Jean-Jacques había cambiado, era indudable. Ignoro si fue la fama, la edad madura o la estabilidad financiera lo que mudó su carácter. De todos modos, adquirió un aspecto decididamente blando y complaciente para mí.
Su condescendencia se tradujo incluso en cargos políticos graves de colaboración con el enemigo que, por lo que se rumoreaba, podían volverse contra él. Creía que la selección de su última novela para uno de los más prestigiosos premios literarios anuales, cuyo jurado agrupaba a algunos veteranos de la resistencia, le ayudaría mucho a limpiar su nombre. Pero las acusaciones continuaban rumoreándose y Jean-Jacques fue dos veces a la jefatura de policía, para contestar unos interrogatorios vagos y confusos, un estigma vergonzoso.
Las noticias sobre las dificultades de Jean-Jacques me llevaron a reanudar mi relación con él. Hasta algunos meses después de la muerte de mi esposa, no podía soportar la idea de verlo. No podía dejar de considerarlo parcialmente culpable de los desafortunados sucesos de aquella noche fatal, y el hecho de que no hiciera ningún esfuerzo para verme, después del entierro, confirmaba la infeliz revelación de su actitud hacia mí. Pero al enterarme de que podía encontrarse en serio peligro, decidí llamarlo, y nuestra amistad se reanudó de manera fría y cautelosa. Solíamos encontrarnos en su habitación o en la mía, o en algún restaurante para comer o cenar. Jean-Jacques había cambiado tanto, que raramente pasaba un momento en los cafés, excepto cuando debía encontrarse con algún traductor o un joven escritor con quien previamente había convenido la cita.
También sus hábitos habían cambiado. La edad volvía agriamente impropias e inconvenientes sus salidas nocturnas, que practicara antiguamente. Sin embargo, no debí suponer que Jean-Jacques había abandonado sus hábitos galantes y promiscuos. Imaginen entonces mi aturdimiento cuando, una noche que nos reunimos para cenar, me dijo que, aproximadamente un año después de la muerte de mi esposa, se había enamorado, y que por primera vez en su vida había aceptado que alguien viviera con él. Describió al objeto de sus afecciones, un joven griego, estudiante de teología, con un ardor tal, que no podía dejar de convencerme del cambio que esto suponía en él. Poco después me presentó al joven, que me pareció más frío que encantador. Dimitri tenía el pelo ensortijado y negro, llevaba gafas y hablaba mucho de su madre y de un confuso cisma en la Iglesia Ortodoxa, sobre el que estaba escribiendo su tesis. ¡Una oportunidad inigualable para Jean-Jacques! No me sorprendió saber después que había abandonado a Jean-Jacques, aunque sí que mi amigo estuviera tan abatido.
Debo admitir que ni la enfermedad amorosa de Jean-Jacques, ni su nuevo estilo de respetabilidad, me conmovieron. Sentía gran rencor hacia él, por su complicidad en la muerte de mi esposa, aunque no podía culparlo de nada en particular. ¿Qué había hecho aquella noche, sino mostrarse entretenido, justamente para lo que yo lo había invitado? Continuaba siendo todavía bastante amable, aunque sus chistes eran menos frecuentes y parecía menos predispuesto a escuchar los sucesos de mi último sueño.
He aquí la última conversación, o, mejor, dos conversaciones con Jean-Jacques, que tuvieron lugar dieciocho meses después de la muerte de mi esposa. Escribí en mi diario:
«Diciembre, 5. Hoy, mientras caminaba buscando a Jean-Jacques, esperaba un acto completo, pues nuestros últimos encuentros han quedado inconclusos.
»Pensé en la violencia, pues no podía existir una conclusión satisfactoria a una discusión con él. Me gana siempre por palabras.
»Pensé en la traición. Podía ir a la policía y denunciarlo por sus aventuras en el mercado negro, por el asunto del coronel de la SS y por otras muchas cosas que él, despreocupadamente, me había contado. Deseaba ser capaz de un acto así. Pero dudaba que fuera beneficioso para Jean-Jacques encontrarse encerrado en una celda.
»Ojalá existiera todavía en nuestro país aquella venerable y feliz costumbre, el duelo, como medio satisfactorio de zanjar una disputa o, simplemente, un sentimiento de descontento entre dos hombres de honor que no se odian. Mientras caminaba, iba imaginando este duelo, pero no podía encontrar el arma -¿sable?, ¿pistola?, ¿cuchillo?, ¿navaja?- adecuado para nosotros. Nuestras armas habían sido siempre las palabras, que me herían mucho más a mí que a él. Por ejemplo, en el duelo que sigue, que tuvo lugar en mi mente, era yo quien empezaba:
Ataque
Yo: No tomo en serio tus sentimientos.
Jean-Jacques: Son demasiado complicados para eso.
Yo: Eres vanidoso.
Jean-Jacques: Soy homosexual y escritor, las dos cosas profesionalmente aceptadas y queridas.
Yo: Pero te limitas a representar la parte de homosexual.
Jean-Jacques: La diferencia es sutil, pero no importante.
Yo: Eres un turista de las sensaciones.
Jean-Jacques: Es mejor un turista que un taxidermista.
Lancé una mirada de triunfo sobre mi adversario, pues estaba satisfecho de mi representación. Pero Jean-Jacques no se limitó a defenderse. Procedió a atacarme.
Contra-Ataque
Yo: Edificas tan alto que la base de esta estructura tan inestable y caprichosa está destinada a desmoronarse.
Jean-Jacques: Tú, construyes tan bajo.
Yo: Eres un chismoso.
Jean-Jacques: Tu pasión es coleccionar consejos y reprobaciones.
Yo: Eres un villano.
Jean-Jacques: Y tú un impotente adorador de villanos.
Yo: Eres un frívolo.
Jean-Jacques: Has empezado a hartarme.
En este momento, duramente herido, me retiré del imaginario campo del honor. Como ya sabía, el duelo verbal no suele tener desenlace. Sólo la violencia física o un acto de inmerecida generosidad pueden tener término. Hoy mis sentimientos eran demasiado flexibles para arriesgarme a un encuentro más directo. Mientras el duelo verbal concluía en mi imaginación, pasé frente a una oficina de correos. Me detuve para enviar un pneumatique a Jean-Jacques, diciéndole que me era imposible verlo aquel día, y pasé toda la tarde en un club de ajedrez.»
Al final de aquel día, recuerdo, las heridas, que después de todo me había infligido yo mismo, habían cicatrizado. El bienvenido espíritu de objetividad había tomado posesión de mí y podía observar el transcurso de los hechos sin dolor. Observé que lo interesante de esta imaginaria conversación era que ambos interlocutores dijeran la verdad. Las armas de ambos estaban bien afiladas y dirigidas. Sabía que ya no era capaz de divertir a Jean-Jacques, probablemente desde que me casé, una decisión que él fue incapaz de comprender. Jean-Jacques no apreciaba los climas sutiles y la revolución de mi vida; para él, era como si yo hubiera emprendido viaje en una trilladora y, desde su punto de vista, esta descripción era correcta. Mis golpes, sin embargo, eran igualmente justos. Es cierto que él se manifestaba frívolo, vanidoso, infiel y homosexual principalmente por lealtad al espíritu de exageración. Juntos nos habíamos convertido en el más desigual par de amigos.
La próxima vez que nos vimos, yo fui a buscarlo a su habitación. Jean-Jacques estaba delante de su escritorio, bañando sus pies en una jofaina de agua caliente y recortando fotografías de una revista deportiva con una hoja de afeitar. Parecía aburrido y me saludó distraídamente. Mi rencor se había desvanecido y recordaba entonces mi viejo afecto por él. Pero el impulso de violencia que yo había ahogado, era contagioso. Observé que él deseaba acusarme.
– ¿Por qué no hablas? -dije.
Su aspecto era abatido. Creí que estaba resfriado.
– ¿Por qué debo hablar? -replicó agriamente-. Tú puedes hablar sin mí.
– Pero esta mañana no tengo nada que decir. Creo que me he decidido a hacer algo.
– No te creo -dijo, sonándose con fuerza y contemplando largo rato su pañuelo.
– ¿Cómo pasas tus mañanas?
– Escribiendo cartas. Rompiéndolas. Orinando en mi orinal. Decidiendo dejarme el bigote.
– Vamos, vamos -dije, divertido con este nuevo y curioso aspecto de Jean-Jacques, que antes nunca había conocido.
– Te diré de qué se trata. ¿Por qué no? Tú eres el héroe de la obra, una comedia, en la que he estado trabajando durante más de un año -dijo-. Junto con otras cosas, por supuesto. Esta mañana he dejado la obra. No puedo competir con tu naturaleza.
– Quizá lo que no puedes es escribir piezas de teatro.
– ¡Eso no! Mi talento está intacto. Se trata del tema -me dijo Jean-Jacques-. Tú eres un gran fragmento cómico.
– ¿Por qué un fragmento?
– Porque ninguna vida te ha completado -explicó-. Eres un personaje sin historia. Eres un objet trouvé autofabricado. Eres tu propia idea, pensada por ti mismo. -Volvió a sonar sus narices-. Salvo que tu carácter se complete a sí mismo en estos sueños de los que siempre hablas.
– No -respondí confusamente-, mis sueños me anulan.
– ¡Y tu forma de analizarte! -dijo, agudamente-. No tengo ninguna objeción contra alguien que pasa su vida frente a un espejo; yo mismo paso muchos ratos frente al mío. Pero no puedo aprobar la timidez de tu propia contemplación. Estás enamorado de tus sueños, pero no los posees. En lugar de esto te anulas, hurgando tu propia vida soñolienta, llorando sobre su cuna, deplorándola, temiéndola, anhelándola perpetuamente.
– No -dije-, no me reconozco en tu descripción. Excepto por un detalle. El hombre enamorado de la idea de sí mismo está buscando continuamente héroes ante quienes inclinarse, humillarse, ya que oscila entre la autoestimación y la autocondenación. Para mí este héroe has sido tú. Sin embargo, yo he renunciado a ti.
– Bien, bien -sonrió Jean-Jacques-. ¿Esto es una declaración de independencia? ¿Mi objet trouvé baja de mi pedestal?
– Tus palabras no me hieren. Seamos amigos.
– Ahora que la guerra ha terminado y aquellos encarnizados brutos, nuestros enemigos, se han retirado, quiero dejar la ciudad por un tiempo. -Me miró-. Estoy cansado.
Comprendía que la verdadera razón de su deseo de abandonar la ciudad era la esperanza de que, entre tanto, los rumores peligrosos e indeseables y las sospechas se desvanecieran. Sin embargo, tomé seriamente su observación, sabiendo que Jean-Jacques, al estar tan lleno de contradicciones, no podía expresar una verdad total sobre sus propios sentimientos, aun cuando lo pretendiera. Empecé a explicarle lo inútil que era aburrirse, pero él agitó su mano en señal de impaciencia.
– Tengo que pedirte dinero, viejo Mecenas -dijo-. Mi vocación de escritor me llama al campo. -Esbozó una pequeña mueca-. Tú conoces mis habituales fuentes de ingresos. En el viaje, cesarán. No me considero capaz de seducir a aquellos granjeros de pesadas botas ni de robar en las alcancías de las iglesias.
¡Otra mentira! Sabía que esto no era cierto. Además de la pequeña cantidad de dinero que yo había depositado en su cuenta algunos años atrás, él había obtenido algún dinero con sus libros, y fuentes de ingreso como la prostitución o el robo, que practicó años antes de conocerme, hacía ya tiempo no las practicaba.
– ¿Por qué debo darte dinero? -dije, molesto por su decidida forma de dar por establecida mi buena disposición.
– ¿Y por qué no ibas a hacerlo, mi pequeño soñador?
– No te muestres afectuoso conmigo. No te corresponde.
– No puedo contenerme, porque estamos a punto de despedirnos por un largo período.
– Si te dejo ese dinero, ¿estarás menos áspero? ¿Serás honesto conmigo desde ahora, aunque no volvamos a vernos? ¿Habremos saldado finalmente nuestras cuentas?
– Sí -respondió con gravedad-. ¿Por qué crees que sigo siendo amistoso contigo?
– Entonces te daré el dinero. ¿Dónde vas a ir?
Retiró sus pies de la jofaina y comenzó a secarlos.
– Necesito sentirme peregrino -repuso-. Estoy pensando en un lugar cercano a la famosa gruta del sur, donde los cojos van a deshacerse de sus muletas y los tuberculosos se arrodillan al sol para blanquear sus pulmones.
Se puso los zapatos, después el abrigo y me tomó del brazo. Nos dirigimos a la puerta.
– Me apena que tengamos que separarnos -dije.
– Tú ya no me necesitas -replicó lánguidamente.
Nos encaminamos hacia mi banco. Hice gestiones para transferir una razonable suma de dinero a Jean-Jacques en forma de carta de crédito. Después de comprar un billete de tren y algunas maletas, lo acompañé a su apartamento para ayudarlo a preparar su equipaje. No lo vi partir cuando, dos días más tarde, dejó la ciudad.
Me sentí contento cuando Jean-Jacques se fue, aunque sabía que eso no suponía el fin de nuestra amistad.
Ah, qué invierno más sombrío aquél. Terriblemente frío, escaso de alimentos, con misteriosos incendios y robos en el vecindario en que vivía, viejos amigos que desaparecían y reaparición de quienes ya habían sido confirmados como muertos. Me sentí enfermo y permanecí en cama durante varios meses, saboreando toda la voluptuosidad de mi enfermedad. Fue entonces cuando volví por entero a la contemplación de mis sueños.
Durante los cuatro años de mi matrimonio y los dos que siguieron a la muerte de mi esposa, se habían producido varios sueños nuevos, con interesantes variaciones, segundas, terceras y cuartas ediciones de cada uno. Recuerdo particularmente el «sueño del cojín rojo», «el sueño de la ventana rota», «el sueño de los zapatos pesados», «el sueño del arsenal». El hombre del bañador negro aparecía ocasionalmente para aconsejarme o reprobarme, o haciendo peticiones arbitrarias para mi limitada capacidad física.
El primero de ellos, el «sueño del cojín rojo» fue un sueño tranquilo y pacífico. Yo me presentaba ante un juez que me sentenciaba a supervisar una prisión de delincuentes juveniles. Mi administración fue primordialmente humana. Me sentaba en una silla giratoria, en el centro del patio, recostándome sobre un cojín rojo, y cumplía sistemáticamente mi cometido. La silla, de mi propia invención, se movía muy lentamente. Ocurrían demasiadas cosas a mi espalda, de las que era consciente sólo a medias. Pero mientras los jóvenes no se comportaran violentamente, prefería no intervenir.
En «el sueño de la ventana rota», yo actuaba en una película, desempeñando el papel de un ama de casa. El director me explicó en detalle la parte que me correspondía representar y me advirtió que no dijese ni una palabra más de las necesarias. Yo barría el suelo, limpiaba los muebles, quitaba el polvo a los libros y sacaba la cera depositada en el interior de los candelabros. Pueden imaginar mi disgusto cuando, inadvertidamente, en el curso de mis labores, rompí uno de los paneles de las ventanas y fue necesario volver a rodar toda la escena.
En «el sueño de los zapatos pesados», caminaba buscando a Jean-Jacques, que había sido sorprendido en un acto indecente con un tonto del pueblo y había abandonado el lugar. Recuerdo los hombros redondeados y las rodillas sucias del idiota, los viejos pantalones color café que vestía, sus sucios calzoncillos, y, particularmente, los pesados zapatos de piel, varias medidas mayores de los que en realidad le correspondían, con los que paseaba a lo largo del sueño. Declaré ante las autoridades a favor de Jean-Jacques y fue absuelto.
En «el sueño del arsenal», estaba dedicado a preparar una enorme bomba que debía ser lanzada sobre el enemigo. El hombre del bañador negro llegó para examinar los adelantos de mi trabajo, e indicó que habíamos construido un reflector, en lugar de una bomba Afirmó que una tarea mal ejecutada podía apreciarse a cierta distancia, y que la sospecha de nuestras acciones irresponsables lo había traído aquí desde su cuartel, a muchos kilómetros de distancia.
El tema de mis sueños era con frecuencia el crimen y el castigo. Supongo que me castigaba a mí mismo por el juicio que la sociedad, sin duda superficialmente, no me había impuesto. Una vez, más de una vez, yo había hecho mal alguna cosa. Pero me había equivocado al no proveerme de un centro de fuerza contra la que los demás pudieran reaccionar. Mi vida cotidiana había perdido peso y mis sueños seguían burlándose de mí con sus descripciones de esfuerzos metódicos e inútiles. La serenidad que había elegido felizmente para mi vida, aparecía en mis sueños envuelta en la insalubre luz de la perplejidad, la dependencia, el desorden, la pasividad.
Hubo un sueño que me proporcionó una clave diferente. Este sueño, por la forma en que voy a referirlo, sin desarrollarlo totalmente, será llamado «el sueño literario». En él yo era mi famoso homónimo de mito y drama, inclinado al celibato. Frau Anders era mi voluptuosa madrastra. Pero ya que ésta es una moderna versión de la historia, no la menosprecio. Acepto sus ventajas, la disfruto, y después la hago desaparecer. Sin embargo, fui castigado. Como la diosa, en la obertura de la antigua comedia, declara: aquellos que desatienden el poder de Eros serán castigados. Tal vez es éste el significado, o uno, de todos mis sueños.
Así es que, durante el matrimonio, mis sueños no fueron menos interesantes. Pero los observaba más distantemente. Ahora era capaz de preguntarme si mis sueños eran un hábito o una compulsión. Los hábitos se cultivan. Ante las compulsiones nos rendimos. Quizá una compulsión sea sólo un hábito ahogado.
Mis sueños, que empezaron como una compulsión, se habían transformado en hábito; más tarde, el hábito empezó a degenerar, parodiándose a sí mismo. Sin notar el cambio ni reparar en su mal olor, el olor de la ruina, permanecía complacidamente en lo que consideraba el amplio florecimiento de mi propia poesía. Poco me alarmó, aunque me causó gran pena. Este plácido estado de cosas tuvo, sin embargo, un abrupto fin, a raíz de un sueño, dos años después de la muerte de mi esposa, el único de todos mis sueños que puedo titular propiamente una pesadilla.
Soñé que me encontraba en medio de una multitud, ascendiendo por la ladera de una colina hacia una suerte de parque de atracciones. La colina acababa en un acantilado o precipicio. Mis compañeros comenzaron a descender mediante clavos de hierro que hundían en la roca, con la misma facilidad que si estuvieran bajando por escaleras. Pero yo no encontraba el modo de bajar. Me demoré, seguro de que no iba a poder componérmelas para dar término a aquel escarpado descenso, de que me desvanecería y acabaría cayendo. Por fin logré descender por mí mismo una parte del camino, y entonces me detuve, sobrecogido por el terror, en un pequeño rellano, incapaz de seguir hacia arriba o hacia abajo.
Recuerdo haber pensado que antes ya había intentado aquel descenso y que, también entonces, me creí incapaz de realizarlo.
Instantes después, sin embargo, estaba en el suelo, moviéndome entre los que ya habían descendido. Era una especie de circo cubierto de asfalto, pero sin asientos y vallado, como una cancha de balonvolea. En el centro del circo, bastante apartadas del público, había tres personas, dos hombres y una mujer.
Inmediatamente imaginé, por sus vestidos escasos, sus brazos y piernas desnudos, que eran acróbatas. Por su proximidad y la conversación que mantenían, absortos unos con otros e indiferentes a la multitud que los rodeaba, supuse que debían ser extranjeros.
Empezaron a caminar, alejándose del centro y siguiendo cada uno con su conversación. Pero después de andar pocos pasos, uno de ellos tropezó, cojeó y se sentó en el suelo para examinar su pierna. Vi que tenía una rara herida en el cráneo. Entonces me acerqué para mirarlo más de cerca, y comprendí que su herida era más grave de lo que había supuesto: la herida se prolongaba en una desagradable protuberancia carnosa de forma cilíndrica.
El hombre y la mujer estaban junto a él, intentando protegerlo, mostrando una gran preocupación. Oí que el otro hombre se decía a sí mismo: «No, no puede actuar en estas condiciones.» Miró hacia el público, señaló a uno de los espectadores y se dirigió directamente a él.
– ¿Sería usted tan amable? -dijo.
El espectador dio una respuesta algo vaga y poco comprometedora.
– Por favor, ayude -dijo el acróbata-. Ya ve usted lo mal herido que está.
El acróbata herido estaba todavía sentado, sosteniendo y contemplando su maltrecha pierna. La mujer permanecía a su lado y observaba el progreso de los ruegos del otro acróbata. Este, el hombre que suplicaba ayuda al espectador, era seguramente el jefe del grupo.
– Bien, de acuerdo -dijo el espectador-. Ayudaré, si puedo. Pero no tengo mucho tiempo.
– Sólo será un momento -dijo el acróbata, y se volvió para sonreír a la mujer y a su compañero, tendido en el suelo.
El espectador preguntó qué debía hacer.
– Esto -dijo el acróbata, sacando una navaja de su bolsillo-. Simplemente, permanecer donde está.
El acróbata, con su navaja en la mano, se aproximó al espectador, y empezó a hacer algo con él. Con la navaja trazaba, sobre su cuerpo y su cara, una serie de líneas verticales y horizontales. Describió una larga línea hacia abajo, en la mitad del torso, una a través de la garganta, otra a través de la cintura y otra a lo ancho del pecho. En la cara, hizo un corte vertical desde el límite de su pelo hasta la barbilla; y dos incisiones horizontales, una desde la piel inmediatamente inferior a la oreja izquierda, a través de la cara, bajo los ojos, hasta la parte superior de la oreja derecha, y otra desde la piel de la base de la oreja izquierda, a través de la cara sobre el labio superior, hasta la piel situada en la base de la oreja derecha.
Yo observaba, extrañamente sorprendido. No era tan sólo que no hubiera sangre, sino que el espectador no exhaló una sola palabra de dolor o reproche, pero yo podía ver que el acróbata no estaba sólo dibujando con su navaja o marcando suavemente la piel, sino cortando profundamente, de modo que la carne se separaba bajo sus trazos.
El espectador permanecía pacientemente inmóvil, mientras el acróbata trabajaba en silencio con su navaja. Habiendo terminado con la cara del espectador, retrocedió unos pasos, como si quisiera contemplar su trabajo. Entonces, velozmente, oprimió sus dedos sobre el rostro del espectador y estiró la carne separada y seccionada del cráneo. Me agité horrorizado. «¿Nadie lo va a detener?», estuve a punto de gritar. Cuando el acróbata retiró sus dedos, la cara del espectador se compuso, aunque las señales que el acróbata había trazado eran visibles todavía.
– Es sólo una prueba -explicó el acróbata sonriendo.
Viendo que el espectador se mantenía tan sereno, pensé que quizás no le estaba haciendo ningún daño. No había acabado de pensar esto, cuando vi que yo era el espectador. Estaba tendido con la cara sobre el suelo y los ojos cerrados, y sentía la navaja describiendo líneas verticales y horizontales sobre mi espalda y mis nalgas. No era doloroso. Cosquilleaba un poco, y en algunos momentos llegaba a ser agradable. Algunos arañazos y sensaciones similares hicieron que me acusara de hipócrita, por pretender disfrutar lo que era en sí atormentador. Pero no recuerdo haber sufrido ningún daño.
Quizá estaba realmente preocupado por lo que sucedía con mi cuerpo, más de lo que yo mismo admitía, pues no permanecí mucho tiempo en aquel papel. Otra vez, repentinamente, volvía a confundirme entre la masa de gente, observaba al acróbata haciendo con su navaja las últimas incisiones en el primer espectador.
El acróbata se dirigió al espectador, que estaba tendido sobre su espalda, incapacitado ya de moverse sin ayuda, hasta de hablar.
– Ya está, casi he terminado. No se preocupe, sólo queda una cosa por hacer.
El espectador pareció comprender y se sintió confortado por la afirmación del acróbata de que su prueba estaba prácticamente concluida. También yo me sentí reconfortado y me incliné hacia delante, sin molestar, para observar lo que el acróbata hacía a continuación.
Tomó en sus brazos el cuerpo del espectador y lo levantó hacia arriba, donde lo mantuvo erguido como un arbusto que se ha llevado a una tierra nueva, para replantarlo. El cuerpo del espectador permanecía firme, ladeándose suavemente. Una tímida expresión esperanzada en sus ojos era el único signo de vida en aquel cuerpo rígido.
– Sólo una cosa más -dijo el acróbata en su tono suave y consolador-. Por favor, sea paciente, no sufrirá ninguna clase de daño, y después podrá volver con sus amigos.
Con sus ojos, el espectador dio muestras de gratitud.
– Sólo una cosa más -dijo el acróbata-. No puedo expresarle cuan agradecidos le estamos, mis compañeros y yo. Usted estará contento de habernos ayudado.
Esperé, deseando que aquella ominosa operación acabara enseguida y dejara al espectador ileso.
– Sólo una pequeña cosa todavía -dijo el acróbata.
Entonces, con un movimiento rápido y seguro, aferró por ambos lados la cabeza del espectador. Con una mano tiró violentamente hacia la izquierda, mientras con la otra hacía un gesto idéntico a la derecha. Primero, el cráneo se partió, después el cuerpo del espectador, con el más rápido y suave quejido. Las dos mitades del cuerpo, limpiamente separadas, se desplomaron rígidamente sobre el suelo.
El destino del espectador me llenó de indignación y angustia. El espectador había sido excesivamente confiado, demasiado complaciente. Y durante todo aquel tiempo, el acróbata había estado intentando asesinarlo. (Vagamente comprendí el propósito de aquel asesinato: el acróbata necesitaba un cuerpo para reemplazar el cuerpo herido de su compañero.) Nada le importaba el espectador, sino sólo la pequeña troupe de la que era jefe. El resto del público era ignorado, excepto cuando servía a los propósitos del acróbata.
Ahora me sentía afligido por haber descendido a la arena. No quería haber presenciado aquella crueldad y, volviendo mi espalda al centro del circo, desperté.
Nunca me había despertado de un sueño con tal impresión de horror. Durante varios días viví en el sueño, y reviví los sentimientos con que el sueño había terminado. Sabía, sin embargo, que la indignación era una emoción perversa y totalmente falta de provecho. Trataba de dominar mi indignación. No obstante, también pensé que quizás este ultraje era saludable, un antídoto al flemático estado de pena por la muerte de mi esposa, y un preludio necesario a la calma que estaba buscando.
Por supuesto, me satisfizo que, mientras el sueño se repetía a sí mismo en las siguientes semanas, me era posible observar los sucesos de la arena con una emoción menor. No obstante, no podía aceptar este sueño. No estaba seguro de entenderlo. Cómo podía hacerlo, cuando mi vida había sido desmembrada por la muerte de mi esposa, igual que el benévolo espectador había sido partido en dos por el acróbata.
Me interesó recordar que, durante un fragmento del sueño, yo había sido el espectador, la víctima. Mi negación a permanecer en aquel papel, ¿fue coraje o estupidez? ¿Había resistido algo que debía resistir, como la operación en mi vista en «el sueño del espejo», o el mandato del bañista que me obligaba a saltar, en «el sueño de la clase de piano»? ¿O es que no había comprendido en absoluto ninguno de mis sueños, interpretándolos como persecución y traición, cuando eran en realidad lecciones de liberación?
Los sueños de horror y protesta ocupan su lugar, pero seguramente no son nuestro objeto. Tampoco pretendemos ser principalmente (como era yo en este sueño) espectadores de grandes y terribles sucesos.
Un período de mi vida concluía con este sueño. Pensé en dejar la capital. Desde que la guerra había terminado, no había hecho uso ni una sola vez de mi libertad para viajar. Jean-Jacques me escribió una amistosa carta, desde su refugio provincial, urgiéndome a visitarlo, si no tenía nada mejor que hacer. Pero yo tenía algo mejor que hacer.
El hecho es que, a pesar de la contradicción de mi matrimonio, no había gozado de mi gusto por la soledad en los últimos años. No podía imaginar momento más oportuno para mi retiro. Con treinta y ocho años, desligado de todo, improductivo, lleno de prejuicios y hábitos solitarios. ¿Cómo podía empezar una nueva vida con otra mujer? Nunca encontraría otra tan compatible, tan amoldada a mis gustos, tan valiosa y respetada por mi afecto, como mi difunta esposa.
Pero no quería seguir viviendo en el mismo apartamento, lleno de recuerdos de mi esposa y del olor de mi propia pena. Decidí buscar unas habitaciones más espaciosas en un barrio donde nunca hubiese vivido. Entonces se me ocurrió una maravillosa idea. Existía todavía aquella vieja casa próxima al río, que había heredado de mi padre y amueblé para Frau Anders. Mi antigua amiga la había abandonado poco después de mi boda; durante los cuatro años de ocupación, la casa fue requisada y usada como centro de administración de prisioneros; desde la liberación, había estado desocupada -o casi vacía, como explicaré más adelante- y, aunque estaba en un estado de considerable deterioro, me pareció prácticamente habitable. Después de considerarlo todo, el problema podía resolverse fácilmente. Pero no debo dejar de decir que, cuando informé a mi hermano de mi propósito de habitar la casa, él se mostró muy contrario a mi proyecto. Ni ahora comprendo sus razones, pero recuerdo que no sólo trató de desanimarme (es poco práctica; es demasiado grande; eres demasiado irresponsable; las reparaciones serán demasiado costosas), sino que también me dio a entender que, de seguir con mis planes, iba a resultarle muy desagradable y aun provocativo. No podía comprender el rigor de sus argumentos, especialmente el que sostenía que la casa era demasiado grande para mí. (El había insistido rencorosamente en una carta, diciendo que la casa era suficientemente grande, incluyendo las salas, para ser utilizada como hospital o como escuela.) Viendo que él no oponía ningún obstáculo legal a mi proyecto, decidí ofenderle llevando a cabo mis planes.
El traslado fue simple, ya que no tenía muchas pertenencias. El día que tomé posesión de mi casa, fue una clara mañana de invierno con un suave manto de nieve sobre el suelo. Paseé alrededor de la casa, observando qué ventanas necesitarían cristales nuevos, recogiendo todas las botellas de vino, botas viejas, calcetines, cantimploras, ladrillos y viejas camillas que estaban esparcidas por el suelo, y amontonándolas en el jardín; después de quitar la nieve, encendí una formidable hoguera. La tarea de limpiar era agradable. Sin embargo, añoraba las paredes recientemente pintadas, entre las que nunca tuve el placer de vivir, y que heredaba desfiguradas, descoloridas, garabateadas, salpicadas, descascaradas por las balas.
Una vez instalado, comprendí que mi decisión había sido correcta, pues experimenté la paz y el ánimo que sólo sigue a las buenas decisiones. Una vida rigurosamente independiente, para la que contaría con todo el espacio que necesitaban mis extravagantes y secretos proyectos, ahora era posible. Qué fácilmente había pasado el tiempo, qué cómodo me sentía en este espacioso y desamueblado lugar, después de haber estado confinado en las reducidas y oscuras habitaciones de mis sueños. Y tenía cosas suficientes para estar ocupado, durante un período de tiempo que podía alargarse de días a semanas, de semanas a meses, de meses a años. Seis años estuve en aquella casa. Cosí y descosí mis ideas. Escuché mis sueños. Pensé en mi esposa. Pero, si puedo confiar en mi memoria, no viví con el miedo de una repentina y vengadora aparición de Frau Anders.
Pues Frau Anders estaba conmigo. De hecho, me había precedido en la casa. Recordarán que mi esposa y yo la habíamos ocultado varios meses durante la guerra; después de que los soldados hubieran venido varias veces a nuestro edificio, y a nuestro propio apartamento, me rogó que le encontrara un nuevo refugio donde guarecerse mejor; yo se lo había conseguido, y prometí describir en un capítulo siguiente este nuevo refugio. Bien, el refugio que yo había previsto para ella -dentro de las mejores tradiciones de la novela policíaca- no era otro que su propia casa, utilizada por entonces como centro administrativo del ejército enemigo. Recordaba una habitación sin ventanas, situada en el sótano, junto a la cocina. La puerta de esta habitación se encontraba en la pared, oculta por un armario de la cocina, y sólo podía abrirse mediante un secreto cerrojo que se accionaba levantando la repisa de la parte trasera del armario. De este modo, la habitación estaba virtualmente a salvo. Advertí a Frau Anders lo desagradable que iba a resultar allí su vida, pues debería soportar todos los ruidos que se produjeran a su alrededor y la continua oscuridad. Entrada la noche, podía salir a la cocina y obtener una pequeña cantidad de comida, pero debía tener cuidado en no tomar demasiada, ni algo cuya pérdida pudiera advertirse, y a la misma hora podría deshacerse de sus excrementos, yendo al jardín y enterrándolos en el suelo. Aun después de haberla convencido de que iba a estar a salvo en aquel lugar, se mostraba horrorizada, temiendo ser descubierta cuando nos dirigiésemos a la casa. Consulté a Jean-Jacques y trazamos un sencillo plan. Yo estuve observando la casa durante cierto tiempo, para distinguir los lugares de guardia y el número de centinelas. Había dos en la fachada y uno en la parte trasera. Aguardamos la visita a la capital de uno de los ministros enemigos, un día en que casi todas las tropas de la ciudad se concentraron para desfilar. Entonces, Frau Anders, Jean-Jacques y yo nos dirigimos a la casa. Me adelanté hasta la puerta principal y entablé conversación con los centinelas. Dije que deseaba ver a cierto oficial, y me resistí a creer que su nombre no fuera conocido en aquel lugar. Después de los breves minutos que duró esta conversación, fui golpeado por una culata de fusil, derribado al suelo y despedido. Jean-Jacques se ocupó del centinela de la puerta trasera con mejor fortuna; creo que debió terminar concertando una cita con él. Al mismo tiempo, Frau Anders había logrado penetrar en la casa; y allí permaneció durante el resto de la guerra.
El día en que la capital fue liberada, acudí a la casa. Tuve alguna dificultad para conseguir que, finalmente, Frau Anders me respondiera, y resultó casi imposible persuadirla para que abandonara su encierro. Tenía un aspecto deplorable. Había estado en aquella oscura habitación durante más de dos años, sin hablar con una sola persona. Su voz era apenas audible, su mirada muy insegura, y había perdido todos sus dientes. No pareció sorprendida por el final de la guerra; dijo que siempre había esperado que un día terminara. Pero cuando la invité para que me acompañara y se alojase en mi casa, hasta encontrar una para ella, se negó rotundamente. Dijo que se avergonzaría saliendo a la calle sin dientes. Le sugerí entonces que se quedara en la casa por un tiempo, hasta acostumbrarse a un mayor grado de libertad, y que yo la visitaría a menudo y llamaría a algunos amigos para que la acompañaran, de modo que ella, gradualmente, se volviera a habituar a la sociedad humana. Seguí fielmente este programa, visitándola una vez a la semana. A mis ruegos, también Jean-Jacques la visitó en varias ocasiones; pero más tarde se negó a seguir visitándola, porque, dijo, era inútil y muy deprimente. Esperanzado aún en su rehabilitación, llamé a un dentista que le confeccionó una dentadura postiza. Pero, poco a poco, fui comprendiendo que intentaba permanecer donde estaba, si yo se lo permitía (y por supuesto, yo no tenía ninguna intención de disponer de ella). Dijo ser demasiado vieja para vivir fuera.
Frau Anders vivía en la casa cuando yo me trasladé a ella, y, dada su presencia, no es muy exacto decir que estuve completamente solo durante los seis años siguientes. Sin embargo, raramente nos veíamos, pues ella vivía en el sótano, y yo en los dos pisos superiores. Ejercía algunos deberes elementales de ama de casa para mí, y se había emancipado lo suficiente como para hacer las compras o buscar el diario. Pero aparte de las necesarias conversaciones relacionadas con la marcha de la casa, en las que a veces se mostraba bastante quisquillosa, pocas palabras nos cruzábamos.
No quiero dar la impresión de haberme abandonado a los lujos de la melancolía y la misantropía. Quizás fue melancolía lo que me llevó a aquel espacioso retiro. Pero una vez instalado en mi castillo, mi melancolía desapareció, para sentirme lleno de la vivacidad que acompaña a cualquier tarea útil que se emprende. El genuino aislamiento no es demasiado fácil para nadie, ni siquiera para quienes más lo desean; perseguía rigurosamente mi aislamiento. Quería saber si alguien podía estar realmente solo, y qué era lo esencial para seguir siendo humano. (Desde luego, no quería perder mi humanidad, mi habilidad para no estar solo, para salir de casa cuando lo deseara, como había hecho la pobre Frau Anders.) Quería un teatro donde pudiera imitar la singularidad de mis sueños.
Aunque, entonces, yo podía haber salido, pasé la mayor parte del tiempo sin hacerlo. Frau Anders hacía las compras y erraba a mi alrededor, si me mostraba enérgico. Cuando salía, no lo hacía para ir a un lugar determinado. Mis ocasionales paseos, con propósitos de ejercicio, eran enteramente voluntarios; me había deshecho de todas mis actividades, a excepción de las biológicas. Es la posesión de una actividad lo que proporciona ímpetu para salir de casa, para poder actuar de alguna forma. Cuanto mayor es el número de actividades que se poseen, mayor es también el de salidas. (En este sentido, comprendí los paseos nocturnos de Jean-Jacques, sus ágiles transformaciones.) Cuando aprendí a moverme, hasta con mayor agilidad, no me pareció necesario, en absoluto, moverme. Puesto que ninguna actividad puede condensarse en una actitud, ningún acto puede resumirse en una postura. Esto es lo que aprendí a hacer: transformar cada acto en una postura, y engarzar las posturas con una sutil vacuidad.
Comprendo que esta idea es confusa, pero es muy difícil explicar una idea que más es una danza que una secuencia de frases. Tomemos como ejemplo el asesinato. Ahora me parece que Jean-Jacques asesinó a mi esposa. Lo hizo con un baile, con un gesto, con el gesto hacia mi propia persona. Dado que la vida de mi esposa dependía de la mía, viéndome a punto de ser matado en un juego, ella, como en un juego, murió conmigo. Pero sus recursos para sobrevivir al juego, con la intención de jugar otra vez, eran menores que los míos. De modo que ella realmente murió, mientras yo no.