CAPÍTULO XII

Temiendo que Frau Anders pudiera seguirme a mi apartamento, alquilé una habitación en un hotel de otro barrio de la ciudad, donde viví una semana. Por fin huía como consecuencia del asesinato, aunque no me perseguía la policía, sino mi víctima. Y ella no quería matarme en venganza, sino casarse conmigo. Por supuesto, una de las soluciones a mi problema era matarla nuevamente, esta vez con éxito. Pero preferí continuar con la solución que ya había escogido, o sea, casarme con otra mujer.

Tenía que seleccionar los medios, pues sobre la base de mis últimos esfuerzos, temía no encontrar nunca una esposa. Es difícil hacer una elección sin modelos. Pero ahora era muy urgente la búsqueda de una esposa, tenía la urgencia del terror, y en mi ayuda vino una visita: no el golpe en la puerta que anunciaba la temida visita de Frau Anders, sino la silenciosa visita, durante una siesta, de un sueño terrorífico, pero afortunado.


Me encontraba en el lujoso salón de baile privado de un chậteau, una habitación nunca vista, aunque en el sueño sabía exactamente dónde estaba y no sentía estupor alguno al encontrarme allí. Era una habitación muy grande, decorada con cortinas de terciopelo, candelabros de cristal, sillas doradas, retratos antiguos y un gran espejo.

Lo primero que recuerdo es que estaba en el centro de la habitación, con mis ojos fuertemente cerrados, tratando de recordar un nombre que había olvidado. Fuera el que fuera, como no podía recordarlo, relajé los esfuerzos de concentración y abrí mis ojos. Pensé que la manera más elocuente de abrirlos, sería ir hasta el espejo y mirarme. Así lo hice, y allí vi mi propio reflejo, que comencé a estudiar como si se tratara de un retrato cuya autenticidad debía examinar. Por momentos era un retrato mío y no un espejo. Y cuando era un espejo, su sustancia se alteraba continuamente. A veces era cristal otras parecía metal bruñido, después, madera plateada. Además, había algo raro en mi reflejo ya que, siendo sin duda mío, era, por algún detalle que no podía precisar, totalmente extraño.

Se me ocurrió entonces cómo determinar si se trataba realmente de un espejo y mi propio reflejo. Me quitaría el smoking que llevaba puesto. Pensé que la superficie no podría reflejar mi cuerpo desnudo si no era un verdadero espejo, y además sería capaz de identificarme a mí mismo con certeza, si estaba desnudo, así resolvía ambos problemas. Me desvestí, coloqué mis ropas en una silla cercana al espejo. Pero cuando me vi a mí mismo, desnudo, todavía me sentí confundido. «Este es tu único cuerpo», dije en voz alta a mí mismo. Había alguien más junto al espejo. Un criado con librea. Estaba detrás del espejo, lustrando el marco. Aunque sabía que podía verme, no sentí ningún escrúpulo por mi desnudez. Sin embargo, por haber hablado en voz alta, creí que le debía una explicación.

– Este espejo es un espejo desnudo -dije.

El movió sorprendido la cabeza.

– Es usted el que está desnudo -dijo.

Molesto por su falta de comprensión, le expliqué que no tenía ninguna importancia que yo me contemplara de aquel modo.

– No es vanidad -aseguré-. Debe comprender que yo siempre he mirado mi cuerpo como si fuera un tullido en potencia.

La claridad de esta explicación me complació, pero él me miraba todavía con indiferencia, de modo que, con la intención de ofrecerle más pruebas de mi argumento, cogí mi pierna izquierda con las manos y la arranqué.

Inmediatamente me horroricé de mi temeridad. Había ido demasiado lejos y nunca me volvería a crecer una pierna nueva. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

– Hay sólo una cura para usted, ahora -dijo el sirviente.

Dejó su puesto tras el espejo y cruzó la habitación. Lo seguí. Casi podía alcanzarle, a pesar de mi cojera. Me sorprendió que no fuera más difícil andar con una sola pierna. Pero di por sentada la total ausencia de dolor.

– Por favor, no me ayude -dije, imprimiendo toda la firmeza que pude a la orden. Quería ir al lugar donde me conducía, pero sin su compañía.

– Quiero observar -dijo-. Me encantan las operaciones.

Le imploré que se quedara atrás. Me enojé y traté de pisarlo, pero mi gesto estaba fuera de lugar.

En ese momento, estábamos junto a un gran salón. Frente a la puerta, un funcionario recogía los tickets. Al observar que no tenía el mío, supuse que no me permitirían entrar, y esperé que el criado tuviese dos. En aquel momento me sentí arrastrado por el resto de público que esperaba entrar en la sala, y en medio de la confusión entré en el salón solo, y tomé asiento en la última butaca del pasillo central.

La gente sentada alrededor parecía tan abatida e inquieta como si fueran prisioneros condenados. No recuerdo si lo oí, o si simplemente se me ocurrió, pero de pronto supe que los que se reunían en aquel lugar eran voluntarios para un experimento científico, y habían accedido a ser privados de sus ojos. Parecía que, aunque todos los presentes habían ido por su propia voluntad, la dirección era consciente de que los voluntarios podrían echarse atrás en el último momento, ya que a mis espaldas vi cómo se cerraban las puertas del salón y la guardia armada tomaba posiciones.

Me sentí doblemente engañado. Había llegado a aquel lugar con la idea de recuperar la pierna que tan imprudentemente había sacrificado. En su lugar comprendí que iba a perder otra cosa, mis ojos. Hice señales a un ujier que estaba en el pasillo, y le expliqué mi equivocación, pidiéndole autorización para abandonar el lugar. Secamente, me dijo que no podría dejar la sala hasta «después».

Apenas podía creer en mi mala suerte, cuando vi a los uniformados ordenanzas con largas agujas que empezaban a moverse entre los que estaban sentados en la primera fila. El público se sometía obedientemente, profiriendo cada uno un pequeño quejido, al llegar su turno. Los ordenanzas avanzaban inexorablemente de fila en fila. Mis posibilidades de escapar parecían nulas. Con mi pierna en esas condiciones, no podía huir; además, la salida estaba vigilada. Tampoco podía convencer a nadie de que yo no era un voluntario. La única posibilidad que me quedaba, pensé, era hacer una oferta de mí mismo, más generosa aún que la de los otros. Me decidí a acercarme al hombre que estaba en el escenario e intentar llegar a un acuerdo con él. Le propondría donar mi cuerpo entero, si me devolvía mi pierna y no me dejaba ciego.

Los ordenanzas, con sus agujas, ya habían aplicado su tratamiento a la mayor parte de la gente. Dejé mi asiento y bajé cojeando por el pasillo. En el escenario vi al hombre del bañador negro, que daba la mano a una fila de gente que había sido ya desprovista de sus ojos, entre los que ocupaban la primera hilera. Me sentí desanimado, porque pensé que con un desconocido hubiera tenido mejor suerte. Sin embargo, ocupé un lugar en la fila que se formaba ante él y, al llegar mi turno, alargué igualmente la mano.

– Otra vez el mismo -dijo el hombre del bañador negro.

– Sólo una vez más -supliqué-. No se enfade.

– ¿Por qué iba a enfadarme?

No puedo describir la inmensa sensación de alivio que experimenté. Todas mis ingeniosas propuestas parecían innecesarias e insignificantes. Pensé cómo podría agradecer al bañista sus amabilidades.

– Te daré todo mi dinero, todo lo que poseo -dije-. Tú tendrás que explicarme lo que debo hacer. Yo te obedeceré en todo. Seré tu esclavo.

– Él corre -dijo el bañista-. Esta es la primera orden.

Contento de poder obedecerlo, salté fuera del escenario y corrí por el pasillo lo más velozmente que pude. Mientras corría, imaginé cuan satisfecho debería estar, por la rapidez con que lo había obedecido. Al salir del salón, tropecé y caí, pero no me preocupó la sensación de ardor que sentía en la cara. Sólo pensé que él quedaría mucho más impresionado por el hecho de que me hubiera lastimado cumpliendo sus órdenes.

Después de un rato, sin embargo, dejé de correr. Me hubiera gustado volver al salón para recibir más instrucciones, pero supuse que el hombre del bañador preferiría que me fuera. Tampoco acababa de creer totalmente en mi buena suerte. Si regresaba, había la posibilidad de que no pudiera volver a salir con la misma facilidad.

Las calles por las que paseaba eran las familiares y apacibles calles de mi infancia. Observé una brillante luz a lo lejos. Acercándome a ella, vi que era una casa ardiendo. El edificio tenía rasgos parecidos a la casa de Frau Anders que yo había quemado. Varios criados se apresuraban a retirar muebles y retratos. Reconocí entonces que era mi casa. Recordé que había prometido todas mis propiedades a mi maestro, el bañista. ¿Qué me haría si todas mis propiedades quedaban destruidas?

Desatendiendo los avisos de los vecinos, me lancé hacia la casa escaleras arriba, volando más que corriendo. Pero al llegar a mi habitación, me detuve por un momento. Había muchas cosas que recoger: mis ropas, mi cama, mis mapas, mi mesa de trabajo, mis libros, mi ajedrez de marfil, mi colección de mariposas. ¿Cómo elegir, aunque fuera entre los objetos más pequeños, lo que podía llevarme? Permanecí inmóvil. Después tomé de la estantería un libro de historia antigua; del cajón, saqué mi diario; y de la mesa, una bandeja con un pequeño juego de café, que resultaba muy difícil mantener en equilibrio. Aunque estaba angustiado al pensar todo lo que no podría salvar, sabía que debería huir antes de ser alcanzado por las llamas. El aire estaba cargado de humo, y apenas si veía.

En la calle, encontré a mi padre. Sabiendo que estaba muerto, pensé qué podía decirle para consolarlo. Pero cuando se acercaba a mí, vi que era él quien quería consolarme, a causa del incendio. Me dijo que había hecho una buena elección y que con las cosas que había salvado podría empezar una nueva vida.

– Pero piensa en todo lo que he dejado, todo lo que no he podido llevarme conmigo -contesté entristecido.

Entonces se apoyó en la bandeja del diminuto juego de café. Una de las tazas cayó al suelo y se rompió. Me encolericé por su torpeza.

– ¿Cómo has podido hacer esto?

– Se ha roto -dijo.

Mi enojo se apaciguó.

– Quizás no querías hacerlo -agregué.

Me dijo que las tazas y los platos eran un regalo de boda, y me preguntó cómo había decidido llamar a mi esposa. Nos alejábamos de la casa humeante conversando amigablemente. Le expliqué que estaba considerando varios nombres, pero también que me gustaría escoger uno que no fuera raro y no atrajera el ridículo.

– ¿Por qué no la llamas Marie?

– Es un nombre muy poco común -dije.


Desperté de este sueño con un claro sentimiento de alivio. Un nuevo sueño, en lugar de las exhaustivas repeticiones de los viejos, era especialmente bienvenido en esos momentos. Supe que éste indicaba un notable progreso en mi carrera de soñador. El sueño tenía, es cierto, un carácter más pesadillesco que los anteriores. El terror que experimenté al perder mi pierna, al afrontar el castigo en el salón, fue muy grande. Sin embargo, estimé que mis emociones, en este sueño, eran mucho más esperanzadoras y positivas, más próximas al modelo que tenía de ellas. Pues había decidido que mi carácter durante la vida diurna, y mi carácter mientras soñaba, debían ser lo más similares posible. Estaba preparado a hacer a uno u otro cuantas concesiones fueran necesarias para reunirlos.

Pueden preguntarse cómo lograrlo. El problema de cambiar mi vida para que se amoldara a mis sueños, no era insuperable -mucho más fácil que cambiar mis sueños para amoldarlos a mi vida-. Pero de todos modos, un esfuerzo de voluntad no sería suficiente por sí solo. Creo que el último sueño me dio la clave para hallar el método correcto. Todos los sueños eran un espejo ante el que se presentaba mi vida diurna, ofreciéndome, a cambio, una imagen poco familiar, pero no incomprensible. Con perseverancia y atención, ambas se unirían, aunque necesitara pasarme toda la vida delante del espejo. Este es el destino de los espejos, y de lo reflejado.

Mientras meditaba estas cosas aquella mañana, en mi habitación del hotel, observé también que el nuevo «sueño del espejo» me proporcionaba una ayuda sustancial para mi actual proyecto de matrimonio. No era extraño que me hubiera sentido desanimado. No había entendido ni mi proyecto, ni las razones que lo justificaban. Estúpidamente, creí que podía aventurarme buscando una esposa por el mundo, sin exigencias ni condiciones previas. Comprendí entonces que la única manera de buscar una esposa -y deben recordar la urgencia de mi búsqueda, con Frau Anders presionando de cerca sobre mí- era concebir claramente cuál me convenía. Como se elige el nombre para un niño. Ya no buscaría a la deriva, esperando que mi futura esposa se me apareciera, sino que la buscaría yo mismo en el lugar más apropiado. ¿Qué matrimonio resistiría mejor los indeseados avances de Frau Anders que una unión totalmente sólida y respetable? Había sido absurdo de mi parte imaginar que iba a poder repudiar el excéntrico casamiento que Frau Anders me ofrecía, mediante otro casamiento igualmente excéntrico, con alguien ajeno a mi propia clase, tanto si se trataba de una prostituta como de una dependienta, o la sobrina de mi portero.

Decidí regresar a mi casa para buscar una esposa, porque es allí, pese a todo, donde hemos nacido y crecido, donde aprendimos el sentido de lo propio y lo impropio, cualquiera que sea, para el resto de nuestra vida. Seguramente muchas actividades que ejercía en la capital, como mis excursiones con Jean-Jacques o mi relación con Frau Anders, nunca hubiera podido imaginarlas en mi ciudad natal. Hubiera dejado de ejercerlas, no por miedo a ser descubierto y censurado por mi familia, sino por respeto. En la ciudad natal, hay muchas cosas que uno no llega a hacer, porque ni siquiera las imagina.

Pasé algunos acobardados días más en el hotel, meditando las sugestiones y estrategias sugeridas por los sueños. Como siempre, el sueño empezó a repetirse, pero con cierto número de variaciones. A la noche siguiente, el espejo cayó sobre mí; fue así como resulté herido. A la otra noche, regresé al salón para transferir mis propiedades al bañista, y quedé atrapado dentro. La tercera noche, mi padre me prohibía casarme. En la mañana siguiente a esta última versión, decidí no esperar ni un momento más, y poner en práctica mis nuevas resoluciones sobre cómo casarme. ¿Qué mejor lugar para encontrar una esposa apropiada que mi ciudad natal, entre las mujeres de mi clase? Telegrafié a mi familia diciendo que iba a hacerles una visita, y abandoné el hotel.

Mi hermano mayor estaba en viaje de negocios cuando llegué a casa. Me alegró su ausencia, porque pensé que tales asuntos serían mucho mejor tratados por las mujeres. Mientras mi hermano era un típico negociante y un respetado padre y esposo, las mujeres de mi familia eran todavía mucho más convencionales. La razón por la que mi hermano no era capaz de proporcionarme una elección totalmente convencional, no tenía nada que ver con el hecho de que mantuviera a una querida en otra parte de la ciudad; es excepcional, por lo menos en este país, el marido de mediana edad que no tiene una relación extramatrimonial. Pero había sostenido algunas conversaciones con mi hermano -mientras nuestro padre estaba enfermo- y sospechaba que él tenía algunas ideas sobre el carácter y las independientes formas de vida, que podrían comprometer su juicio, en el caso de que le encomendara la delicada tarea de encontrarme una esposa. Si bien sabía que me recomendaría sólo mujeres del círculo social de nuestra familia, podía igualmente intentar favorecer a las que en algunos aspectos pudieran parecer más interesantes. En resumen, trataría de complacerme, que era precisamente lo que yo no quería.

Vi muy poco a la esposa de mi hermano, Amelia; estaba muy ocupada con los niños. Sabía muy poco de mí y estaba seguro de que nunca se había detenido a pensar en mí. Encontré también a mi hermana mayor, ahora viuda, que había regresado recientemente a la ciudad, después de residir muchos años en el extranjero. Y varias tías, casadas y solteras, a las que no había visto -excepto en los funerales de mi padre- desde que dejé la casa, siendo ya un hombrecito, doce años antes. Fue a estas mujeres a quienes expliqué mi problema, confiado en la simplicidad y certeza de su juicio.

Expliqué mis proyectos a mi cuñada y a mi hermana, y les pedí que me volvieran a introducir en la vida social de la ciudad. En poco tiempo, fui invitado a tomar el té, a bailes y reuniones familiares, y, entre las varias candidatas, elegí a una joven de apariencia simple y llana, de carácter modesto, que parecía realmente contenta con mis atenciones. Era hija de un oficial del ejército, educada en un convento, amiga de los niños y de irreprochable reputación. Mis parientes pensaron que era una excelente elección.

Tras varias visitas a su casa, en las que respetuosamente escuché las disertaciones de su padre, acerca del modo cómo nuestro país se vengaría en la próxima guerra de nuestro enemigo, de tocar a dúo con la hija, y después de una última entrevista con mis familiares, hablé con el viejo coronel y recibí su permiso para proponerle matrimonio a su hija, se hizo la propuesta y fui aceptado. La boda se realizó cuando mi hermano regresó del viaje, bronceado y mucho más joven de lo que me había parecido la última vez que lo vi. Poco después, mi esposa y yo nos dirigimos a la capital para empezar nuestras nuevas vidas.

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