CAPITULO XIII

– De modo que te has casado, pequeño Hippolyte -me dijo Jean-Jacques.

No me pareció oportuno que mi esposa hablara con Jean-Jacques, pero lo enteré de la noticia, igual que de todas las razones que tuve para casarme y del sistema de mi elección. Estuvo de acuerdo en que era una de las formas en que mi familia podía ayudarme, pero el acto en sí le pareció discutible.

– Desapruebo en ti que actúes de una manera tan trasnochada, que actúes convencido.

– Convencido, ¿de qué? -pregunté.

– De lo que acabas de decirme sobre la propiedad del matrimonio.

– Eso no es ninguna convicción -dije-. Es una necesidad que descubrí con la ayuda de mis sueños. Ya sabes, Jean-Jacques, cómo aprecio la soledad. La soledad, en último caso, es mi convicción. Pero no existe contradicción entre mi soledad y mi matrimonio. Nunca he hecho nada por prurito del orden. Tampoco, igual que tú, por el del desorden.

– ¿No te has casado por el imperativo del orden?

– No -repliqué-. Si mi vida expresa fe en el orden, es mi naturaleza, eso es todo. La prueba es que este orden a otros les parecerá desorden, incluso veleidad.

– ¿Y tus convicciones?

– No quiero tener ninguna convicción -dije-. Si soy, o creo en algo, quiero descubrirlo a través de mis actos. No quiero actuar como lo hago porque eso esté de acuerdo con lo que soy o con lo que creo.

– Fui yo quien te dijo eso, ¿te acuerdas?

– Tenías razón -dije-. ¿Acaso no te creo siempre que tienes razón? Quiero seguir mis actos. No quiero que mis actos me sigan a mí.

– Pero tu interpretación de mi idea es algo especial. Para ti, parece que, cuantos menos actos, mejor.

– Sí -dije-. Sólo los que son necesarios, los que definen, los que destruyen.

– ¿Y tu matrimonio, Hippolyte? ¿Es acaso un acto que defina o destruya?

Estaba preparado para esta pregunta, y pude responder rápidamente:

– Sí.

Después de la turbulenta persecución y casi seducción de Frau Anders, estar con mi esposa era un paraíso de calma y tranquilidad. Pero no imaginen que mi matrimonio fue sólo un paraíso, un refugio para el culpable bienhechor. Tuve muchas alegrías en mi matrimonio, y aprendí a amar y admirar a mi esposa. Lo que más me gustaba era su capacidad de respeto. Respetaba las flores y los niños; respetaba los uniformes, aun los uniformes del ejército enemigo que ahora ocupaba la capital; respetaba el esfuerzo del joven que subía el carbón a nuestro apartamento, cada semana, a lo largo de una escalera de seis pisos. Me transmitía parte de su respeto y gravedad, que parecía hermoso, comparado con el aburrimiento y la búsqueda de uno mismo, que caracterizaban a muchos de mis viejos amigos, como Jean-Jacques y Lucrecia. Estaba harto de lo que se conoce como sofisticación.

Apreciaba la tranquilidad de mi esposa, que me dejaba todo el tiempo que quería para mí y mis pensamientos. Su devoción hacia mí era tan generosa, que nunca llegué a sentirme, de alguna forma, embarazado. No le gustaban las fiestas ni los cafés, pero yo tenía entera libertad para entrar y salir a placer -para pasear por el río, encontrar a Jean-Jacques en su café y hablar con él, o ir ocasionalmente a los archivos nacionales de cine con Lucrecia-. Resultaba mucho más fácil, en compañía de una persona tan poco exigente, soportar las austeridades del tiempo de guerra, la escasez de carbón, de alimentos y ropa.

Ocupábamos el mismo apartamento donde había vivido los dos últimos años, desde que conocí a Mónica. Aunque era un barrio proletario, las habitaciones estaban amuebladas con decoro y en buenas condiciones. Estaba preocupado porque el modo de vida que invité a compartir a mi esposa, no podía compararse con las comodidades que había disfrutado en su casa. Me aseguró de manera encantadora que era un lujo, comparado con el convento donde dormía, en una habitación con otras veinte jóvenes. Ni de niña, dijo, había tenido una habitación para ella sola, compartiéndola siempre con una de sus hermanas. Entonces le sugerí, pocas semanas después de nuestra boda, que escogiera una habitación para ella sola, lo que hizo con gran alegría.

Dado que mi esposa no era, al menos por lo que yo podía apreciar, una persona sensual, y consentía en realizar los deberes conyugales por mero sentido del deber, no quise molestarla. Era muy joven y yo respetaba su juventud. Quería hacer sólo aquello que podía complacerla. De niña, había aprendido a hacer excelentes confituras y mermeladas, y estaba justificadamente orgullosa de su habilidad; yo procuraba comprarle cantidades adicionales de azúcar en el mercado negro. Pasear era otro de sus pasatiempos favoritos. Recuerdo algunos paseos por los jardines públicos, en los que sentía la más delicada sensación de serenidad marital; mi esposa, radiante, con su brazo enlazado al mío, llevaba un sombrero de paja amarilla que había traído de su casa y le daba un aspecto encantadoramente rústico y anacrónico aquí, en la capital. También le gustaba que leyese para ella, cosa que solía hacer cada noche antes de que se durmiera. Durante el período anterior a mi matrimonio, cuando acompañé a mi padre enfermo, aprendí que la lectura en alta voz encierra un arte, y que existe un tipo de libro que cualquier persona prefiere por encima de los demás. A mi esposa le leía historias y fábulas para niñas, pero le gustaban más aún los cuentos que yo inventaba para ella.

Uno que le gustó especialmente se llamaba «El Marido Invisible» y es así:

«Erase una vez una hermosa princesa que vivía en una ciudad junto a un espeso bosque. Lejos de allí, en las montañas llamadas Himalaya, vivía un joven príncipe, pobre pero muy trabajador.

»En el país del príncipe nevaba siempre, y para protegerse del frío se abrigaba con un hermoso traje de piel blanca y altas botas de cuero, también blancas. Con esta indumentaria era casi invisible y podía andar por la montaña sin ser amenazado por ninguno de los peligrosos animales que la habitaban.

»Un día, el príncipe pensó que le gustaría tener una compañera en la montaña, una esposa. Descendió al valle, cruzó el bosque y llegó a la ciudad. Una vez allí, pidió en seguida que lo condujeran al palacio real. Pues, siendo un príncipe, sólo podía casarse con una princesa.

»Pero la princesa de aquella ciudad, aunque joven y hermosa, tenía una vista muy débil. Cuando el príncipe, vestido de blanco, fue presentado a la corte, apenas pudo verlo. Pero, por el fino oído que a menudo tienen los que carecen de buena vista, oyó los graves tonos de su voz y le pareció atractivo. Quería aceptar su propuesta de matrimonio.

»-¿Cómo es él, padre? -preguntó.

»-No hay duda de que es un príncipe -replicó el rey-. He visto sus actas de nacimiento.

»-Me casaré con él -dijo ella-. Será un compañero tranquilo y agradable.

»De modo que el príncipe se llevó a la princesa, cuando regresó a la montaña, y la hospedó en su casa de nieve. Con sus propias manos la alimentaba con leche, arroz, frutos silvestres, azúcar y otras delicadezas.

»Aunque la vista de la princesa no mejoró, como todo a su alrededor era blanco, no importaba que no pudiera distinguir casi a su marido.

»Pero un día, mientras la princesa se encontraba sola, bordando un mantel, apareció ante ella un oso negro de la montaña. Ignorando que éste era el animal más peligroso del lugar, la princesa no se atemorizó. Pero estaba alarmada porque nunca había visto algo tan claro.

»-¿Quién eres? -preguntó educadamente.

»-Soy tu marido -dijo el oso-. Encontré este abrigo de pieles negras en una cueva húmeda y oscura, al otro lado de la montaña.

»-Pero tu voz es muy ronca -dijo la princesa-. ¿Te has resfriado?

»-Sí, es cierto.

»El oso pasó la tarde con la joven princesa. Cuando se levantó para marcharse, ella se sintió afligida. El le contó que debía devolver el abrigo negro a la cueva; su propietario quizás estuviera buscándolo.

»-¿Pero no podrás ponerte otra vez este abrigo? -suplicó.

»-Quizá vuelva a encontrarlo cuando pase por la cueva. Y entonces vendré al mediodía a visitarte.

»-Sí, por favor -exclamó la princesa.

»-Pero debes prometer -dijo el taimado oso-, no mencionar este traje negro a nadie, ni siquiera a mí mismo. Porque detesto la falta de honradez tanto como llevar cosas que no me pertenecen. No deseo que se me recuerde el sacrificio de mi honor, que haré por ti si vuelvo alguna vez a ponerme este traje.

»La princesa respetó los escrúpulos morales de su marido y se mostró conforme con lo que pedía. Y así el oso iba a veces a visitarla, pero ella nunca mencionaba sus visitas por la noche, al volver su marido. Lo que apreciaba en el oso era el hecho de verlo, pero le disgustaba la aspereza de su voz, cada vez que, como ella suponía, él se aventuraba en la húmeda caverna por complacerla.

»Un día, su voz le pareció tan desagradable que le urgió a que tomara algún jarabe contra la ronquera.

»-Detesto los medicamentos -dijo el oso-. Quizás será mejor que no abra la boca cuando esté resfriado.

»De mala gana, ella aceptó, pero a partir de aquel momento empezó a encontrar menos placer en ver a su marido vestido de negro.

»-Me gustaría más oír tu voz -dijo un día al oso, mientras él la abrazaba rudamente-. Ya no disfruto viéndote, como me sucedía antes.

»Por supuesto, el oso no respondió.

»Cuando el oso se marchó a media tarde, ella decidió hablar a su marido, cuando, por la noche, regresara vestido de blanco.

»Pero a su regreso, no dijo nada, por no atreverse a romper la promesa de silencio sobre el traje negro, Aquella noche, sin embargo, ella se deslizó de la cama, mientras su marido dormía, y partió hacia la montaña. Aunque era noche oscura, su vista no era mejor ni peor que de día.

»Durante tres días con sus noches, anduvo buscando la oscura cueva donde suponía que su marido había encontrado el traje negro. La mayor parte del tiempo nevaba, y tenía mucho frío. Por casualidad, fue a tocar con sus dedos una arcada de piedra, y sintió un espacio libre ante sus manos, que podía ser la entrada a la caverna. Miró con alivio.

»Dejaré una nota aquí para el verdadero dueño del traje, se dijo, exhausta y llena de frío, pero decidida a completar su misión.

»Desgarró un pedazo de su blanco vestido, tomó una aguja de su pelo y pinchó su blanca piel, usando la aguja como pluma y su sangre como tinta, y escribió el siguiente mensaje sobre la ropa: "No dejes aquí tu traje nunca más. Gracias", y lo firmó: "La Princesa de la Montaña".

»Entonces, sintiéndose muy enferma, deambuló varios días y noches por la montaña, hasta encontrar el camino para regresar a su casa.

»Naturalmente, el príncipe se alegró mucho cuando la princesa volvió a estar otra vez con él, y de inmediato la puso en la cama. La cuidó con gran cariño, alimentándola con una cucharilla de azúcar y un cubilete de crema cada día. Estuvo enferma durante bastante tiempo, pero finalmente se recuperó. Durante su enfermedad, sin embargo, su vista se debilitó mucho más. Estaba completamente ciega.

»Pero la princesa no se desanimó por esto. Ahora no tendría ya problemas para escoger entre su marido de blanco o su marido de negro.

»-Ahora soy feliz -dijo al príncipe.

»Y oyó replicar a su marido, con su agradable voz:

»-Siempre hemos sido felices.

»Y a partir de entonces, vivieron siempre muy felices.»

Mi esposa era, sobre todo, obediente, y nunca se quejaba. Era el tipo de mujer que hubiera disfrutado con la suegra, que yo no podía proporcionarle. Además, su naturaleza era propensa a la generosidad, hasta el extremo de despreocuparse por los riesgos. Cuando la familia judía que vivía en el piso inferior al nuestro fue sacada a medianoche por los soldados enemigos, para ser deportada a los campos de concentración, ella se asomó al rellano y arrojó sus zapatillas. Afortunadamente la contuve a tiempo para no ser vista por los soldados y detenida. Esto explicará lo que sucedió un día, algunas semanas después, cuando una mujer se presentó ante la puerta, mientras yo estaba fuera, y dijo a mi esposa que era una vieja amiga mía, judía, aunque convertida, y en inmediato peligro de deportación; mi esposa la invitó a pasar y a permanecer con nosotros. En una hora, la mujer trajo sus escasas maletas y propiedades, para instalarse en la habitación trasera. Tampoco yo hubiera rechazado a quien llamara a mi puerta pidiendo refugio por razones de este tipo, durante aquellos días terribles. Con todo, debo confesar que al regresar a casa mi corazón se encogió de temor por mí y por mi mujer. La mujer no era otra que Frau Anders.

Apresuradamente mi esposa me explicó su presencia. Fui a la habitación trasera, donde encontré a Frau Anders sentada en una silla de madera, rodeada de varias maletas pequeñas a sus pies.

– Sabes que no hubiera venido -empezó, en tono resentido-. Todavía tengo orgullo.

– Lo sé, lo sé -dije, resignadamente-. Un gran desastre cancela todas las querellas privadas. Mi casa es tuya.

Rió amargamente.

– Todas tus casas, ¿eh?… ¡Oh!, perdona… Debes permitirme permanecer aquí por un tiempo, Hippolyte. Se están llevando a todo el mundo. Al principio era sólo a algunos, pero ahora, ahora a todos. Ninguno de los que se van regresa, lo sé; ¡puedo presentirlo!

– No hace falta que te expliques, querida -dije-. Y, cálmate. ¿Dijiste a alguien que venías aquí?

– A nadie.

– Entonces puedes estar todo el tiempo que creas necesario, tanto tiempo como quieras.

Frau Anders suspiró, desplomándose sobre la silla. Yo no advertía diferencia alguna entre sus dos brazos, aunque tal vez se debiera a la deformada y vieja chaqueta de lana que la cubría. Sin embargo, no creí que fuera momento oportuno para preguntarle por su tratamiento durante los dos años que pasamos sin vernos.

– Ahora, quiero dormir -murmuró.

La dejé y volví con mi esposa, que miraba fijamente a través de la ventana de su habitación a un vehículo militar, lleno de soldados, estacionado en la calle.

– Ahora vamos a tener que hablarnos al oído -dijo en voz baja, mirándome-. ¿No estás enfadado conmigo, verdad?

Le imploré que no pensara eso, nunca.

«Yo cuidaré de ella», dijo. ¡Como si pudiera cuidar a alguien! Me sentí a punto de llorar por su bondad. Mi esposa no pensó en absoluto en los terribles castigos que nos podrían infligir si éramos descubiertos por el ejército, que constantemente buscaba en las casas a desafortunados fugitivos como Frau Anders. Como comprenderán, no sabía nada de mis antiguas relaciones con Frau Anders: sólo que alguna vez nos conocimos. Mis motivos personales eran más poderosos. Sin embargo, llamarlos generosidad y coraje sería adularme. No podía evadir el riesgo de mi propia vida, cuando previamente había puesto la de Frau Anders bajo los riesgos de la esclavitud y el asesinato. Generosidad parece un término inadecuado para designar la ayuda dada a una persona a quien se ha negado tanto. Mi vieja amante estuvo con nosotros durante varios meses, sin dejar el apartamento una sola vez. Mi esposa pasaba con ella la mayor parte del día, en la habitación trasera. Frau Anders no había perdido su vieja cualidad de ser agradable compañía y buena confidente. Yo solía sentarme en la sala, tratando de escuchar el sonido de sus murmullos; a veces, oía la risa juvenil de mi esposa. Ella, generalmente tan callada, parecía airearse con esta triste compañía. No se deprimió, como temí, por las viejas heridas y las penosas circunstancias de Frau Anders. A Frau Anders, en cambio, nunca la oí reír; el miedo la había vuelto muda.

Me resultaba extrañísimo que Frau Anders estuviera en mi apartamento. Yo había escapado, con mayor o menor éxito, a todas sus trampas anteriores. Me había imaginado perseguido por ella, hasta que llegó otra vez a mi puerta, ahora con la justificación oficial de su propia persecución. El fantasma que me había acechado durante tanto tiempo, ahora se había instalado en mi casa, con un permiso de entrada que no podía negar.

Sin embargo, evité todas las oportunidades de estar a solas con ella. No podía imaginar qué nuevas demandas o qué nuevos reproches me haría. Quizás un día, cuando yo saliera del W. C., vendría a mi encuentro a proponerme que la llevara a mis espaldas, a través de las laberínticas cloacas de la ciudad, hacia la libertad. No me hubiera extrañado tampoco que una noche, durante la cena, me pidiera que asesinara al comandante enemigo de la ciudad. O podía también solicitarme que buscara a su antiguo marido, para poder explicarle que, pese a todos sus esfuerzos, seguía siendo judía. Afortunadamente, nada de esto sucedió. Después de que el vecindario fuera inspeccionado varias veces, a medianoche, y los soldados entraran en nuestro propio apartamento, en la mismísima habitación donde Frau Anders estaba agazapada en un baúl, su terror sobrepasó los límites de nuestro apartamento, y me imploró que buscara un refugio mejor. Así lo hice -un ingenioso escondrijo que describiré más adelante- y mi esposa y yo quedamos solos.

Me sentí apenado al perder a Frau Anders como huésped, por lo que ella suponía para mi esposa. A veces me preocupaba, porque mi esposa debía sentirse sola en la capital, donde no tenía ni amigos ni parientes. No parecía sentirse sola. Pero cuando observé su felicidad por la compañía de Frau Anders, comprendí que podía ser mucho más feliz de lo que era. Se me ocurrió que quizás quería tener un niño. Pero no me pareció suficientemente madura; ella misma era una niña. Desatinadamente, pensé que habría tiempo suficiente, confiando excesivamente en el destino y en nuestra longevidad. Por otra parte, deseaba prolongar la paz y la pureza de nuestras relaciones.

Podrían imaginar que, como respetaba la virginidad de mi esposa, procuraba satisfacerme fuera de casa. No era así. Quería ser fiel a mi esposa, como esperaba lo fuera conmigo. Era muy conveniente: al ser fiel a mi esposa, era al mismo tiempo fiel conmigo mismo.

Durante este tiempo, clarifiqué mis ideas acerca de la esencia del amor a uno mismo.

Pido al lector que no me desapruebe. No creo que exista vanidad en las siguientes reflexiones.

Razoné de la siguiente manera: el criterio de amor sobre el que todos podemos estar de acuerdo, es la intensidad. El amor eleva la temperatura del espíritu; es una especie de fiebre. Los hombres aman para sentirse vivos. Y no se limitan simplemente a amar. También por eso van a la guerra. Si la guerra no satisficiera un deseo elemental -no el deseo de descubrir, que es superficial, sino el deseo de encontrarse en estado de tensión, para sentir con mayor intensidad- la práctica de la guerra se hubiera probado una vez, para quedar abandonada. Los hombres, acertadamente, consideran sus propias muertes como un precio no demasiado alto por sentirse vivos.

La guerra nunca falla. Pero el amor falla siempre. ¿Por qué? Porque en el fondo yace el deseo de incorporación. El amante no busca un ser amado, sino la extensión en profundidad de su propio ser. Pero de esta forma, añade un nuevo peso a su propia carga, cargando ahora también con la otra persona.

Una posible solución al amor es el odio. Al odiar, nos desprendemos de la carga, pero entonces nos sentimos disminuidos, pesando la mitad de lo que ya nos habíamos acostumbrado a pesar.

La solución mejor es la separación: ni amor ni odio hacia los otros, ni asumir cargas ni desprenderse de ellas. El único objetivo apropiado, tanto para el amor como para uno mismo, es uno mismo. Entonces podemos tener la confianza de que no nos estamos equivocando, al pagar el tributo de nuestros sentimientos. Podemos estar seguros de que el objeto no se fugará, cambiará o morirá. Sólo así quedamos satisfechos.

A esta línea de razonamientos añadiré una anécdota.

Una tarde, varios meses después de la partida de Frau Anders, mi esposa y yo estábamos sentados junto a una ventana de nuestro apartamento. Al otro lado del patio, una vecina lavaba ropas. Estábamos atentos a los movimientos de sus rollizos brazos rojos, que entraban y salían con fuerza del lavadero.

Cuando hubo terminado y tendido su ropa, entró, sin vaciar el lavadero. Vimos la ropa que había lavado, agitándose en el viento. Detrás de una gran sábana blanca, emergió una oscura figura, coronada por una gorra. Era el desgarbado muchacho que solía traernos el carbón. Miró hacia nuestra ventana. Durante un buen rato, permaneció en su lugar, mirándonos, y después, lentamente, empezó a retroceder. No vio el lavadero que estaba detrás, tropezó, perdió el equilibrio y cayó adentro. Mi esposa miró y sonrió.

El muchacho estaba sentado en medio de un charco de agua caliente que hizo chorrear, sobre su agradable cara y sobre sus ropas, el polvillo del carbón que transportaba. Entonces, renegando, se levantó, apoyándose contra la pared, medio sentado sobre una bicicleta amarilla recostada allí, que pertenecía a mi esposa. Se limpió las narices y echó una mirada a nuestra ventana. Por un momento desapareció, para regresar otra vez al sitio donde estaba, mascando algo, y permaneció allí mientras empezaba a anochecer.

Al oscurecer, dije a mi esposa que fuera hasta allí, y lo invitara a cenar con nosotros. Preparó una sencilla cena, a base de pan, patatas hervidas, rábanos y queso, que comí de muy buena gana. El muchacho miraba intencionadamente a mi esposa, y ella rehuía su mirada, bajando la vista.

Fue al repartidor de carbón a quien encargué que cuidara a mi esposa, alabando sus encantos, el primero de los cuales era su pureza. Ninguno de los dos replicó a mi elocuencia. Dije que iba a dar un paseo, quizás a ver una película, y lo invité a que se quedara en casa. Cuando regresé, a medianoche, el muchacho se había ido y mi esposa estaba en su cama, durmiendo. A la mañana siguiente, como ella no mencionó el tema de la noche anterior, tampoco lo hice yo; me abstuve de examinar las sábanas, buscando huellas del joven del carbón.

Mi segunda línea de razonamientos sobre el tema del amor a uno mismo, será más breve que la primera.

Cada cambio de emoción es experimentado como una revigorización momentánea, pero este destello de sentimientos es falaz. Es el preludio de una disminución del vigor, que ocurre al advertir la dependencia de nuestros sentimientos de algo o alguien externo a nosotros. El verdadero vigor resulta únicamente del conocimiento de la separación.

Comunidad, amistad, amor, son expedientes provisionales, inventados porque los hombres no pueden soportar sentirse separados. Es el amor, por encima de todo, quien impide nuestra habilidad para permanecer separados. Sin embargo, el amor no puede rechazarse. ¿Cómo podemos reconciliar entonces amor y separación? Amor de uno mismo.

A esta segunda línea de razonamientos añadiré también una breve historia.

Un día estaba desnudo, delante de mi espejo.

Durante un tiempo, solía quitarme las ropas de día. Dado que, vestido, me siento tranquilo e indiferenciado, mi espejo me confronta con el sabor de mí mismo, que es agudo y salino.

Cuando mi esposa entró en la habitación, mi primer impulso fue cubrir mi desnudez. Pero dominé el sentimiento de incomodidad, pues era siempre absolutamente honesto, y me llevé una mano al sexo. Ella se paseó por la habitación, canturreando tranquilamente a media voz.

Pensé en tres cosas: el huevo, la mariposa y la lluvia.

Cuando alcancé el clímax de mi meditación, mi esposa se acercó y me secó con una toalla.

Mi tercera línea de razonamiento era ésta.

Pienso mejor cuando pienso en una sola cosa, siento con más profundidad cuando siento una sola cosa. Si pudiera remodelar mi cuerpo, sería de dimensiones celestiales, de modo que las ciudades de los hombres aparecieran ante mí como diminutas manchas. O bien, lo haría tan pequeño, que sólo pudiera ver una hojita de hierba. Con cuánto amor examinaría esta hojita de hierba. Acariciaría su tallo, me adentraría en sus oscuros pliegues, me frotaría contra su verde costado.

Hay dos grandes pasiones en mi naturaleza. Me gusta concentrarme en algún problema pequeño, y me gusta ser sorprendido. Pero nadie es tan pequeño como yo. Y nadie me sorprende tanto, tampoco.

Mi tercera historia:

Frau Anders había partido. Estaba inmensa, egoístamente aliviado de que tuviera que esconderse, mientras yo estaba a salvo, de que ella estuviera huyendo, pero no de mí. Paseaba por las calles sin rumbo fijo, cada tarde, hasta el toque de queda, alegrándome de no tener por qué huir.

Entonces, en la vacuidad de mi ingenio, golpeé a un mendigo que pasaba. El no me había hecho nada; no lo conocía. ¿A quién se parecía? No lo sé.

El carnicero, saliendo de su tienda, me cogió por la oreja. Las maldiciones caen como gotas de la dorada testa del caballo. Se reunió una multitud de tenderos y amas de casa. Vino un policía con su porra.

Alguien, entre la multitud, me ofreció un revólver, indicándome que debía correr. Pero yo no deseaba la muerte del mundo, ni de ninguna persona.

Por lo tanto, me dirigí hacia el policía. Tomaron mis huellas, me interrogaron, aquella noche me encerraron y a la siguiente mañana me liberaron.

Mi cuarta y última línea de razonamiento es la siguiente.

El hombre se esfuerza por ser bueno; maldad es sólo el nombre de la bondad para alguna gente. La esencia de la bondad es la monotonía. Notad, por favor, que digo monotonía, no consistencia, que tantos, incorrectamente, creen el sine qua non del buen carácter.

De la monotonía surge la pureza. Esta es la razón por la que casarse con una mujer es mejor, más puro, que la poligamia. Pero la monogamia es polígama, cuando se enfrenta a la pureza del amor a sí mismo.

¿Qué es más monótono que uno mismo?

Una pequeña historia: la noche en que Frau Anders partió, soñé por tres veces el mismo sueño. En este sueño me paseaba por un mar helado.

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