Voilá que j'ai touché Vautomne des idees.
Vivo ahora en aposentos más modestos. Ya no necesito la gran cantidad de habitaciones de que disponía en la casa de la que ni fui desalojado, ni dejé voluntariamente. Han pasado ya varios años desde que abandoné la casa a la amiga de mi juventud -confío haberle hecho tanto bien como ella me ha hecho a mí- para trasladarme a donde vivo desde entonces, llevando la vida que describí al principio de este relato.
Ocasionalmente, recibo la visita de algún amigo. No salgo casi nunca de casa. Sin embargo, no soy ajeno a la vida que me rodea, ni me siento incapaz de aconsejar correctamente a los demás. La siguiente anécdota ilustrará el cambio que se ha producido en mí, mostrando también que mi reclusión no es tan completa como el lector podría suponer, y que no he dejado de estar en contacto con los principales acontecimientos de nuestro tiempo.
El jueves pasado salí, como acostumbro, a comprar la cena. Compré un salmón; al regresar a casa abrí el diario en que venía envuelto el pescado, y vi en él una fotografía de Jean-Jacques. Mi amigo había sido elegido para la Académie, nada menos; ¡era uno de los inmortales! El artículo que acompañaba a su fotografía hablaba de las controversias que se habían producido en su difícil elección para la Académie. Algunos miembros se habían opuesto por su dudoso pasado político y hasta se insistió acerca de los cargos de colaboración que le habían sido superficialmente atribuidos después de la guerra -momentos antes de que él, prudentemente, trasladara su residencia al sur. Pero estas voces fueron acalladas por otras que alababan la austeridad de su vida, la versatilidad de sus múltiples facetas y el coraje incomprometido de su arte. ¡De tales elementos se compone la inmortalidad literaria en nuestros tiempos!
Pasé largo rato mirando su fotografía en el diario. Aparecía con el pelo encanecido, bien vestido y con los ojos saltones. Confieso que apenas pude reconocerlo. Esto no quiere decir que no seamos todavía amigos. Lo había visto un año antes, en una fiesta ofrecida por sus editores, a la que me rogó asistiera. Pero sé que cuando lo veo personalmente, lo hago con los ojos del pasado. Sólo en una fotografía puedo verlo tal como es actualmente. Y mientras observaba su fotografía, me preguntaba a mí mismo, ¿dónde está? El gran fanfarrón, el encantador embustero, el amigo inconstante, el figurón sin principios que me divertía y me hacía tambalear en los días de mi juventud, el frívolo Virgilio que me observaba mientras yo descendía al infierno de mis sueños. El se ha marchado; envejecido, transformado por la gran mirada del ojo público, helado. Ahora es muy famoso. Todo el mundo ríe de sus burlas, no puede ofender a nadie. Sus actos se han transformado en posturas, no por su propia voluntad, hasta en la intimidad de su vida privada.
Sospecho que cuando nos volvamos a ver tampoco él me reconocerá, porque yo no he cambiado menos. Pero yo y sólo yo he producido este cambio en mí, un cambio mucho más profundo que cualquier otro posible, conseguido a través de la mera consecución de la ambición propia. Los grandes milagros del cambio se alcanzan restringiendo las propias ambiciones, tal como aprendí en la casa de Frau Anders. Hay un método mejor para convertir el infierno en paraíso que subir pesadamente la cuesta. También puede descenderse, descenderse hasta la boca del diablo, pasando junto a los lacerados cuerpos de los traidores, a través de la garganta, y penetrando en los mismos intestinos del demonio. El ano del diablo es la puerta trasera hacia el paraíso, si se me permite esta indelicadeza. En casa de Frau Anders yo me encontraba en el ano del diablo, un estrecho rincón, a pesar de la aparente extensión de mi residencia. Pero uno se habitúa fácilmente a una dieta de excrementos, a no quejarse y a estar quieto. Los resultados fueron considerables, como ya he señalado varias veces en este libro. Abandoné aquella casa -aun cuando mi salida me parezca sucesivamente un rescate y una cruel expulsión- siendo un hombre nuevo, limpio y purgado de mis sueños.
Ahora estoy en una posición que me permite otra vez ayudar a los demás, aunque de una forma completamente diferente a la anterior, pues ya no estoy interesado en la parte interior del hombre, sino, únicamente, en el hombre externo. Dedico dos días a la semana, como voluntario sin sueldo, a un hospital de pobres, haciendo el trabajo de ordenanza y de enfermero. No me duele no haber adoptado nunca una profesión, sin embargo me reprocho haber seguido un comportamiento tan egoísta durante mi juventud. Mi trabajo en el hospital me permite sentir que estoy haciendo algo como compensación a mi vieja ociosidad. Por supuesto, si lo comparamos con el tipo de trabajo desarrollado normalmente por enfermeras profesionales, el cometido de un enfermero es menos sentimental, más burocrático y, en algunas ocasiones, equiparable al de un conserje o portero. Es un buen trabajo, que requiere una equilibrada mezcla de imaginación, cuando se conversa con los enfermos, y una rutina completamente monótona, cuando se debe atender sus cuerpos. Afortunadamente, ha habido pocas quejas de mi conducta, pues los pacientes, por ser pobres, disfrutan realmente su enfermedad, estirados en cálidas camas, cuidados, limpios y alimentados.
Una vez hasta tuve el placer de encontrarme, fuera del hospital, a uno de los enfermos, que yo había atendido durante un ataque pulmonar, mientras se divertía alegremente, por sus propios medios, en una de las piscinas públicas de la ciudad. Tenía aspecto poco común; era un tullido. Imaginen un bañista cuyas piernas son más delgadas que sus brazos, y cuyo cuello, del que cuelga una delicada cadena de plata con una cruz, es más grueso que su cabeza. Inserta en esta enorme cabeza, había una cara de luchador, el pelo muy corto y tupido, frente angosta y carnosa, nariz aplastada, labios gruesos y amplias mandíbulas. Del cuello salían grandes alas en forma de hombros; dos conchas convexas marcaban sus pechos y gruesos árboles ocupaban el lugar de los brazos. Su piel era fina, discretamente velluda y muy tostada. Llevaba un breve y ajustado bañador sobre sus pequeñas caderas, que revelaba el diminuto bulto entre sus muslos, que tendría que ser mucho mayor. Sus piernas parecían finas cuerdas donde apenas se advertían rodillas y tobillos. Podía doblar su pierna izquierda, pero la derecha permanecía completamente inmóvil, doblada suavemente hacia adentro, a la altura de la rodilla, y hacia afuera en la proximidad del pie. Sus pies no eran mayores que sus manos, que no eran tampoco excesivamente grandes, y carecía de movimiento en ambos tobillos.
Yo estaba sentado en una silla, junto a la piscina, cuando entró, impulsándose con ayuda de un par de bastones de madera sin pintar, rematados por un trozo de goma negra. Me reconoció, nos saludamos y él se inclinó hacia delante para sentarse en una esquina de la piscina. Su expresión era apacible, agradable, y sonreía -pero no era la penosa y desagradable sonrisa del cojo que ha ganado su popularidad por ser mucho más amable que el resto de la gente-. Había venido acompañado de otros cuatro hombres jóvenes, de buena figura, también con sus bañadores, que comenzaron a hacer ejercicio, luchando entre sí, sumergiéndose en el agua, tomándose fotografías y escuchando la radio, que sintonizaron en un programa de la emisora de la Armada Americana.
Entró en el agua con un movimiento rápido y preciso desde su posición anterior, balanceándose firmemente un momento, propulsándose después con las manos, para sumergirse en la piscina, con los brazos y la cabeza hacia abajo, las piernas elevadas en el aire. Una vez en el agua, nadó veloz y mecánicamente de un lado a otro de la piscina, doce veces consecutivas. Después, sin descansar, volvió al borde, y salió de la piscina mediante sus poderosos brazos, tomando sus muletas para volver al lugar en que sus compañeros estaban echados. Después de haber nadado se recostó, con los brazos alrededor de su doblada pierna izquierda, mirando sus pies y siguiendo con los dedos el compás de la música que sonaba en la radio. Observé que el dedo meñique de sus dos pies era mayor y más grueso que el del medio.
Me fascinaba contemplar a mi ex-enfermo, que me causaba admiración por su buena voluntad y coraje físico. Fue entonces cuando me di cuenta de un importante principio vital, que puede denominarse principio de distribución de las desventajas. Lo explico de la siguiente manera: Si eres cojo, precisas dos amigos indispensables. Necesitas alguien que te haga compañía y sea más cojo que tú (para compadecerlo y apenarte) y otro que sea menos cojo que tú (para emularlo y envidiarlo). El cojo realmente desafortunado es el que no tiene un amigo de cada tipo, acompañándolo, protegiéndolo en todas partes frente al misterio de la salud.
Hay reflexiones que no creo hubiera sido capaz de hacer cuando era más joven, más egoísta y más impaciente con los demás. Pero todo esto ha cambiado, ahora. Ya no es posible sustituir la vocación de servicio. Descubrí con alivio que la bondad descarta mi obcecación por lo «interesante». Desde que no sueño, es muy poco lo que encuentro interesante de mí mismo. Sólo me interesan los demás, y esto me permite el placer de ayudarlos.
Desde que emprendí una vida más activa, comprendí que, durante seis años, mis amigos creyeron que estaba confinado en un sanatorio de recuperación mental. Circulaba la historia de que mi hermano había atestiguado ante un tribunal, para que me encerraran, y realizó una copia de los planos que yo había hecho para Frau Anders, utilizándola como mapa donde situar mis aberraciones.
Oí por primera vez esta historia en labios de un viejo compañero de colegio, actualmente próspero empresario de una cadena hotelera, a quien fui a ver para felicitarlo por el próximo matrimonio de su único hijo. Me recibió cordialmente, pero con tal aire de solicitud, que no pude dejar de interrogarlo. Un poco turbado y dudando, se refirió a este tema que creía tan delicado; me dijo que había sabido que yo estaba enfermo. Quedé aturdido y, al no comprenderlo, protesté. «Por el contrario, nunca me he sentido mejor. ¿No sabías que tengo una constitución especialmente fuerte?» Entonces entendí el exacto significado del término, pero afortunadamente no pudimos proseguir con nuestra animada discusión sobre el asunto, porque su hijo entró con su prometida, y el resto de mi visita transcurrió ayudando a la familia en los preparativos de la boda.
El hecho de que hiciera un espléndido regalo de bodas a la pareja, una valiosa pieza que había heredado de mi familia y conservaba en mi poder, un precioso retrato del Emperador de los Franceses bellamente ejecutado por un pintor de la época, puede indicar que no guardaba rencor al padre, por su información desagradable. Pero cuando a través de alusiones temerosas y tácitas felicitaciones por mi restablecimiento, comprendí que el resto de mis amigos creían lo mismo, no me pareció importante confirmar o desmentir aquella historia, aunque sería deshonesto negar que sí me preocupaba. Por una parte, estaba el hecho de que mi memoria, casi siempre excelente, me aportaba imágenes en otro sentido: yo no había estado en ningún sanatorio, sino en la casa que heredé de mi padre, persiguiendo mi soledad y las resoluciones de mis sueños. Por otra, como ya he dicho, la memoria me fallaba en un punto importante. Más adelante, incluyo algunas notas y diarios que contradicen enteramente a mi memoria. Quizá sea mejor presentar algunos extractos, y dejar al lector que decida por sí mismo.
Un cuaderno contiene aquellos datos que tomé como base para este relato, que empecé hace unos años y dejé inacabado. Por lo tanto, considero que lo empecé prematuramente; ¿de qué otro modo, si no, se explicaría que la mayor parte del borrador estuviera en tercera, en lugar de estar en primera persona? Ciertas transformaciones en el curso de mi vida -que no adelantaré hasta el momento en que el lector pueda reconocerlas por sí mismo- me hacen ver la documentación completa no sin cierta suspicacia. Por un tiempo, llegué hasta a dudar que lo hubiera escrito yo. Pero todo está escrito de mi puño y letra, aunque algunos borrones y garabatos marginales indican que lo escribí en un estado de gran tensión.
Quizá no se trate más que de una novela. Advierto que sólo la lista de títulos posibles ocupa ya varias páginas -lo que indica mi gran admiración por la ambición literaria. Entre los títulos considerados figuran los siguientes: Mis curiosos sueños, Pobre Hippolyte, Manual de marionetas, En casa de mi padre, Una respuesta al bañista, Bienvenido a casa, Las confesiones de un hombre fiel a sí mismo, Notas de un soñador sobre su oficio, y -con un raro toque de humor, aunque quizá sólo fuera así para la propia conciencia- No creas todo lo que vas a leer. Hay también algunas páginas con advertencias para el escritor, con la intención de conseguir que la narración mantenga clara y completamente la separación entre los sueños del protagonista y su vida consciente, extrayendo de aquí la línea moral.
En segundo término, daré sólo una síntesis del relato proyectado:
Cap. 1. El lejano nacimiento y el afectado nombre de Hippolyte. Nació con la mayor comodidad. Su madre no muere hasta que él tiene cinco años. Poco sucede en su infancia, excepto la iglesia, la guerra, los dulces, la escuela y la criada. Deja su casa para asistir a la universidad.
Cap. 2. También él quiere una profesión honesta. ¿Por qué no? Pero abandona gradualmente sus estudios y se entrega a la apatía y a los sueños.
Cap. 3. La vida transcurre tediosa y sin incidentes. Hasta que, un día, es secuestrado y encerrado. Los raptores lo tratan bien, salvando algunas molestias ocasionales causadas por el atlético jefe de guardia. Una mujer vestida de blanco lo rechaza.
Cap. 4. Rescatado por su padre, regresa a la ciudad. Buenos propósitos incumplidos. Se entrega al libertinaje y asiste a numerosas fiestas poco convencionales. ¡Cómo sueña!
Cap. 5. Busca consejo religioso, pero no encuentra un sacerdote que lo absuelva. Antes de entrar en la iglesia, presencia un combate de boxeo.
Cap. 6. Hippolyte sigue el tratamiento de un psiquiatra, pero no por mucho tiempo. Afortunadamente, al fin de su desesperación, un viejo millonario lo manda de viaje. Pero tan pronto como deja la casa de su protector, pierde el camino.
Cap. 7. Estudia piano y traiciona a un compañero. Se cae de un árbol.
Cap. 8. Para recuperarse de sus heridas, se somete a una operación. La operación obtiene un buen resultado; vuelve a la casa, y su padre le aconseja casarse.
Cap. 9. No se casa. Conoce a unos acróbatas. Tratan de enrolarlo para que forme parte del grupo.
Cap. 10. Se hace actor. La vida de las marionetas y el comportamiento de los osos. En su limitado marco, encuentra paz. Incapaz y sensitivo, se abandona a sí mismo.
Observarán que este esfuerzo por describir mis sueños -¿me atreveré a considerar esto como una novela autobiográfica? -ha omitido mi vida; o quizás sea al revés. Algo que resulta ciertamente más logrado desde el punto de vista de la globalidad, y que no obstante sigue siendo curioso en mi presente estimación, es otro esbozo autobiográfico -en forma de carta- que encontré también entre los papeles de aquel período. La dificultad de reunir mis sueños y mi vida consciente según un orden, está mejor resuelta, aunque a cierto precio, como el lector podrá ver. Tengo también algunas dudas sobre si se trata realmente de una carta. Después de todo, ¿a quién podía dirigirla?
La carta carece de fecha y encabezamiento. Empieza así:
«A pesar de que soy consciente del extraño camino que tomo, deseo pedir la revisión de mi caso. Puedo asegurarle que no asumo este grave paso a la ligera, sino que he dedicado varios años a pensar antes de convencerme plenamente de que estaba en mi derecho.
Consciente de que usted debe tener en su poder todos los documentos de importancia, me gustaría, sin embargo, tomarme la libertad de hacerle un breve resumen de mi vida y carrera, y de las que considero consecuencias, quizás excesivas, que padezco.
«Recordará mi nombre, Hippolyte, así como mi desafortunado apodo "el oso". En mi dossier encontrará usted cuándo y dónde nací, el menor de tres hijos. Mi padre era un próspero fabricante. Nada de especial importancia contiene mi infancia, excepto la temprana muerte de mi madre. Me eduqué y asistí a la escuela de la ciudad en que nací y más tarde fui a vivir a la capital, para asistir a la universidad.
«Esperaba hacer una carrera honesta en una de las profesiones clásicas. Pero una deplorable apatía se abatió sobre mí y gradualmente abandoné mis estudios. Mi mente, falta de una ocupación útil, se entretuvo proponiéndome una serie de sueños singularmente reiterados, en los que me imaginaba a mí mismo mezclado en un círculo de gentes extrañas y carentes de reputación, escritores y artistas, presididos por una mujer de edad madura, rica y de origen extranjero.
«Durante un tiempo, mi vida transcurrió sin incidencias (exceptuando los mencionados sueños) en este estado de inutilidad e indecisión, hasta que un día, por increíble que esto parezca, fui secuestrado y retenido por algún tiempo. ¡Qué desgraciado me sentí entonces, por ser hijo de un padre rico!
«La guarida de los secuestradores estaba situada cerca de un establecimiento de baños, junto al mar. No puedo quejarme de haber recibido malos tratos de mis raptores, salvo de cierto grado de amedrentamiento. El jefe de los guardianes era cojo, pero esto no estableció entre nosotros ningún lazo de especial amistad. Mientras permanecí en la casa de los criminales, me enamoré de la compañera del guardia cojo. Ella me rechazó cruelmente, quedando siempre ligada a mi sensibilidad erótica, todavía muy impresionable.
«Poco después fui rescatado por mi padre, quien agriamente me reprochó mi ociosa vida, y regresé a la ciudad. Deseé más que nunca volver a una actividad normal, pero continué prisionero de mis sueños. Una figura persistente en estos sueños era un excéntrico escritor de perversos y falsos instintos sexuales, a quien me confiaba. A pesar de mis propósitos, no regresé a la universidad. Me hundí en el libertinaje, frecuenté fiestas poco convencionales y, en una de ellas, casi violé a mi anfitriona delante de los invitados. Como castigo a mi atrevimiento, mis sueños pusieron claramente a la luz estos deseos. Empecé de nuevo a soñar con la mujer extranjera. Soñaba que la seducía y abusaba vergonzosamente de ella.
«En sueños posteriores, sin embargo, hice un esfuerzo por romper con ella. Esto me animó a pensar que cabían esperanzas en mi vida y que no estaba totalmente alejado de los buenos sentimientos.
«Busqué consejo religioso y fui avergonzado públicamente en una iglesia, donde mis pecados llegaron a ser conocidos por la plebe. Quizá mi confesión no tuvo la conveniente disposición de ánimo, pues me alarmé y trastorné grandemente al entrar a la iglesia y ver a uno de mis raptores, "el hombre cojo", acechando en el patio. No me amenazó, pero, sin embargo, me preocupó.
«Mi vergüenza en la iglesia sólo consiguió endurecer mi corazón, tal como mis sueños revelaron, pues los sueños acerca del escritor empezaron otra vez. Soñé que lo acompañaba en sus paseos nocturnos a través de la perversión y el libertinaje.
«Admito que algunos de los juicios sobre mí son retrospectivos; he aprendido sólo al cabo de los años a mirar mis sueños como algo digno de importancia. Cuando ocurrían no les presté una gran atención. Lo que me preocupaba era la vida real que desarrollaba. Pero desde que fui instruido por usted sobre el valor de los sueños, y el hecho de que los actos cometidos en ellos son incluso más importantes que los que realizamos en nuestra vida consciente (pues nuestros sueños son libres, mientras nuestras vidas diurnas están dominadas por la compulsión; nuestras vidas conscientes se rigen por el arte del compromiso, mientras nuestros sueños se atreven a todo), considero ahora mis sueños en su justo valor y confirmo el juicio que usted ha formulado sobre ellos. Por favor, no piense que al revivir el problema de la severidad de su sentencia, discuto la importancia que ha conferido a mis irrefutables sueños.
»Por otra parte: no satisfecho con este desafío a todas las leyes establecidas, confieso que en mis sueños persuadí a la mujer extranjera para que se viniera conmigo. La arranqué de su familia y la llevé a un país cuyos habitantes no observan los mismos gustos y escrúpulos que los seres civilizados. Allí la abandoné.
»¿Pudo ser, quizás, que los sueños me asaltaran por mi falta de ocupación? Me encontraba totalmente desorientado. Hasta traté de seguir el tratamiento de un psiquiatra, pero no lo continué por mucho tiempo. Por fortuna, cuando me encontraba al borde de la desesperación, un anciano millonario me tomó bajo su protección y me dio dinero suficiente para que diera la vuelta al mundo.
»Pero ni siquiera entonces mis sueños me dejaron libre sino que, por el contrario, siguieron ofreciéndome dudosas alternativas morales, ahora bajo la forma de enseñanzas de un profesor de religiones antiguas. En mis sueños, este sabio intentaba convencerme de que los códigos de la moral establecida eran meras inhibiciones y que yo pertenecía a un círculo secreto compuesto por los elegidos y los emancipados. Influido por las extrañas enseñanzas de mis sueños, me imaginé formando parte del cortejo de un pérfido noble que cometía inenarrables crímenes de los que resultaba absuelto y por los que llegaba a ser admirado.
»Los sueños posteriores me indujeron a seducir a la hija de la mujer extranjera de mis primeros sueños, siempre a través de un gran esfuerzo de control sobre mí mismo. Como diversión para mis atormentados pensamientos, estudié piano, disciplina en la que resulté un alumno aventajado. Pero también tuve que abandonarlo; este aprendizaje musical sólo proporcionaba mayores estímulos a mi deseo de autoexpresión ilimitada e irresponsable. Así, cuando uno de mis compañeros enfermó y fue perseguido por nuestra maestra, rehusé ayudarle.
«Soñé entonces que asesinaba a la mujer extranjera, pero, como a menudo suele ocurrir en los sueños, mi acción resultó totalmente infructuosa. Ella me persiguió durante toda una larga serie de horribles pesadillas eróticas.
»Poco después, mis sueños tomaron una senda más constructiva. Soñé que había construido una casa para alojar a la mujer extranjera, de quien tan criminalmente había abusado. Esto me brindó una clave, y decidí seguir los buenos propósitos de mis sueños, aun cuando inconscientemente reflejaba sus actos malos. Aunque ya había sobrepasado la edad en que uno puede ser o parecer estudiante, frecuenté nuevamente la universidad, matriculándome en la facultad de arquitectura. Pensé haber cambiado los pensamientos que estaban causándome este problema con mi propia conciencia y con las autoridades, pero poco después de empezar a llevar a la práctica mis buenos propósitos, fui llamado a declarar ante un tribunal y apenas pude escapar a ser sentenciado a muerte.
«Después de esta dolorosa experiencia, regresé a mi ciudad natal, donde mi padre me aconsejó que me casara. Por desgracia desoí su consejo. Quizás haya sido éste mi mayor error, pues mis sueños, como burlándose de mí, me presentaban muchas imágenes de un matrimonio feliz con una joven de buena familia y mente tranquila. Si me hubiera casado con aquella persona, seguramente hubiera encontrado la felicidad, y mi vida hubiera sido mucho más útil.
»He empleado, sin embargo, mi predisposición a servir a la sociedad en varias ocupaciones, que incluyen el trabajo administrativo en una penitenciaría y un breve servicio militar durante la segunda guerra mundial, como especialista artillero no combatiente.
»Por consiguiente, juzgué mi posterior envío a la cárcel como un acto de excesiva severidad y presioné sobre las autoridades para que reconsideraran su veredicto. No soy totalmente responsable por la vida de mis sueños. Mis sueños se abatieron sobre mí y todos pueden observar que los egocéntricos actos que cometí en mis sueños no concordaban con el carácter complaciente y sumiso de mi vida consciente.
»Las condiciones en que vivo en esta institución, la oscuridad de la celda, el hecho de que mi cama sea dura como piedra, que mi único ejercicio tenga lugar en el parque donde los niños y sus niñeras se mofan de mí al verme encadenado al guardia, me parecen decididamente excesivas. El guardián le informará de que obedezco todas sus órdenes, incluso cuando no las entiendo.
»En el supuesto que pueda concederme un perdón, o que al menos me dé esperanzas de lograrlo, me aventuro a afirmar que no volveré a soñar.
«Atentamente, etc.»
Debo decir, ante todo, que esta dolorosa carta me parece una prueba incuestionable de un período de depresión durante el que mis sueños se transformaron en mi vida real y mi vida real en mis sueños. El lector sabe que no suscribo en la actualidad la versión de mi vida que se presenta en esta carta. Pero cualquiera que sea la verdadera versión de mis experiencias, parecería que esta carta de súplica me valió cierta paz. O, en el caso de que la carta sea el relato verídico, me valió el perdón de mi condena. Pues ahora no sueño.
Los antiguos filósofos estaban en lo cierto, alabando las ventajas de la edad. Se tiene menos motivo para sufrir y mayor ocasión para pensar. Para algunos esta paz resulta del silencio de la necesidad sexual. Para mí, la paz ha venido a través del silencio de los involuntarios impulsos de mis sueños. La dolorosa diferencia entre mis sueños y mi vida consciente no ha sido resuelta, pues puedo todavía recordar esta diferencia y atestiguarla. Pero la edad la ha calmado y suavizado. Sin un largo futuro ante mí, puedo mirar hacia atrás. Y ahora mi pasado, en su totalidad, sueños y vida consciente, se me presentan como una fantasía.
La cuestión de mi cordura no puede ser despreciada fácilmente. Pero tras largas meditaciones acerca de este problema, sostengo que mi mente no estaba enferma.
Puede ser llamado excentricidad, si así les parece. Los actos del excéntrico y del loco pueden ser los mismos. Pero el excéntrico ha hecho una elección, mientras que el loco no; por el contrario, se encuentra abandonado a sus elecciones, sumergido en ellas.
Sostengo que elegí una opción, aunque admito su anormalidad. Opté por mí mismo. Y como consecuencia de mi absorción en mí mismo, y de la relativa indiferencia hacia los demás, mi oído interno se hizo tan agudo como para atender a mi propio mandato, que todavía me aislaba más de mis semejantes. Este mandato fue, tal como lo entiendo, vivir al máximo la intimidad. Al obedecer a este mandato me sentía, por supuesto, ayudado por un temperamento ya predispuesto a la soledad. Bien puedo haber parecido loco a quienes me juzgaron por patrones menos interiores. ¿Acaso podía comportarme de otro modo? El ser interior que fue expuesto en mis sueños, sólo podía balbucear y tambalearse. Las experiencias públicas tienen nombres, pero el soñador dedicado a su oficio carece de nombres para lo que conoce; si actúa bajo el innombrado conocimiento del sueño, no parece estar actuando, sino hundiéndose en sus propios actos, ahogándose en ellos.
Puede ser llamado perturbación. La locura y la perturbación son dos nombres, dos juicios, para una misma cosa. Curamos al loco. Serenamos al perturbado. Yo estoy más sereno, ahora.
Más que sereno, debería decir satisfecho. Ya que la verdadera prueba de la satisfacción es el silencio, así como el significado de la satisfacción no es estar lleno, sino vaciarse. Los sueños ocupaban toda mi mente. Yo los saqué. Para conseguirlo, fue necesario que diera paso a mis sueños. Y cuando habían actuado ya sobre mí, me dejaron encallado en las arenas de mi vejez.
La operación que se realiza, la habitación que se limpia, la convicción que se expresa, la mano que se tiende, la lección que se dicta, el tratado que se firma, el sueño que se interpreta, el objeto que se persigue, el peso que se levanta, son sucesos que no tienen, al menos para mí, esa característica de llenar o vaciar. Pero el escozor que se rasca, el libro que se escribe, el agujero que se horada, la apuesta que se gana, la bomba que explota, el furor que termina en asesinato, las lágrimas que se secan, estos son los modelos de plenitud y abolición. En esta segunda lista de actos, lo que se hace se concluye realmente. Y esto es, en definitiva, lo que todo el mundo busca o desea. Ejecutar una intención significa abolir un deseo. El advenimiento de cualquier cosa trae consigo el problema de su desbordamiento, su disolución. Lo único subrayable en mi persona es que me entregué a esta tarea con mayor comprensión que el común de la gente, limitando por consiguiente mi vida mucho más de lo que suele hacerse. El verdadero advenimiento a mí mismo me sugería el problema de mi propia disolución.
¡No es tarea fácil! Existe una gran dificultad para concluir algo. Por fortuna, la conclusión de la mayoría de las cosas no depende de nosotros. Por ejemplo, no tenemos que decidir cuándo vamos a morir. Aguardamos inesperadamente nuestras muertes, sin justicia. Este es el único y verdadero término de todo.
De igual modo, mis sueños y mis preocupaciones por mí llegaron a su fin por puro azar. No había simetría intelectual en ellos. Fui yo quien los dotó de significado mediante mi propia sumisión a los sueños y al modo de limitar mi vida. Quizás, en cierto modo, mi vida acabó con el fin de mis sueños y sus perturbaciones. Pero no realmente. Soy un creyente convencido de la existencia póstuma. ¿No es acaso a la visión póstuma que todos inconscientemente aspiramos? Y no sólo cuando nos permitimos la esperanza de la inmortalidad. He sido mucho más afortunado que la mayoría. He tenido tanto mi vida, como la continuación de mi vida: esta existencia póstuma se prolonga a sí misma en la meditación y en el goce de un paisaje limpio y claro. No tengo proyectos para el futuro. Lejos de mí, sin embargo, decidir si la parte activa de mi vida se halla realmente concluida. Quién sabe si una nueva serie de sueños podría algún día devolverme a un conjunto de especulaciones que también podrían ser muy diferentes de las que hasta ahora he realizado. Sin proyectos, pues, ni de fin ni de nuevo principio, sigo viviendo la vida que se me permite.
Ahora, aunque es difícil, debo dar término a lo escrito. Pues debo acabar, tendré que hacerlo sin intentar convencer, del mismo modo que Dios, o la Naturaleza, no tratan de convencernos de que ha llegado la hora de morir; convencidos o no, morimos. Concluiré, no mediante la descripción de un acto, no con una de mis ideas favoritas, sino con un gesto. No con palabras, sino con silencio. Con un retrato de mí mismo, tal como estaré sentado al terminar esta página. Es invierno. Pueden imaginarse en una habitación desnuda, mis pies junto a la estufa, abrigado con varios suéteres, mi pelo negro volviéndose gris, disfrutando las pequeñas tribulaciones de la subjetividad y el descanso de una intimidad genuina.