CAPITULO VIII

Empecé a escribir un diario en el que relataba mis sueños, me aventuraba a interpretarlos y tejía fantasías en torno a ellos. Este trabajo fue posible gracias al nuevo ocio que obtuve al dejar de leer. Descubrí que el gusto por lo impreso, la habilidad para leer rápidamente, dependen de una educada pasividad mental. Sería una exageración decir que el lector no piensa, pero piensa sólo hasta cierto punto; debe detener sus pensamientos, o, de otro modo, nunca iría más allá de la primera frase. Puesto que no quería perder ni el más insignificante soplo o eco de mis sueños, decidí no proseguir con la costumbre de llenar mi mente con los sueños impresos de otros. Un día limpié de libros mi habitación y los doné a la biblioteca de mi ciudad natal. Retuve, como recuerdo, algunos textos de mi edad escolar, en el interior de cuyas cubiertas mis compañeros de clase habían escrito varios mensajes, amistosos e insultantes. Guardé también una Biblia, un manual de señales luminosas, una historia de la arquitectura y las copias mecanografiadas de los trabajos que Jean-Jacques me había dado.

No era ya tan ingenuo ni estaba tan hambriento como para compartir mis ideas. No se debe suponer que había perdido completamente la capacidad de confiar en mis amigos. Pero perdí la esperanza de que pudieran enseñarme algo que no supiese ya. Así que dejé de ver a Jean-Jacques, que insistió en tratarme como a un novicio fuera cual fuera el tema sobre el que habláramos.

La joven Lucrecia había reemplazado a su poco añorada madre, como amante y amiga en perspectiva. (Nadie, ni siquiera su marido, se preocupó mucho por la desaparición de Frau Anders.) Advertí mi creciente tendencia a la irascibilidad, e hice un considerable esfuerzo por ser menos exigente con Lucrecia de lo que había sido con su madre. Me fue más fácil, en virtud de que no me amaba ni yo la amaba a ella. Era feliz con Lucrecia, pero ella era un regalo que yo no estaba seguro de merecer. Nada me interesaba más que mis presuntuosos sueños, y sentí cierta desgana, quizás fuera autosuficiencia, por iniciar a Lucrecia en mis secretos.

Sin embargo, los pálidos placeres de la amistad, y pensar y escribir acerca de mis sueños, no era todo lo que en aquel tiempo yo me sentía capaz de hacer. Siendo todavía un hombre joven, era natural que yo convirtiera parte de mi inquietud en actividad. A pesar de todas mis perplejidades íntimas, quería vivir más activamente -con la advertencia de que no me inclino por ninguna ocupación útil, remunerable o formativa. Fue entonces cuando, en lugar de una vida de acción, me dispuse a desarrollar una breve carrera de actor. A través del grupo reunido por Frau Anders y presidido ahora por Lucrecia, su hija, conocí a algunos realizadores cinematográficos independientes y empecé a trabajar con ellos. Mi primer trabajo fue la revisión de guiones para un joven fotógrafo que estaba realizando algunos cortometrajes sobre la vida nocturna de la ciudad. Se rodaron cuatro: uno sobre las barcazas que subían y bajaban por el río, otro sobre los amantes en el metro a medianoche, un tercero sobre la prefectura de policía y el último sobre el barrio árabe próximo a la universidad. Después escribí un guión original sobre una monja. Se filmó, pero los cambios y cortes efectuados no recibieron mi aprobación. El trabajo sobre este guión me llevó un año; escribo con mucha lentitud. Durante este tiempo desempeñé también algunos pequeños papeles de actor.

Finalmente, como actor, más que como escritor, me gradué en Cine Comercial. Transcurría la primera década del cine sonoro y, si bien los directores extranjeros pueden reclamar los primeros lugares en el cine mudo, entonces el cine de mi país era, o así lo creo, el mejor. Nunca desempeñé, ni aspiré a tener, papeles de primer orden, pero también evité figurar entre las multitudes como extra. Representé los papeles de mayordomo y de galán cortesano en dos comedias románticas, el de hermano mayor en un melodrama familiar y el de maestro patriota en una película sobre el reclutamiento de escolares al final de la Primera Guerra Mundial.

Al interpretar un papel me gustaba imaginarme a mí mismo introduciendo una subrepticia nota al pie de página en el auditorio. Cuando debía representar el papel de un bienintencionado amante, trataba de insinuar una promesa de crueldad en mis abrazos. Cuando representaba a un villano, procuraba dotarlo de ternura. Cuando me arrastraba, llegaba a imaginar que volaba. Al bailar, que era cojo.

La necesidad de contradecir, por lo menos interiormente, parece haber crecido en mí durante este período. Mientras en mi comportamiento cotidiano raramente contradecía los deseos de los demás, excepto cuando estaba plenamente convencido de estar en lo cierto, cada palabra que oía me hacía pensar en su contraria. Esta era la razón por la que actuar fue una ocupación tan feliz para mí. Actuar era un dichoso compromiso entre la palabra y el hecho. Un papel puede condensarse en una palabra o frase única; una palabra o frase puede extenderse hasta convertirse en un papel completo. «¡Mayordomo!», «No te amo», «Libertad, igualdad y fraternidad», para dar sólo unos pocos ejemplos. Y mientras representaba el papel, enunciando la palabra o frase, podía pensar en todo lo contrario con impunidad.

Por supuesto, no podía menos que desear papeles que por sí mismos ejemplificaran estas contradicciones. Quería representar a un gordo sudafricano, cuyas achatadas fosas nasales temblaban con disgusto ante la fragancia floral de una mujer blanca. Quería representar a un pintor, ciego de nacimiento, que oye el murmullo de los colores en los tubos de pintura y se considera músico. Quería representar a un fuerte y genial político que, cuando los prósperos granjeros de su país estaban afligidos por la sequía, enviaba las reservas de grano de la nación como obsequio a los millones de indios hambrientos. Lamentablemente, estos papeles no se presentan todos los días. Son necesarios más escritores que los creen. Jean-Jacques podría haber escrito papeles como éstos, de haber querido; pero su arte estaba al servicio de otros fines -una idea de comedia, a la vez mesurada y extravagante, ante la que me he mostrado siempre demasiado solemne o no muy capaz de apreciarla.

¿Por qué no escribía yo estos papeles? podría pensarse. Y ¿por qué me dediqué a la interpretación? No era que sintiera, repentinamente, al aproximarme a mi trigésimo aniversario, la falta de una profesión. No, la verdad era que yo disfrutaba con aquello (y soy capaz de disfrutar de muchas maneras). No debo omitir, sin embargo, que el goce estaba tamizado por la vanidad. La vanidad jugaba seguramente su papel en mi preferencia por actuar más en el cine que en el teatro. Pero disfrutaba con el hecho de que en una película, el papel y mi representación eran indisolubles, uno y el mismo, mientras que, en el teatro, el mismo papel ha sido y será representado por muchos actores. (¿Son las películas, en este aspecto, más semejantes a la vida real de lo que el escenario puede ofrecer?) Además -otro rasgo de vanidad- lo que uno hace en la película se recuerda y es tan imperecedero como el celuloide, mientras que las representaciones teatrales no dejan rastro.

También prefería el cine al teatro porque no hay auditorio presente, fuera de los compañeros de trabajo, ni tampoco aplausos. De hecho, no sólo no hay audiencia, sino que tampoco hay realmente una actuación. Actuar en una película no es como hacerlo en una obra teatral, donde, a pesar de las interrupciones de los ensayos, la representación es continua, acumulativa y llena de movimientos y emociones consumados. La denominada actuación, en el cine es, por el contrario, algo mucho más parecido a la quietud, a la pose, con destino a una secuencia de fotos fijas, como las que aparecen en las fotonovelas que leen las dependientas y amas de casa. En una película cada escena está subdividida en docenas de encuadres distintos, cada uno de los cuales no encierra más que una línea o dos de diálogo, una única expresión en la cara del actor. La cámara crea el movimiento, anima estos breves momentos paralizados, como el ojo del soñador, que es al mismo tiempo espectador de su propio sueño.

El cine me parece un arte mucho más riguroso que el teatro, un arte que me permite hallar una profunda analogía con los modos de obrar cuyo modelo inicial tomé de mis sueños. No quiero decir con esto que ver un film, en la oscura sala donde uno puede entrar de improviso, en cualquier momento, sea como entrar en un sueño. No estoy hablando del sueño como la libertad de tiempo y de espacio que tiene la cámara cinematográfica. No me refiero ahora a la experiencia del espectador, sino a la del actor: para actuar en las películas se debe olvidar la pasión y reemplazarla por una especie de frialdad extrema. Esto es fácil, hasta necesario, porque las escenas no se ruedan consecutivamente; el actor que trabaja ante la cámara no se encuentra impulsado por las emociones casi naturales que se acumulan a lo largo de una representación teatral.

La única ventaja que reconozco al teatro sobre el cine reside en la posibilidad de repetición de un mismo papel, noche tras noche, muchas más veces que el número de tomas que un director precisa para quedar satisfecho con la toma efectuada y pasar a la siguiente. Y mientras en cada toma el actor trata de mejorar su actuación (el período que en teatro corresponde a los ensayos), una vez realizada correctamente, el encuadre ha concluido. En el teatro, cuando el actor ha logrado una buena interpretación, está preparado para representarla, una y otra vez, tantas como el público acuda a ver la obra. Esta es la analogía final entre la representación y mis sueños. Las cosas que sabemos hacer bien son las que repetimos una y otra vez, y todavía son mejores las que tienen en sí mismas una forma esencialmente monótona: bailar, hacer el amor, tocar un instrumento musical. Por suerte pude apreciar este rasgo en mis sueños. Tuve el tiempo y las repeticiones suficientes para llegar a ser hábil en este arte. Llegué a ser un buen soñador, mientras que nunca llegué a ser un actor sobresaliente.

A través de mis amigos cineastas llegué a conocer a Larsen, el famoso director escandinavo, que trabajaba en la integración del reparto para una película basada en la vida de un fascinante personaje de la historia de mi país. Este individuo, que podría ser identificado por la mayoría de mis lectores, era un noble, de inmensa fortuna y título aristocrático, que luchó en su juventud junto a la devota muchacha campesina que libró a la nación de un odiado invasor, y posteriormente fue denunciado como apóstata, hereje y criminal. Por su apostasía, por su herejía y por sus crímenes, que incluían haber conducido a su castillo, violado y asesinado a cientos de niños, fue juzgado y enviado a la guillotina. Antes de su ejecución se arrepintió total y conmovedoramente de sus crímenes y fue perdonado por la iglesia y llorado por el pueblo.

Leí el guión, y manifesté mi fuerte interés por el proyecto. Larsen me hizo una prueba para el papel del confesor asignado al noble después de su arresto. Le gustó mi actuación y me adjudicó el papel. Hubiera preferido un papel de menor importancia, por ejemplo, uno de los jueces, que me habría ocupado menos tiempo, pero Larsen insistió en que mi cara era exactamente la que él había imaginado para el celoso cura que se desvela por el arrepentimiento del noble.

Trabajar en esta película me ocupó la mitad del año siguiente. Nos instalamos en el sur y la mayor parte de la película se rodó en un pequeño pueblo de granjeros, próximo al castillo del noble, el mismo castillo en que había vivido, ahora en ruinas y visitado sólo por escolares y adolescentes enamorados, y hasta el que había conducido a sus víctimas varios siglos antes. La vida social del lugar era aburrida. Tuve un tierno affaire con la hija del alcalde, a quien solía citar clandestinamente en un cobertizo abandonado, en las afueras del pueblo. Pasé bastante tiempo también con el cura del pueblo, discutiendo sobre religión y política. Pero era difícil escapar a la compañía de mis colegas. En el pueblo había sólo un hotel, pequeño, y los actores y todo el equipo de producción vivían en él. Se convirtió prácticamente en un dormitorio. El director, el cameraman, la script y el resto de la compañía nos reuníamos todas las mañanas para desayunar y discutir el rodaje del día, y al atardecer nos sentábamos en la sala, a escuchar la radio del hotel, una de las pocas que había en el pueblo, y enterarnos de las noticias sobre la guerra civil que por entonces se libraba en un país situado al sur.

Me entendía bien con el resto de la compañía, en especial con Larsen y su joven esposa. La única excepción era el maquillador, que durante el primer día de rodaje tuvo un disgusto conmigo. Íbamos a empezar con una escena en la que el noble es conducido a través del pueblo, hacia la plaza de la ejecución; el cameraman quería la luz matinal, de modo que la compañía tuvo que presentarse a las seis de la mañana para ser maquillada y poder empezar con la primera toma antes de las nueve. Llegué puntualmente, y en el momento en que me sentaba en una silla del granero que almacenaba nuestro vestuario e indumentaria, el maquillador examinó mi cara y haciendo muecas empezó a quejarse, refunfuñando. Durante una hora trabajó conmigo para aplicar una pequeña cantidad de rouge y polvos, ya que, según declaró, yo era un caso sin remedio; me dijo que tenía un tipo de piel no demasiado rara, pero sí afortunadamente poco común entre los profesionales del cine, que se resistía a ser maquillada.

– Tu piel es mate -dijo.

– Es la única que tengo -repliqué sarcásticamente.

– Al director no le va a gustar, pero la culpa no es mía.

– Nadie te culpará -le dije.

Los maquilladores me han dicho cosas parecidas en otras películas en que he intervenido, pero nunca en una forma tan insolente. No es necesario decir que mi cara poco absorbente no ocasionó ningún problema aquella mañana.

El rodaje de la película se desarrolló con normalidad, aunque es difícil observar el progreso cuando se avanza tan lentamente. Trabajábamos en una jungla de escaleras, plataformas, cables tendidos en el suelo, focos y pantallas refractoras de colores, copias mecanografiadas del guión, paquetes de cigarrillos en común y botellas de vino para la compañía. Parecíamos, al representar un espectáculo histórico, una gran multitud. Además de dos equipos de dirección, la compañía y los actores principales, reclutamos extras del pueblo, así como hombres morenos, de torsos desnudos, y muchachos con pantalones cortos color caqui y sandalias, para ayudarnos en las operaciones de la cámara, transportar los focos y el atrezzo y también para traernos la comida durante las filmaciones. El único punto quieto en medio de toda esta actividad, era la señora Larsen, la esposa del director, que pasaba la mayor parte del día tejiendo en un rincón, primero un jersey beige, y después una manta.

Hubo algunos problemas con los productores, que tenían dudas crónicas sobre el valor comercial de la película. En el plató, todos aprendieron a respetar el furor de Larsen, que se repetía cada tarde, a las cuatro, cuando recibía el correo. Se sentaba aparte, lo leía y, finalmente, lo embutía en el bolsillo trasero de su pantalón. A menudo era llamado desde el hotel, para atender frecuentes llamadas de larga distancia. A pesar de todas las presiones ejercidas sobre él, creo que se debió principalmente a su indecisión que tardáramos tanto tiempo (setenta y tres días de rodaje, repartidos en un período de cuatro meses y medio) en terminar la película. Llegamos con un guión de rodaje completamente terminado, pero él lo sometía a continuos cambios, y la mayoría de las reuniones que teníamos a la hora del desayuno se perdían en discusiones sobre los temas sexuales y las ideas teológicas. Desempeñé un modesto papel en estas discusiones, y puedo atribuirme ciertos éxitos, al evitar que la película se convirtiera en un documento anticlerical. Larsen, que había escrito el guión, no se decidía definitivamente sobre la manera de representar al noble. Algunas mañanas nos amenazaba con suspender la producción, para reelaborar totalmente el núcleo del guión, a los efectos de demostrar que el noble era inocente de los extraordinarios crímenes que se le atribuían. Por lo menos, quería excusar al escandaloso noble, bajo el aspecto de un hombre destrozado por los tormentos que una conciencia hiperescrupulosa impone a su naturaleza sexual no convencional.

– Debió ser un hombre muy apasionado -susurró el director-. Antoine -dijo, dirigiéndose al actor que representaba al noble-, debes mostrarte más apasionado.

Lo puse en duda.

– Lo imagino muy sereno -dije-. Una cantidad tan grande de víctimas comporta tal inmensidad de apetito, que raya en la indiferencia.

Todos los presentes manifestaron su disconformidad con mi punto de vista.

– ¿Cómo alguien puede ser tan cruel? -exclamó la chica de pelo corto que representaba el papel de patriota-. Piensa en todos aquellos niños.

Traté de explicarlo.

– No creo que el noble ilustre el límite de crueldad a que puede llegar la naturaleza humana. Ilustra el problema de la saciedad, ¿lo veis? Todos los actos son emprendidos esperando sus consecuencias. Lo que ocurre al alcanzar la saciedad es simplemente que se llega a las consecuencias -la plenitud- del propio acto. Pero a veces, la atmósfera moral llega a hacerse embarazosa. Hay un cúmulo de consecuencias. Y es necesario mucho tiempo para que las consecuencias se junten con los actos. Entonces uno debe repetirse a sí mismo, aburriendo a los demás, en el intervalo que separa el acto de sus consecuencias. Es el momento en que la gente siente insatisfacción. Algunas veces -con seguridad muy pocas- no hay consecuencias, y uno tiene la impresión de no estar ni siquiera vivo.

– Tú también estás tratando de disculparlo -dijo la script.

– No, de ningún modo. Soy el primero en estar de acuerdo con que debería haber sido ejecutado, pues, ¿quién hubiese actuado así, de no haber buscado expresamente el castigo? Sólo que él era un hombre consecuente hasta el extremo. Se repetía a sí mismo -es decir, sus crímenes- de la forma más extravagante. Se convirtió en una máquina. Estas son para mí -me volví para dirigirme personalmente a Larsen- las únicas preguntas que cabe hacerse. Con cada repetición, con cada revolución de la máquina, él iba sintiéndose menos oprimido, hasta que confesar inesperadamente y ser enviado a la muerte no supuso ya nada para él. ¿Habría estado satisfecho con un asesinato, si le hubieran apresado?

– Prosigue -dijo Larsen-. Veo que tienes el asunto muy pensado.

– ¿Qué significa para alguien asesinar a trescientos niños, cuando un solo asesinato es suficiente y excesivo para la mayoría de la gente? -dije-. ¿Tenía este hombre una capacidad para asesinar trescientas veces mayor que la vuestra o la mía? ¿O mejor, esto sugiere que, para él, un asesinato significaba sólo una parte trescientas veces menor de lo que significa para una persona normal?

No recuerdo el resto de la discusión, excepto que fui desbordado al hacer algunas sugerencias concretas para cambiar el guión. Mis colegas, comprensiblemente, no compartían mi deseo de reformar este fascinante tema, y darle el estilo lánguido de mis sueños. Pero todavía argumenté que a la interpretación de Larsen le faltaba imaginación. En mi opinión, dedicaba excesivo tiempo de la película a la asociación del noble con la joven patriota; y en las escenas finales fallaba al rendir honores al asombroso cortejo que seguía al asesino sodomita y genocida hasta el patíbulo, compuesto en su mayoría por cientos de ciudadanos llorosos, muchos de ellos padres de las víctimas.

¿Por qué lloraban? ¿Podía ser porque sus crímenes tenían de algún modo olor de santidad? Más exactamente, ¿el noble era un converso de ciertas ideas religiosas heréticas que incitaron y aún santificaron sus abominables crímenes? En cuanto a la joven campesina, la heroína nacional de mi país, argüí que esta asociación con ella no lo redimía parcialmente, como Larsen sostenía, sino todo lo contrario. ¿No fue esta misma muchacha llevada a juicio y quemada en la hoguera? La virgen y el infanticida, estos dos seres tan opuestos en el juicio de la historia, y aparentemente vinculados sólo por la explosión de la guerra, tenían algo en común, concretamente la herejía, que fue el cargo principal (esto debe ser recordado) en ambos juicios. Ambos fueron acusados en primer lugar por su herejía, y sólo secundariamente por insurrección y crimen. ¿Es posible que fueran castigados por algo que nunca se citó en sus juicios? Según el profesor Bulgaraux, que me envió varias cartas convincentes sobre el tema, los dos eran víctimas propiciatorias y voluntarias de un culto clandestino, cuyas doctrinas guardan una cierta semejanza con las doctrinas de los autogenistas.

Pero si es así, deberemos convenir que, de los dos, fue el noble quien mejor cumplió la sagrada misión de desprestigiarse ante los ojos del mundo. La joven campesina, aunque vestía ropas de hombre, decía oír voces y participaba en la guerra, no pudo evitar que la iglesia que la había condenado la santificara después. Pero ninguna iglesia, por muy imaginativa que sea, puede canonizar al noble. De este modo, considerar sus crímenes como producto de tensiones eróticas, como Larsen sostenía, demostraba una gran falta de tacto moral. Sus crímenes fueron monstruosos porque fueron reales, dejando aparte sus motivos.

– No lo disculpes -pedí a Larsen-. Respeta su opción y no trates de hacer bueno la que es malo. No interpretes nada. ¡Lo más molesto de la sensibilidad moderna es su urgencia por excusarse y hacer que una cosa signifique otra!

Movido por estas reflexiones, decidí adoptar una nueva actitud ante la cámara. Por una vez en mi breve carrera de actor, representé un papel sin duplicidad. Representé al sacerdote como si en mi cabeza no hubiera nada, sino sus palabras, su compasión y su horror, que quedaron grabados en mi rostro. Cuando conversaba con el noble para obtener su arrepentimiento, rezaba realmente para que sus crímenes pudieran ser borrados y todos los niños volvieran junto a sus madres. Esperaba que el actor que representaba al noble pensara que sus crímenes eran reales. ¿De qué otra manera podía pretender cometerlos, arrepentirse y morir por ellos?

Mi intervención en esta película fue mi último trabajo como actor. No es a mí a quien corresponde decidir si fue la mejor, ya que el lector puede tener la oportunidad de juzgar por sí mismo, pues la película está siendo aún presentada al público. Lo que merece ser destacado es que mi nueva actitud ante el trabajo de actor, en el que ahora quise ser sin reservas ni distracciones internas el personaje que me tocaba representar, abolió el valor que podía tener la actuación para mí. No había razón para ser otra persona si realmente yo iba a ser otra persona. Y también podía seguir siendo yo mismo. Por otra parte, el trabajo era muy agobiante y me dejaba menos tiempo del que yo deseaba para mis ocupaciones solitarias.

Regresé a la capital una vez terminado el rodaje y alquilé una habitación junto al mercado central, en el corazón de la ciudad. Estaba amueblada, o mejor dicho, desamueblada, con el mismo estilo de mi antigua habitación. Lucrecia volvió a ser mi compañera habitual y con ella compartí las ideas acerca del bien y del mal que nacían de mis entrevistas con el profesor Bulgaraux, al igual que de mi intervención en la película sobre el noble. Ella tenía una tranquila, independiente inteligencia, y nunca debió necesitar el consejo liberador de su madre. Un día, sin embargo, ocurrió algo que cambió nuestra amistad o hizo posible un cambio en nuestras relaciones. Vino a mi habitación directamente de la peluquería y, tras admirar su peinado y pensar en abrazarla largamente, le ofrecí unas copas y empezamos a hablar.

– Hippolyte -me dijo, interrumpiendo nuestra conversación sobre el Escandaloso Noble, como Lucrecia y yo solíamos llamarle-, ¿no piensas nunca en mi madre?

– Sí -contesté sinceramente-. Sí, pienso en ella.

– Sé que mi madre te quería mucho.

Tomé delicadamente su mano.

– ¿Crees que es muy ingrato por mi parte no añorarla? -preguntó.

– Estoy seguro de que ella está muy contenta dondequiera que esté -dije.

– Eso espero -me respondió Lucrecia-. Eso espero, porque he recibido una carta que pretende ser suya, aunque mi madre tenía una caligrafía muy elegante, y esta carta está escrita desgarbadamente y sobre un papel muy malo. Esta carta, Hippolyte -dijo, asiendo tiernamente mi mano-, contiene muchos y muy curiosos reproches dirigidos a ti y, por supuesto, también a mí.

– Cuéntamelo -le pedí.

– Oh, Hippolyte, yo no sabía que mi madre te amaba.

Se llevó un dedo al ojo como para sacarse una mota que le molestaba.

– Pero seguramente sabrías que…

– Sí, sí -respondió apresuradamente-. Pero yo no sabía que tú te fuiste con ella. Dice que está tan enojada contigo que no piensa volver. Dice que imagina también que yo soy mucho más feliz sin ella y que ella está muy contenta donde está. Oh, querido, su tono no me parece precisamente feliz, ¿no crees?

– Creo que tiene motivos para sentirse feliz -dije-, si la realización de una potente fantasía puede proporcionar felicidad.

– Me extrañaría mucho que mamá se sintiera feliz, Hippolyte; ella no es este tipo de persona. Quizá ni siquiera se trata de mi madre, a fin de cuentas. La persona que escribió la carta firma Scheherezade.

– Estoy convencido de que es tu madre.

– Pero ¿sabes qué vida lleva ahora? La carta no da ningún detalle.

– Cuando la vi por última vez -expliqué-, había entrado en la casa de un mercader árabe que estaba muy enamorado de ella. Esta parecía ser la solución a su permanente insatisfacción. ¿Recuerdas las cartas que te escribía?

– ¡Sí! ¿Estabas con ella cuando escribía aquellas embarazosas cartas? ¿Las leías? Oh, ¡vuelvo a sentirme celosa! Las cartas eran muy patéticas, ¿no crees?

– Tu madre quería ensayar un modo de vida totalmente distinto al que había llevado aquí, Lucrecia, pero no disponía del corazón necesario para descartar por sí misma el pasado. Tenía que ser ayudada.

– Empujada.

– Ella quería ser empujada.

– Oh, Hippolyte, ¡a veces desearía que me empujaras!

– Tú no te pareces a tu madre -le recordé.

– Sí -dijo ella-. Eso es cierto. Yo no suspiro como ella por lo primitivo. La vida en esta ordenada ciudad es ya excesivamente primitiva para mí.

– ¿Tu madre te pide dinero?

– Habla de un rescate. Dice que es prisionera del amor. Parece sugerir que podemos coaccionarla para que regrese.

– ¿Me permites que aporte la suma de trece mil francos para su regreso?

– Hippolyte, ¡con eso podrían pagarse diez regresos! ¿Por qué tanto?

– Porque esa es la cantidad por la que la vendí. No me atreví a pedir menos, por miedo a que el mercader no la valorara como merecía.

Durante un buen rato, nuestra conversación versó sobre la propiedad del dinero para crear valor y, del mismo modo, para medirlo.

– A mí me gusta mucho el dinero -dijo Lucrecia, en un tono de amplia autosatisfacción-, mientras que mamá, que es mucho más generosa que yo, sólo dará el dinero a su árabe. Tal vez ella le compre un rebaño de camellos con esta cantidad.

Algo molesto por su esnobismo, le dije:

– Te doy el dinero en su nombre.

Fui al cajón y le entregué la cantidad, dentro del mismo sobre del mercader, con un sentimiento de alivio. Nunca me hubiera gustado que el dinero jugara más que un papel estético en aquel curioso incidente.

– Empiezo a pensar que estabas muy enamorado de mi madre -dijo Lucrecia, sacándose los guantes para contar los billetes que colocó en su bolso.

Quedé aturdido.

– Ella era mucho más generosa conmigo -dije.

– ¡Qué absurdo!

Estaba francamente turbado por la manera en que Lucrecia persistía en esta escena de celos, que yo no podía considerar sincera.

– ¿Qué quieres de mí, Lucrecia?

– Nada -dijo, enrojeciendo.

Le molestaba descubrirse a sí misma investigando la intimidad, en lugar de concediéndola.

Cuando dijo que no quería nada de mí, decidí no darle más de lo que ya le había dado. Durante algún tiempo había puesto en duda mi amistad con Lucrecia. Mi conducta reservada lo testimonia. No estaba seguro de que fuera decoroso heredar a la hija después de haber disfrutado de la madre; y las consideraciones de buen gusto, aunque no en la forma que asumían con mi amigo Jean-Jacques, siempre han pesado mucho sobre mí. Entonces comprendí que no había razón para ser más de lo que ya habíamos sido. Quién sabe qué perversos impulsos se escondían bajo el sentimiento de Lucrecia hacia mí, que hasta ahora yo había dado por sentado, acostumbrado como estaba a que la edad y la buena figura merecieran la atención de todas las mujeres.

Lucrecia y yo seguimos hablando hasta el anochecer y más tarde salimos a pasear por el río. Conversábamos entonces, recuerdo, de la amplitud con que el orgullo y la vergüenza están distribuidos en el mundo. Estuvimos de acuerdo en que muchas cosas malas se elogian normalmente, y se censuran muchas cosas buenas.

– ¿Admiras el esfuerzo? -pregunté-. ¿Aprecias los sentimientos que se corrigen a sí mismos y la conducta que no descansa hasta llegar a ser diferente?

– No -respondió-, no admiro el esfuerzo, admiro la excelencia, que es menos perfecta cuando resulta del esfuerzo. Y también menos graciosa.

Por un momento pensé por qué me empeñaba en rehuir el afecto de aquella inteligente mujer con quien compartía tantas ideas. Siempre que estábamos en desacuerdo, como ahora, disfrutaba mucho más con ella que en otras ocasiones.

– ¿Y la belleza? -pregunté.

Lucrecia tenía el pelo rubio, ojos azul porcelana y unas facciones muy perfectas.

– ¡Oh, sí! Perdono todo lo que es bello.

– No veo por qué debemos alabar la belleza -repliqué pensativo-. Es demasiado fácil descubrir en el mundo qué es bello y qué no lo es. Debiéramos permitirnos encontrar bella cualquier cosa capaz de mantener todo nuestro interés; estas cosas, y sólo éstas, sin que nos importe cuan desfiguradas y terroríficas puedan ser.

– En pocas palabras -dijo burlonamente-, sólo admiras lo que te preocupa.

– Admiro la preocupación. Respeto a los preocupados.

– ¡Nada más! ¿Y el amor? ¿Y el miedo? ¿Y el remordimiento?

– Nada más.

Después de esta conversación, borré a Lucrecia de mi pensamiento como algo más que una amiga graciosa y educada. El espectro de su madre se había interpuesto entre nosotros y no podía soportar la idea de que hubiera alguna rivalidad entre las dos mujeres, en la mente de Lucrecia o en la mía. Aunque continuamos viéndonos, e íbamos a menudo juntos al cine, Lucrecia aceptaba el estancamiento de nuestra amistad y dirigió su interés amoroso hacia candidatos más prometedores.

En los meses siguientes, encontré más sueños en mi libro de notas, y más seriedad en su interpretación. Mi esfuerzo era menor y mayor mi atención. Todavía perseguía las mismas preocupaciones, pero de los sueños aprendí cómo perseguirlas mejor. Mis sueños me mostraron el secreto de la perpetua presencia y me libraron del deseo de adornar mi vida y mi conversación.

Me explicaré. Imaginen que algo sucede -un asalto, por ejemplo-, y alguien acude inmediatamente.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta el recién llegado.

– ¡Socorro!

Lamentos, gritos y demás.

– ¿Qué ha sucedido?

– Ellos… entraron… por la ventana. Más lamentos.

– ¿Y después?

– Ellos… me hirieron… con un hacha.

En estos primeros momentos, la víctima sangrante no está interesada en convencer a nadie de la realidad del suceso. Ha ocurrido y no puede imaginar que alguien lo dude. Si alguien dudara de la historia, él podría mostrar sus heridas. No, ni siquiera esto se le ocurriría. Que alguien dudara de la veracidad de los hechos, le tendría sin cuidado, siempre que le enviaran un médico. Sus heridas serían compañía más que suficiente.

Sólo después, cuando las heridas han empezado a cicatrizar, la víctima quiere hablar. Y como el suceso se aleja progresivamente en el tiempo, la víctima -curada y restablecida, junto a su familia- le da una forma dramática. Embellece el relato y lo acondiciona para ponerle música. Le pone tambores de fondo. El hacha fulguraba. Ve la pupila de los ojos del hombre. Cuenta a sus hijos que su atacante llevaba una bufanda azul. «Y penetró a través de la ventana con gran estruendo», dice la madura y saludable víctima a sus hijos. «Levantó su brazo y yo estaba aterrorizado y…»

¿Por qué se ha vuelto tan elocuente? Porque ya no tiene la compañía de su dolor. Tiene sólo un auditorio de cuya atención duda. Al explicar la historia, pretende convencer a su audiencia de que «esto» realmente sucedió, sucedió de este modo, y él sintió violentas emociones y estuvo en gran peligro. Anhela la confirmación de su audiencia. Sabe también lo que puede ganar con su relato -dinero, respeto, simpatía-. Con el tiempo, el suceso ya no le parece real, a él, a quien sucedió. Cree menos en la realidad del asalto; le parecen más reales los modos que ha ido encontrando para describirlo. Su narración llega a hacerse persuasiva.

Pero al principio, cuando el asalto fue real, cuando no le ocurrió para que persuadiera a nadie, su narración era lacónica y honesta.

Esto es lo que aprendí de los sueños. Los sueños tienen siempre la cualidad de estar presentes -aún cuando, como ahora hago yo, se los explica diez, veinte, treinta años después. No se vuelven rancios ni pierden crédito; son lo que son. El soñador leal no busca la credulidad de su oyente. No necesita convencerlo de que tal y tal cosas asombrosas sucedieron en el sueño. Como en el sueño todos los sucesos son igualmente fantásticos, permanecen independientes del asentimiento de la gente. Esto revela, además, la falsedad de la línea que la gente de buen gusto insiste en trazar y dibujar entre lo banal y lo extraordinario. En los sueños, todos los sucesos son extraordinarios y banales al mismo tiempo.

En ellos, los asaltos también suceden. Matamos, caemos, volamos, violamos. Pero las cosas son tal como son. Las aceptamos en el sueño; son irrevocables, aunque a menudo sin consecuencias. Cuando alguien desaparece del escenario del sueño, el que sueña no se preocupa de su paradero. Alguien que explique este sueño y diga, por ejemplo, «el dependiente me dejó junto al mostrador; creo que fue a consultar al jefe sobre mi pregunta», está explicando el sueño erróneamente. No está siendo honesto: está tratando de persuadir. Debió decir, «estaba en el mostrador, hablando con un dependiente y entonces me quedé solo».

Me gustaría describir mi vida con la misma imparcialidad con que se narra un sueño. Sería el único relato honesto. Si no lo he conseguido plenamente, por lo menos continúo aspirando a este objetivo mientras escribo. No he tratado de extraer de mi vida ninguna excitación que no se desprenda por sí sola, o estimular al lector con nombres y fechas, con fatigosas descripciones de mi persona y mi apariencia, de las personas que he conocido, los muebles de la habitación, el progreso de las guerras, la espiral de humo del cigarrillo, y otros temas que corrientemente se trataron en los encuentros y conversaciones que escribí. Que esta única pasión, esta idea única quede clara, es tarea que basta para llenar cien volúmenes, y queda fuera de mis posibilidades hacer algo más que sugerirlo en estas páginas.

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