arrepentía ahora de ello. Si hubieran sido capaces de llegar cojeando a algún mundo colonial bien equipado, un sitio en el que no hubiera causado estragos todavía la plaga de fusión, quizá hubiera habido esperanza para él. ¿Pero habría importado mucho? Galiana se había ido, eso no había cambiado y él seguía siendo un viejo por dentro, seguía viendo el mundo a través de unos ojos que estaban amarillos y cansados tras cuatrocientos años de guerra. Había hecho lo que había podido y la carga emocional había tenido un coste terrible. No creía tener la energía para hacerlo una vez más. Ya era suficiente con saber que no había fracasado del todo esta vez.
Así que se sometió a la arqueta de sueño frigorífico por última vez.
Justo antes de sumirse en el sueño, autorizó una transmisión de haz estrecho destinada al moribundo sistema de Resurgam. El mensaje era un pad de un solo uso codificado para la Luz del Zodíaco. Si la otra nave no había quedado destruida por completo, había una posibilidad de que interceptara y decodificara la señal. Jamás la verían las otras naves combinadas, e incluso si las fuerzas de Skade habían conseguido de algún modo sembrar de receptores el espacio de Resurgam, no podrían descifrar la codificación.
El mensaje era muy sencillo. Les decía a Remontoire, Khouri, Thorn y los demás que los habían acompañado que iban a frenar y detenerse en el sistema de los malabaristas de formas; esperarían allí durante veinte años. Era tiempo suficiente para permitir que la Luz del Zodíaco se reuniera con ellos; también era tiempo suficiente para establecer una colonia autosuficiente de unas cuantas decenas de miles de personas, un seguro contra cualquier catástrofe futura que pudiera acaecerle a la nave.
Tras saber esto, tras tener la sensación de que de manera pequeña, pero significativa, había puesto sus asuntos en orden, Clavain se quedó dormido.
Se despertó y se encontró con que la Nostalgia por el Infinito se había hecho cambios sin consultar con nadie. Y nadie sabía por qué.
Los cambios no eran en absoluto aparentes desde dentro; fue solo desde fuera, vistos desde una lanzadera de inspección, cuando se pusieron de manifiesto. Las alteraciones habían ocurrido durante la fase de reducción, a medida que la gran nave deceleraba para meterse en el nuevo sistema. Con la reducidísima velocidad del desgaste de la tierra, la parte posterior del casco cónico de la nave, en circunstancias normales un cono invertido por derecho propio pero más pequeño, se había aplanado, como la base de un trozo de queso. No había sido posible ejercer ningún control sobre esta transformación y, de hecho, buena parte de ella ya había tenido lugar antes de que nadie la notara. Había bodegas de la gran nave que solo las visitaban los seres humanos una o dos veces por siglo, y buena parte de la zona posterior del casco caía en esa categoría. La maquinaria que acechaba allí había sido desmantelada en secreto y trasladada a una parte superior del casco, a otros espacios que tampoco se utilizaban. Ilia Volyova quizá lo hubiera notado antes que cualquiera, no había muchas cosas que se le escaparan a Ilia Volyova, pero ahora se había ido y la nave tenía inquilinos nuevos que no estaban tan dedicados ni familiarizados todavía con su territorio.
Los cambios no amenazaban ninguna vida ni resultaban perjudiciales para el rendimiento de la nave, pero seguían siendo un enigma y una prueba más (si es que hacía falta) de que la psique del capitán no se había desvanecido por completo y todavía podía esperarse que los siguiera sorprendiendo de vez en cuando en el futuro. No parecía haber muchas dudas de que el capitán había desempeñado algún papel en la reforma de la nave en la que se había convertido. La cuestión de si la reforma había seguido un impulso consciente, o solo había surgido de algún capricho soñado, era mucho más difícil de responder.
Así que de momento, y porque había otras cosas de las que preocuparse, hicieron caso omiso de ello. La Nostalgia por el Infinito se colocó en una apretada órbita alrededor del mundo acuático y se enviaron sondas que entraron dibujando un arco en la atmósfera y en los inmensos océanos de color turquesa que casi cercaban el mundo de polo a polo. Se habían untado sobre él cremosos patrones de nubes en desordenados y exuberantes remolinos. No había grandes masas de tierra, el océano visible solo estaba interrumpido por unos cuantos archipiélagos repartidos con descuido, salpicaduras de pintura ocre contra un azul corneal verdoso. Cuanto más se acercaban, más certeza empezaba a haber de que este era un mundo malabarista, y las indicaciones resultaron ser correctas. Balsas continentales de biomasa viva manchaban grandes extensiones del color verde grisáceo del océano. Los seres humanos podían respirar la atmósfera y había suficientes rastros en los suelos y los lechos rocosos de las islas para sostener algunas colonias autosuficientes.
No era perfecto, en absoluto. Las islas de los mundos malabaristas tenían la costumbre de desvanecerse bajo tsunamis arbitrados por la gran biomasa semiperceptiva de los propios océanos. Pero durante veinte años sería suficiente. Si los colonos querían quedarse, habría tiempo para construir ciudades palafíticas que flotaran sobre el propio mar.
Se seleccionó una cadena de islas al norte, frías pero, según las predicciones, tectónicamente estables.
—¿Por qué aquí en concreto? —Preguntó Clavain—. Hay otras islas en la misma latitud, y no pueden ser menos estables.
—Hay algo allí abajo —le dijo Escorpio—. No dejamos de recibir una señal muy leve de ese lugar.
Clavain frunció el ceño.
—¿Una señal? Pero se supone que aquí no ha estado nadie jamás.
—No es más que un pulso radiofónico muy débil —dijo Felka—. Pero la modulación es interesante. Es un código combinado.
—¿Pusimos una baliza aquí abajo?
—Debimos de hacerlo, en algún momento. Pero no hay ningún registro de ninguna nave combinada que viniera aquí. Salvo… —Felka hizo una pausa, no parecía querer decir lo que tenía que decir.
—¿Y bien?
—Lo más probable es que no signifique nada, Clavain. Pero Galiana podría haber venido aquí. No es imposible, y sabemos que habría investigado cualquier mundo malabarista con el que se hubiera tropezado. Por supuesto no sabemos a dónde fue su nave antes de que los lobos la encontraran, y para cuando consiguió volver al Nido Madre todos los archivos de a bordo se habían perdido o corrompido. ¿Pero qué otra persona habría dejado una baliza combinada?
—Cualquiera que estuviera operando de forma encubierta. No sabemos todo lo que se traía entre manos el Consejo Cerrado, ni siquiera ahora.
—Pensé que merecía la pena mencionarlo, eso es todo.
Clavain asintió. Había sentido una gran burbuja de esperanza y luego una oleada de tristeza que solo hizo más profunda la sensación que la había precedido. Por supuesto que ella no había estado allí. Era una estupidez por su parte entretener tal idea. Pero había algo allí abajo que merecía que se investigase, y tenía sentido ubicar su asentamiento cerca del objeto de interés. Él no tenía ningún problema con eso.
Se elaboraron a toda prisa planes detallados para el asentamiento. Se establecieron campamentos provisionales en la superficie un mes después de su llegada.
Y fue entonces cuando ocurrió. Poco a poco, sin precipitación, como si fuera lo más natural del mundo para un navío espacial de cuatro kilómetros de largo, la Nostalgia por el Infinito comenzó a descender de su órbita, a introducirse dibujando una espiral en los tramos superiores de la atmósfera. Para entonces también había disminuido su velocidad, había frenado hasta alcanzar una velocidad suborbital para que la fricción de la reentrada no escaldara la capa externa del casco. Hubo algunas escenas de pánico a bordo, ya que la nave estaba actuando sin ningún tipo de control humano. Pero también hubo una sensación más general de tranquilidad, de sosegada resignación por lo que estaba a punto de pasar. Clavain y el Triunvirato no entendían las intenciones de su nave, pero no era probable que quisiera hacerle daño a alguien, no ahora.
Y así se demostró. A medida que la gran nave caía de la órbita, se ladeó y alineó su largo eje con la vertical definida por el campo gravitatorio del planeta. No era posible otra cosa; la nave se habría partido la columna si hubiera entrado oblicuamente. Pero siempre que descendiera de forma vertical, que bajara entre las nubes como la aguja separada de una catedral, no sufriría más tensión estructural que la impuesta por un vuelo estelar normal de una gravedad. A bordo, la sensación era incluso normal. Solo se oía el rugido apagado de los motores, que en circunstancias normales no se escuchaba pero que ahora se transmitía por todo el casco a través del medio aéreo que los rodeaba, un trueno lejano e incesante que fue haciéndose más fuerte a medida que la nave se acercaba al suelo.
Pero no había ningún suelo abajo. Aunque el terreno de aterrizaje que había elegido estaba cerca del archipiélago objetivo donde ya se habían situado los primeros campamentos, la nave estaba descendiendo hacia el mar.
Dios mío, pensó Clavain. De repente comprendió por qué la nave se había reformado. La nave, o la parte del capitán que todavía permanecía al mando, debía de haber tenido este descenso en mente desde el momento en que quedó clara la naturaleza del planeta acuático. Había aplastado la punta de su cola para poder posarse sobre el lecho marino. Más abajo, el mar comenzó a hervir bajo el asalto de las llamas de los motores. La nave descendió a través de montañas de vapor que salieron convertidas en nubes a decenas de kilómetros, hacia la estratosfera. El mar tenía un kilómetro de profundidad bajo el punto de amerizaje, la pendiente del fondo se apartaba con brusquedad del borde del archipiélago. Pero ese kilómetro casi ni importaba. Cuando Clavain sintió que la nave se estabilizaba, que reposaba con un tremendo y profundo rugido, la mayor parte seguía todavía sobre la superficie de las olas agitadas.
En un inundado mundo sin nombre del accidentado borde del espacio humano, bajo soles duales, había aterrizado la Nostalgia por el Infinito.